CAPÍTULO IX

IVREL ocupaba ahora todo el horizonte, coronada por la nieve y perfecta entre los picos desiguales de la cordillera de Kath Vrej, una anomalía entre las montañas. El cielo era azul y todavía parecía teñido por la puesta de sol hacia el este hasta donde alcanzaba la vista. Una estrella solitaria permanecía elevada a la izquierda del cono de Ivrel.

Este lugar en el borde norte de Irien era hermoso. Resultaba difícil recordar su maldad.

—Otro día —dijo Morgaine—, quizá otra acampada, y estaremos allí. Y cuando Vanye alzó la vista hacia ella no descubrió el anhelo que había esperado encontrar, sólo cansancio y miseria.

—¿Es entonces Ivrel lo que buscas? —preguntó Roh.

—Sí —dijo ella—, siempre lo fue —y le miró—, chya Roh, esta es la frontera de Koris. Nos despediremos aquí. No hay necesidad de que nos acompañes a más distancia.

Roh frunció el ceño al mirarla.

—¿Qué es lo que tienes que ganar en Ivrel? —dijo él—. ¿Qué es lo que estás buscando?

—No creo que esto tenga importancia entre nosotros, Roh. Adiós.

—No —dijo él roncamente. Cuando Morgaine había hecho andar a Siptah, ignorándole—. Te lo pregunto. Por la bienvenida que te brindamos, Morgaine Kri Chya, te lo pregunto, y si te alejas de mí cabalgando, te seguiré hasta que sepa a qué es lo que he ayudado, sea bueno o malo.

—No puedo decírtelo —dijo ella—, excepto que no hará daño alguno a Koris. Cerraré la Puerta y no volveréis a verme. Con eso te he dicho todo, pero sigues sin comprenderlo. Si hubiera deseado proporcionarte los medios de crear a otro Thiye, tendría que detenerme para explicártelo, pero tardaría demasiado y odiaría dejar detrás de mí ese conocimiento.

Roh la miró tan intranquilo como antes, y volvió su cara hacía Vanye.

—Pariente —dijo él—, ¿me llevarás a la grupa?

—No —dijo Morgaine.

—No tengo permiso —contestó Vanye.

—Nos retrasarás Roh —dijo Morgaine—, y eso podría representar un problema.

Roh se echó las manos al cinturón e hizo un gesto de disgusto.

—Entonces os seguiré.

Morgaine orientó a Siptah hacia el noroeste, y Vanye, triste, espoleó su caballo. Roh corría detrás. Aunque iban a un ritmo relajado, no deseando apurar a los caballos, estaban atravesando las fronteras de Koris y de Chya. Y ya no había seguridad para Roh ni para ningún otro hombre a pie. Él podía seguirles hasta el momento en que fuesen atacados por hombres, o bestias, de Hjemur. Ella le permitiría morir antes que retrasarlos.

Lo mismo tenía que hacer él. En una pelea no se atrevía a tener a su caballo entorpecido. En una fuga, su juramento insistía que debía permanecer al lado de Morgaine, y no podría hacerlo con una doble carga, ni arriesgarse a castigar a su caballo antes de la hora de necesidad de ella.

—Roh —rogó a su primo—, será tu fin.

Roh no le contestó, sino que colocó su equipo en una postura más cómoda sobre su hombro y continuó andando. Habiendo sido educado por los Chya, Roh era capaz de recorrer a pie distancias considerables a gran velocidad, pero tenía que saber que era prácticamente seguro que moriría.

Si hubiera dependido de él la decisión, pensó Vanye, habría cabalgado hacia delante a todo galope, para que Roh se diese cuenta de que no podría continuar con eso y abandonase esa locura, pero no era su decisión. Morgaine llevaba su caballo al trote. Ese era el ritmo que ella impuso, y al mediodía Roh fue capaz de alcanzarles y compartir la comida de ellos. Este favor lo hizo ella sin escatimar, pero volvió a quedarse retrasado cuando partieron.

De no ser por saber dónde estaban, la región resultaba hermosa todavía durante alguna distancia considerable; pero cuando los pinos empezaron a sustituir a los árboles propios de las llanuras y empezaron a trepar sobre suelo nevado, entonces Vanye se preocupó por Roh y miró atrás para ver cómo estaba.

—Liyo —dijo él entonces—, permíteme desmontar y andar un rato, y él cabalgaría. Esto no cansará más al caballo.

—Su elección de venir fue asunto suyo —dijo ella—. Si tenemos problemas inesperados, te quiero a ti a mi lado y no a él. No. Vos no lo haréis.

—¿No confías en él, liyo? Dormimos en Ra-Koris bajo su custodia, y entonces tuvo posibilidades suficientes de hacernos daño.

—Esto es así —dijo ella—. Y entre los hombres del Andur-Kurs confió en él después de vos, pero vos sabéis cuan pequeño es el límite de mi confianza. Y tengo aún menos caridad.

Y él se puso entonces a pensar en la noche y el día que tenían por delante, los cuales aún tenía él que servir, y en que ella había dicho que moriría. Esto le entristeció, así que, por un rato, no pensó en Roh, pero consideró que había algo que pesaba en el ánimo de ella.

Ella volvió a hablar del asunto, entrada la tarde, cuando los caballos tenían un camino más fácil a lo largo de una loma. La nieve congelada crujía debajo de ellos y sus alientos colgaban en gélidas bocanadas incluso bajo la luz del sol, pero era un sitio fácil, después de las rocas y el hielo que habían atravesado.

—Vanye —dijo ella—, vos tendréis dificultades para abandonar Hjemur una vez yo me haya marchado. Sería mejor si vos tuvieseis un lugar adonde ir. ¿Qué haréis vos? Nhi Erij no os perdonará por lo que he hecho.

—No sé qué haré —dijo él tristemente—. Está Chya, siempre queda Chya, si Roh y yo salimos con vida de esto.

—Os deseo bien —dijo ella suavemente.

—¿Debéis morir? —le preguntó a ella.

Los ojos grises de ella adquirieron un aspecto inusitadamente amable.

—Si tengo elección —dijo ella—, no lo haré, pero si lo hago, vos no quedáis libre. Vos sabéis lo que debéis hacer: matar a Thiye, y puede que entonces Roh os resulte útil, por eso le permito seguirnos. Pero, si vivo, de todos modos atravesaré la Puerta de Ivrel, y al atravesarla la cerraré. Entonces llegará el final de Thiye, pase lo que pase. Cuando Ivrel se cierre, todas las Puertas de este mundo deberán cerrarse y morir. Y sin las Puertas, Thiye no puede preservar su vida antinatural. Vivirá hasta que este cuerpo le falle y entonces no podrá reclamar otro. Lo mismo sucederá con Liell y con todas las cosas malvadas que sobreviven gracias a las Puertas.

—¿Y qué será de ti?

Ella levantó los hombros y los dejó caer.

—No sé dónde me encontraré. En otro lugar. O repartida, como los hombres en Kath Svejur. Yo no lo sabré, hasta que atraviese, adonde puede conducirme. Esta es mi tarea, sellar las Puertas. Continuaré hasta que no quede ninguna… y no sabré esto hasta que atraviese la última y no encuentre nada.

Intentó comprender lo que ella le decía, no consiguió imaginarlo y se echó a temblar. No sabía qué decirle a ella porque no sabía qué era lo que ella quería decir.

—Vanye —dijo ella—, tú has desenfundado Bebé Robado. Le tienes el miedo adecuado.

—Cierto —reconoció él. El asco estaba en su voz. Sus ojos grises le recorrieron de arriba a abajo y lanzó una rápida mirada en dirección a la figura distante de Roh, por encima del hombro.

—Os diré a vos —dijo ella suavemente— lo que necesitáis saber en caso de que algo me sucediese. Vos no necesitáis leer lo que está escrito en la espada, pero es la llave. Chan lo escribió sobre la espada por miedo a que todos nosotros muriéramos o que tuviera que pasar a otra generación de los nuestros, con la esperanza de que, con esto, Ivrel todavía pudiese ser sellada. Es para ser empleada en Ra-Hjemur, si os veis obligado. Su campo, orientado hacia su propia fuente de poder, resultaría en la ruina de todas las Puertas. O arrojado a la verdadera Puerta resultaría en lo mismo. Desenfúndala y arrójala a través. De las dos maneras será bastante.

—¿Qué son los escritos sobre ella?

—Suficiente para proporcionar, a quien fuese capaz de leerlo, más conocimientos sobre las Puertas de lo que a mí me gustaría que existiesen. Es por eso que la llevo tan cerca de mí. Es indestructible, excepto por las Puertas. No me atrevo a abandonarla. No me atrevo a destruirla. Chan fue un loco al fabricar algo semejante. Es un riesgo demasiado alto. Todos le advertimos que el conocimiento qujalin no era para que nosotros lo empleásemos. Pero está hecha y no puede deshacerse.

—Excepto por medio de los Fuegos Brujos.

—Excepto por eso.

Y después de que hubiesen cabalgado un rato, ella dijo:

—Vanye, vos sois un hombre bravo. Os debo el hablaros claramente. Si vos empleáis Bebé Robado de la manera en que os indiqué, moriréis.

—No soy un hombre valiente, Liyo —el frío autoconocimiento filtrándose desde su interior.

—Pienso de otra manera. ¿Os mantendréis en vuestro juramento?

Reunió las hebras de sus ideas, desparramadas y retorcidas por el conocimiento que ella le había dado. Se encontraba extraordinariamente sereno en aquellos instantes, lo que él había sabido desde un principio ocupaba su lugar, tal y como debía ser.

—Me mantendré.

—Él llega —dijo Vanye aliviado. El sonido de la nieve aplastada por pies venía de más allá del lugar donde se habían detenido a esperar. Estaba oscuro. La nieve, iluminada por las estrellas, les rodeaba, brillante, excepto a la sombra de los pinos. Habían perdido a Roh de vista durante un rato.

—Déjame que vuelva hasta él.

—Quédate donde estás. Si es Roh, llegará de todos modos —dijo ella.

Y, finalmente, nada más que una sombra entre las sombras unidas de los pinos de la cuesta inferior, allí llegó a pie Roh, tambaleándose a causa de la fatiga.

—Baja con él —dijo Morgaine. La única amabilidad que había tenido ella con el arquero como recompensa a sus esfuerzos.

Vanye lo hizo con ganas. Se reunió con Roh a mitad de la colina y detuvo su caballo, ofreciéndole el estribo y la mano.

La cara de Roh estaba tensa, con los labios separados y el aire gélido escapándosele en grandes y bruscas bocanadas. Por un instante, Vanye creyó que Roh no aceptaría ninguna amabilidad procedente ahora de él. Había cólera en aquella expresión. Pero él desmontó y ayudó a subir a su primo, montando a la silla después. Roh se desplomó contra él. Condujo al caballo cuesta arriba al paso porque el aire se volvía tenue aquí y le dolían los pulmones.

—Este es un lugar adecuado para acampar —dijo Morgaine cuando se hubieron reunido con ella—. Se puede defender —e indicó una zona de rocas y arbustos, era verdad. Como fuese que lo había adquirido, ella tenía ojo para estas cosas.

—Seguramente —dijo Vanye— nos irá mejor sin fuego esta noche.

—Creo que sería sensato —estuvo de acuerdo ella. Se deslizó, aflojó la correa de Bebé Robado y comenzó a soltar la silla. Siptah pateó desconsoladamente la tierra helada. Todavía les quedaba grano de las provisiones que los hermanos les habían proporcionado. También quedaba comida. No sería una acampada triste, comparada con otras que habían hecho en Aenor-Pywn.

Vanye permitió a Roh deslizarse al suelo y él fue detrás. El arquero se cayó, comenzó inmediatamente a intentar levantarse pero Vanye se arrodilló junto a él y le ofreció beber agua que no estaba congelada al haber llevado la cantimplora cerca del calor del caballo. Y empezó a dar masajes al hombre para calentarlo. Había peligro de congelación en las extremidades, particularmente los pies. Roh no estaba vestido para esto.

Morgaine se inclinó en silencio y cambió su capa por la de Roh, y el arquero inclinó la cabeza para indicar su gratitud. Sus ojos se fijaron en ella con tal mezcla de agradecimiento y enojo que resultaba difícil saber cuál prevalecía.

Alimentaron a sus caballos y comieron, lo que les proporcionó calor. Se habló poco. Quizá se habría dicho más de no haber estado Roh presente. Pero a Morgaine no le apetecía hablar.

—¿Por qué? —preguntó Roh con una voz casi inaudible a causa del frío—. ¿Por qué insistes en dirigirte a ese lugar?

—Es la misma pregunta que hiciste antes —contestó ella.

—Y todavía no ha sido contestada.

—Entonces no puedo contestarla a tu satisfacción —dijo ella.

Y le dio a Roh su capa, recogiendo la suya propia de nuevo, y se acercó a una roca donde estaba guarecida del viento. Allí durmió con Bebé Robado entre los brazos como siempre.

—Duerme —le dijo entonces Vanye a Roh.

—Tengo demasiado frío —aclaró Roh. Ante este remordimiento, Vanye sintió remordimientos de conciencia y le miró apologéticamente. Roh guardó silencio un rato, su rostro parecía tenso a causa de la fatiga y la tristeza continuada, sus miembros apretados bajo su delgada capa.

—Creo… —la voz de Roh era ronca, casi imposible de oír—… creo que moriré en esta carretera.

—Es sólo un día más. —Vanye intentó darle ánimos—. Un día más, Roh, puedes aguantarlo.

—Puede ser. —Roh dejó caer su brazo sobre sus rodillas y apoyó en ellas su cabeza. Al cabo la levantó, con los ojos hundidos en las sombras—. Primo Vanye, por nuestro parentesco, contéstame. ¿Qué es lo que ella busca, tan terrible que no puede permitirme saberlo?

—No es nada que amenace a Chya o a Koris.

—¿Estarías lo bastante seguro como para jurarlo?

—Roh —le rogó Vanye—, no sigas presionándome. No puedo seguir contestando a pregunta, tras pregunta y tras pregunta. Sé lo que pretendes hacer. Obligarme a justificar mi camino paso a paso hasta contestarte como deseas. Y no lo haré, Roh. Basta. Deja la cuestión.

—Creo que tú mismo no lo sabes.

—Basta, Roh. Si las cosas van mal en Ivrel, entonces te diré todo lo que realmente sé, pero hasta ese momento estoy obligado a guardar silencio. Duérmete, Roh. Duérmete.

Roh se quedó sentado un rato, con las rodillas dobladas y los brazos envolviéndole, sumido en sus pensamientos, y al cabo agitó la cabeza.

—No puedo dormir. Mis huesos están todavía congelados hasta la médula. Me quedaré un rato despierto. Duérmete tú. Te juro que no intentaré hacerte daño.

—Tengo mi propio juramento —dijo Vanye, aunque estaba agotado y se le cerraban los ojos—. No me dio permiso para cambiar mi guardia por la tuya.

—¿Tiene que darte permiso para hacerlo todo, pariente? —la mirada de Roh era amable, su voz cariñosa como debería ser la de un hermano. Le recordaba una noche en Ra-Koris, cuando ellos se habían sentado juntos al lado del hogar y Roh le había dicho que, algún día, volviese a Chya.

—Así es lo que a ella le juré.

Pero transcurrida una hora o más, con el bosque tranquilo, el peso de la larga cabalgada y de los días de cabalgar sin dormir que la habían precedido, empezaron a pesarle mucho. Tuvo un momento de oscuridad, se despertó sobresaltado al encontrar junto a él una sombra, notó la mano de Roh sobre su hombro. Casi gritó, pero sofocó ese grito en su garganta al darse cuenta de que era sólo Roh, que estaba despertándole.

—Primo, estás agotado. Te digo que te sustituiré en tu guardia.

Era razonable. Era sensato.

Él podía escuchar en su mente lo que Morgaine opinaría de algo semejante.

—No —dijo él cansino—, es la hora de que ella haga la guardia. Descansa. Me moveré un poco. Si eso no me despierta, ella se levantará y hará la guardia. No tengo permiso para comportarme de otro modo.

Se levantó, tropezando un poco al hacerlo al estar sus piernas entumecidas a causa del frío y de la fatiga. Creyó que Roh pretendía ayudarle.

El dolor chocó contra su cráneo. Extendió los brazos para evitar caerse, perdió la mayoría de sus sentidos. Entonces el peso golpeó su cráneo una segunda y una tercera vez, y se hundió en la oscuridad. Le sujetaban cuerdas. Estaba frío y atontado en todo el largo de su cuerpo donde había estado tumbado boca abajo. Casi todo lo que pudo hacer fue esforzarse hasta ponerse de rodillas. Y eso lo hizo ciegamente, temeroso de otro ataque en cualquier instante. Se elevó sobre una rodilla y vio un bulto blanco que era Morgaine. Roh de pie sobre ella, con Bebé Robado, enfundada, en sus manos.

—¡Roh! —le llamó Vanye en voz alta, rompiendo el silencio. Morgaine no se movió al sonar su voz, lo que envió un escalofrío a través de él. Le hizo ponerse en pie dando tumbos. Roh sujetó la espada como si fuese a desenfundarla, amenazándole.

—Roh —imploró Vanye roncamente—. Roh, ¿qué has hecho?

—¿Ella? —Roh miró hacia abajo, de pie como estaba sobre la forma yacente de Morgaine—. Está bastante bien, igual que tú. Una cabeza dolorida cuando despierte. Pero no me trataréis como me habéis tratado, Chya Vanye…, como ella me ha tratado. Tengo derecho a saber qué fue lo que alojé en mi casa, y esta vez me daréis una respuesta. Si quedo satisfecho, os dejaré marchar y me abandonaré a vuestro perdón. Pero si no, te lo juro primo, tomaré estas cosas malditas y las tiraré donde no puedan ser encontradas, y os abandonaré para que Hjemur y los lobos traten con vosotros.

—Roh, eres un vanidoso y un loco, y no tienes honor si haces estas cosas.

—Si eres honesto —dijo Roh—, y si ella lo es, entonces tienes derecho a sentirte indignado, lo admito. Pero esto no lo hago por orgullo. Thiye es suficiente. No quiero más Irien, más guerras de los qujales, nada más de la ralea de Hjemur. Y no creo que estemos más seguros con Thiye sólo que con Thiye y un enemigo suelto en nuestra frontera norte. Somos nosotros quienes perecemos en sus guerras. La ayudé, la habría defendido en Kath Svejur si ella lo hubiese necesitado. La hubiera ayudado, pariente. Pero ella me ha tratado como un enemigo, como un sirviente al que se despide. Creo que eso es todo lo que nosotros, los de Koris, seremos siempre para ella en el fondo. Trata a los hombres libres como te trata a ti, que tienes que conformarte. Y quizá tú te conformas, quizá tú disfrutas de tu rango con ella, pero yo no.

—Estás loco —dijo Vanye, acercándose un paso más de lo que Roh hubiera deseado. Las manos de Roh sacaron a Bebé Robado en parte de su funda.

—¡Déjalo! —susurró Vanye con urgencia—. No desenfundes esa cosa.

Roh se dio cuenta entonces de cuál era la naturaleza de la cosa que sujetaba y pareció dispuesto a tirarla en ese momento. Pero la enfundó de golpe y la arrojó, con asco, a través de la nieve.

—Armas qujalinas y guerra qujalinas —exclamó Roh disgustado. Koris ha sufrido suficiente de ellas, pariente.

Morgaine empezaba a revolverse, despertando. Se levantó de repente, con las manos atadas y estuvo a punto de caerse. Roh la sujetó. Y si se hubiese mostrado brusco con ella, Vanye se habría arrojado contra él, tal y como estaba, pero Roh le ajustó la capa y le ayudó a sentarse, bien que ella parecía bastante menos que alegre de que él la tocase.

Morgaine, por su parte, parecía aturdida, lanzó a Vanye una mirada que ni siquiera le acusaba. Ella parecía sorprendida y bastante asustada. Le conmovió que él no hubiera sido capaz de servirla con mejores resultados que éstos.

—Liyo. —Vanye le dijo a ella—, este pariente mío me atacó por detrás. No creo que sea un malvado, pero sí que es bastante idiota.

—Sepárate —le dijo Roh a él—. Contigo ya he hablado lo que tenía que hablar. Ahora se lo preguntaré a ella.

—Suéltame —dijo ella— y no tendré esto en tu contra. —Pero un sonido se interpuso entre ellos, débil al principio, de nieve pisada. Les llegaba con una frecuencia creciente, justo en el límite del oído. Después, por todos lados, el suave crujido.

—¡Roh! —gritó Vanye angustiado, arrojándose al lugar donde descansaba Bebé Robado.

Los cuerpos oscuros estaban sobre ellos, hombres que gruñían como bestias. Y Roh cayó ante ellos, sumergido por la marea negra que formaban. Y la marea llegó hasta Vanye con manos que se cerraban sobre sus piernas. Se revolvió sobre su espalda, dando una patada a uno de ellos, que se retorció de dolor. Y fue sujetado, agarrado por las rodillas, una cuerda mordió sus tobillos terminando cualquier esperanza de resistencia.

Entonces le dejaron solo para que intentase levantarse sobre sus rodillas. Carcajeándose cuando lo intentó, por dos veces, y se cayó. A la tercera lo consiguió, sin aliento, y miró encolerizado sus caras barbudas.

No eran ni de Hjemur ni Chya.

Hombres de Leth, los bandidos del fondo de salón. Reconoció a los más vulgares de entre ellos.

Hubo tranquilidad durante un momento. Los golpes le habían dejado casi sin aliento y se inclinó hacia delante un poco intentando respirar. Levantó de nuevo la cabeza para mantener su mirada desconfiada en sus captores.

Estaban empujando a Roh, intentando hacerle recuperar la consciencia. A Morgaine la dejaban en paz. Ella tenía los tobillos atados, igual que él, y estaba apoyada contra una roca, mirándoles fijamente con la rabia de una loba.

Uno de los bandidos, que tenía Bebé Robado en la mano, la desenfundó en parte. Morgaine le miró con interés, como si en el corazón le diese ánimos al hombre para seguir adelante en su ignorancia.

Pero llegaban jinetes subiendo por la colina. La espada volvió de golpe a su funda, en manos culpables. Los bandidos se quedaron quietos y esperando, mientras los hombres a caballo llegaron al claro desde la colina, con los caballos resoplando hielo a la luz de las estrellas.

—Bien hecho —dijo Chya Liell.

Desmontó y miró en torno suyo al claro, y uno le entregó todas las cosas que habían sido tomadas, todo el equipo de Morgaine. Y Bebé Robado, que Liell recibió con manos ansiosas y respetuosas a la vez.

—Obra de Chan —dijo él, e hizo una reverencia irónica a Morgaine. Examinó a Roh, que en ese momento estaba medio consciente, y rio con placer porque él y el joven señor de Chya eran viejos enemigos.

Entonces se acercó a Vanye, y mientras Vanye temblaba de asco se arrodilló junto a él y sonrió con una sonrisa traicionera. Con los modales de un señor colocó una mano sobre su hombro, como si se tratase de viejos amigos y de una manera demasiado posesiva.

—Ilin Nhi Vanye i Chya —dijo suavemente—. ¿Te encuentras bien, Nhi Vanye?

Vanye le hubiera escupido. Era el único recurso que le quedaba, pero tenía la boca demasiado seca. Tenía la mano de un letheno sujetándole la parte de atrás del cuello, así que estaba medio ahogado, no podía ni echar el cuerpo atrás. Y los dedos delicados de Liell tocaron y acariciaron un lugar amoratado en su sien.

—Tened cuidado con él —dijo Liell a los léthenos—, cualquier incomodidad que él sufra será pronto mía, y yo la recompensaré.

Y a los que le rodeaban:

—Colocadles en los caballos. Tenemos que cabalgar.

El día se volvió oscuro de nuevo, enrojeciendo las nieves que se extendían intactas frente a ellos. Se movían lentamente por los que marchaban a pie y por el aire más tenue. Liell cabalgaba el primero. Había recuperado su propio caballo negro y su equipo. Bebé Robado colgaba de su silla, sujeta bajo su rodilla.

Varios jinetes léthenos iban entre él y Morgaine, y dos hombres a pie conducían a Siptah. Igual que otros dos conducían el caballo en que habían colocado a Roh, quien no tenía fuerzas para caminar. Y la yegua negra que transportaba a Vanye era un favor personal de Liell, ofrecido con cínica cortesía. El cambio de una yegua por la que él había robado.

Y estaba atado. Con las manos a la espalda y los pies sujetos por sogas, que pasaban debajo de las costillas de la yegua. No podía ni estirar las piernas frente a las molestias de una cabalgada larga, y mucho menos ayudar a Morgaine. Ella y Roh tampoco estaban en mejores condiciones. Roh colgaba de la silla la mayor parte del tiempo, con la apariencia de un hombre que se colapsaría y caería si las ataduras se lo permitiesen. Morgaine, por lo menos, parecía ilesa, aunque él podía adivinar los tormentos que sufría en su mente.

Liell era un qujal y conocía la antigua ciencia. Quizá incluso podía leer las runas de Bebé Robado, y entonces Thiye, a quien Morgaine había llamado un ignorante, un entrometido en la ciencia, tendría un rival al que no podría hacer frente.

Se encontraron de nuevo entre árboles, pinos, arbustos y a veces afloramientos de roca negra. Y los árboles empezaron a ser cosas retorcidas y achaparradas, retorciéndose más allá de la verdadera forma de los de su especie. Las ramas desnudas mostraban manojos de agujas achacosas, los troncos desnudos describían evoluciones dañosas y congeladas.

Y en la nieve vieron un dragón muerto.

Al menos parecía serlo. Un objeto coriáceo y retorcido, y los caballos se apartaban de él. Era monstruoso, congelado en sus estertores de muerte resultaba todavía más espantoso. Un ala membranosa estaba a medio desplegar, rígida y muerta. El otro lado eran huesos desnudos, tomado por otras bestias.

Los lethenos describieron un amplio rodeo en torno al cadáver. Vanye miró esa cosa mientras pasaban hasta que le dieron ganas de vomitar.

También vieron otras cosas muertas. Una de ellas parecía un hombre, pero los lobos se habían ocupado de él.

La luz se desvanecía en este lugar de maldad. Se movieron entre los pinos retorcidos, en medio del crepúsculo, y andaban con cuidado. Los hombres tenían los arcos y continuamente examinaban el bosque con la vista. Los árboles empezaron a escasear entonces y desaparecieron abruptamente. Sobre el gran saliente de la montaña había una elevación menor, y sobre ésta había columnas rotas, de color claro, cubiertas de runas y fuera de lugar entre las rocas negras del cono de Ivrel.

Y la Puerta.

Era enorme, a diferencia de la de Aenor-Pywn o la de Leth en Domen. El metal, que los años no habían corroído, trazaba una red de temblor que tenía profundidad. Las estrellas parpadeaban en un arco negro contra el lado blanco de Ivrel iluminado por el crepúsculo. El aire aquí afectaba los nervios. Los caballos luchaban para apartarse. Los hombres que cabalgaban se dispusieron a esperar.

Ayudaron a bajar a Morgaine, liberaron sus tobillos y la sujetaron a uno de los pocos pinos retorcidos que crecían tan próximos a la Puerta. Después le hicieron lo mismo a Roh, aunque él intentó luchar. Finalmente bajaron a Vanye y pensó que harían lo mismo con él. Pero, en vez de eso, Liell ordenó que lo llevasen más adelante en la fila.

Dio una patada a un hombre, que se desplomó al suelo retorciéndose a causa del dolor, y un letheno le golpeó, le derribó de una patada y le atacó con una daga. Vanye se encogió ante los golpes, resultando ileso gracias a la cota de malla, excepto cuando la daga hería su cuello o sus manos.

Y de repente Liell estaba junto a ellos, maldiciendo a aquel hombre. Otros lethenos levantaron a Vanye, y el hombre que le golpeaba se apartó atemorizado.

—¡Ningún daño! —dijo Liell—, que no se le haga ningún daño. Mataré al hombre que le haga una marca. —Y cuidadosamente aflojó el cordón de la capa de Vanye, se la dio a un hombre y caminó en torno suyo, completando un círculo. Entonces hizo ademán de tocarle y Vanye retrocedió, viéndose obligado a soportarlo con paciencia mientras Liell palpaba delicadamente los huesos para ver si estaban bien o no. Con humor negro, Vanye apreció el dolor en su cráneo, el dolor más fuerte en sus piernas y en sus articulaciones donde la cabalgada, atado a la silla, le había hecho moraduras; serían su única venganza en Liell. Era una cosa lamentable y triste, pensó repentinamente, que hubiesen sido capturados tan fácilmente. Y no era ningún consuelo que Roh estuviese a punto de pagar muy cara su estupidez.

Y en ese momento no quedaría nada de Nhi Vanye. Aunque su cuerpo seguiría vivo y moviéndose, albergando a Liell-Zri, quien ejercitaría su venganza en Roh y Morgaine.

Esta idea se grabó en él cuando Liell empezó a subir la última distancia, y empezaron a empujarle por la desolada cuesta. Le arrebató el valor que le quedaba, de modo que habría caído de no ser por los hombres que le empujaban a cada lado. Tropezó con las rocas sueltas, con Liell andando a su lado, con paso seguro en aquel lugar claro en que el aire cortaba los pulmones como un cuchillo. Frente a ello sólo estaba la Puerta, y las estrellas dentro y el viento que les empujaba delicadamente, apuntado hacia aquel hueco.

Creció conforme se acercaban, hasta que ya no hubo más cielo. Los lethenos que les acompañaban se echaron atrás, y Vanye imaginó, durante un momento de salvaje optimismo, que perderían su valor y no conseguirían sujetarle. Pero Liell les maldijo y les amenazó, y le arrastraron arriba y arriba hasta que se encontraron de pie, inclinándose ante aquel temible viento, situados en un lugar llano próximo a la Puerta.

Liell les ordenó entonces soltarle las cuerdas y sujetarle.

—No entraré en un refugio dañado —dijo él. Y eso hicieron y sujetaron sus brazos adormecidos y sus muñecas sin fuerza, echándolas atrás con tal fuerza que no conseguía librarse. Miró fijamente aquel gran vacío mareado, vacilante y con el equilibrio perdido estando de pie.

—¿Cómo se hace? —le preguntó a Liell. Él no quería saberlo, pero su valor nunca estaba a prueba de lo desconocido. Tenía miedo de que se avergonzaría en el último momento, echándose a llorar, si no sabía lo que era. Conocía las cosas de Morgaine, sabía que había leyes y realidades que las gobernaban. Insistía en creerlo, incluso en esto.

—Es menos agradable para mí que para ti —dijo Liell—. Debo arruinar éste, mi actual cuerpo, lo suficiente para morir. Pero a ti…, a ti te parecerá que caer durante unos instantes. Nunca llegarás al fondo. No tengas miedo, no sufrirás.

Liell reconocía su miedo y se burlaba de él utilizándolo. Vanye apretó los labios y se abstuvo de decir más, permaneciendo con la cabeza baja.

—Estos compañeros tuyos —dijo Liell—. ¿Les tienes cariño?

—Sí —dijo él.

Los labios de Liell formaron una leve sonrisa, que sus ojos no compartieron.

—Respecto a Chya Roh, esa es una cuenta antigua y personal que disfrutaré saldando. Lo que vas a entregarme es bien capaz de manejar al señor de Chya, de reclamar lo que él gobierna por la sangre que compartís. Y además reclamar Morija. Nunca apreciaste tu herencia como yo lo hago. Y no temas por Morgaine, sin sus armas es inofensiva. Y tiene conocimientos que a mí me serán de gran interés. Y de otras maneras, con tu juventud, ella resulta interesante. Flis termina por cansar.

Vanye hizo un sonido como de escupir, que a Liell ni le hizo gracia ni le preocupó, y empezaron de nuevo a trepar. Se echó atrás, le dieron un doloroso tirón de brazos y abandonó la resistencia, perdido en lo que se alzaba ante ellos.

La oscuridad cubría todo su campo de visión, estrellas más numerosas que las que brillaban en el cielo. El aire estaba muerto. Atontaba. La visión parecía estar a punto de absorberles en aquella nada temblorosa. Aunque trepaban, parecía un foso, una caída hacia abajo en que uno podía caer y caer y que se acercaban, de una manera imposible, al borde. La montaña sobre la que caminaban parecía haberse apartado de su alineación con la tierra. El viento daba vueltas en torno a ellos, dotado de voz propia y maléfico, zumbando con poder, entorpeciendo los sentidos.

Liell alcanzó la Puerta y tocó su arco. Sus dedos se movieron sobre ella, y, de repente, se hizo la oscuridad completa dentro de la Puerta. El viento se detuvo. El zumbido alteró su tono, pasando a un registro más alto. La opalescencia de Bebé Robado brillaba y fulguraba en el interior del arco, iluminándoles.

Los lethenos se acobardaron. Vanye giró, se arrojó cuesta abajo, perdió el pie y se deslizó, chocó contra un lugar llano y se puso de pie tambaleándose, mareado, ciego, consciente de gritos, delante y detrás de él, en medio del crepúsculo que caía.

Fuera, era lo único que sus sentidos captaban en aquel momento; e inmediatamente detrás de aquel atisbo de razón: Morgaine.

No podía ayudarla. Habría una docena de hombres sobre él antes de que pudiese soltarla.

Bebé Robado.

Echó a correr, se deslizó, protegido por la malla, pero dejándose la piel de las manos en las rocas. Golpeándose en un saliente de roca tras otro. Los hombres intentaron detenerle en el fondo. Tomó aire, giró a la izquierda apartándose de Morgaine y Ron, espantando a los caballos mientras escapaba. Entonces estuvo ante él el negro conocido, saltó sobre la silla y la bestia se asustó y él se agarró, se sujetó firmemente a la silla y tomó las riendas que volaban. La bestia le reconoció, tomó fuerzas y salió adelante bajo su guía.

En su búsqueda ya partían jinetes. Gritos y tumulto inmediatamente detrás de él, aunque no volaban flechas. Ni siquiera buscó la colina, ni se atrevió con el peso del aire, ni con perseguidores y enemigos y un caballo asustado para complicar las cosas. Dio la vuelta por el camino que habían recorrido.

Si la Puerta le estaba cerrada, todavía quedaba Ra-Hjemur, donde Thiye gobernaba. Estaba Bebé Robado bajo su rodilla, su empuñadura con forma de dragón resultaba familiar a sus dedos ansiosos. Con esto en su mano y el poder de la Puerta para alimentarlo podía abrirse camino a la fuerza hasta el corazón del poder de Thiye. Destruir su fuente, lo que quiera que fuese. Destruir la Puerta, destruirse también a sí mismo y a Morgaine, lo sabía. Y a Liell.

El mundo todavía no había visto lo que Liell sería capaz de hacer con el poder de Morgaine añadido al suyo propio. Thiye era pequeño comparado con ese mal.

Condujo al caballo sin piedad, golpeando al animal con la fusta a través de cuestas nevadas y de senderos, haciendo todo lo que podía para llegar a Ivrel.

Incluso Liell debía temerle ahora. Incluso las otras armas de Morgaine no eran nada en comparación con la espada opalina que se bebía los ataques y los mandaba a otro lugar, que se bebía las vidas y las arrojaba a la nada. Y armado como estaba, con ese poder en sus manos, era una locura matar a su caballo que era la mejor esperanza que tenía de alcanzar Hjemur. Recuperó el buen sentido cuando ya había atravesado la parte más empinada del camino y llegado a la carretera principal. Allí disminuyó por fin el paso, permitiendo al caballo respirar.

La carretera le condujo alrededor del borde del declive inferior, torciendo hacia Hjemur. Tenía que ser así. No había ningún otro lugar en todo Hjemur que pudiese enorgullecerse de una carretera.

Mantuvo al caballo a un ritmo sostenido. Los lethenos puede que se mostrasen reacios a seguirle, pero Liell les obligaría. Tan cobarde como Morgaine decía ser, capaz de arriesgar la vida de otros antes que la suya. Corría riesgos formidables cuando resultaba necesario. Liell seguramente no resultaría distinto. Cuando la cautela no funcionase, entonces no se reservaría nada, nada. Cuando Liell supiese que las propias Puertas estaban en juego, entonces le seguiría. Su única esperanza residía que todavía no supiese lo que Bebé Robado era, o que un ilin de Morija comprendía lo que debía hacerse con la espada.

Una sombra cayó sobre él. El negro relinchó y se echó atrás. Y el impacto le golpeó en el hombro, derribándole, inexorablemente, sobre la grupa del negro, haciéndole caer, precipitadamente, sobre el duro hielo y la nieve. Movió las articulaciones. Los huesos incólumes, pero afectados por la sacudida. Intentó recuperar el control de sus golpeados miembros y moverse, pero una espada corta, colocada debajo de su barbilla, obligó a su cabeza a volver entre la nieve entumecedora. Un cuerpo se alzaba sobre él. El brazo, que descansaba sobre la rodilla de la figura, terminaba abruptamente.

—Hermano —dijo Erij susurrando.