Brooklyn Heights, Manhattan, 1922
Aquella noche Bill no volvió a casa. Compró una caja de cervezas y una botella del mejor whisky de doce años en el mismo bar clandestino donde le habían despachado a crédito la noche anterior. Era un bar al que iban delincuentes de poca monta, gente que se encargaba de cobrar para el hampa pequeñas cantidades o el alquiler de las tragaperras. Todos tenían cara de rata, incluso los que eran altos y fornidos. Porque salían de las alcantarillas y vivían en las alcantarillas. Pero Bill se sentía importante yendo a ese bar clandestino, le parecía que era uno de ellos. Un tipo duro. Conocía otros bares que vendían alcohol de contrabando, incluso a mejor precio, pero le gustaba estar codo con codo con esos tipos que llevaban la pistola metida en los pantalones.
Compró, pues, la caja de cervezas y la botella de whisky y luego se escondió. Durante toda la noche y todo el día. Encontró un sitio aislado de Brooklyn Heights, desde el que podía ver los grandes puentes de hierro y acero que parecían abarcar las dos franjas de tierra. Cortó unas ramas con las tijeras de podar, con las que cubrió la furgoneta. La sangre de la chica judía que seguía pegada en las hojas se mezcló con la corteza de las ramas. Y Bill rió. Luego aguzó el oído. Era como si hubiera percibido algo. No a alguien, sino algo. Algo en su carcajada. Como si fuese diferente. Trató de reír de nuevo, y de nuevo oyó ese algo. Algo que faltaba. Y entonces, solo entonces, sintió miedo por lo que había hecho.
Bebió la primera cerveza y unos sorbos de whisky. Quería encender un fuego. Para calentarse pero también para tener un poco de luz. La oscuridad lo ponía nervioso. A oscuras, cuando era un chiquillo, nunca sabía por dónde podía aparecer su padre. Le daba menos miedo verlo aparecer cuando se quitaba el cinturón de los pantalones y se lo enrollaba en la mano. No es que hiciera menos daño, solo daba menos miedo. Cogió entonces el mechero de gasolina y lo encendió. Y con él prendió unas ramas secas. Aquella luz no podía verse, se dijo mientras abría la segunda cerveza y reía. Volvió a aguzar el oído, buscando algo que faltaba. Y le pareció que estaba regresando. No todo. Pero algo había regresado. Como si una parte de él regresase. Y entonces rió más convencido, con otra rama que ardía en su mano, aclarando la atroz oscuridad que lo rodeaba.
Amanecía cuando —a la cuarta cerveza y mitad de la botella de whisky— Bill recuperó casi del todo su carcajada. Y ya no había oscuridad. Se metió en la furgoneta y se echó en el asiento. Allí, con la cabeza recostada, le pareció oler el aroma a limpio de la judía. Introdujo una mano en el bolsillo y extrajo el dinero y la sortija con la esmeralda. Antes había contado el dinero. Catorce dólares y veinte centavos. Una fortuna. Luego giró la sortija delante de sus ojos. Rodeando la gran esmeralda, una corona de pequeños diamantes capturaba la luz del sol naciente que se filtraba por las ramas que tapaban la furgoneta. Bill intentó ponérsela, pero sus dedos eran demasiado gruesos, incluido el meñique. A duras penas consiguió introducirla en la primera falange. Resultaba gracioso verla allí, firme y, sin embargo, insegura. Rió —descubriendo su carcajada, reconociéndola completamente— y luego cerró los ojos, con el olor de la judía en la nariz y los nudillos de las manos un poco doloridos. Se lamió las llagas. Seguramente la había golpeado en los dientes, pensó riendo despacio y luego se durmió. Ya no era de noche. Ya no había oscuridad. Ya no había nada que temer.
Otra vez era de noche cuando se despertó. Otra vez la oscuridad. Solo se veían las luces de la ciudad, al otro lado del East River. Bill se miró el meñique con el radiante anillo de la gran esmeralda y la corona de diamantes. Estaba a punto de reír pero se contuvo. Tenía miedo de oír de nuevo esa parte que faltaba. Solo que ahora sabía cómo ponerle remedio. Bajó de la furgoneta y abrió otra botella. Bebió la mitad de un trago, luego agarró la botella de whisky y tomó un generoso sorbo. Nunca había bebido un whisky de doce años, eso era cosa de ricos. Por último, apuró la cerveza. Eructó y se echó a reír. Sí, era su carcajada. Bebió un sorbo más de whisky y de nuevo rió, con fuerza, a pleno pulmón.
Quedaban siete cervezas y poco menos de media botella de whisky. Bebió dos cervezas, una tras otra, y lanzó las botellas hacia el río, hacia el puente, hacia aquella ciudad llena de luces de colores.
—¡Ya voy! —le gritó a la ciudad—. ¡Voy a buscarte!
Quitó de la furgoneta las ramas que la ocultaban, encendió el motor y partió. Los faros del coche iluminaban el armazón del gran puente. Y la ciudad se exhibía en toda su terrible belleza. La ciudad del dinero, pensaba Bill, mirando los reflejos verdes y el arco iris de la sortija que estaba insegura en su meñique.
—Voy a buscarte —dijo de nuevo, pero con voz tenue, como una amenaza, y, en medio de todas esas luces, su mirada se hizo otra vez sombría, siniestra, apagada. Abrió una cerveza más, y luego otra. Y cuando hubo terminado todas las cervezas apuró también la botella de whisky. Y, por último, rió, deleitándose con aquel sonido al que no le faltaba nada.
Aparcó en una zona mal iluminada de South Seaport y luego se dirigió a pie a casa. Entró en un callejón estrecho y fétido, que apestaba a los desechos del mercado de pescado. Allí trepó a una cerca de madera y bajó a un patio. Desde el patio, que pasó arrimado a un viejo muro roído por el hielo, llegó a una valla metálica. Se asió a ella y la trepó, luego saltó al otro lado. Cayó de culo por el exceso de alcohol. Se incorporó riendo quedamente, y se cercioró de que llevaba la sortija en el meñique y el dinero en el bolsillo. Avanzó entonces por un muro bajo, con los brazos abiertos, como un equilibrista, y desde allí saltó a una escalera de incendios. Abrió la ventana de la tercera planta y entró en el piso, en silencio.
Se acurrucó en un rincón para recobrar el aliento. Y sonrió. No había vuelto a hacer ese recorrido desde que era un chiquillo miedoso y se escapaba por la noche de casa. Pero era como si lo hubiera hecho ayer.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca y pastosa por el alcohol.
Bill volvía a tener ganas de beber.
En la habitación de al lado se oyó ruido de cristales que chocaban. El cuello de una botella contra el borde de un vaso. Seguramente allí encontraría bebida, eso lo sabía Bill mientras se ponía de pie.
—He oído un ruido en ese lado —dijo la voz ronca, dura, desagradable—. ¡Ve a ver, asquerosa zorra judía!
—No hace falta, pa —dijo Bill apareciendo en la habitación.
El hombre estaba arrellanado en un sillón de terciopelo verde, desteñido, con los brazos rozados y manchados. La botella estaba en el suelo, a los pies del sillón, al alcance de la mano. Una botella sin etiqueta. No del buen whisky de contrabando, sino de blue ruin, el peor destilado que se vendía de estraperlo en el mercado de pescado. Otra botella idéntica estaba volcada en el suelo. El hombre miró a Bill.
—¿Qué coño haces aquí, Scheiße? —dijo, y luego bebió.
—Yo también quiero beber —repuso Bill.
—Pues cómprate tu bebida —contestó el hombre.
Bill rió. Se metió una mano en el bolsillo, sacó todo el dinero que tenía y se lo arrojó a su padre.
—Aquí tienes, ya la he comprado —dijo y se inclinó hacia la botella de blue ruin.
El padre le dio un manotazo en la cara.
Bill no reaccionó. Destapó la botella y bebió un largo sorbo. Luego se pasó la mano por la cara, con expresión de asco. Cogió algo transparente entre el pulgar y el índice y lo tiró al suelo.
—Pescado. Qué mierda —dijo—. Sueltas escamas por todas partes.
En ese instante, una mujer de aspecto demacrado, baja y delgada, con pómulos prominentes que le tensaban la piel aceitunada de la cara y grandes ojos negros, melancólicos, apareció en la habitación. Llevaba una bata que Bill conocía desde hacía años. Siempre la misma. Y tenía un nuevo moretón en la mandíbula.
—Ma… —dijo Bill sosteniendo la botella.
—¡Bill! —gritó la mujer, lanzándose sobre su chico para abrazarlo.
Sin embargo, Bill, estirando hacia ella la mano en la que empuñaba la botella de blue ruin, no le permitió acercarse.
La mujer se llevó una mano a la boca. En sus grandes ojos negros había alarma y desesperación. La alarma era un sentimiento nuevo, nacido ese día. La desesperación, una compañía que llevaba consigo desde hacía años, desde hacía tantos años que Bill no recordaba haberle leído nunca otra cosa en su mirada.
—Ha venido la policía… —dijo a media voz la mujer. Luego vio la sortija en el meñique de su hijo—. Bill, Bill… ¿qué has hecho?
—Tú, jodida judía —dijo de pronto el padre, al tiempo que, tambaleándose, se levantaba del sillón—. ¡Mira lo que has hecho! —gritó, y a continuación le arrojó a la cara el dinero—. ¡Tienes la cabeza llena de mierda, como todos los judíos!
—Déjalo ya, pa —protestó Bill—. Déjalo ya —repitió y echó otro trago.
El padre lo miró. Era más alto que su hijo, y más fuerte. Le había pegado durante toda su vida. Con la mano, con patadas, con el cinturón.
—Tú también eres un judío de mierda —le dijo—. ¿Sabes que si eres hijo de una furcia judía tú también eres judío? —se burló riéndose, con una luz siniestra en los ojos.
—Sí, me lo has dicho un millón de veces, pa. —Bill bebió más—. Y ya no me hace gracia.
—Dejadlo… por favor —terció la madre.
El padre se volvió hacia la mujer. Extendió un brazo y la golpeó con rabia.
—Zorra judía, siempre tienes que meterte en medio.
Bill se dio la vuelta y sin pronunciar palabra se fue a la cocina.
—Ven aquí, capullo. Devuélveme mi botella. Métete por el culo tu dinero. Acabarás en la horca y yo daré una fiesta. Pero antes quiero dejarte una marca en tu espalda de judío —dijo al tiempo que se quitaba el cinturón y lo enrollaba en una mano. Y avanzó tambaleándose, sin darse cuenta de que los pantalones se le estaban cayendo.
—Me das lástima —dijo Bill al volver a la habitación. Bebió un último trago, tiró la botella al suelo y luego le clavó en el vientre el cuchillo que su padre usaba en el mercado para limpiar el pescado.
La madre se abalanzó entre padre e hijo en el instante en que Bill asestaba un segundo golpe con el cuchillo. La mujer notó que la hoja le partía las costillas y le penetraba en el tórax con un ruido viscoso. Abrió mucho los ojos y se desplomó. Entonces Bill levantó de nuevo el cuchillo y asestó un golpe más. Su padre había estirado las manos para protegerse. La hoja le desgarró la palma de una mano.
—¿No te había dicho que tus manos manchadas de pescado me dan asco? —añadió Bill mientras le daba una nueva cuchillada en el vientre.
Su padre cayó al suelo, sobre su mujer.
Bill levantó el cuchillo y lo volvió a hundir una y otra vez, sin fijarse si le daba a la madre judía o al padre pescadero. Y se asombró cuando, al hundir por última vez la hoja, dijo, en voz alta: «Veintisiete». Veintisiete cuchilladas. Había llevado la cuenta.
Arrojó el arma sobre los dos cuerpos, desfigurados y ensangrentados, buscó en la despensa comida y una botella. Recogió sus catorce dólares y veinte centavos. Miró en la caja de cartón donde sabía que su madre guardaba el dinero y contó tres dólares con cuarenta y cinco. Luego rebuscó en los bolsillos de su padre y encontró un dólar con veinticinco. Se sentó en el sillón verde y contó todo lo que tenía. Dieciocho dólares con noventa.
Miró la sortija que tenía en el meñique. Se la quitó. Cogió el cuchillo ensangrentado y con la punta desmontó todas las piedras, de una en una, hizo un sobrecito con una hoja de periódico, metió allí las piedras y se guardó el sobre. Del bolsillo del cadáver del padre asomaba un pañuelo. Lo cogió y lo usó para limpiar la sangre de la montura de la sortija.
Por último, salió por la misma ventana por la que había entrado y rehízo en sentido contrario todo el camino que hacía de pequeño, cuando tenía miedo a la oscuridad, cuando tenía miedo de que el padre regresara borracho, con el cinturón enrollado en la mano, para pegarle sin motivo. Cuando se escapaba de casa porque sabía que su madre —la judía que había querido casarse con el pescadero alemán— no iba a defenderlo. Porque todas las mujeres eran unas zorras. Y las judías eran las peores.
—¿Cuánto me das por esta montura de plata? —le preguntó Bill al viejo judío.
Sabía que la pequeña tienda permanecía abierta hasta tarde. Los judíos eran unos rastreros asquerosos. Hacían cualquier cosa por dinero. No tenían corazón.
El viejo cogió su lupa y giró en la mano la montura, observándola. Luego miró al muchacho. Tenía cara de idiota, pensó.
—¿Qué quieres que te dé por una montura? —dijo el viejo encogiéndose de hombros y soltando la montura en el mostrador de la tienda, por el hueco de la ventanilla de protección—. Dos dólares.
—¿Solo dos dólares?
—La única piedra que se engarza es la original. Hay que fundirlo todo y hacer otra montura para otra piedra. Es mayor el trabajo que la ganancia —respondió el viejo.
Judíos. Todos iguales. Bill lo sabía bien. Y ese viejo era el peor de todos. Y eso también lo sabía bien. Pero no conocía a otros. Por lo menos, a ninguno que tuviera la tienda abierta a esas horas. Y tenía que reunir la mayor cantidad de dinero posible y desaparecer. Se metió una mano en el bolsillo y palpó el sobrecito con las piedras. No, no lo podía hacer. El viejo judío pensaría que era un ladrón y avisaría a la policía.
—Quiero al menos cinco. Es una montura de plata.
Sí, ese muchacho era un auténtico idiota, pensó el viejo. Odiaban a los judíos porque eran más inteligentes que ellos. Así se lo había explicado a sí mismo siempre. Porque todos estos americanos son unos auténticos idiotas.
—Tres —dijo.
—Cuatro —dijo Bill.
El viejo contó cuatro billetes y los pasó por el hueco de la ventanilla. Luego cogió la montura.
Bill lo miraba inmóvil.
—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó el judío.
Bill miraba fijamente a los ojos de aquel viejo al que había espiado tantas veces con su madre, cuando era pequeño, y después solo, ya de mayor. Miraba a aquel viejo judío codicioso y sin corazón, que había echado de casa a su hija cuando se había enamorado de un pescadero alemán. Aquel judío asqueroso que había tapado los espejos de casa, que había recitado el Kaddish, la oración de los difuntos, pues para él era como si su hija hubiese muerto y nunca más la había querido volver a ver. Y nunca había querido conocer a su nieto.
Bill miraba a su abuelo.
—Judío de mierda —dijo Bill y se rió con su carcajada ligera. Se dio la vuelta y salió.
El viejo no parpadeó.
—Martha —dijo luego, una vez solo, en dirección a la trastienda—. Escucha lo que ha pasado. Un idiota me ha vendido por cuatro dólares una montura que vale al menos cincuenta. Una montura de platino. Y ese idiota creía que era de plata —añadió y se rió, con su carcajada ligera, alegre, despreocupada, tan peculiar, con la que había conquistado el corazón de su adorada esposa, cincuenta años atrás.
La misma alegre y despreocupada carcajada con la cual, tres años después, recibió la noticia de que su esposa había dado a luz una preciosa niña. La madre de Bill.