19

Ellis Island, 1922

El agua estaba tan helada que cortaba la respiración. Bill permanecía agarrado a un machón de madera podrida y recubierto de algas resbaladizas, para no hundirse. Desnudo. Le castañeteaban los dientes, pero no podía evitarlo. Ya no sentía las piernas.

Sin embargo, se estaba acercando el transbordador del Servicio de Inmigración. Se había anunciado con un largo toque de sirena. Ya lo podía ver. Solo tenía que aguantar un poco más.

Desde que esa noche urdiera su plan, supo que conseguirlo iba a ser muy difícil. Pero no le quedaba otra salida. Si quería sobrevivir, tenía que soportar las gélidas punzadas del agua.

Todos los periódicos de la ciudad hablaban del sangriento asesinato del matrimonio Hofflund. Y de la violación de esa pequeña zorra judía. Sus colegas del mercado de pescado describían al padre de Bill como un honrado trabajador. Debían de ser un hatajo de miserables alcoholizados que, como su padre, seguramente se pasaban las noches dando correazos a sus mujeres y a sus hijos, pensó Bill. Si hubiese sabido cebar una bomba, los habría hecho volar a todos por los aires.

—Mamones —balbuceó medio congelado.

Estaba furioso. Y la rabia —más que el miedo de que lo frieran en la silla eléctrica— le nutría de la fuerza necesaria para aguantar. Si hubiese podido, habría colocado bombas también en las oficinas de los periódicos, donde se imprimían mentiras como las que había leído. Su padre se había convertido en una especie de héroe, en un inmigrante alemán que trabajaba duramente por la ciudad de Nueva York. En el símbolo de todos los hombres honrados que cargaban sobre sus hombros, en silencio, el peso de los trabajos más humildes, sin protestar. Sí, Bill habría querido arrojar una bomba en cada uno de esos periódicos de mierda y luego entregar a cada uno de los hijos de esos periodistas gilipollas a los trabajadores honrados y silenciosos del mercado de pescado, para que también sus hijos pagasen por las mentiras de sus padres, para que les contaran las marcas de los correazos en la espalda. La memez del sueño americano. Habría hecho que esas pieles delicadas, acostumbradas a baños calientes y a vestimentas de lana, sintieran el ruido restallante de la pesadilla americana.

—Vosotros sois otros mamones —imprecó de nuevo, soltándose durante un instante del machón que sujetaba el embarcadero bajo el que se encontraba. Escupió el agua que había tragado y los dientes le siguieron castañeteando.

«Pelo rubio, ojos azules, altura mediana, complexión normal», decían los comunicados de la policía que habían difundido los periódicos.

Bill intentó reír. Pero temblaba demasiado. «Encontradme», dijo en voz baja. ¿Cuántas personas respondían a esa descripción tan genérica? Prácticamente todos los habitantes de Nueva York, excepto los negros, los judíos de mierda y los italianos.

A lo lejos, el transbordador hizo sonar tres veces la sirena. El embarcadero vibró bajo los pasos pesados e indolentes de los empleados de las operaciones de atraque. Un barco con nuevas ratas para el gran sueño americano, pensó Bill. Ya era casi la hora. Casi lo había conseguido.

Ni los periódicos ni la policía tenían una fotografía suya. Nunca lo encontrarían. Pero sabían su nombre. Lo habían escrito con letras grandes en todos los periódicos, lo voceaban los vendedores callejeros de diarios en todas las calles de la ciudad. William Hofflund, William Hofflund, William Hofflund… sus documentos serían su perdición. Tenía que cambiar de nombre y de documentación porque si no, antes o después, acabarían pillándolo.

Mientras el transbordador se acercaba, Bill fue avanzando por los machones, hasta que llegó a una escalerilla que subía al embarcadero. Todo iba a decidirse en unos instantes. Lo más duro había sido aguantar en el agua gélida, pero ahora venía la parte más delicada. Si conseguía superar ese momento, prácticamente lo habría conseguido. Trepó por una viga tendida entre dos machones, junto a la escalerilla. Si uno de los empleados del atraque se hubiese asomado a escupir, habría podido verlo. Bill contuvo la respiración, procurando evitar que los dientes le castañetearan. Pero no podía. Entonces se mordió la lengua. Le hacía daño, pero ese ruido que lo ensordecía cesó. El hatillo con su ropa estaba seco. No bien estuvo en la viga empezó a vestirse. Pronto ya no tendría frío, se repetía, con las manos agarrotadas e incapaces de abotonar la camisa. Tenía los dedos morados. Y los labios hinchados y túrgidos. Todo iba a pasar, todo iba a pasar. Pronto.

Se acordó de la cara de asombro y espanto de su padre cuando vio que el cuchillo que apestaba a pescado se lo clavaba en el vientre y en la mano y en la espalda y en el cuello. La ironía del destino residía en que precisamente recordando a su padre había concebido su plan. Se lo había sugerido aquel borracho lleno de escamas de pescado. Sí, había motivos para reírse.

La noche anterior, aterrorizado por lo que había leído en los periódicos, Bill había estado deambulando sin rumbo por las calles más oscuras y desiertas de la ciudad, sin saber qué hacer. Como una rata de alcantarilla enloquecida. Incapaz de parar. Cuando se ocultaba detrás de un cubo de basura para tomar aliento, para intentar pensar en lo que debía hacer, se sentía acorralado. El miedo no lo dejaba quedarse quieto y Bill volvía a moverse. Poco después se dio cuenta de que estaba caminando en círculo. En círculos concéntricos que se iban cerrando alrededor del mercado de pescado. El sitio que más detestaba. El reino de su padre. El alemán que se había casado con la judía polaca. Pero en ese instante se le ocurrió la idea. Se acordó de una queja cargante que su padre repetía sin parar. Una cantinela que Bill habría hecho que se tragara a patadas pero que esa noche, de pronto, le resultó útil.

«Lo primero que vi, cuando llegué en barco de Hamburgo, fue la Estatua de la Libertad —decía siempre su padre en su parloteo de borracho—. Era de noche y la ciudad no se veía. Pero el perfil de esa estatua embustera se recortaba contra el cielo. Fue lo primero que vi y no comprendí qué era lo que sostenía en la mano esa antorcha de mierda, creí que exhibía un rollo de billetes. Mi dinero, el dinero que quería ganar en el Nuevo Mundo, la única razón que me había empujado a dejar a mi madre y a mi padre, para no tener que ser un pescadero como él, con las manos siempre llenas de escamas de pescado. Y no es solo que no he encontrado el dinero ni la libertad en esta ciudad de mierda, sino que además tengo las manos llenas de escamas de pescado, y cada vez que, en el mercado, levanto la vista, veo a esa estatua gilipollas allí, tomándome el pelo. Con ese fuego ha quemado todos mis sueños.»

Y entonces, en la oscuridad de aquella noche de rata de alcantarilla, Bill alzó la vista. Y la vio. Con la antorcha en la mano. Alumbrando a los que llegaban. Dándoles la bienvenida. La Estatua de la Libertad. De su nueva libertad. Así, mirando el perfil de la estatua, Bill supo lo que tenía que hacer: desembarcaría en Nueva York, como cualquier desconocido que llegaba a la tierra de las oportunidades, a Ellis Island. Esa antorcha no iba a quemar sus sueños.

«Vete a tomar por culo, pa», dijo riendo. Y luego destruyó sus documentos.

¿Quién iba a buscar a un asesino entre la cola de los recién llegados? Bill sabía que ya no llegaba tanta gente como en la época de su padre y que Ellis Island se había convertido más en un centro de detención que de acogida. Con todo, seguían desembarcando unas cuantas ratas. Sí, el gobierno de Estados Unidos de América le daría la bienvenida, un nuevo nombre y documentos nuevos. Muy divertido.

Así, esa noche —después de esconder su dinero y las piedras preciosas de la sortija en el hueco de un árbol de Battery Park, envueltos en un trozo de hule, bien arriba— robó un pequeño bote de remos, de los que se usaban para el transporte entre embarcaciones mayores, y fue rumbo hacia Ellis Island. No fue tan fácil como había creído al principio. El bote era pesado y la corriente, fuerte, casi no había puntos de referencia en la noche oscura. Pero lo había conseguido. Había llegado a la Puerta de Oro del mar, eludiendo la vigilancia. Había alcanzado el muelle, se había desnudado y se había metido en el agua gélida, con un brazo tendido hacia arriba, para que no se mojara el hatillo de su ropa. Se había asido a un machón, el frío lo había dejado sin aliento, y había soltado el bote, que la corriente, lentamente, se había llevado.

Hubo momentos en los que temió tener que renunciar, dejarse ir al fondo, darlo todo por perdido. Pero había vencido. Ahora —ensordecido por el último y largo silbido del transbordador del Servicio de Inmigración— sabía que había vencido. Una ola espumosa, que olía a nafta y a mar, llegó al embarcadero. Los postes anclados en el agua temblaron. Resonaban los gritos de los empleados del atraque, que dirigían las maniobras. Era el momento. Bill ya casi podía tocar el costado de hierro.

Esperó a que fijaran las pasarelas. Esperó, temblando, que hicieran bajar del barco a los recién llegados. Y entonces se agarró al primer peldaño de la escalerilla y se asomó al embarcadero.

—¡Oye, tú! —gritó alguien.

Bill no se volvió hacia la voz. Trepó los últimos peldaños y caminó hacia el gentío que bajaba del barco.

—¡Tú, detente! —ordenó la voz.

Bill quería echar a correr pero se paró. Luego, muy despacio, se dio media vuelta. El policía era alto y fornido y, al acercarse, se quitó la porra del cinturón. Con él iban tres empleados del atraque.

—¿Quién eres? —preguntó el policía cuando estuvo a su lado.

Bill observó a los inmigrantes que bajaban por las pasarelas, a los que ponían en orden como si fueran un rebaño, en tres filas. Luego miró al policía. No sabía qué hacer. No sabía qué idioma hablaban los recién llegados.

—Yo… —dijo por decir algo— estoy con ellos.

El policía señaló a la gente que bajaba por las pasarelas.

—Si eres uno de esos, ¿qué coño haces aquí? —dijo.

En ese instante Bill miró la escalerilla.

—Apuesto que ha ido a cagar —soltó uno de los empleados—. Nueve de cada diez tienen diarrea.

Bill lo miró.

—¿Has bajado a cagar allí? —preguntó el policía.

Bill asintió.

El policía rompió a reír.

—Me cago en la puta, los irlandeses sois como animales. En América hay retretes.

Los tres empleados rieron con el policía.

—Mira qué cara tan morada tiene —dijo uno de ellos.

—Este se ha cagado el alma —repuso otro.

El policía apoyó la punta de la porra en el pecho de Bill.

—Ponte en la cola con los otros —le ordenó, mientras lo empujaba.

Bill se volvió despacio y empezó a caminar hacia los irlandeses, sin prisa, mientras sentía que le asomaban lágrimas a los ojos y que una carcajada lo estremecía por dentro.

Y también los otros reían, detrás de él. El policía se acercó al borde del embarcadero y miró el agua.

—¡Cómo huele a mierda! —exclamó.

Los tres empleados del atraque se asomaron al agua y luego agitaron las manos en el aire.

—Lo ha apestado todo —dijo uno de ellos.

—Por lo menos habrá matado a unas cuantas ratas —añadió otro.

—Oye, irlandés, ¿qué coño has comido? —gritó el policía.

Bill se volvió y sonrió. Luego se sumó a la cola y observó con atención a sus nuevos compañeros. Cada uno de los inmigrantes llevaba en la mano un documento con los datos del barco que lo había llevado a Nueva York.

Al final de la cola, tres funcionarios del Servicio de Inmigración colocaban a los hombres a un lado y a las mujeres y a los niños en otro. De allí eran conducidos a un pabellón donde un equipo de médicos revisaban apresuradamente el estado de salud de cada uno de los recién llegados. Bill vio que a algunos les escribían una letra con tiza en la espalda. T para la tuberculosis, C para el corazón, CC para el cuero cabelludo, TC para el tracoma, RM para el retraso mental. Y a los que les ponían una letra estaban prácticamente jodidos, se devolvían al remitente. Bill miró alrededor. Vio los lavabos. Le pidió a un policía permiso para ir.

El policía lo miró de hito en hito y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Cuando entró en los lavabos había otras cinco personas: dos viejos, dos adolescentes y un hombre de unos cuarenta años. Bill empezó a ponerse nervioso. Se metió en una letrina y esperó. Tanto rato estuvo allí, que le pareció que iba a volverse loco. Hasta que por fin se presentó su oportunidad.

Mediana estatura, complexión normal, pelo rubio, ojos azules. Unos veinte años.

—Tengo que hablar contigo —le dijo Bill al joven, abordándolo.

El joven lo miró con recelo. Además de ellos, en los lavabos había un viejo.

—He descubierto un timo —le dijo Bill en voz baja.

—¿Qué timo? —inquirió el joven.

Bill se llevó un dedo a los labios y señaló al viejo.

—Podría ser uno de ellos —le susurró a un oído.

—¿Quiénes son ellos?

—Espera a que se haya ido —zanjó Bill.

—Me importa una mierda —dijo el joven encogiéndose de hombros.

Bill lo cogió de un brazo.

—Te estoy salvando el culo, gilipollas —le espetó a la cara—. A ti y a todos los de nuestra edad.

El joven no sabía cómo reaccionar. Ahora miró al viejo con recelo. Y a Bill con más atención.

—¿Qué timo? —preguntó en voz baja.

El viejo se tiró un pedo, se volvió hacia los dos jóvenes, hizo una mueca y salió de los lavabos.

—¿Qué timo? —repitió el joven.

Bill le dio un cabezazo en plena cara. Luego lo asió del cuello con un brazo y apretó, con todas las fuerzas que tenía, mientras trataba de arrastrarlo hacia una de las letrinas de madera. El joven era fuerte y forcejeaba. Tenía las manos clavadas en el brazo de Bill e intentaba soltarse para respirar. Pese a lo extenuado que estaba Bill por haber pasado tanto rato metido en el agua gélida, tenía una necesidad más acuciante que el otro por vencer. Se había pasado una noche entera luchando para sobrevivir. Una noche entera pensando en la muerte. Los dientes le rechinaban mientras apretaba con más fuerza y aguantaba los puñetazos que ahora el joven pegaba a ciegas. Pero Bill los iba notando más débiles. Reclamó a sus músculos un último esfuerzo y dio dos tirones violentos. Sintió que la tráquea del joven se cuarteaba, como el caparazón de una cucaracha. Luego el irlandés agitó las piernas, soltó unas patadas, lo recorrió un temblor y, por último, se quedó inmóvil. Bill cerró la puerta de la letrina y le hurgó en los pantalones. Encontró sus documentos de viaje y su pasaporte. En sus calzoncillos halló además un rollo de dinero.

Oyó que alguien entraba en los lavabos. Las voces de dos hombres que reían. Bill colocó el cadáver del joven en el retrete. Luego se arrastró silenciosamente por el suelo, pasando por debajo del tabique de madera hasta alcanzar la letrina de al lado, y salió. Sonrió a los dos hombres y volvió a la gran sala.

Tras pasar los controles médicos y la prueba de dictado —cincuenta palabras para verificar que no era analfabeto—, fue conducido a la sala de Inscripción, un espacio enorme en el segundo piso, de techos abovedados altísimos y una galería en mitad de la pared, sujeta con columnas rectangulares. En el centro había mesas donde, rodeados de papeles y sellos, se sentaban los inspectores de Inmigración. A ambos lados de la sala había estructuras metálicas que obligaban a los hombres de la cola —como pasaba en la cárcel— a avanzar en zigzag.

—Nombre —le dijo el inspector a Bill, cuando le tocó su turno.

—Cochrann Fennore —contestó este.

Al salir de la sala vio que un grupo de empleadas de la limpieza se encaminaba hacia los lavabos con escobones, trapos y cubos llenos de desinfectantes. Cuando bajaba las escaleras con su nuevo nombre y sus nuevos documentos, oyó un grito agudo, de mujer. Lo habían encontrado, pensó Bill, sonriendo. Habían encontrado al irlandés que le había regalado su segunda vida.

Resonó otro grito agudo de mujer.

Y entonces el nuevo Cochrann Fennore pensó en su madre. Mejor dicho, se corrigió sonriendo, en la madre de Bill. Por primera vez en aquella noche. Solo en ese instante, al oír el chillido de la mujer de la limpieza, pensó que su madre había muerto igual que había vivido. En silencio. Sin un grito. Ni cuando su padre judío la había repudiado, ni cuando su marido alemán le daba correazos y puñetazos, ni cuando su hijo la había apuñalado.

—¿Dónde está Cochrann? —oyó decir detrás de él, mientras ponía pie en el transbordador del Servicio de Inmigración, cuyo destino era la oficina de acogida de New Jersey.

Se volvió. Vio a una muchacha con las mejillas rojas y las manos agrietadas. Una lavandera, tal vez. Y una pareja de unos cincuenta años. Él, bajo y fuerte; probablemente estibador. Ella, encorvada, con profundas ojeras y manos aún más rojas que las de la muchacha, con llagas en los nudillos que ya nunca iban a cicatrizar.

—No me iré sin Cochrann —dijo la muchacha y trató de subir a la pasarela.

Un policía le cortó el paso.

—Vuelve atrás, no se puede bajar —le dijo.

—No me iré sin mi Cochrann —insistió la muchacha.

—¡Vuelve atrás! —gritó el policía.

La mujer de cincuenta años la agarró de los hombros y la arrastró hacia el interior del transbordador. El hombre bajo y fuerte miraba de un lado a otro.

—Tiene todo nuestro dinero —dijo en voz baja, casi sin esperanza.

También la muchacha miraba de un lado a otro, paseando la vista entre los pasajeros.

—¡Cochrann! ¡Cochrann! —gritó.

«Aquí estoy, cariño», pensó Bill a quien le habría bastado alargar un brazo para tocarla. «Yo soy Cochrann», y, de improviso, rió feliz.