Manhattan, 1911-1912
—¿Qué haré cuando mi cuerpo ya no sea deseable? —preguntó Cetta.
—Tienes diecisiete años. Queda tiempo —respondió Sal, tumbado en la cama, en camiseta, distraído por Christmas, que estaba jugando en el suelo con el muñeco que le había regalado por sus tres años—. El meoncete crece rápido, ¿eh? —dijo sonriendo.
—Yo también crezco rápido —contestó Cetta con gesto enfurruñado—. Solo que lo mío se llama envejecer.
Sal siguió mirando unos minutos más a Christmas, que, sin dejar de hablar un solo instante, enfrentaba a un nuevo muñeco —un león al que ya le había cortado la cola— con el muñeco de los Yankees, mutilado mucho más seriamente debido al tiempo y a la vivacidad del niño. Sal se levantó poco después de la cama y se acercó a la cocina, donde Cetta estaba preparando la salsa para la pasta.
—¿Por qué tenemos que fastidiarnos el domingo? —le dijo con su voz profunda, que había aprendido a modular de manera menos ruda, a la vez que le ponía una mano en un hombro.
Al sentir su mano, Cetta se apartó.
—Si no estuviese el meoncete, sabría cómo domesticarte —le dijo Sal guiñándole un ojo.
—¡Muere, meoncete! —gritó Christmas al tiempo que abalanzaba contra el cuello del león al jugador de los Yankees.
Sal soltó una carcajada. Cetta volvió la cabeza para observarlo. Nunca se habría imaginado que vería reír a Sal. Pero Christmas lo hacía reír con frecuencia. Él la miró y ella sonrió, aunque enseguida se puso otra vez seria.
—¿Voy a tener que trabajar siempre en esto? ¿Hasta que ya no valga para nada? ¿Hasta que te canses de probarme? —dijo Cetta, gesticulando con la cuchara de palo.
—Baja las armas —respondió Sal.
—¡Baja las armas, meoncete! —gritó Christmas.
Sal rió de nuevo.
—Estoy hablando en serio —insistió Cetta.
—Eres demasiado sabrosa —bromeó Sal acercándose a ella—. Nunca me cansaré de probarte.
—¡Estoy hablando en serio! —exclamó Cetta y golpeó la cuchara contra la cocina.
—¡Bang! ¡Estás muerto! —gritó Christmas y se tiró al suelo, agonizante.
Sal volvió a reír.
—Perdóname… —se disculpó luego con Cetta.
—Yo quiero tener una casa que sea mía, como Madame. —La voz se le había vuelto bronca—. Y quiero que allí haya muchas chicas guapas que se… —Cetta se interrumpió y miró a Christmas—. Total, quiero que el trabajo lo hagan otras, y no siempre yo.
—Hay tiempo, Cetta —dijo Sal, ceñudo, y ya sin sombra de alegría en su voz—. Ya hemos hablado de eso.
—Pero ¿yo no te importo, Sal?
—Ya me has roto las pelotas —dijo de pronto. Luego se vistió y salió dando un portazo.
—¡Sal! —lo llamó Cetta, pero Sal no se detuvo.
Entonces Cetta se sentó en la cama y empezó a llorar en silencio. Christmas se levantó inseguro, fue hasta donde estaba su madre y se arrimó a ella.
—¿Quieres jugar, mamá? —dijo con su vocecita, poniendo sobre su regazo los dos muñecos.
Cetta le acarició el pelo color de trigo y le estrechó entre sus brazos, sin decir nada.
—Yo también lloré cuando se rompió la cola del león —dijo Christmas—. ¿Te acuerdas, mamá?
—Sí, cariño —sonrió Cetta—. Me acuerdo —y lo estrechó con más fuerza.
Luego vio la pistola en la funda. Y la funda sobre la silla.
Sal decidió ir a la cafetería, seguro de que encontraría a alguien con quien pasar el domingo. Cetta lo estaba poniendo entre la espada y la pared. Sin embargo, eso no era lo que le escocía a Sal, sino que cada vez se sentía más a gusto con esa chiquilla. También había empezado a gustarle el meoncete. La muerte de Tonia y Vito Fraina habían dejado un hueco en su vida. Por un lado, eran todo lo que tenía; por otro, lo habían liberado de su perenne sentimiento de culpa por el asesinato de su hijo. Sal había dejado de reprochárselo. Y, muy despacio, sin darse cuenta, Cetta había llenado ese hueco. «Pero no es más que una de las putas del burdel», seguía repitiéndose, procurando ahuyentar esa idea que se parecía tanto a una emoción.
Y no era el momento de ser débil. No había que cuidarse solamente de esos irlandeses matones. Lo que quedaba de los Eastman —aunque ya nadie los llamaba así desde que, siete años antes, habían detenido a Monk Eastman y cumplía condena en Sing Sing— eran grupos incontrolados. Constantemente surgían nuevos nombres, nuevos jefes, que creían que podían volver a los buenos tiempos de antes, cuando se libraban guerras inconcebibles contra la policía o contra los italianos de Paul Nelly. Cuando para que se reunieran los hombres bastaba hacer correr la voz por las calles, o en la Odessa Tea House de Gluckow, en Broome Street; o en la Hop Joint de Sam Boesje, en Stanton Street; o en la droguería de Dora Gold, en First Street. Cuando bastaba ofrecer una botella gratis de blue ruin, el matarratas más económico en circulación. Tiroteos que duraban un día, batallas campales, en las que los transeúntes caían como hojas; y barricadas y piedras, peleas con bates, porras, tubos, hondas. Y así, en los últimos años, todos los días tipos como Zweibach, Dopey, Big Yip, Little Augie y Kid Dropper se empeñaban en no respetar las reglas.
No, no era el momento de ser débil, pensaba Sal mientras conducía hacia la cafetería. Y una mujer te volvía débil. Las emociones te volvían débil. Como siempre, aparcó a medio bloque de distancia, se apeó del coche y compró un puro en el Nora’s. Una vez en la calle, se dio cuenta de que había olvidado la pistola en la casa de Cetta.
Las mujeres y las emociones te vuelven débil.
Y, mientras meneaba la cabeza, tildándose de gilipollas, con el puro en la boca, no reparó en el coche negro que doblaba la esquina a gran velocidad. Solo lo vio tras el primer disparo. Oyó la detonación y al tiempo sintió un repentino ardor en un hombro. Fue a dar contra una farola. Se golpeó la sien y cayó detrás de un coche aparcado. No llevaba pistola. Estaba atrapado. Comenzó a sudar mientras se arrastraba en busca de protección, gritando de dolor por el hombro herido.
«Estoy jodido», se dijo.
Pero enseguida sus amigos de la cafetería salieron del local y empezaron a responder al fuego. El coche negro derrapó, se subió a la otra acera, atropelló a dos mujeres que gritaban petrificadas, las aplastó contra el muro y, por último, se estampó en el escaparate de una barbería.
Los amigos de Sal fueron corriendo hacia el coche. Silver, un chulo completamente canoso pese a que solo tenía treinta años, fue el primero en llegar. Sacó del coche a uno de los que habían disparado a Sal, y lo mató de un tiro. Mientras tanto, los otros vaciaban sus armas hacia el interior del vehículo.
Sal se incorporó. Fue hacia la barbería. Pasó al lado de las dos mujeres que había atropellado el coche. El muro estaba ensangrentado. Una de las dos ya no tenía cara; la otra tenía las rodillas partidas y las piernas dobladas sobre el regazo. Eructó un grumo de sangre y luego cerró los ojos, con un estremecimiento. El barbero, dentro de la barbería, estaba cubierto de sangre. Gritaba, herido por el escaparate, que se había hecho trizas. Dentro del automóvil, dos cadáveres, acribillados a tiros. En el suelo, el tercero.
—Judíos de mierda —estaba diciendo Silver—. Usan niños.
Sal vio que los tres muertos no tenían ni quince años. El que había matado Silver tenía un agujero en el ojo izquierdo, que le había deshecho el proyectil. Y las mejillas regadas de lágrimas que diluían la sangre que caía de la herida.
Hasta que todo se volvió negro y Sal se desmayó.
—¿Todavía te duele? —preguntó Cetta, seis meses después, al ver que Sal apretaba los ojos y fruncía los labios, al tiempo que estiraba un brazo para coger el vaso.
—Ojalá me duela durante lo que me resta de vida. Así no volveré a olvidarme la pistola en la casa de las putas —respondió como siempre Sal.
Desde el día del tiroteo, dos cosas habían cambiado para Sal. Ante todo, el jefe Vince Salemme, vencedor de la guerra, había ascendido a Sal y a Silver. A Sal le había confiado, además del burdel, la dirección de un nuevo antro —al que daban el pomposo nombre de Club House— que Salemme había abierto en la Bowery, en la confluencia entre la Tercera y la Cuarta avenidas. En cambio, Silver había pasado a formar parte de los hombres de gatillo fácil, y de chulo había sido ascendido a asesino.
La otra cosa que había cambiado era el carácter de Sal. A partir de aquel día empezó a tener miedo. Y se volvió paranoico. Se cercioraba continuamente de que la pistola estuviese cargada; miraba siempre a un lado y otro, se volvía de golpe, controlando lo que pasaba a su espalda. Pero, sobre todo, ya no tenía la misma mirada. Aquella bala le había entrado y salido por el hombro, había astillado el extremo del húmero y no le había dejado incapacitado, le había abierto una herida en el alma que se resistía a cicatrizarse como la de la carne. Una herida que segregaba ansiedad, miedo, preocupación. «Una herida abierta por tres chiquillos», pensaba Sal con rabia todas las noches al dormirse, y todas las mañanas al despertarse.
Ahora bien, si por un lado se seguía reprochando aquel descuido que pudo costarle la vida —y también se lo seguía reprochando a Cetta—, por otro, su nueva debilidad lo llevaba con frecuencia creciente a los brazos de su amante. La dirección del antro había reducido drásticamente su tiempo libre. Pero Sal se dividía en cuatro para recoger cada mañana a Cetta en su casa y llevarla al burdel, como si ella también, desde aquel día, estuviese en peligro. Y por la noche se ausentaba del local para recogerla. A veces la llevaba a casa, otras al antro. Y todos los domingos procuraba comer con Cetta y Christmas en la asfixiante habitación que había sido de Vito y Tonia. De modo que en pocos meses su relación empezó a convertirse en una especie de matrimonio.
Christmas siguió creciendo y haciéndose más vivaracho. Y comenzó a encariñarse con Sal. Y este con él, aunque a su manera. Cetta los miraba enternecida. Y enternecida observaba la transformación de su hombre, que no era ni mejor ni peor, sino cada día sencillamente más suyo.
—¡Bang! ¡Estás muerto, meoncete! —le gritó un día Christmas a Sal, que se estaba quedando traspuesto después de la comida dominical, mientras le apuntaba con una pistola de madera.
Sal pegó un salto de la silla y le arrancó de la mano la pistola a Christmas. Cetta vio el miedo en los ojos de Sal. Y la rabia. Temió por su hijo. Cuando se interpuso entre los dos, Sal dijo:
—Dile que no lo vuelva a hacer.
Luego le devolvió la pistola al pequeño y volvió a cerrar los ojos.
Y entonces Cetta pensó que a lo mejor Sal solo era más suyo porque tenía miedo. Y como lo amaba —y sabía que Sal sufría de ese miedo—, entró en una iglesia, se arrodilló a los pies de una estatua de la Virgen y le rezó para que hiciese que volviera a ser el hombre de antes. Para que le quitase el miedo. «Es un gángster», le explicó a la Virgen al ponerse de pie.
En 1912 estalló una guerra territorial. En esta ocasión, entre italianos e irlandeses. Sin embargo, era una guerra que no se libraba en las calles. Que no se libraba con pistolas. El ejército reclutado por los irlandeses era de la policía de Nueva York. La parte de la policía que podía corromperse con generosas «mordidas» o sobornos.
Casas de juego y burdeles, almacenes llenos de whisky bautizado —es decir, aguado—, máquinas tragaperras, apuestas, garitos. Fue un ataque directo a los negocios. Al corazón de la criminalidad organizada. Fundamentalmente, un ataque económico. Pero también una estrategia bien planificada para eliminar a los peces gordos a través de los pequeños, pactando condenas e inmunidades.
La noche del 13 de mayo de 1912, Silver se presentó en el antro. Vestía un traje elegante, iba acicalado como un actor. La hechura de su chaqueta de seda era perfecta, solo se le arrugaba un poco en el lado donde sobresalía el bulto de la pistola. Estaba muy cambiado desde la última vez que lo había visto Sal. Se contaba que desde que le había disparado en un ojo al chiquillo judío, le había cogido gusto.
—Esta noche va a venir el jefe —le dijo Silver a Sal—. Ha dicho que te laves las manos. Le da asco que le sirvan de beber unas manos negras como las tuyas.
—Hay camareros para servir la bebida —repuso Sal.
Silver se encogió de hombros.
—Acabará pidiéndome que te las corte —bromeó. Tenía un diente de oro. El segundo incisivo.
Sal pensó que había otros que se las partirían con mucho gusto. Quizá la idea de las manos no era siquiera de Vince Salemme. Solo una de las gilipolleces por las que Silver se estaba haciendo famoso. Pero si resultaba ser cierto que esa orden la había dado el jefe, no sería muy inteligente que lo encontrara con las manos negras.
—¿A qué hora viene? —le preguntó a Silver.
—¿Por qué? ¿Cuánto tardas en lavártelas?
Sal lo miró sin hablar.
—Va a pasar antes por el Nate’s, en Livonia, y luego vendrá aquí —dijo al final Silver.
Sal le dio la espalda y se fue a los lavabos. Se frotó las manos hasta que se le pusieron rojas, mientras se debatía en una creciente inquietud. «Da mala suerte», se decía.
Las redadas en los antros de la Bowery y de Livonia —en Brooklyn— se produjeron simultáneamente. Cuando los policías pagados por los irlandeses irrumpieron en los tres locales, dejaron huir a muchos clientes y también a algunas putas. Desde el principio fue evidente que tenían un objetivo bien preciso. Buscaban al pez gordo, Vince Salemme. Al no encontrarlo, el pez pequeño que esa noche debía caer en sus manos era Sal Tropea.
Inmediatamente después, los policías irrumpieron en el burdel. Cetta, Madame y diez putas más fueron cargadas en una furgoneta oscura. Durante la incursión fue abatido un funcionario del despacho del alcalde, que se había llevado una mano al bolsillo interior de la chaqueta, para enseñar a la policía sus documentos. Pero un agente creyó que iba a sacar una pistola y le descerrajó cinco tiros, uno de los cuales hirió en la pierna a la fulana que estaba con él. Cuando vieron que el hombre estrechaba en la mano una cartera, los policías se la quitaron y, como por arte de magia, cuando llegaron los fotógrafos, el cadáver estrechaba en su mano una pistola. Durante una semana los diarios estuvieron acosando al alcalde, al que acusaban de contratar a personal que estaba conchabado con la criminalidad. Después el asunto se olvidó.
No bien la empujaron a la furgoneta, Cetta, al ver esposado a Sal, se lanzó hacia él, lo abrazó y se puso a llorar desesperada por Christmas.
Una vez en la comisaría, Cetta y Sal fueron separados. A Cetta la confinaron en una celda común con Madame y las otras putas. Sal fue golpeado brutalmente y luego aislado en un calabozo, en el centro de una habitación donde los policías entraban y salían, sin parar de insultarlo, de amenazarlo y de escupirle.
—Quiero pagar una fianza —dijo Sal cuando apareció el capitán de la comisaría, que no sabía nada del pacto entre los irlandeses y sus hombres.
—Tú no puedes salir con una fianza —le contestó el capitán.
—No es para mí —dijo Sal, que perdía sangre por la nariz—. Cetta Luminita. Una de las putas.
El capitán lo miró sorprendido.
—Está en su derecho —insistió Sal introduciendo sus dedos gordos y limpios entre los agujeros de las rejas.
—Mañana veremos —respondió el capitán.
—Tiene un hijo pequeño —dijo Sal, agitando rabiosamente las rejas.
El capitán lo miró en silencio. Tenía una mirada dura pero humana.
—¿Cómo has dicho que se llama? —preguntó luego.
—Cetta Luminita.
El capitán movió ligeramente la cabeza, en señal de asentimiento, y salió de la habitación.
A la mañana siguiente, el abogado Di Stefano fue a ver a Sal. Al acercarse a la celda, arrugó la nariz.
—¿Coño, te has meado encima?
—No me han dejado ir al retrete.
El abogado miró a Sal sin dejar de arrugar la nariz.
—¿Cogieron al jefe en Livonia? —inquirió Sal.
—¿Tú qué sabes de los movimientos de Vince? —preguntó el abogado. Hablaba en voz baja, a través de las rejas, para que no lo oyeran los policías.
—¿Lo cogieron?
—No. Al final se echó atrás —respondió el abogado.
Sal lo miró. Y empezó a entender.
—¿Quién?
—Silver.
Sal escupió al suelo.
—No temas, ese mierda no podrá gastarse el dinero de la traición —dijo el abogado en voz aún más baja.
—Amén —añadió Sal.
—Ahora te toca a ti demostrar si eres un hombre o un mierda —dijo el abogado, mirándolo con frialdad.
Sal sabía que aquella frase era una amenaza. Significaba: «¿Quieres seguir vivo?». Le sostuvo la mirada al abogado sin pestañear.
—No soy un mierda —le respondió con voz firme.
—Acabarás en chirona.
—Lo sé.
—Te apretarán las clavijas.
Sal sonrió.
—¿Está ciego, abogado? —dijo—. Mire mi cara. Mire mis pantalones empapados de pis. Ya han empezado.
—Te ofrecerán algo.
—Yo no hago tratos con los policías. Especialmente si están pagados por un irlandés.
El abogado lo siguió mirando en silencio. A él le correspondía averiguar si Sal Tropea era o no fiable. Sin embargo, no podía conformarse con sus palabras. Tenía que verlo en sus ojos.
Y Sal sabía que su futuro dependía de aquella última mirada. Entonces, de súbito, el miedo que lo enervaba desde que lo habían herido en el hombro desapareció y Sal se encontró a sí mismo. Y se sintió libre. Y ligero. Y rió. Con una risa tan profunda como un eructo.
Las facciones afiladas del abogado mostraron primero estupor y luego se relajaron. Sal Tropea no iba a hablar. Ahora estaba seguro. Pero quedaba por jugar una última carta. Una última advertencia.
—Esa puta que te interesa tanto —dijo en voz baja, aunque su tono ya no era apremiante, porque ahora estaba tranquilo y podía consentirse ser solamente cruel—. Está en casa con su hijo. Cómo se llama… Christmas, ¿verdad?
Sal se puso tenso.
—Ese chiquillo no se parece a ti —continuó hablando el abogado—. Lo he visto, es rubio.
—No es mi hijo —contestó Sal en actitud defensiva. Sabía perfectamente lo que estaba pasando.
—El pequeño bastardo tiene nombre de negro y es rubio como un irlandés.
—El chiquillo me importa una mierda —mintió Sal.
El abogado rió. Quedamente. Una risa que significaba: «No te creo». Y, sin dejar de sonreír, prosiguió:
—Debes querer mucho a esa puta para pagarle la fianza.
—Usted debería trabajar de matón, no de abogado. Lo haría bien —dijo Sal.
El abogado volvió a reír. Esta vez, satisfecho.
—Lo pensaré, gracias por el consejo. —Luego volvió a acercarse a las rejas. Pero no porque tuviera que decirle nada secreto. Debía procurar que el mensaje no fuese malinterpretado, aunque al respecto no tenía dudas, pues él se tenía en muy alta estima y juzgaba que Sal Tropea era menos imbécil que los pelagatos a los que solía transmitir amenazas. Y porque además le gustaba amenazar a la gente. Era como disparar con una pistola. La sangre, en vez de brotar de una herida, lo hacía de las miradas—. El jefe ha decidido reembolsarte la fianza que has pagado por la puta —prosiguió—. Ya que te interesa tanto, se hará cargo de ella hasta que estés de vacaciones.
Sal no dijo nada.
—Somos una familia, ¿no? —repuso el abogado.
Sal hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Me encargaré de que te concedan el retiro aquí cerca, así tu amada podrá visitarte cuando quiera —concluyó el abogado Di Stefano mientras se alejaba.
Ese mismo día, Sal fue golpeado. Por la noche tenía los labios tan tumefactos que permaneció despierto por miedo a morir asfixiado mientras dormía. Por la mañana no advirtió que había salido el sol porque tenía los párpados tan hinchados que no se le abrían los ojos. Y no percibió el sabor de la poca comida ni de la poca bebida que le dieron porque todo le sabía a sangre. Después le ofrecieron una reducción de la condena. Más tarde, incluso la libertad. Pero Sal no dijo siquiera que no. Al cabo de diez días lo condenaron, lo desnudaron y le dieron un uniforme de preso. El abogado Di Stefano cumplió su palabra. Sal no fue mandado a Sing Sing —como establecía la condena—, sino a la cárcel de Blackwell’s Island, en el East River, entre Manhattan y Queens.
A la semana siguiente, en el locutorio, sentado enfrente de Cetta, Sal todavía tenía la cara marcada.
—Cuando salga de aquí seré aún más feo —le dijo.
Sin embargo, Cetta estaba mirando otra cosa. Ahora sabía que Sal ya no tenía miedo. Que había vuelto a ser el Sal de antes. El que aplastaba la pobre mercancía de un ambulante solo porque ella le había sonreído. Y le dio las gracias de corazón a la Virgen, que había oído su plegaria.
Sal hizo una mueca, luego puso las manos en la reja que los separaba.
—Sabía que lavármelas daba mala suerte —dijo.