Manhattan, 1912-1913
Cetta ahora estaba sola. Por primera vez desde que había llegado a Nueva York. Y Sal ya no iba a hacerse cargo de ella durante mucho tiempo. Cuando sentía con más fuerza la soledad, iba hasta Queensboro Bridge y desde allí observaba Blackwell’s Island y la penitenciaría en la que Sal cumplía su condena. El abogado Di Stefano había sobornado a la administración de la prisión y Cetta había obtenido autorización para ver a Sal una vez a la semana, durante una hora, en una habitación sin rejas de separación. Subía a la embarcación del Departamento Penitenciario de Nueva York, desembarcaba en la isla y era conducida por los celadores, que le hacían burla y le ofrecían dinero para que se metiera también con ellos en un cuarto. Sin embargo, Cetta no los oía. Solo tenía ganas de estar con Sal, sentada a su lado, casi siempre en silencio, y mirarle las manos de nuevo sucias. Después, terminado el tiempo, Cetta se levantaba y volvía a su vida. Sin él.
El burdel se había trasladado a un edificio pequeño y discreto en la esquina entre la Octava y la Cuarenta y siete Oeste. A Cetta no le gustaba aquel cambio sobre todo porque, cuando las ventanas del antiguo burdel estaban abiertas, podían oírse las notas alegres del ragtime que sonaba en Tin Pan Aley, en la Veintiocho, entre Broadway y la Sexta. Ahora bien, puesto que Cetta no era muy dada a regodearse con las desventuras sino a buscar el lado positivo de las cosas, ese cambio de lugar se convirtió para ella en una nueva aventura. Por primera vez Cetta estaba sola, y por primera vez cogió la IRT.
Subía la Fulton y entraba en la estación de Cortland Street. Bajaba en la Cuarenta y nueve y retrocedía hasta la Cuarenta y siete. Cada tarde y cada noche. Se sentaba entre la gente y se sentía igual que los demás. Una ciudadana americana. Y nada le producía más alegría que esa sensación de pertenencia. Hasta el punto de que más de una vez llevó consigo a Christmas, en las horas en que no trabajaba, para transmitir a su hijo esa emoción. «¿Lo ves? Eres un americano en medio de un montón de americanos», le decía en voz queda.
Una noche, de vuelta del trabajo, Cetta estaba sentada en un asiento apartado del vagón. Canturreaba en voz baja «Alexander’s Ragtime Band», un tema del año anterior que había tenido gran éxito. Cuando supo que lo había compuesto un tal Berlin, un músico judío, Cetta intentó que el tema dejara de gustarle. Y es que, desde que habían disparado a Sal, se la tenía jurada a los judíos y los odiaba con todo su corazón. Pero después decidió hacer una excepción porque «Alexander’s Ragtime Band» le encantaba. Así pues, aquella noche también se estaba dejando llevar por las notas de Irving Berlin.
Más o menos en la mitad del vagón, tres gamberros de unos dieciocho años bromeaban entre ellos y de vez en cuando le echaban una ojeada a Cetta. Cetta no los miraba. Más allá, hacia el fondo del vagón, estaba sentado un hombre que frisaba los treinta, rubio, con un par de gafas caladas en la punta de la nariz, con un traje arrugado y un libro abierto sobre las rodillas. Desde que había subido al vagón no había dejado de leer un solo instante. Enfrente del hombre, un policía de aspecto agotado, dormitaba con la cabeza entre las manos.
—¿Qué hace en la calle a estas horas una chica guapa como tú? —dijo uno de los tres gamberros al tiempo que se sentaba al lado de Cetta y hacía una mueca divertida a sus dos amigos.
Cetta no respondió y se puso mirar por la ventanilla.
—No te des aires de gran dama, hermosa —le susurró el joven—. Una gran dama no coge el tren —bromeó y a los otros dos les hizo un gesto para que se acercaran.
Los dos muchachos se le unieron. Uno se sentó enfrente de Cetta, con los pies encima del asiento, los ojos fijos en ella. El otro se puso detrás de ella, pegado a la ventanilla.
—¿Qué queréis? —dijo Cetta, y miró hacia donde estaba el policía, que seguía dormitando.
Trató de levantarse pero el joven que estaba sentado enfrente de ella le dio un empujón y la devolvió al asiento. El que estaba detrás le tapó la boca y la sujetó, y con la otra mano le acercó la punta de una navaja al cuello.
—Sé buena —le susurró.
El muchacho que estaba a su lado le metió una mano debajo de la falda.
—Solo queremos ser tus amigos, confía en nosotros —dijo.
En ese instante el tren aminoró la marcha, pues estaba llegando a la siguiente estación. El hombre que frisaba los treinta, en el otro lado del vagón, levantó la cabeza del libro y topó con la mirada aterrorizada de Cetta.
—¡Eh! —gritó poniéndose se pie.
El policía se despertó. Miró al hombre con ojos embobados, luego se volvió hacia el fondo del vagón. En ese momento las luces de la estación de Canal Street iluminaron el vagón. El tren se detuvo. Los tres gamberros dejaron a Cetta y huyeron. El policía se llevó el silbato a la boca y salió del vagón, persiguiéndolos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el hombre que frisaba los treinta, acercándose a Cetta.
Esta tenía los ojos hinchados de lágrimas pero le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El hombre sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se lo tendió. Cetta lo miró. Era delgado y no muy alto, pero tenía ojos buenos. Honrados.
—Gracias —le dijo.
El hombre le sonrió, con el pañuelo aún tendido hacia ella.
—Séquese las lágrimas —le dijo.
—Tendría que sonarme la nariz, más que secarme las lágrimas —dijo sonriendo.
El hombre también se rió.
—Pues suénesela. —La miró sonriendo. Una sonrisa franca—. ¿Le da vergüenza sonarse la nariz delante de un desconocido? ¿Quiere que me dé la vuelta?
Cetta volvió a reír. Después se sonó la nariz.
—Nunca he aprendido a hacerlo silenciosamente, como las señoras de mundo —dijo.
El hombre seguía sonriendo.
—Las señoras de mundo siempre me han parecido muy aburridas —le contestó—. ¿Puedo sentarme a su lado?
Cetta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Y también puedo llevarla hasta su casa? —volvió a preguntar el hombre.
Cetta se puso tensa.
—Esta noche ya ha tenido suficientes emociones. Me siento en el deber de acompañarla.
Cetta lo miró. Tenía ojos buenos. Podía fiarse.
—Vale —aceptó—. Nos bajamos en Cortland Station. Luego hay que andar un poco.
—Cortland Station y luego andar un poco. A la orden —dijo el hombre, haciendo el saludo militar con la mano al frente.
Cetta rió.
—Me llamo Andrew Perth —se presentó entonces él al tiempo que le tendía la mano.
—Cetta Luminita —respondió ella, estrechándosela.
El hombre la retuvo en la suya, sin violencia pero con fuerza, mirándola directamente a los ojos. Ojos buenos, pensó de nuevo Cetta. Ojos viriles, eso sí. Unos ojos que deseaban. Unos ojos que Cetta conocía. Pero se sintió halagada. Bajó la mirada y él le soltó la mano. Después, pasado un rato, con un gesto le indicó a Andrew que tenían que bajar.
En el trayecto hacia su casa, mientras caminaban uno al lado del otro por las aceras desiertas, Cetta supo que el joven Andrew Perth era sindicalista. Se ocupaba de las condiciones laborales de los obreros. Y, mientras él le hablaba de los horarios infernales, de los salarios miserables, de los atropellos que tenían que sufrir los obreros, siempre expuestos al despido, Cetta vio que los ojos de Andrew se inflamaban. Y en el fondo de esos ojos reconoció una auténtica pasión. Como un gran amor.
Cuando llegaron a la puerta de su casa, Cetta se detuvo.
—Yo he llegado —anunció.
—Qué pena —dijo Andrew, mirándola.
Cetta sonrió y se sonrojó. Porque esa noche no era una prostituta sino una muchacha corriente que había conocido a un hombre decente. A un hombre al que le gustaba y que no se habría aprovechado de ella. Porque esa noche Cetta no costaba cinco dólares por media hora.
—Me tengo que ir —dijo entonces, sabedora de que ese momento no podía durar eternamente. Le estrechó apresuradamente la mano, se dio media vuelta y se marchó corriendo a su asfixiante semisótano.
Unas noches después se encontró otra vez con Andrew. En la estación de Cortland Street. Se reconocieron, rieron y luego Andrew se ofreció a acompañarla a casa. Cuando llegó el momento de separarse, Andrew le retuvo nuevamente la mano en la suya mientras se despedían.
—No nos hemos encontrado por casualidad —le confesó—. Quería volver a verla.
Cetta sintió que se quedaba sin aliento. No sabía qué decir.
—¿Puedo invitarla a cenar alguna noche? —le preguntó Andrew.
—¿A cenar…? —respondió Cetta asombrada.
—Sí.
—¿A un restaurante…?
Nunca la había invitado nadie a cenar. Tenía casi diecinueve años y nadie la había llevado nunca a cenar. Porque no era una muchacha como las otras. Era una prostituta. Y a las prostitutas se las lleva a la cama, no a los restaurantes.
—Vale —aceptó.
—¿Y cuándo? —quiso saber Andrew.
—Pero antes le tengo que decir… —empezó a responder Cetta, repentinamente seria, y lo miró asustada. Andrew tenía ojos honrados. Y tal vez ella debería decirle…
—¿Pasado mañana? —la apremió Andrew, sonriente.
Nadie la había mirado nunca así.
—Vale —dijo.
—Pasaré a buscarla a las siete.
—Sí, a las siete —repitió Cetta—. Y después al restaurante.
Al día siguiente Cetta fue a visitar a Sal. Y mientras estaban cerrados en la habitación, sentados el uno al lado del otro, Cetta pensó que también a él debería decirle algo. Y por primera vez, además del amor y del sentimiento de gratitud, notó que experimentaba un nuevo sentimiento. El sentimiento de culpa se estaba abriendo camino en su alma. «Pero ¿de qué puedo sentirme culpable? —se dijo, sentada allí en silencio—. Si no ha pasado nada. Si no estoy haciendo nada malo», se siguió diciendo, y el sentimiento de culpa le hizo experimentar una rabia repentina y la rabia la llevó a detestar a Sal.
Cuando volvía a Manhattan en la embarcación de la penitenciaría, Cetta se volvió hacia el siniestro y tétrico edificio. «No estoy haciendo nada malo, Sal —susurró, cuidándose de que no la oyeran los funcionarios de prisiones—. Solo voy a salir a cenar.»
Le dijo a Madame que Christmas no se encontraba bien y necesitaba su atención. Esa noche desempeñó su actividad de prostituta hasta tarde y luego fue corriendo a su casa y se metió en la cama chirriante que había sido de Tonia y Vito Fraina con la excitación de una chiquilla. No se durmió hasta el amanecer, y cuando la señora Sciacca le entregó a Christmas, Cetta se maldijo porque a las siete iba a tener los ojos hinchados de sueño. Y quizá Andrew no iba a encontrarla lo bastante guapa. Y ella habría echado al traste su primera cena en un restaurante.
Pasó el día eligiendo el vestido apropiado. Y se maquilló y desmaquilló diez veces porque nunca se veía bien. Porque cada vez que se miraba al espejo solo veía la cara vulgar de una fulana. Lloró. Rió. Mil veces pasó de la desesperación a la euforia. Se roció perfume. A continuación se lavó con agua helada porque también el perfume era de fulana. Lustró los zapatos. También lustró el bolso. Se hizo un moño en el pelo. Se lo dejó suelto sobre los hombros. Se lo rizó con cintas. Se lo mesó, gritando.
—Está guapísima, señorita Luminita —le dijo Andrew esa noche a las siete—. Hay un restaurante italiano en Delancey. ¿Le parece bien?
—¿Por qué no? —contestó Cetta, que siempre había considerado muy sofisticado ese modo de hablar.
—¿Te puedo llamar Cetta? —le preguntó al cabo de unos pasos.
—Sí, Andrew —le respondió, y puso una mano en su brazo.
Unos ligeros copos de nieve planeaban en el aire, brillando como piedras preciosas cuando entraban en el cono de luz de las farolas.
—¿Tienes frío? —le preguntó Andrew.
—No —dijo Cetta sonriendo.
El restaurante era un modesto local que apestaba a ajo y a salchichas. La carta —y los correspondientes precios de los platos— estaba escrita con pintura blanca en la cristalera, sobre el mismo vidrio. Los platos especiales estaban resaltados con un grueso subrayado.
—Me gustaría tener los ojos tan oscuros como los tuyos, Cetta —dijo Andrew.
Ella se ruborizó y enseguida, sin levantar la vista, dijo:
—Pues a mí me gustaría tener los ojos tan claros como los tuyos. Son muy americanos.
Comieron caponata de pimientos y berenjenas, salchichas picantes con salsa de tomate y, de postre, cannoli rellenos de requesón y confitados, todo ello acompañado de un vino tinto, fuerte y ligeramente ácido, mientras Andrew hablaba de una pequeña ciudad industrial donde el año anterior los patronos habían rebasado el límite, según sus propias palabras.
—Silk City, ¿sabes? —le dijo.
—¿Y dónde está? —preguntó Cetta.
—¿Nunca la has oído mencionar? —dijo sorprendido Andrew.
—No, lo siento —respondió mortificada Cetta.
Andrew estiró la mano a través de la mesa.
—Eres tú quien debe perdonarme —dijo con un tono delicado—. Yo vivo en medio de estas cosas, pero tú… —y se interrumpió, para al momento apasionarse de nuevo—. Es lo que persigo cuando hablo con la gente común. Los problemas de los trabajadores son los problemas de todos, ¿lo entiendes?
Cetta asintió tímidamente.
—La ignorancia permite a los patronos cortar el bacalao. Pero eso se está acabando, Cetta. Si todos vosotros os sensibilizáis con los problemas de los trabajadores, nuestra lucha triunfará. ¿Lo entiendes?
—Sí… —respondió Cetta—. Yo ya no quiero ser ignorante.
Andrew la miró con orgullo.
—Yo te educaré —dijo.
Cetta experimentó una sensación de calor.
Luego Andrew continuó explicando que en Paterson, en New Jersey, una pequeña ciudad con más de trescientas fábricas de seda —razón por la cual se la llamaba Silk City—, que daban trabajo a setenta y tres mil personas, los patronos habían decidido que cada obrero se hiciera cargo de cuatro telares y no de dos, como habían hecho hasta ese momento.
—De ese modo, recortarán drásticamente el personal, ¿lo entiendes?
—Sí.
—¿Te puedes imaginar cuántas familias van a quedarse en la miseria?
—Sí…
—Por esto es por lo que combato.
Cetta lo miró admirada. Ese hombrecito rubio de ojos azules, tan delgado, luchaba por sesenta y tres mil personas. Era como un general. Un general bueno que defendía a la humanidad más débil. En eso consistía el socialismo, los derechos civiles, las luchas sindicales. Andrew se ocupaba de todos ellos. Y ahora iba a ocuparse también de ella. Y la educaría. Haría que fuera mejor.
Por ello, cuando Andrew, delante del semisótano, la atrajo hacia él, dulcemente, pasándole un brazo por la cintura, Cetta lo dejó hacer. Y cuando Andrew la besó en los labios, Cetta lo dejó hacer. Y cerró los ojos y se abandonó a ese hombre bueno y honrado que la encontraba guapa. Y se apretó a él, cuando los labios se separaron, y lo abrazó con fuerza porque por primera vez en su vida Cetta era una muchacha como las demás. Y entonces, sin dejar de abrazarlo, sintió que no se merecía a ese hombre maravilloso que se interesaba por ella.
—Trabajo de puta en el burdel que hace esquina entre la Octava y la Cuarenta y siete Oeste —le dijo suavemente al oído.
Notó que el cuerpo delgado de Andrew se crispaba. Y que luego, lentamente, se desasía del abrazo.
—Ahora me tengo que ir —dijo Andrew.
—Sí…
—Tengo que organizar mucho trabajo… sabes, la huelga…
—Sí…
—Pues me voy.
—Gracias por la cena —dijo Cetta con voz queda, sin bajar la mirada porque sabía que no lo volvería a ver—. Ha sido precioso.
Andrew sonrió levemente. Por educación. Y se alejó.
—Gracias por el beso —continuó Cetta con un hilo de voz, mientras lo miraba doblar la esquina.
Luego entró en su cuarto y se tumbó en la cama. «Había jurado que no besaría a ningún otro hombre», pensó acariciando a Leo, el muñeco despeluchado que Sal le había regalado a Christmas. Entonces, antes de llorar las lágrimas que la oprimían por dentro, se levantó de la cama y se marchó corriendo al burdel, le dijo a Madame que Christmas se había repuesto y trabajó hasta muy tarde.
Dos semanas después, la noche anterior a Nochevieja, Madame le dijo que un cliente la estaba esperando en la habitación verde. Cetta se repasó carmín por los labios, se ajustó el seno en el corpiño y entró en la habitación.
Andrew estaba de espaldas. Miraba por la ventana. Cuando oyó que la puerta se cerraba, se dio la vuelta.
—Pienso en ti día y noche —dijo acercándose a Cetta, abrazándola y estrechándola como no habría hecho nunca con una muchacha corriente—. Te deseo demasiado —y mientras tanto la besaba en el cuello e, introduciendo las manos debajo del traje, le acariciaba las caderas y los muslos.
Cetta no se dejó besar en la boca, pero se tumbó en la cama y abrió las piernas. Volvió la cabeza y vio los cinco dólares sobre la mesilla. Andrew se desnudó, la palpó y la penetró como no habría hecho nunca con una muchacha decente. Cuando terminaron, Andrew se vistió deprisa. En cambio, Cetta permaneció tumbada en la cama, desnuda, con la naturalidad de una prostituta con un cliente.
—Vístete, por favor —le pidió entonces Andrew.
—La media hora ha pasado —le dijo Cetta.
Andrew meneó la cabeza y se tapó los ojos. Cogió su billetero, sacó un billete de cinco dólares y, tendiéndosele a Cetta, le dijo:
—Toma, te pago otra media hora.
Cetta agarró el dinero y lo dejó en la mesilla.
—Vístete, Cetta —dijo Andrew.
Cetta, con indolencia, se puso la ropa que Andrew casi le había arrancado.
Andrew se había sentado en el borde de la cama, dándole la espalda. Y ahora estaba con la cabeza entre las manos. Y sollozaba.
—Perdóname —dijo con la voz rota por el llanto—. Me siento como un animal —continuó entre sollozos—. Un animal como todos los hombres a los que siempre he despreciado. Yo… nunca me había pasado… yo nunca había estado con… con…
—… una puta —continuó Cetta con voz fría.
—Cetta, créeme —dijo Andrew volviéndose de golpe. Tenía el rostro anegado de lágrimas.
Cetta lo miró a los ojos. Unos ojos buenos, pensó. Unos ojos honrados.
—Soy un animal —dijo Andrew con voz tenue—. ¿Podrás llegar a perdonarme? Desde que te vi la primera vez, ni un solo instante he dejado de desearte, y ahora… ahora… siento asco de mí mismo.
Cetta se le acercó en silencio. Se sentó a su lado, le cogió la cabeza y la apoyó en su pecho. Le acarició el pelo rubio, mirando el vacío. Y permanecieron así, sin hablar.
—La media hora ha pasado —dijo finalmente Cetta.
Andrew se levantó. Las lágrimas de las mejillas se le habían secado. Cetta no lo vio salir. Oyó la puerta que se cerraba despacio. Se tumbó en la cama, inmóvil. Poco después, la puerta se abrió y enseguida se cerró.
—Finge que duermes —dijo una voz desconocida y ruda—. No te muevas. —A continuación, el cliente puso cinco dólares sobre la mesilla, junto a los de Andrew, le subió la falda y la tomó por atrás, expeditivamente.
Esa semana Cetta no se atrevió a ir a visitar a Sal. Le mandó una tarta que había comprado en una pastelería.
En los primeros días de enero, Andrew regresó al burdel.
—No quiero hacer el amor —le dijo—. Solo quiero estar contigo —e hizo crujir cinco dólares sobre la mesilla.
Cetta lo miró. Había vuelto. Le acarició las mejillas rasuradas. El hombre que defendía a setenta y tres mil obreros había vuelto. Por ella. Acercó sus labios a los de Andrew y lo besó. Largamente. Con los ojos cerrados. Luego lo desnudó y lo tomó dentro de sí. Y, por último, lo estrechó con fuerza, entre las sábanas arrugadas, cuando Andrew le hubo derramado su placer.
—Ya no tienes que pagar. No quiero tu dinero —le soltó entonces—. Nos veremos en tu casa.
Andrew la miró con sus ojos azules.
—No podemos —le dijo—. Estoy casado.