New Jersey, 1922
—Hola —saludó Christmas.
—Hola —contestó Ruth.
Luego permanecieron en silencio, mirándose. Christmas de pie, sin saber qué hacer con sus manos hasta que se las metió en los bolsillos. Ruth sentada, con una manta oscura de cachemira sobre sus piernas y dos revistas de moda en su regazo, Vogue y Vanity Fair.
—Bueno —dijo el viejo Isaacson—, supongo, muchachos, que preferís quedaros a solas. —Observó a Ruth, indagando sus reacciones con una mirada dulce y comprensiva—. Si a ti te parece bien —añadió en voz baja, sonriendo.
Ruth asintió.
Entonces el viejo acarició el pelo de su nieta y regresó por el sendero, entrechocando rítmicamente el bastón en los setos de boj.
—La comida estará dentro de unos minutos —anunció sin volverse.
—Me parece que lleva ese bastón más como arma que como apoyo —dijo Christmas.
Ruth sonrío levemente, pero solo con la boca, y bajó la mirada.
—Esto es muy bonito —dijo Christmas, trastabillando nervioso.
—Siéntate —dijo Ruth.
Christmas miró alrededor y vio un banco de madera y hierro, a unos diez pasos. Fue hasta allí y se sentó. Sobre el banco había un ejemplar del New York Post. Ruth volvió la cabeza para mirar a Christmas. Sonrió cohibida. Luego metió la mano vendada debajo de la manta y se sonrojó.
—¿Cómo estás? —inquirió Christmas en voz baja, pero adrede.
—¿Qué dices? —preguntó Ruth.
Christmas enrolló el Post y habló desde un extremo del tubo, como si fuera un megáfono.
—¿Cómo estás?
Ruth sonrió.
—No te oigo —dijo Christmas hablando siempre a través del periódico—. Coge también un megáfono.
Ruth rió y enrolló el Vanity Fair.
—Bien —respondió.
Christmas se levantó del banco, se aproximó a Ruth, dejó el periódico en la hierba y se sentó encima. Los ojos de Ruth eran más verdes de lo que los recordaba. Todavía tenía marcas en el rostro. Dos llagas moradas a los lados de la nariz. Una cicatriz clara en el labio superior. Era mucho más guapa de lo que había intuido a través de la sangre.
—La radio es el acabose —dijo Christmas.
Ruth sonrió y de nuevo eludió su mirada.
—No la tiene nadie donde yo vivo —continuó Christmas.
Ruth se puso a juguetear con la portada del Vanity Fair.
—Y tiene válvulas —añadió Christmas—. ¿Sabías que hay que esperar que se calienten para oír algo?
Ruth asintió sin mirarlo.
—Gracias —dijo Christmas.
Ruth apretó los labios, con la mirada gacha. No recordaba casi nada de aquel chico. Solamente su nombre, ese nombre gracioso. Y sus brazos que la llevaban al hospital. Y su voz. Que gritaba su nombre cuando la subieron a la camilla. Pero no recordaba su cara. No sabía que tuviese ese pelo rubio, con el mechón que le caía sobre los ojos negros como el carbón. No recordaba aquella mirada franca, casi descarada. Ni su sonrisa, tan comunicativa. Ruth se sonrojó. No recordaba casi nada, pero sabía que ese chico sabía. Sabía lo que le había pasado. Y estaba segura de que no la veía como se hallaba ahora sino como la había conocido, en el estado en que la había encontrado. Así que sabía… también sabía…
—Me han recolocado la mandíbula —dijo Ruth de un tirón, desafiando a Christmas con la mirada—. Me han enderezado la nariz, me han puesto dos dientes postizos, las costillas rotas se han soldado, las hemorragias internas se han reabsorbido, pero oigo mal con el oído izquierdo. Con el tiempo tendría que mejorar. —Luego sacó la mano vendada de debajo de la manta—. En cambio, con esto no hay nada que hacer.
Christmas se quedó mirándola en silencio, sin saber qué decir, con la boca entreabierta y una rabia en los ojos por lo que Ruth había tenido que sufrir. Y movía la cabeza de un lado a otro, en un reiterado no mudo.
—Nada ni nadie conseguirá que el dedo me crezca de nuevo —dijo Ruth en tono agresivo.
Christmas cerró la boca, pero no pudo apartar los ojos de ella.
—Solo podré contar hasta nueve —dijo entonces Ruth y rió, de manera forzada, con el cinismo de un adulto. Porque eso es lo que ahora se advertía: que era una chiquilla que había tenido que hacerse mayor en una sola noche.
—Si yo fuese tu profesor… —dijo Christmas en voz baja—, cambiaría las matemáticas por ti.
Ruth no se esperaba ese comentario. Esperaba que la compadecieran, esperaba frases de circunstancias. Lo único que quería era que ese tonto muchacho rubio de ojos negros como el carbón se sintiese incómodo, al menos tan incómoda como se sentía ella sabiendo que él conocía un detalle terrible de su vida, un menoscabo oculto entre sus piernas que no había tenido valor de mencionar.
—Y si fuese el presidente Harding, obligaría a todos los americanos a contar solo hasta nueve —prosiguió Christmas.
Ruth seguía con la mano levantada, como una bandera ensangrentada. Sintió que algo se le rompía por dentro. Y tuvo miedo de ponerse a llorar. «Eres una idiota», dijo con rabia y le dio la espalda, y enseguida abrió mucho los ojos para que se secaran rápido. Sintió un crujido en su interior. Cuando estuvo segura de que no se pondría a llorar, se volvió. Christmas ya no estaba allí, sentado en el suelo. Miró alrededor y lo descubrió al fondo del prado, al fondo del sendero, metiéndose en el coche de su abuelo. Pensó que estaba vestido de una forma atroz. Como los pobres cuando se ponen la ropa del domingo. Como los obreros cuando el abuelo celebra las fiestas del Janucá. Con esa ropa a la vez demasiado nueva y demasiado vieja. Durante un instante, sintió miedo de que fuera a marcharse.
Entonces Christmas se volvió hacia ella y sonrió. También allí, al fondo del prado, tenía una sonrisa franca. Agitó la cabeza y se subió el mechón rubio que le caía sobre la frente, un mechón vulgar, impertinente. Tan luminoso. Del color del trigo. Como el oro antiguo de algunas joyas de la abuela. Y los ojos, pese a ser tan negros, brillaban incluso desde esa distancia. Como si tuvieran una luz interior. Vio que trajinaba con un cucurucho que sujetaba en la mano, vio que tiraba algo de colores, tres veces. Y luego Christmas empezó a volver por el sendero. Caminaba de una manera a la vez suave y nerviosa. Avanzaba como a saltos, pero daba la impresión de que se moviese en el agua. Y cuando el pie tocaba el suelo, la cabeza se doblaba ligeramente hacia un lado, arrogante.
Christmas, una vez que llegó a su lado, le tendió unas flores envueltas en un miserable papel marrón, mojado por abajo.
Ruth no se movió, ni miró las flores.
—Tienes razón, soy un idiota —dijo Christmas apoyando con delicadeza el ramo de flores sobre la manta de cachemira.
Ruth miró entonces las flores. Las contó. Eran nueve. Nueve horribles corolas de pobres. Y de nuevo le entraron ganas de llorar.
—Me gustaría venir a verte todos los días, pero… —dijo entonces Christmas, con una voz cohibida que pretendía ser alegre, balanceándose, de nuevo con las manos en los bolsillos—. Bueno, verás, resulta que no vives precisamente al lado —dijo sonriendo.
—No vivimos aquí todo el año. Cuando hay colegio, estamos en Manhattan. Dentro de unos quince días seguramente volvemos, en cuanto me reponga del todo. —Ruth se sorprendió de su respuesta, como si también a ella le disgustase no verlo. Pero ya no podía parar—. Tenemos una casa en Park Avenue.
—Ah, sí… —asintió Christmas—. Lo he oído mencionar. —Hizo una pausa, se miró los zapatos—. Y tú ¿conoces Monroe Street? —dijo después.
—No…
—Bueno, no te pierdes nada —añadió Christmas, riendo.
Ruth oyó esa carcajada, que penetró en sus oídos. Y recordó la carcajada de Bill, que la había hecho sentirse alegre, que la había animado a huir de su gran casa triste. Aquella carcajada que ocultaba el horror. Miró a Christmas, que había dejado de reír.
—Gracias, le dijo.
El chico se encogió de hombros.
—Verás, por mi zona no hay flores de lujo —respondió.
—No lo digo por las flores.
—Ah… —Silencio—. Bueno, en fin… —Silencio—. Pues, eso, de nada.
Ruth rió. Pero muy bajito. Casi solo para sus adentros.
—¿Y de verdad que te ha gustado la radio?
—¿Bromeas? ¡Es fantástica!
—¿Y qué programas escuchas?
—¿Qué programas? Pues… pues no lo sé… Nunca he tenido radio.
—A mí me gustan los programas en los que hablan.
—¿En serio? ¿Y de qué hablan?
—De todo.
—Ah, bueno… claro.
De nuevo, silencio. Pero un silencio diferente, repentino.
—¡Señorita Ruth! ¡La comida está servida!
Christmas se volvió. Vio a una doncella joven en uniforme negro, con puños y cuello blancos, y tocada con una cofia también blanca.
—Parece un pollo de luto —dijo Christmas.
Ruth rió.
—¡Voy! —Ruth se puso en pie y cogió su ramo de nueve flores.
Christmas la siguió, con las manos en los bolsillos. Una vez que llegaron al porche de la mansión, vio a Fred, que estaba sacando brillo al Silver Ghost. Le silbó.
—¡Oye, Fred, voy a comer! —le gritó.
Ruth sonrió.
—Muy bien, míster Luminita —respondió Fred.
Un mayordomo vestido con un uniforme de alamares esperaba a Ruth y a Christmas en la entrada.
—Están todos en el comedor, señorita —dijo inclinando levemente la espalda.
Ruth asintió.
—¿El señor desea lavarse las manos? —le preguntó el mayordomo a Christmas.
—No, almirante —contestó este.
Ruth rió. El mayordomo permaneció impasible y precedió a los dos jóvenes. La muchacha le entregó el ramo de flores al mayordomo y le dijo en voz baja:
—A mi habitación.
Christmas caminaba por la casa con la boca abierta, sin saber dónde mirar. Lo atraía ahora un cuadro, ahora una alfombra, ahora el resplandor de los mármoles, ahora las incrustaciones de las puertas, ahora un candelabro de plata de siete brazos…
—Caramba… —le dijo con voz tenue al mayordomo cuando este les señaló la puerta del comedor.
Christmas le estrechó la mano al padre de Ruth, que ya conocía, y a la madre, una mujer guapa y elegante, que, pensó, parecía una bombilla apagada. El viejo Isaacson estaba sentado en la cabecera de la mesa, con su fiel bastón apoyado en el borde, al alcance de la mano.
Todos se sentaron y un criado se acercó con una gran bandeja de plata y una tapa en forma de cúpula que escondía el plato.
—Espera —le dijo al criado el viejo Isaacson con tono irritado—. Sarah, Philip, ¿os importaría darle al menos las gracias al muchacho que ha salvado a Ruth? —dijo mientras miraba con ojos severos a su hijo y a su nuera.
Los esposos Isaacson se pusieron rígidos en sus sillas.
—Desde luego —dijo entonces la madre de Ruth, mirando con una educada sonrisa a Christmas—. Solo queríamos darle tiempo para que se sentara. Nos queda toda la comida para agradecerle. Aun así, has de saber que te estamos agradecidos de todo corazón.
—No hay de qué, señora —respondió Christmas, y miró a Ruth, que lo estaba observando, aunque bajó la mirada en cuanto se cruzó con los ojos negros y profundos de su salvador.
—Sí, gracias, de veras —añadió débilmente el padre de Ruth.
—¡Puñetas, esto parece un funeral cuando tendría que ser una fiesta! —exclamó el viejo.
—Puedes servir, Nate —ordenó Sarah Isaacson al criado.
—Creía que los ricos no decían palabrotas —dijo Christmas.
—Los ricos hacen lo que les da la gana, muchacho —bromeó satisfecho el viejo.
—Algunos ricos —le dijo el padre de Ruth a Christmas—. Otros, como acertadamente has notado, evitan ese tipo de lenguaje.
—Sí, los que se han encontrado ricos sin ningún mérito —zanjó el patriarca de la casa. Luego se dirigió a Christmas—. Ya que eres italiano, he hecho que te preparen espaguetis con albóndigas —dijo mientras el criado servía los platos.
—Yo soy americano —puntualizó Christmas—. De todos modos, parecen ricos —añadió mirando el montón de espaguetis que el criado le estaba sirviendo.
—Eso sí, las albóndigas no son de cerdo —repuso el viejo—. Los judíos no comemos cerdo. Y la carne es kosher.
Christmas ya iba a lanzarse sobre la pasta cuando se acordó de fijarse en cómo se comportaban los demás. Vio que no aspiraban silbando los espaguetis, y le pareció que la educación era aburridísima. Cuando lo divertido de comer espaguetis era aspirarlos haciendo ruido. Sin embargo, se adaptó. Deglutió y después le preguntó al viejo:
—¿Usted no ha nacido en América, señor?
—No.
—¿Su hijo, en cambio, sí?
—Sí.
—Así que su hijo es americano, no judío —concluyó Christmas.
—No. Mi hijo es un judío americano, muchacho.
Christmas comió otro bocado de pasta, al tiempo que reflexionaba.
—O sea que cuando eres judío estás jodido, ¿eh? —dijo luego—. Nunca te conviertes en americano y punto.
El matrimonio Isaacson se puso tenso. Ruth miró a su abuelo.
El viejo rió en silencio.
—Pues sí, cuando eres judío estás jodido —concluyó.
—Lo mismo les pasa a los italianos —dijo Christmas moviendo la cabeza.
—Sí, creo que sí —contestó el viejo.
Christmas se concentró en escarbar la última albóndiga, luego dejó el tenedor en el plato y se limpió la boca.
—Bueno, yo quiero ser americano y punto —dijo.
El viejo levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
—Buena suerte.
Ruth observaba a su abuelo. Era evidente que el muchacho de pelo rubio y ojos negros como el carbón le gustaba. A nadie le habría consentido ese tipo de observaciones. Y, sobre todo, con nadie habría estado tan risueño. Su abuelo sonreía poco y casi solamente a ella. Ruth volvió luego la cabeza hacia sus padres, quienes seguían a duras penas, y con evidente desinterés, la conversación. Estaban ausentes, como siempre. Como también era evidente que despreciaban —o peor aún, que no tenían en cuenta— al muchacho que había salvado a su hija. A veces Ruth pensaba que creían que todo se les debía. Solía oír a su abuelo y a su padre hablar de los obreros de la fábrica. Su abuelo los consideraba judíos como ellos; su padre, en cambio, decía que eran gente del Este. Su abuelo no tenía problemas en explotarlos ni en pagarles lo menos posible, pero se interesaba por sus familias. Su padre tampoco tenía problemas en explotarlos y en pagarles lo menos posible, pero ni siquiera sabía quiénes eran. Y los obreros —los muertos de hambre— miraban al abuelo como a uno de los suyos que había triunfado, mientras que su padre no era nadie. Y había veces en que Ruth tenía la sensación de que también para su abuelo su padre no era nadie. Por el contrario, parecía que su abuelo no tenía la misma opinión de Christmas. Sentía una especie de admiración por aquel muchacho. Y quizá fue esa observación la que hizo que Ruth bajara sus defensas, la que hizo que sintiera —filtrada por los ojos de su querido abuelo— una emoción inesperada. Como si ese muchacho le gustase, o le pudiese gustar. Y, no bien experimentó esa sensación, Ruth se asustó. Pues se había jurado a sí misma que desterraría para siempre de su vida a los hombres. A los machos.
—¿Cómo se llama el país de los judíos? —le estaba preguntando entretanto Christmas al viejo al tiempo que probaba un extraño plato picante y con muchas especias.
—Los judíos no tienen un país propio —respondió el viejo.
—Entonces, ¿por qué se es judío?
Saul Isaacson rió.
—Es una cuestión de descendencia —intervino Philip Isaacson con tono altivo—. La nuestra es una sangre que salvaguardamos y que nos distingue de los demás.
—Si es por eso, habría además otra peculiaridad —dijo el viejo, riendo socarronamente.
Christmas se paró a pensar en las palabras del viejo, hasta que de pronto comprendió.
—¡Ajá, conque es verdad! —exclamó asombrado—. Creía que era una trola que contaban en el barrio. —Meneó la cabeza, en un gesto de incredulidad. Después miró al viejo—. O sea que para saber si alguien es judío hay que mirarle… —continuó, pero se detuvo al caer en la cuenta de que no podía decir lo que había pensado. Se volvió hacia Ruth y se ruborizó.
—La nariz —concluyó el viejo saliendo en su rescate—. Hay que mirarle la nariz.
La madre de Ruth tosió. Philip Isaacson siguió comiendo, con una ceja levemente enarcada.
En cambio, el viejo, tras un instante de silencio, dio un manotazo en la mesa y estalló en una estruendosa carcajada.
—¿Y a qué piensas dedicarte, muchacho? —le preguntó pasado un rato, frente a un trozo de tarta de nata y cerezas glaseadas—. ¿Tienes trabajo?
—He trabajado en muchas cosas, señor, pero nunca en nada que me haya gustado —respondió Christmas, tragando deprisa una cereza para no hablar con la boca llena, como le había aconsejado su madre—. He vendido periódicos, he puesto alquitrán en tejados, he quitado nieve, he sido repartidor de una tienda de productos selectos, pero ahora tengo… tengo… —se interrumpió Christmas, y justo cuando se disponía a decirles que tenía una banda, repentinamente se dio cuenta de que no era la clase de actividad que daría buena impresión en una familia de judíos ricos. Se quedó con la boca abierta, sin saber cómo continuar pero ya demasiado lanzado para callar.
—¿Qué tienes? —lo apremió el viejo.
Christmas miró a Ruth. Se distrajo. Su belleza era celestial.
—Tengo… —balbuceó—, ahora tengo una radio —dijo sonriéndole.
—Eso no me parece un trabajo —bromeó el viejo.
—No, señor —dijo Christmas sin poder apartar la mirada de Ruth—. Pero tendré una emisión propia —prosiguió sin dejar de mirar a Ruth—. Una de esas emisiones en las que se habla.
Ruth también lo miraba. Miraba al chico que le había regalado nueve flores, que por ella reinventaría las matemáticas para adecuarlas a sus manos, y lo odió con todo su corazón porque no podía apartar los ojos de él, porque no conseguía no mirarlo.
—Así, Ruth me podrá escuchar —concluyó Christmas.
El viejo Saul Isaacson paseó su mirada de Christmas a Ruth, y de nuevo la posó en aquel. «Lástima que no seas judío», pensó, e instintivamente miró a su hijo, con su aristocrática compostura que daba el dinero, con su aspecto blando y débil.
—¿Quieres fumar un puro, muchacho?
Christmas se volvió, con los ojos muy abiertos.
—Oh, no, con todo mi respeto, me dan mucho asco.
El viejo rió y se levantó.
—Bueno, pues yo sí voy a fumarme un buen puro. Así que, si me perdonáis… —El hombre se levantó y se dirigió a la habitación contigua al comedor, donde el mayordomo ya había preparado todo lo necesario sobre una mesilla.
También los padres de Ruth se levantaron. Su madre adujo una fuerte jaqueca y su padre, un compromiso de trabajo. Estrecharon formalmente la mano al invitado y se esfumaron.
Ruth y Christmas se quedaron sentados en sus respectivos sitios. Volvió a hacerse el silencio entre ellos. Y los dos tenían la mirada gacha, cada uno en su plato, donde quedaban restos de nata.
Ruth jugueteaba sobre el mantel con las migas de pan.
Christmas le miró la mano vendada y las llagas moradas a los lados de la nariz.
—Una vez —empezó a decir, a media voz, con el rostro enrojecido por el recuerdo—, hace muchos años, cuando era pequeño… vivíamos en otro sitio, mi madre y yo. Y yo iba al colegio. Acababa de comenzar cuarto… —le costaba hablar. Christmas sentía que sus mejillas estaban rojas e hirviendo. Apretó los puños y prosiguió—. Bueno, verás, un día en el patio se me acercó un tipo de sexto, alto y robusto, con sus compañeros de clase y también con los míos. Y todos me miraron riendo. Luego ese tipo me dijo que sabía en qué trabajaba mi madre… y todos se echaron a reír…
Ruth levantó la mirada de la mesa. Vio que Christmas tenía la cara roja y que apretaba los puños. A partir del instante en que sus miradas se cruzaron, Ruth ya no pudo bajar la vista.
—Total, él dice que mi madre trabaja en una cosa fea, yo le digo que no es verdad y todos se siguen riendo, y el otro dice que uno de esos días iba a robarle unos centavos a su padre y… y… —Christmas apretó los labios y respiró profundamente, una, dos, tres veces—. Lo entiendes, ¿no? Dice que con unos centavos se iba a llevar a mi madre a un cuarto para hacerle cochinadas. Entonces yo le salto al cuello para que se tragara todo lo que había dicho, pero él… —Christmas soltó una risita sin alegría—… me da un puñetazo, solo un puñetazo, y yo caigo al suelo. Y, mientras todos ríen, él saca un cuchillito, se sienta encima de mí, me rasga la camisa… —Christmas empezó a desabotonarse la camisa— y me hace esto. —Christmas se abrió la camisa.
Ruth vio la cicatriz. Una delgada cicatriz olivácea, en relieve, que parecía una P.
—Puta —dijo Christmas bajando la voz—. Y luego me hizo dar la vuelta al patio, para que me viese todo el mundo, llevándome de una oreja, como si fuese su perrito. —Christmas miró a Ruth en silencio—. A mí me gustaba ir al colegio. Pero a partir de ese día no volví nunca más.
Ruth vio que tenía los ojos hinchados de lágrimas retenidas y de rabia. Sintió el instinto de estirar una mano, de tocarlo.
—Y ese día también descubrí en qué trabajaba mi madre —concluyó Christmas, con un tono apagado, casi neutro.
Ruth dejó las migas y movió lentamente la mano. Ese muchacho era capaz de hacer regalos que no podrían comprarse ni con el mayor tesoro. «Tendrías que haber sido tú», se descubrió pensando. Y se imaginó la delicadeza con que aquel muchacho del mechón rubio la habría estrechado entre sus brazos, sin hacerla sentir en peligro, sin violencia, dispuesto a protegerla de todo y de todos. Se imaginó lo ligeras que habrían sido sus caricias y fragantes sus labios y radiantes sus ojos. Y se sintió atraída hacia él, como por un torbellino —pero limpio— y por un vértigo. Y su cuerpo, muy despacio, obedeció a su impulso. Su boca se acercó a los labios de él, para borrar la sensación de aquellos otros labios.
Y en ese preciso instante Ruth habló. Deprisa, agresivamente.
—Solamente podemos ser amigos —dijo con voz dura, asustada, en un volumen tan alto que sonaba falsa, al tiempo que se echaba hacia atrás.
En la habitación contigua, el viejo Saul suspiró.
Christmas sintió una punzada en el estómago. Y una sensación desagradable, como de frío y sudor a la vez. Y pensó que si hubiese estado de pie las piernas le habrían flaqueado.
—Claro… —dijo después.
Miró el plato. «¡Oh, a la porra!», pensó y mojó un dedo en la nata que no había podido recoger con la cucharita. A continuación, como un gesto de desafío, se lo metió en la boca y lo chupó, mirando a Ruth.
—Claro —repitió, pero esta vez en tono agresivo—. Tú eres una chica rica y yo un pordiosero del Lower East Side, ¿crees que no lo sé?
Ruth se puso de pie de un salto y le lanzó su servilleta.
—¡Eres un idiota! —dijo con el rostro enrojecido por la ira—. Eso no tiene nada que ver.
Christmas hizo una bola con su servilleta, la mojó en la jarra de agua e hizo amago de tirársela a Ruth.
—Ni lo intentes —le advirtió, retrocediendo.
Christmas le sonrió. Volvió a hacer amago de lanzarle la servilleta.
Ruth pegó un gritito y retrocedió más.
Christmas rió. Y entonces Ruth rió también. Christmas dejó la servilleta en la mesa. Miró serio a Ruth.
—Ya veremos.
—Ya veremos ¿qué?
—Ya veremos.
Ruth lo miró en silencio. Haciendo esfuerzos para que no se le apareciera la cara de Bill. Pero le era imposible. Se le aparecía en todas partes. Incluso cuando miraba a su padre. Cada vez que topaba con la mirada de un hombre, veía a Bill. Y sentía aquel humillante desgarro entre las piernas, y aquella viscosa sensación de sangre. Y el crujido —como de una rama seca— producido por las tijeras que le amputaban el dedo.
—No vamos a ver absolutamente nada —repuso Ruth, seria.
Christmas cogió la servilleta y se la lanzó.
—¡Imbécil! —gritó Ruth, y durante un instante la cara de Bill desapareció y solo vio los ojos negros de Christmas bajo el mechón del color del oro viejo de las joyas de la abuela. Y entonces rió, cogió su servilleta y se la lanzó. Como una chiquilla. Como una chiquilla que de vez en cuando conseguía olvidarse de que se había hecho mujer en una sola noche.
El viejo se levantó, con el puro entre los labios, y salió. Fue a buscar a Fred y le dijo:
—Ya es hora de llevar a su casa a ese huracán, antes de que me destroce la casa.
Ruth y el viejo Saul Isaacson permanecieron en los escalones del porche de la mansión mirando el Rolls que se alejaba, haciendo crujir la grava de la alameda.
—Siempre me he preguntado cómo una chica tan guapa como la abuela pudo casarse con un tipo tan feo como tú —dijo Ruth, apoyando la cabeza en el hombro de su abuelo.
El viejo rió quedamente.
Al final de la alameda, el Rolls paró delante de la verja.
—¿De joven eras como Christmas? —le preguntó Ruth.
El guardián empezó a abrir la verja.
—A lo mejor —respondió el viejo, tras una pausa.
El Rolls cruzó la verja, torció a la izquierda y desapareció.
—¿Y yo soy tan guapa como la abuela? —preguntó entonces Ruth.
El viejo se volvió a mirarla. Le acarició el pelo y luego le rodeó los hombros con un brazo.
—Entremos, no vayas a coger frío —dijo.
A lo lejos, el guardián estaba cerrando la verja.
Y Christmas, arrellanado en los cómodos asientos del Rolls, apretaba en una mano la dirección de Ruth en Manhattan. Y la de su colegio. Y un número de teléfono.