9

Manhattan, 1922

—¡Mamá! ¡Mamá! —Christmas entró en el pequeño piso ubicado en el número 320 de Monroe Street, en la primera planta, donde vivían desde hacía cinco años, desde que habían dejado el semisótano sin ventanas donde se había criado—. ¡Mamá! —En su voz había un tono de niño desorientado.

Hacía poco que había amanecido.

Cetta había llegado tarde, como todas las noches. Era una mujer de veintiocho años y, dada su edad, había cambiado de oficio. Pero no de horarios. La voz de su hijo se infiltró en su sueño. Se revolvió en la cama, hundió la cabeza bajo la almohada, apretándola contra sus orejas, para no tener que abandonar el fantástico sueño en el que estaba inmersa y que se parecía tan poco a su vida.

—¡Mamá! —En la voz había un apremio desesperado—. ¡Mamá, despiértate, por favor!

Cetta abrió los ojos en la penumbra del cansancio.

—Mamá… ven…

Cetta se levantó de la cama, que ocupaba casi todo el pequeño cuarto, donde además solo había una vieja cómoda y un perchero de pared. Christmas retrocedió, con la mirada asustada y clavada en la madre, que se estaba frotando los ojos. Pasaron por la cocina, donde la camita de Christmas estaba pegada a la media pared, cerca de la estufa. A su izquierda, la puerta de entrada, que daba directamente a la cocina. Cetta la cerró.

—¿Qué quieres a estas horas? ¿Qué hora es? —preguntó Cetta.

Christmas no respondió, abrió los brazos y bajó la cabeza hacia su pecho.

La luz débil que iluminaba el pequeño piso entraba por la ventana de la habitación que Cetta llamaba pomposamente «el salón», una habitación cuadrada de tres por tres metros. Y a aquella débil luz Cetta vio que la camisa de su hijo estaba ensangrentada.

—¿Qué te han hecho? —dijo abriendo mucho los ojos, de pronto despierta. Se lanzó sobre su hijo y lo palpó donde tenía manchas de sangre.

—Mamá… mamá, mira —dijo en voz baja Christmas y se volvió hacia el sofá del salón.

Cetta vio a un adolescente con la cara llena de granos, con la cara tan asustada como la de su hijo, de pie al lado de la ventana. Y además a una chica tendida sobre el sofá, boca abajo, de pelo negro y rizado, con un traje blanco, con las mangas y el volante de la falda a rayas azules. Cubierta de sangre.

—¿Qué le habéis hecho? —gritó agarrando a su hijo.

—Mamá… —Los ojos de Christmas estaban llenos de lágrimas contenidas—. Mamá, mírala…

Cetta se aproximó a la chica, la cogió por los hombros y la giró. La soltó durante un instante, horrorizada. La chica no tenía ojos, sino dos masas tumefactas de carne oscura e hinchada. El labio superior estaba partido. De la nariz le salían dos costras duras y de sangre negra. Apenas respiraba. Cetta se volvió hacia el chiquillo granujiento y luego hacia su hijo.

—La hemos encontrado así, mamá. —En la voz de Christmas persistía el temblor infantil—. No sabíamos qué hacer… por eso la hemos traído aquí…

—Virgen santa —dijo Cetta y de nuevo miró a la chica.

—¿Morirá? —preguntó débilmente Christmas.

—Muchacha, ¿me oyes? —dijo Cetta sujetándola por los hombros—. Trae un vaso de agua —le pidió a su hijo—. No, mejor el whisky, está debajo de mi cama…

La chica se movió nerviosa.

—Tranquila, tranquila… ¡Date prisa, Christmas!

Christmas fue corriendo al cuartito de su madre y sacó de debajo de su cama una botella medio llena de un whisky malo, que vendía una vieja del edificio, amiga de unos mafiosos.

La chica, al ver la botella —que intuyó a través de sus ojos tumefactos—, volvió a moverse nerviosa.

—Tranquila, tranquila —dijo Cetta al tiempo que abría la botella.

La chica lanzó un quejido, trató de soltarse, parecía que quería llorar pero las lágrimas se le quedaban atrapadas en los párpados hinchados y amoratados. Luego, despacio, alzó una mano y se la enseñó a Cetta. Estaba cubierta de sangre. Le habían amputado el anular, de cuajo, por el nacimiento de la primera falange.

Cetta abrió la boca, se llevó una mano a los labios y a los ojos, después la abrazó con fuerza. «¿Por qué, por qué?», murmuraba. Finalmente, empuñó con decisión la botella.

—Voy a hacerte daño, mucho daño, muchacha —dijo con voz seria y firme, y derramó de golpe el contenido de la botella de whisky sobre el muñón del dedo.

La chica gritó. La boca, al abrirse, rompió las costras del labio superior, que volvió a sangrar.

Cetta bajó la mirada y vio que la falda de la chica estaba ajada. Entre sus muslos descubrió más sangre. Entonces, con delicadeza, agarró el rostro destrozado de la chica entre sus manos.

—Sé lo que te ha pasado —le susurró al oído—. No digas nada.

Y cuando se levantó del sofá, en su mirada había un dolor y un odio que creía ya tan profundamente enterrados que jamás podrían exhumarse. Y tenía los ojos de la campesina de Aspromonte que había sido en otra época —violada y desvirgada en un campo de trigo— y sobre la que había querido olvidarlo todo, menos a Christmas. Y tenía los ojos de la polizón que había canjeado el viaje a América con el capitán del barco por dos semanas de violaciones, y cuyo rostro y manos mugrientas de pronto recordó perfectamente. Cetta tenía ahora ojos de chiquilla y una mirada feroz.

Cogió a Christmas de un brazo y lo llevó hasta su cuartito. Cerró la puerta. Entonces, apuntándole con un dedo a la cara, le dijo:

—Si un día le haces daño a una mujer, dejarás de ser mi hijo. Te cortaré el pito con mis manos y luego te degollaré. Y si estoy muerta, vendré del más allá para hacer de tu vida una pesadilla infinita. No lo olvides nunca —dijo con una rabia sombría que asustó a Christmas.

Luego abrió la puerta del cuarto y regresó al salón.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —le preguntó.

—Ruth…

«Ruth…», repitió para sus adentros Christmas con una especie de estupor.

—Que Dios te bendiga, Ruth —le dijo, y le hizo en la frente una breve señal de la cruz—. Ahora mi hijo te llevará al hospital. —Le lanzó una manta a Christmas—. Que no coja frío. Y tápala, que no la vea todo el mundo con nosotros, y menos en esta casa. Solo deben verla los médicos. —Le arregló el mechón rubio y lo besó tiernamente en la mejilla—. Vete, mi niño. —Luego lo atrajo nuevamente hacia ella y lo miró directamente a los ojos—. Déjala delante del hospital y huye, porque a la gente como nosotros nunca nos creen —le dijo con voz seria y preocupada. Por último, les dio la espalda a todos y se cerró en su habitación, se ovilló en la cama y hundió la cabeza bajo la almohada, tratando de no oír los jadeos de sus antiguos violadores.

Christmas bajó con esfuerzo las angostas escaleras del edificio propiedad de Sal Tropea con Ruth en brazos, envuelta en la manta, seguido por Santo.

—¿Quieres que te reemplace? —se ofreció Santo pasado un rato, haciendo amago de coger a la chica.

Pero Christmas, sin saber por qué, se apartó. De golpe, por instinto.

—No, la he encontrado yo —dijo.

Como si fuese un tesoro. Y siguió caminando. Y para sus adentros se repetía «Ruth», como si aquel nombre tuviese un significado especial.

Santo, un par de bloques más adelante, le dijo, preocupado:

—Tu madre ha dicho que la dejemos en los escalones del hospital…

—Lo sé —jadeó Christmas.

—… porque si no tendremos problemas —prosiguió Santo.

—Lo sé.

—… que a lo mejor piensan…

—¡Lo sé! —gritó Christmas.

Ruth gimió.

—Perdona —le dijo Christmas a la chica, con dulzura y confianza, como si la conociese desde siempre—. Apártale el pelo de la cara —le pidió luego a Santo—. Pero con cuidado.

Por fin siguió andando. Las aceras estaban atestadas de infelices que iban al trabajo, de jóvenes gamberros que ya estaban vagueando, de ambulantes que intentaban vender sus baratijas, de chiquillos sucios que voceaban los titulares de la edición matutina de los periódicos. Se volvían para mirar a aquel extraño trío, llevados por su curiosidad innata y con la distancia que les dictaba su experiencia. Les echaban un vistazo rápido y enseguida apartaban la mirada.

Christmas sintió que los brazos se le agarrotaban. Transpiraba. En su rostro, la mueca del cansancio. Labios tensos y abiertos, dientes apretados, cejas arrugadas y la mirada fija, concentrada en su meta, que ya veía.

—Déjala en los escalones y luego huimos —dijo Santo.

—Sí, sí…

Cuando llegó al primer escalón, Christmas estaba seguro de que la iba a soltar allí. Ya no le quedaban fuerzas en los brazos.

—Hemos llegado, Ruth —le dijo en voz baja, acercando su cara a la de la chica y pronunciando con una emoción especial ese nombre, que para él significaba más que cualquier otra cosa.

Ruth apenas sonrió. Y trató de abrir los ojos.

A Christmas le pareció que eran verdes como dos esmeraldas, entre toda aquella sangre apelmazada. Y le pareció que veía dentro de ellos algo que nadie más hubiera podido ver.

—Déjala allí y larguémonos —insistió Santo, con voz inquieta.

Pero Christmas no lo oía. Tenía sus ojos fijos en la chica que lo estaba mirando y que intentaba sonreír. La chica de ojos color verde esmeralda.

—Me llamo Christmas —se presentó y dejó que Ruth mirase dentro de sus ojos negros. Porque a ella podía mostrarle lo que jamás dejaría ver a nadie.

Ruth apenas abrió la boca, como si quisiera hablar, pero no dijo nada. Movió la mano, la sacó de la manta y la apoyó en el pecho del muchacho.

Christmas sintió el espacio vacío del dedo amputado. Los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas. Pero sonrió.

—Hemos llegado, Ruth.

—¡Déjala y huyamos, coño!

—¿Por qué tenéis que huir? —preguntó una voz detrás de ellos.

El policía se llevó el silbato a los labios y lo hizo sonar con fuerza, al tiempo que asía a Santo de un brazo.

Christmas subió los últimos escalones mientras dos enfermeros salían del hospital. Los enfermeros trataron de coger a la chica, pero Christmas parecía defenderla de una agresión. De pronto parecía enloquecido, como si toda la tensión que había acumulado le estallase de forma incontrolable en la garganta.

—¡No! —gritaba—. ¡Yo la llevo! ¡Llamad a un médico!

Los enfermeros lo inmovilizaron. Otros dos enfermeros salieron corriendo y cogieron a la chica en brazos. Un tercero apareció en la puerta del hospital con una camilla, donde la echaron y enseguida entraron en el hospital.

—¡Se llama Ruth! —gritó Christmas intentando seguirla, pero se lo impidieron—. ¡Ruth!

—¿Ruth qué? —inquirió el policía, con una libreta en la mano.

—Ruth… —repitió Christmas volviéndose. La rabia de antes lo había abandonado de golpe, como de golpe había estallado, y ahora se sentía vacío. Y extenuado. Vio que introducían a Santo en un coche patrulla.

—¿Qué le habéis hecho? —preguntó el policía.

Christmas miró el hospital, sin hablar, mientras el policía lo arrastraba hacia el coche patrulla.

—No hemos hecho nada —dijo Santo lloriqueando.

—Nos lo contaréis en la comisaría —zanjó el policía, cerrando la puerta. Luego dio una palmada en el techo del coche y el conductor emprendió la marcha.

Christmas seguía mirando hacia el hospital mientras el automóvil se alejaba.

Los metieron en una celda, a la espera de que los interrogaran. Era un día de poca aglomeración, bromeó uno de los celadores. En la celda había dos negros. Uno de ellos tenía una profunda cicatriz en una mejilla. Agazapado en un rincón, con la mirada pasmada y fija en el vacío, había un tipo rubio de unos treinta años, del que emanaba un olor a amoníaco y murmuraba palabras incomprensibles en una lengua incomprensible. Y además había un chico que podía tener un par de años más que Christmas, esquelético, con manos de pianista, excesivamente tersas, y grandes ojeras. Daba la impresión de ser una persona despierta y experimentada.

El muchacho le señaló a Christmas al treintañero que había en el rincón y dijo:

—Polaco. Ha matado a su mujer. Y hace cinco minutos se ha meado encima. —Luego se encogió de hombros y se rió.

—Y tú, ¿por qué estás aquí? —le preguntó Christmas.

—Birlo carteras —respondió el muchacho, orgulloso—. ¿Y vosotros?

—¡Por nada! —gritó Santo, asustado—. ¡No hemos hecho nada!

El muchacho sonrió.

—Hemos salvado a una chica de una banda enemiga —dijo Christmas.

—¿Y quién os mandó hacer eso? —preguntó el muchacho y volvió a sonreír—. Fijaos dónde habéis acabado.

—Si alguien le hace daño a una mujer, le corto el pito con mis manos y luego lo degüello. Estas son las reglas de mi banda —sentenció Christmas avanzando un paso hacia el muchacho—. Y aunque me mataran, vendría del más allá para hacer de su vida una pesadilla infinita. Los que se meten con las mujeres son unos cobardes. Por eso me da igual estar aquí. Yo no tengo miedo.

El muchacho lo miró en silencio. Christmas no bajó la mirada y luego, con ademán casi indiferente, se pasó una mano por la camisa ensangrentada.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el muchacho, no sin cierto respeto.

—Christmas. Y él es Santo.

—Yo soy Joey.

Christmas hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin pronunciar palabra, como si de esa manera hubiera dicho algo, como si se hubiera dignado a dar su aprobación.

—¿Y cómo se llama tu banda? —preguntó el muchacho.

Christmas se metió las manos en los bolsillos, con gesto arrogante. En su bolsillo derecho tocó un clavo grande que había encontrado en la calle esa mañana y que había recogido para fijar mejor el cordel de los paños en la cocina.

—¿Sabes leer? —le preguntó a Joey.

—Sí —respondió el muchacho.

Entonces Christmas se volvió hacia Santo, le entregó el clavo y, señalando la pared de la celda, que estaba llena de inscripciones, le ordenó con voz de jefe:

—Escribe el nombre de nuestra banda. Que se acuerden de quiénes somos. Pero escríbelo con letras bien grandes.

Santo cogió el clavo y grabó con fuerza en la pared. Las letras resaltaban blancas sobre la pintura marrón.

—Di… am… ond… Do… gs… —silabeó con esfuerzo Joey, y luego repitió—: Diamond Dogs. —Miró a Christmas—. Qué fuerte… —dijo.