New Jersey, Manhattan, 1922
Ruth tenía trece años y no podía salir de noche. Pero su casa de campo, donde pasaba los fines de semana, era triste y tétrica, pensaba Ruth. Una gran mansión blanca, con una columnata impresionante en la entrada, construida cincuenta años atrás por el padre de su padre, el abuelo Saul, fundador de la empresa familiar. Una gran casa blanca con una larguísima alameda que cruzaba el parque hasta la verja principal. Y muebles oscuros, siempre relucientes. Y alfombras americanas y chinas sobre suelos de mármol o de roble. Y cuadros antiguos, pintados por artistas de todo el mundo, colgados en las paredes tapizadas de telas oscuras. Y objetos de plata europeos y orientales. Y espejos —espejos en todas partes— que reflejaban la que para Ruth no era más que una casa tétrica, grande y fastuosa.
Ni los criados sabían sonreír. Tampoco cuando tenían que hacerlo por cumplir con la etiqueta, las veces que se cruzaban con alguno de los miembros de la familia Isaacson, conseguían sonreír. Apenas levantaban las comisuras de los labios, bajaban la cabeza y, con la mirada en el suelo, continuaban con sus obligaciones. Tampoco con ella, que solo era una chiquilla de pelo rizado y negro, de piel muy clara, que vestía delicados trajes de colegiala y era todo alegría a sus trece años, conseguían sonreír.
Nadie conseguía sonreír —ni en aquella casa ni en el lujoso piso de Park Avenue, donde residían habitualmente—, desde que se había decretado el toque de queda a causa de su madre, Sarah Rubinstein Isaacson. O mejor dicho, por lo que se decía —y se había dicho— de ella. A saber, que había tenido una turbia relación con un joven —de veintitrés años, mientras que ella tenía cuarenta— de la sinagoga de la calle Ochenta y seis, brillante, inteligente, apuesto, destinado a convertirse pronto en rabino. O al menos eso era lo que se pretendía creer.
Al padre de Ruth aquello le había amargado la vida. A su madre también le había amargado la vida. El joven de veintitrés años, que ya no iba a convertirse en el rabino más joven de su comunidad, para no amargarse la vida se había casado de un día para otro con una buena chica judía de su edad, hija de un rabino. El padre de Ruth, Philip, nunca había dudado de su esposa —ni un solo instante—, ni la había crucificado por aquellas habladurías. Aun así, a ella la había doblegado el veneno de las calumnias. La madre de Ruth sabía que gozaba de la confianza de su marido, pero ya no volvió a atreverse a exhibir sus joyas y sus trajes en la Ópera, en las veladas de beneficencia que organizaba la comunidad, en los conciertos de música clásica al aire libre que se celebraban por deseo del alcalde. Le daba miedo que la apuñalaran por la espalda con risitas burlonas; temía que los índices la señalaran, cuando no los veía, como a la adúltera, como a la que se había acostado con un joven que podía ser su hijo. No tenía fuerzas para cargar sobre sus hombros finos y delicados, que antes enseñaba orgullosa, el peso de la calumnia.
—Habéis dejado que acabe con vosotros un pedo —repetía después de la cena, casi cada noche, desde su sillón, el viejo abuelo Saul, al tiempo que se acariciaba su nariz larga y estrecha, dolorida por las gafas.
Y su hijo y su nuera bajaban la mirada, en silencio. No replicaron la primera vez que el viejo pronunció aquella frase. Y ahora ya no tenían motivo para hacerlo.
Nadie sonreía en aquella casa grande que se había vuelto tétrica para Ruth. Los espejos ya no reflejaban a las decenas de invitados que bailaban en el salón. Ni el parque se iluminaba con antorchas en las barbacoas nocturnas del domingo. Ni el piano de cola lo tocaban manos de aficionados que se convertían en músicos improvisados o manos de músicos profesionales que alegraban las veladas con amigos. Era como si las contraventanas, la puerta de entrada y la verja del fondo de la alameda se hubiesen sellado.
Y todo por un pedo.
Ruth tenía trece años y no podía salir de casa de noche. Pero su casa era triste y tétrica, pensaba continuamente Ruth. Nadie sonreía. Aparte del jardinero, un chico de diecinueve años que, desde hacía unos meses, se ocupaba de las terrazas en Park Avenue y ahora, desde que se había comprado una furgoneta, también de la finca de New Jersey. Él reía siempre. Y Ruth lo notó enseguida. No por su apostura, ni por su inteligencia, ni por su juventud ni por nada especial de su físico o de sus ojos. Solamente por aquella carcajada que de pronto brotaba de su garganta, irrefrenable. No se sentía atraída, pero se dejaba hechizar por aquella carcajada ligera que estallaba sin que nadie comprendiese el motivo, violando y profanando la tétrica atmósfera de la casa. Podía estar fuera del garaje podando la hiedra y de pronto, al ver el reflejo distorsionado de algo en el brillante acero del guardabarros de uno de los coches de la casa, rompía a reír. Y reía cuando, a media tarde, Ruth le llevaba una limonada, como si una limonada pudiese ser graciosa. Y reía —quedamente, sin que nadie lo notara— cuando el abuelo, con su mal carácter, lo regañaba por algo. Y se reía de la vieja cocinera porque a su edad no sabía preparar el pavo asado tan bien como su madre; reía por un repentino chaparrón primaveral y por el sol que resplandecía en los charcos que dejaba la lluvia; por una flor que había nacido torcida o por una brizna de hierba que se enredaba en la rueda de la carretilla; por un mirlo que daba saltitos en la grava, con un gusano en el pico, y por una rana que croaba en el estanque artificial del parque; por las cómicas formas de las nubes y por los bigotillos del mayordomo; por el culo enorme de la doncella de la dueña de la casa, y por las tetas flácidas de la mujer que iba todos los días a ayudar con la colada.
Se reía de todo y se llamaba Bill.
Y un día le dijo a Ruth:
—¿Por qué una noche no salimos tú y yo, solo por reírnos un poco?
Así que aquella noche, aunque no tenía más que trece años y en ningún caso le habrían dado permiso para salir —y menos con un jardinero sin futuro—, Ruth fingió que se retiraba a su habitación, dejando a sus padres y a su abuelo en su lúgubre y silenciosa velada, y bajó a escondidas a la lavandería. Desde allí fue a la puerta de servicio, reservada a los proveedores, donde Bill la esperaba riendo. Y, riendo ella también —como una chiquilla de trece años, aburrida y mimada por la vida—, subió a la furgoneta de Bill.
—Yo también tengo un coche, ¿lo ves? —dijo Bill con orgullo.
—Sí —contestó Ruth y se rió, sin saber por qué. Quizá sencillamente porque había salido con alguien como Bill, que se reía de todo.
—Oye, que muy poca gente tiene coche —dijo Bill.
—¿Ah sí? —respondió ella con poco interés.
—Eres una tonta. ¿Crees que todo el mundo es rico como tu abuelo o como tu padre? ¿Qué pasa, te da asco una furgoneta? —preguntó Bill, con tono áspero y los ojos tan apretados que parecían dos rendijas, sombríos en la noche sombría. Pero luego se rió, a su manera, alegre y ligera, y a Ruth se le pasó enseguida aquel estremecimiento que le había erizado su blanquísima piel.
Bill puso ruidosamente en marcha el motor, aceleró y la furgoneta, dando tumbos y traqueteando, avanzó hacia la carretera que llevaba a la ciudad.
—Ahora te enseñaré el mundo real —le dijo Bill sin dejar de reír.
Y Ruth rió con él, excitada por aquella aventura, girando la sortija con la gran esmeralda que le había tomado prestada a su madre —sin que esta sospechase nada—, para estar guapa y sentirse menos pequeña al lado de Bill. Y solo en ese instante se dio cuenta de que su madre debía de tener los dedos más finos que los suyos y que la sortija no le salía del anular.
—Mira allí —dijo Bill, mientras aparcaba la furgoneta, tras media hora larga de viaje—. En ese bar clandestino podemos beber algo y bailar —dijo señalando un local lleno de humo, ubicado en la confluencia de dos calles oscuras, donde entraban y salían hombres y mujeres, tambaleándose abrazados—. ¿Has traído el dinero? —le preguntó a la chiquilla.
—Pero el alcohol está prohibido —dijo Ruth.
—No en el mundo real —bromeó Bill, y volvió a repetir la pregunta—. ¿Has traído el dinero?
—Sí —dijo Ruth sacando de su bolsito dos billetes y olvidándose inmediatamente de la sortija. No podía apartar la vista de aquella chabola, donde todos reían como el jardinero. Donde la vida parecía tan diferente de la de su tétrico palacio.
—¿Veinte dólares? —exclamó Bill acercándose los dos billetes a los ojos—. ¡Caray, veinte dólares!
—Los he sacado del bolsillo de mi padre —dijo Ruth, divertida.
Bill también sonrió y asió entre sus manos el gracioso rostro de Ruth, arañándole su delicado cutis con los billetes y sus callos de jardinero. Y riendo atrajo el rostro de Ruth hacia el suyo y la besó en los labios, pero la dejó enseguida y siguió contemplando los billetes.
—Veinte dólares, caray. ¿Sabes cuánto me ha costado esta furgoneta cochambrosa? Anda, ¿lo sabes? Apuesto a que no. Pues cuarenta dólares, y me parece una fortuna. Y tú metes la mano en el bolsillo de tu papaíto y sacas la mitad, como si nada —dijo mientras reía con fuerza, con más fuerza de la habitual—. Veinte dólares para beber un whisky de contrabando —y volvió a reír, pero de una manera extraña.
—No lo hagas nunca más —dijo Ruth, seria.
—¿El qué?
—No me vuelvas a besar.
Bill la miró en silencio, con una mirada turbia, siniestra, en la que no se atisbaba el menor asomo de sus risotadas de antes.
—Baja —se limitó a decir, y enseguida abrió la puerta de su lado. Bordeó la furgoneta, cogió a Ruth de un brazo, con rudeza, y la llevó a empujones hasta el bar clandestino, sin volver a dirigirle la palabra. Trató de comprar una botella de whisky, pero no tenían cambio. Entonces pidió que se la dieran a crédito (era evidente que lo conocían) y, tras escuchar una melodía cursi, rió y arrastró a Ruth hasta la furgoneta—. Era un funeral —dijo risueño, arrancando el motor, con la botella entre las piernas—. Conozco sitios mejores.
—A lo mejor tendría que regresar a casa —se atrevió a decir tímidamente Ruth.
Bill frenó en seco en medio de la carretera.
—¿Es que no te diviertes conmigo? —le preguntó con la misma mirada siniestra de hacía unos instantes. La misma mirada que tenía siempre su padre cuando le pegaba con el cinturón, porque sí, únicamente porque estaba borracho. Sin embargo, enseguida sonrió y volvió a ser el Bill que Ruth conocía, le acarició su rostro inquieto, de chiquilla que teme haber cometido una tontería, y le dijo—: Nos vamos a divertir, te lo prometo —y volvió a sonreír, con amabilidad—. Y prometo que no te besaré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro —respondió Bill llevándose una mano al corazón, con un gesto solemne. Y rió como hacía siempre.
Y entonces, por segunda vez, Ruth se olvidó de aquella desagradable sensación de zozobra que había experimentado y se unió a la risa de su acompañante.
Mientras conducía, Bill bebía de la botella. También se la pasó a Ruth, quien apenas se mojó los labios, pero no necesitó más para ponerse a toser. Y cuanto más tosía, más le daba por reír. Y Bill reía con ella y bebía, bebía, hasta que en un abrir y cerrar de ojos apuró toda la botella y la tiró por la ventanilla.
—Aquí no hay nada —dijo Ruth enjugándose las lágrimas que había derramado por la tos y la risa, mirando alrededor, cuando Bill paró la furgoneta.
—Estamos nosotros —dijo Bill.
Y de nuevo tenía aquella mirada turbia. Siniestra. Siniestra como la carretera desierta en la que habían parado.
—Me has prometido que no me vas a besar —dijo Ruth.
—Lo he jurado —contestó Bill—. Y yo siempre cumplo mis juramentos —dijo deslizando una mano entre las piernas de Ruth, levantándole la falda y arrancándole las bragas gruesas, de chiquilla.
Ruth trató de defenderse, pero Bill le propinó un puñetazo en plena cara, seguidamente otro y luego otro más.
Ruth oyó un ruido de huesos que se rompían, en su boca y en su nariz. Después, nada. Cuando abrió los ojos, estaba tumbada en la trasera de la furgoneta. Bill jadeaba encima de ella, empujándole algo ardiente entre las piernas. Y, mientras empujaba, repetía, riendo: «¿Ves como no te beso, zorra? ¿Ves como no te beso?». Hasta que Ruth sintió un nuevo calor viscoso y vio que Bill enarcaba la espalda y abría la boca. En el momento de incorporarse, Bill le dio otro puñetazo. «Judía de mierda», le dijo. «Judía de mierda, judía de mierda, judía de mierda, judía de mierda», remachó hasta que acabó de abotonarse los pantalones. Luego le asió la mano e intentó arrancarle la sortija con la gran esmeralda. «Llevo toda la noche fijándome en ella, zorra», farfulló. Pero la sortija no salía. Le escupió en el dedo y volvió a tirar, con fuerza, blasfemando. Entonces se puso de pie y empezó a darle patadas. En el vientre, en las costillas, en la cara. Después —arrodillándose con las piernas abiertas sobre el pecho de ella, para inmovilizarla— le asestó otro puñetazo y se inclinó hacia un saco de tela. «¿Quieres conocer el mundo real?» Del saco extrajo un par de tijeras de podar, de las que usaba para cortar las rosas. Abrió las hojas afiladas y las acercó al nacimiento del anular de Ruth. «Este es el mundo real, judía», y apretó las tijeras.
Un crujido de huesos, como una rama seca.
Bill sacó la sortija y lanzó el dedo amputado.
Ruth seguía gritando cuando la arrojó de la furgoneta.
Bill arrancó y se marchó. Ahora reía de nuevo, con su carcajada ligera.