7

Manhattan, 1909-1910

—Polla. Repite.

—Polla…

—Coño.

—Coño…

—Culo.

—Culo…

—Boca.

—Boca…

La mujer pelirroja, de unos cincuenta años, con un peinado vistoso, sentada en un sofá forrado de terciopelo, se dirigió a una veinteañera de pinta vulgar, que, groseramente arrellanada en un sillón también de terciopelo, con una expresión desganada y aburrida, casi desnuda, estaba jugando con la blonda de la bata transparente que cubría su corpiño de raso, la única prenda que llevaba. La mujer pelirroja habló rápidamente. Luego señaló a Cetta. La muchacha casi desnuda habló:

—Madame dice que estas son las herramientas de tu trabajo. Para empezar no necesitas mucho más. Repítelo todo desde el principio.

Cetta, de pie en medio del salón que le parecía elegante y misterioso, se avergonzaba de su ropa humilde.

—Polla… —empezó a decir en aquel idioma hostil que no entendía—, coño… culo… boca.

—Muy bien, aprendes rápido —dijo la prostituta joven.

La mujer pelirroja asintió. Luego se aclaró la voz y reanudó la clase de inglés.

—Te hago una mamada.

—Te hago… una… memada…

—¡Mamada! —gritó la mujer pelirroja.

—Ma… ma… da…

—Vale. Métemela dentro.

—Méte… mela dentro…

—Venga, pollón, córrete, córrete. Sí, así.

—Venga… pollón, cuórrete, cuórrete… Sí, así.

La mujer pelirroja se levantó. Le masculló algo a la prostituta que le hacía de traductora y luego salió de la habitación, pero no sin antes acariciar el rostro de Cetta con una dulzura inesperada y una luz cordial en sus ojos, tan cálida como melancólica. Cetta la contempló mientras salía, admirando aquel traje que creía de gran dama.

—Córrete —le dijo la prostituta joven.

—Venga, pollón, cuórrete, cuórrete… —dijo Cetta.

La prostituta rió.

—Có… rre… te —silabeó.

—Có… rre… te —repitió Cetta.

—Muy bien —la animó. Agarró a Cetta del brazo y la condujo por las habitaciones de aquel piso enorme que parecía un palacio—. ¿Sal ya te ha probado? —preguntó la prostituta, con una mirada maliciosa.

—¿Probado? —inquirió Cetta.

La prostituta rió.

—Evidentemente, no. Si ya te hubiese probado, te brillarían los ojos y no preguntarías.

—¿Por qué?

—No puede describirse el paraíso —dijo y volvió a reír la prostituta.

Luego entraron en una habitación sencilla, pintada de blanco y luminosa, al revés que las otras. En las paredes había trajes colgados que a Cetta le parecieron maravillosos. En el centro de la habitación, una tabla de planchar y una plancha de brasas. Una vieja, gorda y de aspecto maligno, la recibió con un gesto distraído de la cabeza. La prostituta le dijo algo que Cetta no entendió. La vieja se acercó a Cetta, le extendió los brazos para examinarla, le palpó el pecho y el trasero y midió a ojo sus caderas. A continuación fue a una cajonera, rebuscó, cogió un corpiño y se lo lanzó de mala manera a Cetta. También dijo algo.

—Dice que te desnudes y que te lo pruebes —tradujo la prostituta—. No le hagas caso. Es una vieja gordinflona que nunca ha podido hacer la carrera por lo fea que es y la falta de polla la ha avinagrado.

—Oye, que te entiendo —dijo la gorda, en el idioma de Cetta—. Yo también soy italiana.

—Eso no te hace menos gilipollas —le respondió.

Cetta rió. Pero en cuanto la vieja la fulminó con su mirada hosca, enrojeció, bajó la mirada y comenzó a desnudarse. Luego se puso el corpiño y la prostituta le enseñó a abrochárselo. Cetta se sentía rara. Por un lado, la humillaba aquella desnudez; por otro, llevar ese corpiño, que creía de gran dama, la hacía sentirse importante. Por un lado, estaba excitada; por otro, espantada.

La prostituta lo notó.

—Mírate en el espejo —le dijo.

Cetta se movió. De repente, sin embargo, su pierna izquierda se le durmió. Cetta empezó a sudar. Arrastró la pierna.

—¿Eres coja? —preguntó la prostituta.

—No… —respondió, había pánico en la mirada de Cetta—. Me he… lastimado…

En ese instante la vieja gordinflona le lanzó un traje de raso azul, con una ancha abertura en la falda, para enseñar las piernas, y un escote bordado con un encaje negro.

—Ten, puta —le dijo.

Cetta se lo puso y enseguida se miró en el espejo. Y empezó a llorar, porque no se reconocía. A llorar de gratitud a aquella tierra americana donde iba a cumplir todos sus sueños. Donde iba a convertirse en una dama.

—Ven, es hora de que aprendas el oficio —le dijo la prostituta.

Salieron de la sastrería —sin despedirse de la vieja— y entraron en un trastero pequeño y asfixiante. La prostituta abrió una mirilla y pegó un ojo. Cuando se apartó, le dijo a Cetta:

—Mira, eso es una mamada.

Se pasó todo el día espiando a clientes y compañeras. Después, ya de noche, Sal pasó a recogerla y la llevó a casa. Mientras Sal conducía en silencio, Cetta lo miró un par de veces —procurando que no se diera cuenta—, pensando en lo que había dicho de él la prostituta. Hasta que el coche aparcó delante de los escalones que bajaban al semisótano, y Cetta, al apearse del coche, volvió a mirar a aquel hombre grande y feo que probaba a las chicas. Pero Sal estaba mirando al frente.

Los dos viejos dormían cuando Cetta se deslizó silenciosamente en el cuarto. También Christmas dormía, en medio de los viejos. Cetta lo cogió en brazos, delicadamente.

—Ha comido y cagado —le susurró la vieja, abriendo un ojo—. Todo en orden.

Cetta le sonrió y fue hacia su colchón. Había un somier debajo del colchón. Y una manta, sábanas y una almohada.

—Sal se ha ocupado de todo —susurró la vieja, sentándose y haciendo chirriar la cama.

—Duérmete —refunfuñó el viejo.

Cetta apoyó a Christmas sobre la manta y sintió que era blanda. Se volvió hacia la vieja, que seguía sentada, mirándola. Entonces se acercó a ella y la abrazó en silencio, sin pronunciar palabra. Y la vieja también la abrazó, acariciándole el pelo.

—Acuéstate, estarás cansada —dijo la vieja.

—Duérmete —rezongó el viejo.

Cetta y la vieja rieron quedamente.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó entonces Cetta, en voz baja.

—Somos Tonia y Vito Fraina.

—Y por la noche queremos dormir —rezongó el viejo.

Cetta y Tonia volvieron a reír, Tonia le dio una palmada a su marido en el trasero, y las dos mujeres se rieron más.

—Ji, ji, qué gracioso —dijo el viejo y se tapó la cabeza con la manta.

Tonia agarró entonces la cara de Cetta entre sus manos y la miró en silencio. Luego con el pulgar le hizo una breve señal de la cruz sobre la frente, le dijo «Que Dios te bendiga» y la besó en la frente.

A Cetta le pareció un rito precioso. Regresó a su cama, se desnudó y se metió bajo las mantas con Christmas. Y muy despacio, para no despertarlo, le hizo una breve señal de la cruz sobre la frente, susurró «Dios te bendiga» y le dio un beso.

—Tu Christmas es guapo y fuerte —dijo la vieja—. Se convertirá en un cachas…

—¡Ya está bien! —tronó Vito.

Christmas se despertó y empezó a llorar.

—El muy imbécil ya lo ha conseguido —comentó Tonia—. ¿Estás contento? Ahora puedes dormir a tus anchas.

Cetta, mientras tranquilizaba a Christmas, estrechándolo contra su pecho y meciéndolo despacio, reía quedamente. Y de súbito se acordó de los rostros de su madre, de su padre, de sus hermanos —de los de todos, también del que tenía el Otro— y reparó en que era la primera vez que los recordaba. Pero no pensó en nada más. Luego también ella se quedó dormida.

Al día siguiente —después de pasar toda la mañana y buena parte de la tarde conociendo mejor a Tonio y a Vito Fraina—, Cetta comenzó a prepararse para ir al trabajo. Cuando Sal llegó, estaba lista desde hacía media hora. Dejó a Christmas con los dos viejos y siguió en silencio a aquel hombre feo y de manos negras que la había tomado a su cuidado. Llegaron al coche que tenía dos agujeros de bala en el guardabarros, se sentó en el asiento derecho y esperó a que Sal arrancase el coche y se pusieran en marcha. Durante la mañana, le había rogado a Tonia que le enseñara a decir una pregunta y una palabra de aquel idioma que le era aún desconocido. Una pregunta y una palabra que no podía aprender en el burdel.

—¿Por qué? —le dijo a Sal. Esa era la pregunta que le había enseñado Tonia.

Con su profunda voz, Sal le respondió concisamente, sin apartar los ojos de la calzada.

Cetta no entendió nada. Sonrió y pronunció la palabra que había querido aprender:

—Gracias.

A partir de ese instante, Sal y Cetta no se dijeron nada más. Sal paró el coche frente al portal del burdel, se inclinó hacia la puerta de la derecha, la abrió y, con un gesto, le pidió a Cetta que se bajara. No bien Cetta estuvo en la acera, Sal arrancó el coche y se marchó.

Aquella noche Cetta, que entonces tenía quince años, hizo su primera mamada.

Y al cabo de un mes ya había aprendido todo lo que hay que saber en la profesión. En cambio, para ampliar su vocabulario y poder manejarse también fuera del burdel, necesitó cinco meses más.

Cada tarde y cada noche Sal la llevaba y traía del semisótano de Tonia y Vito Fraina al burdel. Las otras chicas dormían en el burdel, en una gran habitación común. Pero allí no se aceptaban niños. Cada vez que una de ellas se quedaba preñada, un médico se lo arrancaba con un hierro. La sociedad de las putas no debía procrear, era una de las reglas que Sal hacía respetar.

Pero con Cetta había sido distinto.

—¿Por qué? —le preguntó Cetta una mañana, en el coche, seis meses después, pero esa vez ya era capaz de comprender la respuesta.

La voz profunda de Sal vibró dentro del coche, sobreponiéndose al ruido del motor. Breve como había sido la primera vez.

—Métete en tus asuntos.

Y, como la primera vez, aunque ahora haciendo una pausa mucho más larga, Cetta respondió:

—Gracias.

Luego se puso a reír sola. Pero con el rabillo del ojo le pareció ver que la cara fea y seria de Sal se suavizaba un poco. Y que sus labios, de forma imperceptible, esbozaban una media sonrisa.