16

Manhattan, New Jersey, 1922

Cuando, a primera hora de la mañana, el lujoso Rolls-Royce Silver Ghost gris se detuvo por segunda vez en el número 320 de Monroe Street, para todo el mundo fue evidente que Christmas Luminita, a pesar de su juventud, efectivamente se había convertido en un pez gordo.

El grupo de curiosos acompañó al chófer por las escaleras del edificio. Unos averiguaban si se trataba del coche de Rothstein, otros preguntaban qué había en ese voluminoso paquete que llevaba, otros intentaron coger la carta dirigida a Christmas que asomaba del bolsillo del chófer, quien sin embargo permaneció mudo y sin alterarse, todo un profesional. Dejó el paquete en el suelo, delante de la puerta del piso de Cetta y Christmas Luminita, y llamó discretamente. Esperó unos segundos y volvió a llamar. Nada.

—¡Christmas! ¡Christmas! —Santo apareció de pronto junto a la puerta, que se puso a aporrear a la vez que gritaba con incontenible entusiasmo—. ¡Abre, Christmas!

—¿Qué mosca te ha picado, Santo? —Christmas estaba ante la puerta, en camiseta y calzoncillos largos, con el pelo claro alborotado por el sueño.

—¡Christmas, no hagáis ruido! —se oyó rezongar dentro del piso y luego sonó un portazo.

Christmas miraba asombrado al chófer, que había recogido el paquete del suelo.

—Soy Fred, míster Luminita —dijo el chófer.

—Sí, sí… —balbuceó Christmas, aún embobado—. Hola, Fred.

—Me envía míster… —empezó a decir el chófer.

—Vale, vale —lo interrumpió Christmas—. No mencionemos nombres, no sirve de nada. Los dos sabemos quién te envía. Pasa, aquí hay demasiados oídos —dijo y lo arrastró al interior del piso, cuya puerta cerró en el acto.

A Santo, que había dado un paso para entrar, prácticamente le dio con la puerta en las narices. Se sonrojó avergonzado. Pasados unos instantes, la puerta se abrió y la mano de Christmas lo cogió de un brazo y lo metió en la casa. La puerta se abrió por tercera vez y Christmas se asomó.

—¡Largaos! —gritó a los curiosos.

La pequeña multitud murmuró algo y luego todos bajaron las escaleras, comentando acalorados, y se diseminaron por el barrio para difundir la noticia.

—¿Tienen corriente eléctrica? —preguntó Fred en la cocina, que también era el dormitorio de Christmas, mientras miraba incómodo a su alrededor.

—Por supuesto que tenemos electricidad, ¿por quién nos has tomado? —dijo orgulloso Christmas poniendo los brazos en jarras.

—¡Christmas, estate calladito, por el amor de Dios! —gritó Cetta desde su cuarto.

—Es mi madre —aclaró Christmas, señalando la puerta cerrada con un gesto de la cabeza—. Trabaja en un night club.

Fred lo miró imperturbable y luego dijo:

—¿Quiere que le dé tiempo para vestirse, míster Luminita?

—¿Cómo? —Christmas se miró azorado sus calzoncillos largos.

Santo rió.

—¡Christmas! —volvió a gritar Cetta.

—Sí, será mejor —susurró Christmas, hundiendo la cabeza entre los hombros, como un chiquillo cuando lo regañan—. Santo, acompáñalo al salón. —Se vistió deprisa, mojó dos dedos en un barreño de agua helada, tiritó y fue a la pequeña habitación que Cetta llamaba pomposamente salón—. Tenemos también una ventana —dijo Christmas, señalando orgulloso lo mejor del piso.

—Ya veo —dijo Fred.

—Bueno, pasemos a los negocios. ¿Qué quieres, Fred?

—¿Puedo mencionar nombres? —inquirió el chófer mirando a Santo.

—Sería más prudente no hacerlo.

—Así, si me aprietan las clavijas no puedo largar nada —añadió Santo con jactancia chulesca, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos.

—Me hago cargo —comentó el siempre impasible Fred, asintiendo serio—. Pues bien, quien usted sabe le envía un regalo —dijo luego a Christmas y le tendió el paquete.

—¿El viejo?

—Sí… el viejo —confirmó Fred con cierta reluctancia por el término.

Christmas desenvolvió el paquete. Dentro había una radio. Con un altavoz en forma de embudo negro y brillante, de baquelita. En una placa de metal, fijada con dos tornillos a los lados de la radio, de la que salían seis válvulas, se leía, en letras grises: «Radiola», y debajo: «Long Distance Radio Concert Amplifier - Model AA485», y más abajo: «RCA - Radio Corporation of America».

—¡Caray! —exclamó Christmas.

—¡Es una radio! —exclamó Santo.

—Sé perfectamente que es una radio —replicó aquel. Luego movió unos botones, al tuntún—. ¿Y funciona? —le preguntó a Fred.

—Eso es lo previsto —dijo el chófer—. ¿Me permite? —Miró alrededor, vio la toma de corriente y conectó el enchufe. A continuación giró un botón. Los dos chicos aguzaron el oído mientras de la radio salía un zumbido bajo—. Tienen que calentarse las válvulas —explicó Fred.

—También tiene válvulas —le dijo Christmas a Santo.

Santo hizo una mueca de estupor.

Hasta que, poco a poco, el zumbido fue menguando y empezó a oírse una voz chirriante.

—En febrero, el presidente Harding llevó una radio a la Casa Blanca —dijo Fred—. Girando este botón puede elegirse la emisora —añadió, y sintonizó la radio en un programa musical.

Christmas y Santo se quedaron boquiabiertos.

—Este otro botón es para el volumen —prosiguió Fred su explicación—. Pero supongo que por ahora lo oportuno es mantenerlo bajo. Por su madre, quiero decir…

Christmas se volvió de un salto hacia la habitación donde dormía Cetta. Fue corriendo a la puerta, la abrió sin llamar y entró en el cuartito sin ventanas.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven! —Luego regresó al salón, más excitado que nunca—. ¡Mamá! —gritó de nuevo—. Sube, sube el volumen al máximo —le dijo a Fred.

—No creo que sea oportuno…

—Ay, ostras —dijo Christmas, que se precipitó sobre la radio y dio toda la vuelta al botón en el preciso instante en que Cetta, con el mal recuerdo de aquella mañana en que su hijo la había despertado por la chica violada, aparecía en el salón con expresión preocupada—. ¡Mira, mamá, una radio! —chilló Christmas sobreponiéndose al ruido de la música.

Ahora Cetta tenía una expresión turbada. Cuando vio al chófer en librea, se arrebujó en su bata ligera.

—¡Tenemos una radio, mamá! —dijo excitado mientras la abrazaba—. ¡Como el presidente!

Cetta se desasió del abrazo hecha una furia, se abalanzó sobre la radio y la apagó.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó—. Así que es verdad lo que se cuenta en el barrio. ¿La has robado? ¿Te has metido en líos?

—No, mamá, no. Es un regalo…

—¿Un regalo de quién? —Los ojos de Cetta centelleaban inquietos. Se volvió hacia el chófer—. ¿Usted quién es? —le preguntó agresiva.

—Lamento la intromisión, señora. No sabía que usted trabajaba en un night club, de lo contrario habría venido más tarde… —comenzó a decir Fred.

—¿Quién es usted? —le repitió la pregunta Cetta, ahora pegada a Fred.

—Espera, espera, mamá. No digas nada, Fred —atajó Christmas señalando con un dedo al chófer. Luego cogió a Santo de un brazo y lo arrastró a la puerta—. Es un asunto familiar —le dijo empujándolo fuera y cerrando la puerta.

—¿Mi hijo se está metiendo en líos? —inquirió Cetta con voz bronca a Fred.

—No, señora, se lo aseguro —respondió este. Luego se volvió hacia Christmas y le dijo—: A lo mejor es oportuno que usted se lo cuente todo a su madre.

—¿Qué es lo que tienes que contarme?

—No he hecho nada malo, mamá. Díselo tú, Fred.

—Míster Saul Isaacson —empezó el chófer, siempre tieso— quería mostrar su gratitud a míster Luminita por haber salvado a su nieta…

—Ruth, mamá. ¿Te acuerdas de ella?

—¿Cómo está? Pobre chica… —Cetta se ablandó enseguida.

—Mucho mejor, señora, gracias.

—No me he metido en líos, mamá —insistió Christmas.

—No, niño mío —dijo Cetta abrazándole, acariciándole el pelo rubio. Luego le cogió el rostro entre sus manos y lo miró sonriendo—. ¡Una radio! —exclamó radiante—. En el bario nadie tiene —añadió, y empezó a reír como una niña.

—Traigo también esto —terció Fred tendiéndole titubeante a Christmas el sobre que tenía en el bolsillo—. Si desea se la puedo…

—Mi hijo sabe leer y escribir —le cortó Cetta con orgullo, fulminándolo con la mirada.

—Sé leer, Fred —repitió Christmas y cogió la carta.

—Perdóneme. Y usted también, señora… —se disculpó Fred inclinando ligeramente la cabeza—. Es de la señorita Ruth. Si desea leerla, el señor Isaacson me ha pedido que me quede a su disposición.

—¿Para qué…? —preguntó Christmas.

—Ábrela —dijo Cetta, con la impaciencia de una chiquilla.

Christmas abrió la carta. Pocos renglones, escritos con una caligrafía elegante en un papel verde salvia.

—¡Qué bien escribe…! —se asombró Cetta. Le dirigió una sonrisa cohibida a Fred y volvió a mirar el papel—. ¿Qué dice?

Christmas bajó la carta. Estaba pálido. Emocionado.

—¿Qué dice? —repitió Cetta.

—Quiere verme, mamá.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—La señorita Ruth no está todavía completamente restablecida —intervino Fred—. Le han dado de alta en la clínica pero el médico le ha recomendado que no se canse. Está en el campo. Si míster Luminita está de acuerdo y no tiene otros compromisos, lo llevaré a la Mansión Isaacson y después, por la tarde, lo traeré de regreso. La familia de la señorita Ruth se sentiría muy honrada de que fuera a comer con ellos.

—Mamá… —Christmas no sabía qué decir. Tenía los ojos como platos.

Cetta le sonrió y lo estrechó contra su pecho.

—No tengas miedo, niño mío —le susurró a un oído—. Ve, y come también por mí —bromeó.

—Vale… —le dijo Christmas a Fred, procurando ponerse serio—. Iré, pues.

—Lo esperaré en el coche. No tenga prisa —dijo Fred—. Perdone la intromisión, señora —y se despidió de Cetta esbozando una reverencia.

—Sí… —repuso Cetta. Luego, no bien el chófer salió por la puerta, encendió la radio—. Ya no funciona —dijo al oír solo el zumbido.

—Tienen que calentarse las válvulas, mamá —intervino con suficiencia Christmas.

—Cuántas cosas sabes, hijo mío —dijo Cetta agarrándole la cara entre sus manos, sinceramente admirada. La música comenzó entonces a irradiarse por el salón. Cetta cogió a Christmas de las manos y comenzó a bailar, riendo.

—Estoy un poco asustado, mamá.

Cetta dejó de bailar. Lo miró seria.

—Recuerda que aunque tengan todo el dinero del mundo, no son mejores que tú. Cuando te sientas incómodo, imagínatelos cagando.

Christmas rió.

—Da resultado —dijo Cetta con aire serio—. Me lo enseñó la abuela Tonia.

—¿Que me los imagine cagando?

—Claro. Cuando digan algo que no entiendas, cuando te parezca que son superiores, imagínatelos sentados en la taza del retrete, echando una plasta, con la cara morada.

Christmas rió de nuevo.

—Anda, péinate un poco, ven aquí. —Cetta lo llevó a la cocina, cogió un peine y le alisó el pelo rubio. Luego mojó un paño en la pila y le frotó la cara. Con un trozo de jabón le lavó las manos y con la punta de un cuchillo le quitó la mugre de debajo de las uñas—. Qué guapo eres, Christmas. Las chicas se volverán locas por un chico como tú —dijo orgullosa.

—¿También Ruth? —preguntó tímidamente Christmas.

La cara de Cetta se ensombreció durante unos instantes.

—También Ruth —respondió—. Pero olvídate de los ricos, búscate una chica del barrio.

—Mamá, ¿cómo hay que comportarse en la mesa de los ricos?

—Pues… con naturalidad…

—¿Con qué clase de naturalidad?

—Imítalos. Obsérvalos e imítalos. Es fácil.

—Vale…

—No hables con la boca llena y no eructes.

—Vale…

—Y no digas palabrotas.

—Vale. —Christmas se balanceaba nervioso—. Ya me voy.

—Espera —dijo Cetta mientras corría a su cuarto, del que volvió con su bolsito—. Cómprale un ramo de flores —dijo mientras le daba a Christmas diez centavos—. Llevar flores es muy chic.

Christmas sonrió a Cetta y se dirigió a la puerta de casa. La abrió, pero enseguida se detuvo.

—Oye, mamá, a la gente no le cuentes nada de esto. Después te lo explicaré. Di solamente que es un judío importante. ¿De acuerdo?

—¿Son judíos?

—Sí, mamá, pero…

Cetta escupió al suelo.

—Judíos… —refunfuñó.

—¡Mamá!

—Los judíos intentaron matar a Sal —dijo con hosquedad Cetta.

—Sí, lo sé —resopló Christmas.

—Pero al menos Ruth es americana, ¿verdad?

—Sí, es americana.

—Ah, alabado sea el Señor —dijo Cetta, más relajada. Luego abrió mucho los ojos, como recordando un detalle fundamental—. Espera, el perfume. Te pondré un poco de mi perfume.

—No, mamá, eso es de mujeres —se quejó Christmas y se marchó corriendo escaleras abajo. En la calle, Santo lo estaba esperando junto a un grupito de personas. El Rolls-Royce se encontraba rodeado de chiquillos. Fred estaba sentado, impasible, en su asiento. Cuando vio a Christmas, bajó del automóvil y le abrió la puerta.

—¿Adónde vas? —le preguntó Santo.

—A la casa del jefazo en persona —respondió Christmas en voz alta, para que lo oyeran bien—. Me ha invitado a comer. Tenemos que hablar de negocios.

La gente murmuró.

Christmas le dio los diez centavos a Santo.

—Come, ve a comprar unas flores, las más bonitas, pero date prisa —le dijo.

Santo fue como un rayo a la floristería de la esquina. Sabía que no debía hacer preguntas. Había aprendido la primera regla de la banda. Si no entiendes enseguida, entenderás después. Y si tampoco entiendes después, recuerda que siempre hay un motivo. Al regresar jadeante con el ramo de flores, le tendió a Christmas la vuelta, que eran dos centavos.

—Tómate una soda —le dijo Christmas lanzando al aire la moneda. Luego miró a la gente que lo rodeaba y añadió—: Es muy chic llevarle flores a una señorita. —Por último, entró en el coche y dejó que Fred cerrara la puerta.

En ese momento empezó a sonar una canción a todo volumen en el primer piso. Christmas sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia arriba. Por la ventana apareció el bello y radiante rostro de Cetta, que sujetaba el altavoz de la radio con una mano con la intención de que lo viera la gente que había en la calle. Sin embargo, el altavoz apenas asomaba. Cetta dio otro tirón, el enchufe se soltó y la radio se apagó. «¡Coño!», imprecó Cetta, y Christmas vio que su madre se metía de nuevo en la casa.

En el instante en que la música volvía a difundirse desde la ventana, el Silver Ghost partió.

—Tienes clase, Fred —dijo Christmas mientras abandonaban Monroe Street.

El chófer lo miraba por el espejo retrovisor. Cogió el micrófono y dijo:

—Tiene que hablar por el micrófono que hay a su izquierda.

Christmas cogió el micrófono.

—Tienes clase, Fred —repitió.

—Gracias, señor. —El chófer sonrió—. Relájese, vamos a tardar un poco.

—¿Adónde vamos?

—A New Jersey.

—¿A New Jersey? ¿Y eso dónde está? ¿Por Brooklyn?

—En el lado opuesto. Buen viaje.

Christmas sintió un nudo en el estómago. Luego sacó de su bolsillo el sobre de Ruth. Y volvió a imaginarse los ojos verdes de la chica a la que había jurado amor eterno. Entonces abrió el sobre y releyó la carta.

Querido Christmas:

Mi abuelo me ha contado lo que pasó en el hospital, cuando viniste a verme. Lo siento, no me acuerdo de mucho. Me salvaste la vida y, ahora que estoy mejor, quisiera darte las gracias personalmente. Al abuelo se le ha ocurrido invitarte a comer.

RUTH ISAACSON

P. D.: La idea de la radio ha sido mía.

Christmas cogió el micrófono.

—Oye, Fred.

—Dígame.

—El viejo es quien dirige todo el cotarro, ¿verdad?

—Quizá sería mejor que lo llamara señor Isaacson.

—Vale. Pero dime, ¿lo dirige él o no?

—Sin duda es un hombre con una fuerte personalidad.

—¿Sí o no, Fred?

—Planteado en esos términos… pues sí.

—Ya… —Christmas volvió a recostarse en el respaldo de piel, y releyó varias veces la carta. Minutos después, cogió de nuevo el micrófono.

—Oye, Fred.

—Dígame.

—¿Sabes qué porras significa «P. D.»?

—Es una fórmula para añadir una apostilla a una carta.

—No he entendido nada.

—Cuando una carta está terminada y firmada, pero todavía se quiere decir algo más, se escribe «P. D.» y a continuación lo que se quiere añadir.

—¿Como: ¡«Oh, me olvidaba!»?

—Exactamente.

Christmas miró de nuevo la carta y se concentró en aquel «P. D.» escrito con la bella caligrafía de Ruth. Le pareció muy elegante. Miró por la ventanilla. El coche entró en una gran arteria elevada cuya existencia Christmas ni siquiera conocía. Las señales de carretera pasaban demasiado rápido para que Christmas pudiese leer los nombres de esas localidades desconocidas. La velocidad y ese mundo que resultaba más extenso de lo que había creído suscitaron en Christmas una sensación de peligro. Se sentía mareado y a medida que el panorama se hacía más amplio, más le costaba respirar. La isla de Manhattan se alejaba. Era como una postal de colores desteñidos en la luna trasera del automóvil. Después, al cabo de diez minutos de trayecto, el coche aminoró la marcha y entró en una bifurcación. El mundo, a la salida de la bifurcación, era aún más distinto. Una carretera recta que iba por prados y bosques. Y, a la izquierda, el mar. Azul y con espuma blanca. Nada que ver con el agua oscura que se veía desde las dársenas o desde el ferry que iba a Coney Island. Y una playa clara.

Entonces Christmas volvió a coger el micrófono.

—P. D., Fred.

—¿Cómo dice?

—P. D.

—¿Qué quiere decir, míster Luminita?

—Que me había olvidado de decirte algo, Fred. ¿P. D., no?

—Ah, claro… Dígame.

—¿No podría ponerme delante?

—¿En qué sentido?

—Preferiría sentarme delante contigo. Aquí detrás tienes la sensación de estar en un ataúd y este micrófono es odioso.

Fred sonrió y paró en el arcén. Christmas bajó corriendo del coche y se sentó al lado de Fred. El chófer lo miró. Christmas le quitó la gorra y se la puso. Luego rió y plantó los pies en el salpicadero. Fred, una vez que venció su instinto protector del vehículo, también rió y emprendió la marcha.

—Ah, esto sí que es viajar —exclamó Christmas. Acto seguido miró al estirado chófer—. ¿Tú fumas, Fred?

—Sí, señor.

—Pues fuma, entonces.

—No me está permitido fumar en el coche.

—¡Pero si el viejo fuma!

—Él es el patrón. Y le he dicho que sería mejor…

—Sí, sí, Fred, el señor Isaacson. Pero el viejo ahora no está. Échate un pitillo, anda. Te digo que te confundes conmigo si estás pensando lo que me imagino. Yo no soy un chota.

—¿Un… chota?

—¡Ajá! —exclamó Christmas contento, dándose una palmada en el muslo—. Conque no lo sabes todo, ¿eh, Fred? —dijo y se rió—. Un chota es un soplón.

—No puedo fumar.

—¿Y yo?

—Usted es un invitado de míster Isaacson y puede hacer lo que le parezca.

—Vale, Fred, pásame un pitillo.

—Están en el cajón que usted está ensuciando con las suelas de sus zapatos.

Christmas bajó los pies, abrió el cajón, cogió un cigarrillo y lo prendió.

—¡Qué asco! —dijo entre dos golpes de tos. Luego cerró el cajón, lo limpió con el codo de su chaqueta y volvió a subir los pies. Por último, puso el cigarrillo en la boca de Fred—. Haz como si me lo estuviera fumando yo —sugirió.

Fred se quedó de piedra durante unos segundos.

—¡Qué demonios! —dijo finalmente Fred, y aceleró, lanzando el coche por una ancha carretera que se perdía en una campiña de un verde intenso.

—¡Esto sí que es viajar! —gritó Christmas por la ventanilla.

Al cabo de veinte minutos, el coche entró en una pista y se detuvo delante de una verja de hierro. Un hombre en uniforme salió de una garita baja en cuanto vio el coche y abrió la verja. Christmas lo miraba todo boquiabierto mientras el coche avanzaba por la alameda.

—¿Cuánta gente vive aquí? —preguntó consternado frente a la enorme mansión blanca.

—Míster Isaacson, su hijo, la esposa del hijo de míster Isaacson y la señorita Ruth. Además del servicio.

Christmas se apeó del coche. Nunca había visto nada tan hermoso. Miró a Fred con una expresión aturdida.

—Me alegra ver que has aceptado la invitación, muchacho —dijo una voz detrás de él.

Christmas se dio la vuelta y se cruzó con los ojos intensos de Saul Isaacson. El viejo llevaba pantalones de terciopelo y una chaqueta de caza. Se acercó a Christmas y le estrechó la mano, sonriendo.

—Mi Ruth regresó a casa hace una semana —dijo el viejo—. Es fuerte como su abuelo.

Christmas no sabía qué decir. Tenía una sonrisa tontorrona impresa en la cara. De nuevo se volvió hacia Fred.

—Supongo que la quieres ver —añadió el viejo.

Entonces Christmas se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una hoja de periódico doblada y se la enseñó al señor Isaacson.

—Es él —dijo señalando con el índice el nombre que figuraba en el titular—. William Hofflund.

El rostro del viejo se ensombreció.

—Guarda eso —dijo en tono duro.

—Es ese cabrón —dijo Christmas.

—Guarda eso —repitió el viejo—. Y no se lo menciones a Ruth. Sigue turbada. No quiero que se hable de ese asunto —le plantó el bastón en el pecho—. ¿Me has comprendido, muchacho?

Christmas apartó el bastón con un brazo, sosteniendo la mirada del viejo. De repente ya no tenía miedo. Tampoco se sentía aturdido.

—Yo lo cogeré, ya que a ustedes les da igual —dijo.

Durante un instante, el viejo lo miró con las cejas fruncidas y fuego en los ojos. Luego rompió a reír.

—Me gustas, muchacho. Tienes pelotas —dijo. Pero enseguida se puso otra vez serio y apuntó de nuevo el bastón contra el pecho de Christmas—. No se lo menciones a Ruth, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Pero deje de darme con el bastón.

El viejo lo bajó despacio. Su orgullosa cabeza se movía imperceptiblemente de arriba abajo, en un reiterado gesto de asentimiento.

—Lo cogeremos —le dijo con voz tenue mientras se acercaba a su rostro—. Tengo muchos amigos influyentes en la policía y he ofrecido una recompensa de mil dólares por ese hijo de puta.

—William Hofflund —dijo Christmas.

—Sí, William Hofflund. Bill.

Los dos se miraron a los ojos, como si se conocieran de siempre, como si no hubiera entre ellos una distancia de sesenta años y de varios millones de dólares.

—Guarda esa hoja de periódico, por favor —le dijo luego el viejo.

Christmas la dobló y se lo metió de nuevo en el bolsillo.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó entonces.

El viejo sonrió y comenzó a caminar por un sendero de grava flanqueado por ordenados setos de boj. Christmas le siguió. Llegaron a un gran roble y el viejo señaló con el bastón hacia el respaldo de una tumbona blanca y hacia una mesilla de bambú.

—Ruth —llamó el viejo—. Mira quién ha venido a verte.

Christmas vio primero una mano vendada que reposaba en el brazo de la tumbona. Y luego una larga cabellera negra y rizada que sobresalía del respaldo.

Y en medio de aquella cabellera centelleaban los ojos verdes de Ruth.