CAPÍTULO VIII

SUS perseguidores estaban de nuevo detrás de él. Cuando volvía la vista, podía ver, contrastados contra un parche de nieve sin derretir iluminado por la luz de las estrellas, nudos oscuros sobre la colina o a lo largo de la carretera. Pero el esforzado bayo mantenía estable la distancia entre ellos.

No se habían entretenido mucho. Las flechas era lo que temía sobre todo. Si le tenían una sola vez dentro del alcance de sus arcos, él no sobreviviría. Y no dudaba de que eran Myya y decididos a matarle. Era la única forma de arrebatarle la cosa que él llevaba con seguridad.

Era detenerse lo que resultaba más peligroso. A veces tenía que pararse para que descansase el caballo, y elegía momentos en los cuales no les veía detrás de él, suponiendo que ellos hacían lo mismo, bien consciente de que en cualquier momento podía cometer un error, o dejar de ponerse a correr a tiempo. Habían recorrido durante un día la llanura de Morija, y los fuegos de señales seguían encendidos. Podía distinguir su brillo sobre la cima de las colinas, advirtiendo a todo el país que había un enemigo recorriéndolo, un extraño con malas intenciones hacia Morija. Esta red de señales era la defensa del campo de Morija. Todos los hombres de bien saldrían a patrullar las carreteras para controlar a cualquiera que se acercase a los cruces de camino más importantes. Y él no tenía deseos de matar, o lo que quiera que fuese lo que el acero brujo hacía a los que caían en su poder. Además, algunos de los campesinos, de las familias San y Torin, no eran malos arqueros en absoluto, y temía cualquier encuentro con ellos.

En su primera parada había conseguido enfundar la horrible espada, temiendo dejar su propia carne expuesta a los peligros de aquel fuego, que era el de las propias Puertas. Depositó la funda en el suelo y metió la punta dentro, temeroso de que ni siquiera esto pudiese contenerla. Pero la luz dejó de brillar a partir del momento que introdujo la punta de la espada dentro de la vaina. Y entonces fue posible levantarla y llevarla como si fuese una espada normal.

Era la imagen de los cuatro hombres de Myya lo que no conseguía apartar de su mente, su terrible perdición mientras giraban adentrándose en aquella oscuridad, grande y pequeña. Hombres que no conseguían comprender por qué estaban agonizando.

Si fuese posible, habría arrojado Bebé Robado lejos de él, se habría librado de aquel terrible peso con ganas y lo habría abandonado para algún otro desgraciado amo. Pero estaba bajo su responsabilidad, y era para Morgaine, quien tenía suficiente sentido común como para conservarla enfundada. Él mismo temía la idea de desenfundarla de nuevo, incluso más de lo que temía las flechas detrás de él. Había un poder siniestro más permanente que la fealdad de las armas más antiguas, y menos importantes, de Morgaine. Su brazo todavía le dolía por haberla utilizado.

Con el paso de las horas, intentó por fin, aunque sólo fuese para impedir que el bayo cayese muerto, moverse únicamente cuando le fuese imprescindible. Sabía que el animal quedaría inútil antes de alcanzar el campamento de Morgaine en Baienel. Había aldeas, los Myya encontrarían monturas de refresco, le obligarían a seguir corriendo hasta la muerte del bayo. Le dolían las entrañas a causa de las continuas sacudidas, ya estaba lleno de moratones a causa de la paliza que había recibido de ellos. Empezó a notar el sabor de la sangre en su boca, y no sabía si esto era debido a su mandíbula amoratada o a alguna hemorragia interior.

Y, de repente, cuando volvió la vista atrás, los Myya ya no estaban cerca de él.

No le quedaba otra esperanza que apartarse del camino principal para intentar confundir a sus perseguidores y esperar que sería capaz de abrirse camino luchando a través de una emboscada al final del mismo, en Baienei. A la siguiente ocasión que vio la oportunidad de seguir otra carretera, una que ya estaba bastante señalada con huellas desde que se derritió la nieve, se adentró por la misma y animó a mantener al pobre caballo el ritmo que pudiese.

Conocía el camino. Había un pequeño pueblo a alguna distancia, pasando el segundo recodo del camino. La aldea de San-Morij, una familia que poseía un puñado de aldeas similares por los alrededores, tan modestas y corrientes como la tierra que los que contenía. Eran gente amable, pero fiera con sus enemigos. Había una granja que él recordaba bien, la del viejo armero de Ra-Morij, San Romen. Tenía una gran deuda con aquel antiguo maestro suyo, el único, entre los hombres de Ra-Morij, que había mostrado alguna simpatía hacia el bastardo de un señor, que había tratado y curado sus heridas con ráfagas de afecto brusco.

Era una deuda que merecía un pago mejor del que estaba a punto de dar. Pero la desesperación ahogaba cualquier impulso honorable. Sabía dónde estaba el establo, en la parte trasera de la vieja casa, un lugar donde él y Erij habían dado a beber agua a sus caballos en un tiempo mejor. Dejó al bayo atado a una rama a un lado del camino, se hecho Bebé Robado al hombro. Y se deslizó por la zanja a un lado del camino hasta que tuvo ante su vista el establo.

Entonces corrió a través del patio, se deslizó entre las sombras y abrió de golpe la puerta, escuchando cómo los animales de la granja ya empezaban a revolverse de su sueño. Los hombres de la granja de Romen estarían despertándose, tomando las armas y corriendo para ver qué se movía entre ellos en cualquier momento. Eligió el caballito más adecuado lo mejor que pudo en la oscuridad, uno que ya estaba sujeto por su dogal a su pesebre. Pasó un trozo de soga a través del agujero del dogal, abrió la puerta del pesebre y sacó el animal.

Pasos que corrían golpearon hasta la puerta. Esperando su apertura, saltó sobre la espalda desnuda del caballito, sujetando la soga del dogal como riendas. Y, cuando fue abierta, clavó los talones en los flancos del animal y éste, aterrorizado, salió disparado a través del patio, un animal honrado y poco acostumbrado a semejante tratamiento. Corrió hacia la carretera, trepó sobre la zanja y envolvió las piernas en torno a las gordas costillas y se sujetó inamovible. Tiraba de su cabeza en la dirección en que quería moverse. Y, cuando alcanzó el cruce de caminos a la altura de Sanhei, dio la vuelta allí. Dirigiéndose a Baien-el por una carretera ligeramente más larga pero más solitaria.

Había un jinete más adelante en el camino, saiuyo, pensó Vanye, un uyo de las familias menores, pero uyo, y vestido con armadura. Cabalgaba como un guerrero. No había esperanza alguna de que su caballito pudiese igualar a un auténtico corcel. No había forma de evitar el encuentro. Vanye cabalgó con calma, con las piernas colgando igual que cualquier muchacho pastor que volviese del trabajo al caer la noche. Sólo que, sobre las colinas, los fuegos de aviso todavía brillaban y las carreteras estaban vigiladas. Y él, por su parte, no parecía un campesino, porque sus botas y pantalones de montar eran de cuero curtido, lo que resultaba correcto para un uyo, no para un campesino; llevaba una gran espada, y su camisa, de estopilla blanca, le señalaba como un hombre que había tenido que abandonar intempestivamente alguna gran casa, como de buena familia: dai-uyo, Nhi.

A este hombre, pensó sintiéndose infeliz, pudiera ser que tendría que matarle. Extendió la mano al cinturón, desenganchó la funda y sujetó la funda de Bebé Robado con una mano y con la otra sujetó la empuñadura, y el saiuyo se acercó más, montado en su hermoso caballo de guerra moteado.

Y quizá ya había reconocido la presa que había sorprendido, porque apartó la pierna y levantó la espada de su lugar habitual en la silla de montar. Y cabalgó sujetando él también su espada enfundada en la mano.

Era uno de los hijos de Torin Athan. Él no conocía a este hombre en concreto, pero el aspecto de los hijos de Athan les convertía casi en un clan aparte: hombres de cara larga, casi triste, que era una variación de la actitud extravagante de la mayoría de los hombres de Torin. Además, la familia Athan era una familia fértil. Había un puñado de hijos, la mayoría legítimos.

—Uyo —le saludó Vanye—, no tengo deseo de desenfundar por ti. Soy Nhi Vanye, el forajido, pero contigo no tengo pleito alguno.

El hombre, que pertenecía con seguridad a la estirpe de Athan, se relajó hasta cierto punto. Dejó que Vanye se acercase más, aunque él mismo se había detenido. Miró a Vanye con curiosidad, preguntándose, sin duda, a qué clase de loco se enfrentaba, vestido de esa manera y montado sobre ese poni tan casero. Incluso siendo un fugitivo, un hombre podía estar en mejores circunstancias.

—Nhi Vanye —dijo él—, creíamos que estabas abajo en Erd.

—Me dirijo a Baien. Tomé prestado anoche este caballo y está agotado.

—Si deseas tomar otro prestado, uyo, más vale que te examines la cabeza. No llevas armadura y yo no deseo cometer un asesinato. Eres el hijo de Rijan, y matarte, aun siendo tú un forajido, no resultaría afortunado para alguien como un saiuyo. Vanye se inclinó levemente como reconocimiento del razonamiento, entonces levantó la espada que llevaba.

—Y ésta, uyo, es una hoja que no deseo desenfundar. Es una espada con nombre y está maldita, la llevó por otra persona en cuyo servicio soy un ilin y al margen de otras leyes. Pregunta en Ra-Morij y allí te contarán de qué cosa escapaste por los pelos.

Y sacó parcialmente Bebé Robado de su funda. Así que la hoja continuó siendo transparente, excepto los símbolos escritos sobre ella. Los ojos del hombre se dilataron y su rostro pálido y sus manos no se apartaron de su propia espada.

—¿De quién eres ilin —preguntó—, que llevas algo como eso? Es obra de qujalin.

—Pregunta en Ra-Morij —dijo él de nuevo—. Pero bajo la ley del ilin tengo derecho de paso ya que mi Uyo está en Morija. Y no podéis, legalmente, ejecutar el decreto de Rijan sobre mí. Te ruego que desmontes y le quites el equipo a tu caballo y cambiaré el mío por el tuyo. Soy un hombre desesperado, pero no un ladrón, y no haré que tu animal cabalgue hasta su muerte si tengo elección. Este caballito pertenece a San. Si el tuyo conoce el camino a casa, le pondré en libertad en cuanto tenga la oportunidad.

El hombre estudió la perspectiva de una batalla y entonces, sabiamente, se rindió. Desmontó y se ocupó de quitar su silla y sus pertenencias.

—Este caballo es de Torin —dijo—, y, si se lo suelta en cualquier lugar de este distrito, es capaz de encontrar su camino a casa. Pero os lo ruego, le tengo cariño.

Vanye hizo una reverencia. Entonces agarró la melena del tordo con la mano y montó. Dio la vuelta al animal y salió al galope porque había un arco entre el equipo del saiuyo que, él suponía, estaría tensado en breve. Y no deseaba una flecha de Torin, con plumas rojas, en su espalda. Y de un lugar a otro, sobre la superficie de Morija, sus perseguidores habrían encontrado monturas de refresco, buenos caballos, con sillas y todos los arreos.

La noche caía de nuevo, entrando apresuradamente. Y los fuegos de señales brillaban con más fuerza en la cima de las colinas. Había uno en cada una de las grandes colinas de una frontera a otra de Morija.

Y cuando aquel uyo consiguiese llegar a San-Morij montado sobre ese pequeño caballito. —Vanye imaginaba con claridad el bochorno que le producía ver su hermoso equipo transportado por el pequeño animal peludo—, entonces habría dos señales encendidas sobre la cima de San-Morij. Y enseguida sobre San-Hei. Y no existiría duda sobre qué bifurcación del camino habría tomado. Estaría la familia San completa, y ahora la familia de Torin, cabalgando detrás de él, junto a los Nhi y los Myya en la otra carretera, para reunirse con él en Baien-el.

Haber arrebatado al hombre las armas y la armadura, que tan desesperadamente necesitaba, habría significado tener que matarle. Pero Bebé Robado no era el tipo de espada que dejase un cadáver al que despojar. Haber matado al hombre también hubiera estado bien, pero no lo había hecho, no lo haría. Su carácter era no matar, a no ser que se encontrase acorralado. Era el único honor que todavía poseía, saber que existía un límite moral a lo que él iba a hacer y no estaba dispuesto a renunciar a él.

No sería recompensado con agradecimiento cuando Torin le atrapase, y menos todavía cuando le llevasen a Nhi y a Myya.

Ahora él y todo Ra-Morij —y si habían salido mensajeros detrás de sus perseguidores, todas las aldeas de las tierras medias, en este momento— sabrían hacia dónde tenía que correr. Había un pequeño paso cerca de Baien-el y, cerca de éste, un fuerte arruinado donde cada muchacho de Morija había acudido en un momento u otro de sus vagabundeos por el campo. El mejor pasto de toda Morija, donde corrían los mejores caballos, estaba en esas colinas. Y el fuerte arruinado era explorado a menudo por muchachos que trabajaban como pastores para sus padres. Y, en ocasiones, servía de punto de encuentro para amantes fugitivos. Había conocido su ración de tragedias, tanto militares como privadas, aquel montón de piedras.

Y el guía de Morgaine era un arpista Nhi con la imaginación de un joven inexperto en los lugares de citas de los amantes, a quien seguramente no se le ocurriría nada mejor que conducirla allí en busca de refugio, a un lugar que sólo tenía una salida.

Había hombres vigilando la falda de la colina. Él había sabido que tendría que haberlos desde antes de partir hacia allí. Cualquier escapada de Baienel efectuada por jinetes tendría que hacerse a través de este estrecho paso. Y con arqueros estacionados aquí, esa cabalgada sería corta.

Dejó el caballo moteado atado por si tenía que volver; la rama que utilizó no era fuerte. Y en el caso de que le ocurriese alguna desgracia, o que encontrase lo que buscaba, el animal se impacientaría y, eventualmente, se liberaría, buscando su propio hogar distante. Tomó en la mano la espada enfundada y se adentró a pie en las colinas.

No podían vigilarse todos los senderos en las colinas de Baienel. Había demasiados caminos de cabras, demasiada extensión de colinas, demasiados arroyos y pliegues en la roca. Por esta razón, Baien-el había sido una defensa en la que no se podía confiar ni siquiera para el propósito que fue construida. Era lo bastante fuerte contra un asalto masivo. Pero cuando el arquero campesino, jein, había adquirido importancia y las guerras habían dejado de ser choques entre dai-uyin, quienes preferían las llanuras abiertas y luchaban, hasta en la guerra, de acuerdo con la tradición, Baien-el se había convertido en indefendible… una trampa para sus ocupantes antes que un refugio.

Se movía en silencio, con mucha paciencia. Y ahora pudo ver de nuevo la torre, el muro arruinado que recordaba de años atrás. A veces corriendo, a veces avanzando arrastrándose sobre la barriga y parándose a escuchar, se convirtió en parte de las sombras conforme se aproximaba al sitio. Eran habilidades que había desarrollado durante dos años evadiendo a los Myya, robando comida, cazando para evitar morir de inanición en las cumbres nevadas de Alis Kaje, no menos cuidadoso que los lobos y más solitario.

Llegó junto a la pared y sus dedos buscaron las grietas en la sillería que le proporcionaban los medios para saltar la vieja muralla en su punto más bajo. Se deslizó sobre las almenas, se dejó caer, aterrizó sobre hierba mojada y se deslizó hasta la parte baja del corral en el lado de la cuesta. Se levantó despacio, agitado, sintiendo en cada hueso el dolor continuo de la larga cabalgada, la debilidad producto del hambre. Tenía miedo, lo había tenido todo el rato, que no fuese nada más que una trampa que Erij le había tendido. No haberle dicho la verdad sería una muestra de astucia Myya. Que su hermano hubiese cometido un error diciéndole la verdad, y confiando en él, resultaba deprimente. Los errores de Erij eran escasos. Los hombros le picaban. Tenía la sensación de que podía haber una flecha apuntando allí desde algún lugar de observación.

Se rindió al miedo, juzgándolo sensato y se arrojó a la sombra, dio la vuelta a la esquina del edificio donde éste se hundía más firmemente en la colina. Había allí una grieta en la pared que él recordaba bien, tan ancha como una puerta. Y que, sin embargo, debía ser la más segura de utilizar, protegida como estaba.

Se arrastró a lo largo de la pared hasta ese lugar, notó el olor, propio de un establo de caballos, grandes cuerpos se movían en el interior.

—¡Liyo! —susurró en la oscuridad. Nada contestó. Se abrió camino al interior, con el pálido vislumbre de Siptah a su izquierda y la negrura a su derecha.

—No te muevas —le llegó el susurro de Morgaine—, vanye, vos sabéis que hablo en serio.

Se paralizó, absolutamente inmóvil. La voz de ella llegaba de delante de él. Alguien, supuso que era Ryn, se colocó detrás de él. Puso las manos en las caderas y le registró precipitadamente en busca de armas ocultas antes de tomar el cinturón de la espada. Movió la cabeza para que la correa pudiese pasar más fácilmente. Se encontró inexplicablemente aliviado por la desaparición de aquel peso, como si hubiese estado sujeto por algo vil y hubiese sido gentilmente separado de eso y puesto en libertad.

Ryn se lo llevó a ella. Vio cómo la sombra atravesaba una zona donde brillaba trémula la luz de la luna. Por su parte, le temblaban las rodillas.

—Déjame que me siente —le pidió a ella—, estoy agotado, liyo. He pasado un día y una noche sobre la silla para alcanzar este lugar.

—Siéntate —dijo ella, y él, agradecido, se dejó caer sobre las rodillas. Con ganas se habría postrado sobre su rostro y se habría echado a dormir, pero no eran ni el momento ni el lugar apropiados para ello.

—Ryn —dijo ella—, echa un vistazo a las llegadas, tengo algo que preguntarle.

—No confíes en él —dijo Ryn, lo que despertó su enfado—. El Nhi no le habría regalado la espada, ni puesto en libertad, por amor a ti, señora.

La furia surgió en su interior, el odio hacia aquel joven tan barbilampiño, tan incólume, tan seguro de las cuestiones relacionadas con Morgaine. Se encontró con las palabras estranguladas en la garganta y, sencillamente, agitó la cabeza. Pero Ryn se marchó. Escuchó el crujido de la túnica de Morgaine mientras ella se acomodaba, de rodillas, a una pequeña distancia de él.

—Bueno fue que vos hablaseis —dijo ella suavemente—. Una docena, más o menos, han probado ese camino durante los últimos dos días, para su desgracia.

—Señora —él hizo una reverencia y tocó brevemente el suelo con la frente, se irguió de nuevo cansinamente—, una gran fuerza está en camino, o ya está aquí. Erij ambiciona el poder de Thiye, creyendo que puede conservarlo para él.

—Me gritaste que no confiase en él —dijo ella—, y eso lo creí. Pero, ¿cómo confío en ti? ¿Fue la espada un regalo o fue robada?

Lo que ella dijo le asustó, hasta el punto que algo pudiese asustarle agotado como estaba. Sabía la poca compasión que ella albergaba para las cosas en que no confiaba. Y él no tenía pruebas.

—La espada, en sí misma, es lo único que puedo entregarte para demostrártelo —dijo él—. Erij la desenfundó, la espada mató y a él le dio miedo sostenerla. Cuando ésta cayó, la cogí y corrí…, es una llave poderosa, señora, para puertas y paredes.

Ella estuvo en silencio un momento. Escuchó el susurro de la espada, parcialmente desenfundada, el suave sonido metálico que produjo al volver a guardarla.

—¿La sostuviste desenfundada?

—Sí —dijo él con una voz débil—. No la deseo, liyo. Ni deseo llevarla aunque eso represente ir desarmado —deseaba hablar con ella de los hombres de Myya, de lo que había sucedido. Él no tenía un nombre para ello y veía en su mente aquellos rostros perplejos. En alguna parte, más profunda, de sí mismo no deseaba saber lo que había sucedido con ellos.

—Saca su poder de las propias Puertas —dijo ella, y se adentró en la oscuridad—. Ryn, ¿puedes ver algo?

—Nada, señora.

Se acomodó de nuevo. Esta vez bajo la trémula luz de la luna que se filtraba a través de una grieta, así que él podía observar la cara de ella, en claroscuro al darle la luz lateralmente.

—Debemos movernos esta noche. ¿Pensáis vos de otra manera, Vanye?

—Hay arqueros apostados en las alturas de afuera. Pero haré como digáis, señora.

—No confíes en él —susurró, desde arriba, la voz de Ryn—. Nhi Erij le odiaba demasiado como para mostrarse descuidado con él o con la espada.

—¿Qué decís vos, Vanye? —le preguntó ella.

—No digo nada —contestó él. De repente, todo el cansancio se depositó sobre él y era demasiado esfuerzo discutir con un niño. Sus ojos permanecieron fijos en Morgaine, esperando su decisión.

—Los Nhis me devolvieron todo menos Bebé Robado —dijo ella; ignorando, sospecho, que algunas de las cosas que me devolvían eran armas. Reconocieron la espada por cómo era, pero no estas otras. También me devolvieron tus pertenencias, tu armadura y tu caballo, tu espada y tu silla. Vete y prepárate. Todo tu equipo está en la esquina, junto. No dudo que tienes razón sobre los arqueros. Pero tenemos que movernos. Todas estas idas y venidas tuyas no han podido pasar por completo inadvertidas.

Él encontró su camino tanteando. Encontró la esquina y las cosas que ella había descrito, la aspereza familiar de la cota de malla que había sido su segunda piel durante años. El peso, mientras se la colocaba, era mayor de lo que recordaba. Sus manos temblaron al ajustar las hebillas.

Estudió la perspectiva de la carrera a caballo que tendrían que hacer a través de aquella garganta que era el paso. Y empezó a pensar, con miedo creciente, que no le quedaban fuerzas para una carrera semejante. Él había gastado y gastado, y le quedaba muy poco de sí mismo.

No era probable, pensó él, que ellos saliesen de esto incólumes. Las flechas Myya tenían un sonido que había llegado a despertar una respuesta en su carne. Había escapado de demasiadas en Erd y en Morija. Las posibilidades estaban a favor de las flechas.

Morgaine se acercó hasta él, buscó su mano y la tomó, haciendo girar su muñeca hacia arriba. Lo que le hirió fue como un arma inesperada. Y él parpadeó.

—Vos no lo aprobáis —dijo ella—. Pero lo quiero de esta manera. Me queda poco de esto para gastarlo. A diferencia de mis otras cosas, el sol no lo renueva, y, cuando se acabe, se acabó. Pero no os perderé a vos, ilin.

Él frotó el lugar dolorido, esperando una herida, sin encontrar ninguna. Y empezando a notar algo extraño en su interior, su cansancio se derretía, su sangre corría con más fuerza. Era qujalin, o cualquiera que fuese la raza que ella mencionaba como propia, y, una vez, lo que ella había hecho le habría aterrorizado. Una vez ella le había prometido que no le haría cosas semejantes.

No os perderé a vos, ilin.

Ella se había quedado en esta trampa en Morija a causa de Bebé Robado. Él sabía eso en su corazón y no la culpaba. Pero había en esas palabras una pequeña muestra de preocupación hacia el ilin que la servía. Y eso, en Morgaine, era mucho.

Se ocupó en sus preparativos con la convicción de que no estaría perdido mientras tuviese, debajo de él, un caballo que le condujese a través del paso hasta las colinas de Baien.

Ellos tenían tres caballos: Siptah, el desagradecido negro, que intentó morderle hasta que un golpe de la fusta en la mandíbula le hizo desistir, y el caballo castaño de Ryn, que difícilmente podía considerarse de buena raza, pero de piernas largas y pecho poderoso. Vanye decidió que el animal podría mantener el rumbo que emprendiesen. Por lo menos, mientras fuese necesario. Y el joven sabría cabalgar, era de Morija y un Nhi.

—Deja el arpa —protestó Vanye cuando vio la cosa colgada de la espalda del joven, mientras conducían a sus caballos afuera, a la luz de la luna—, el cascabeleo que produce nos matará a todos.

—No —dijo el joven llanamente, que era lo que cabía esperarse de Nhi Ryn, el hijo de Paren. Y antes de quitársela y entretenerse con una discusión, Vanye lanzó una mirada firme a Morgaine, porque sabía que el chico atendería lo que ella dijese.

Pero ella se abstuvo de hacer nada, y Vanye, colocado eficazmente en su lugar, condujo al negro detrás de la cola de Siptah hasta que se situaron en la esquina. Había una puerta que debía ser abierta, condujo al negro hasta aquel lugar y levantó el cerrojo herrumbroso, corriéndolo ampliamente con el hombro. Y Morgaine y Ryn pasaron estrepitosamente. Vanye fue sólo un poco más lento, saltando sobre la silla y espoleando al animal. La cola blanca de Siptah osciló con insolencia alegre, mientras el gran caballo gris superaba el muro exterior, advirtiendo a Vanye de algo que había olvidado con el paso de los años: que había aquí un salto. Ryn lo dio. Su propio caballo negro tomó impulso y saltó para aterrizar con una sacudida, deslizándose cuesta abajo, con las patas traseras dobladas como un pájaro porque la hierba estaba mojada.

Y las flechas volaron. Vanye se parapeto en el lado opuesto del negro, procurando llamar la atención lo menos posible. Esperó que los otros tuviesen la misma idea. Pero a través de la melena ondeante del negro vio un rayo de fuego rojo, producto del arma de mano de Morgaine. Y entonces llegó el silencio de aquella dirección y no más flechas. No sabía si ella le había acertado a algo, disparando a ciegas, pero aquéllos eran hombres de Morija y esperaba, de corazón, que simplemente se hubiesen acobardado y huido los arqueros.

Una fuerza capaz de magullarle golpeó su costado. Jadeó y estuvo a punto de soltarse a causa del dolor. Y supo que había sido acertado. Pero no había flecha que a esa distancia pudiese atravesar su armadura. Sus peores miedos fueron por el vulnerable caballo. Era contrario al honor de un hombre de Morija atacar el caballo de otro, pero aquí no había caballerosidad.

Estos hombres tendrían que rendir cuentas ante Erij si les dejaban pasar. Y ésta no era una perspectiva agradable para ellos.

Estaban cerca del final del paso. Espoleó al negro y le hizo esforzarse más todavía. Y el animal, presa del pánico, tomó fuerzas. La saliva salpicó la pierna de Vanye al tomar el animal el ritmo que él deseaba. Adelantó a Siptah, conducido por la fuerza al hacer girar Vanye de nuevo su cabeza hacia el norte, hacia la brecha del paso de Baien situada entre las colinas. Y salió disparado hacia adelante a causa del impacto brutal de las espuelas de Vanye. En aquel momento casi sintió cariño por aquella bestia despreciable. Había un corazón en su interior.

Morgaine, inclinada sobre la silla, se situó de nuevo junto a él. A su lado la cabeza de Siptah, con las fosas nasales abiertas y la luz de la luna en la blanca melena. Inexplicablemente, Morgaine se echó a reír, extendió hacia él una mano que no llegó a tocarle y volvió a sujetarse a la silla.

Y habían pasado. Más allá del alcance de los arqueros, seguros en la recta llanura de Baien, habían pasado. Y Vanye sujetó las riendas del negro que resoplaba, le hizo detenerse. Recordando sólo entonces al joven que cabalgaba en pos de ellos. Venía detrás, a la distancia de un tiro de flecha completo. Y los dos le esperaron en silencio. Vanye consideró, con esa misma preocupación, la posibilidad de que el joven también hubiese sido acertado, ya que cabalgaba muy inclinado sobre la silla.

Pero estaba bastante bien, su rostro pareció pálido cuando, bajo la débil luz, se reunió con ellos cabalgando, pero incólume. El caballo castaño estaba agotado. Su lomo se inclinaba hacia un lado como si prefiriese emplear esa pierna, y Vanye desmontó para examinarlo. Una flecha había desgarrado la piel y seguramente había colgado durante un rato. Exploró la herida con los dedos, descubrió que no era lo bastante profunda como para ser peligrosa.

—Sobrevivirá —se pronunció Vanye—, habrá tiempo más tarde.

—Partamos, pues —dijo Morgaine, levantándose sobre los estribos para mirar detrás de ellos, incluso mientras él volvía a montar en la silla—. La sorpresa en este asunto no durará. Ellos no me habían visto disparar antes. Ahora me han visto y se acostumbrarán a la idea y recobrarán su valor respecto a ella.

—¿Dónde deseas ir? —preguntó Vanye.

—A Ivrel —contestó ella.

—Señora, la fortaleza de Baien está casi al lado de nuestro camino. Fue una vez un hogar amistoso para ti. Podría ser que allí encontrásemos refugio por un tiempo si nos adelantamos a Erij.

—No confío en fuerte, ni en aldea, a esta distancia de Ivrel —dijo ella—. No.

Cabalgaron a un paso relajado. Porque los caballos estaban agotados y podría ser que tuviesen que hacerles correr de nuevo; y pronto, también el fuego de lo que quiera que hubiese entrado en sus venas se agotó y notó cómo se debilitaban sus sentidos. Su costado le dolía continuamente. Tanteó el lugar y encontró anillos rotos en la malla, pero pocas heridas debajo. Tranquilizado de que no estaba desangrándose hasta morir, enganchó una de sus piernas sobre el arco alto de la silla y se sujetó firmemente con los brazos para apoyarse. Y así se rindió al sueño.

Le despertaron campanas.

Levantó la vista y relajó sus tensos músculos de su postura, largamente mantenida. Y se dio cuenta, con vergüenza, de que era Ryn quien sujetaba su caballo y de que la mañana estaba bien entrada. Avanzaban a lo largo de un pacífico paseo, sombreado por pinos, situado junto a un muro de piedras.

Se echó adelante y tomó las riendas, comenzando a darse cuenta de dónde se encontraban porque él había visitado este lugar en su juventud. Era el monasterio de Baienan, el mayor en todo el Andur-Kursh, que seguía siendo un lugar seguro y ocupado por los Padres Grises. Cabalgó adelante para reunirse con Morgaine, preguntándose si ella sabía lo que era este lugar o si había venido aquí guiada del consejo de Ryn. Porque aquí encontrarían abundantes testigos de su paso y un lugar que no se mostraría amistoso hacia ella.

Los hermanos que atendían la muralla se detuvieron, maravillados, en su trabajo. Algunos avanzaron como si fuesen a dar la bienvenida a los viajeros, entonces vacilaron y pareció que abandonaban la idea por completo, sus caras eran reflejo de su asombro. Eran hombres amables. Vanye no les tenía miedo.

Y había una expresión de terrible cansancio en el rostro de Morgaine. De dolor, como si su herida le molestase. Se fijó en eso y se mordió el labio mientras consideraba las posibilidades.

—¿Piensas quedarte aquí? —le preguntó a ella.

—No creo que el abad consintiese eso —contestó ella.

—No creo que seas capaz de cabalgar mucha más distancia —dijo él. Y se fijó en el joven Ryn, quien tenía ojeras y aspecto de agotado. Y se le ocurrió que sus perseguidores no esperarían encontrarles aquí.

Sujetó las riendas del negro al llegar junto a la puerta. Porque recordaba que había una casa de invitados mantenida junto a la abadía. Seguramente sería poco utilizada en invierno. Pero estaba allí para las personas que no resultarían aceptables entre muros sagrados.

Les condujo allí sin pedir permiso. Conduciéndoles más allá de la mirada asombrada de los hermanos del patio y al aislamiento de la casa de invitados, situada más allá del seto de hoja perenne. Allí desmontó y extendió los brazos para ayudar a bajar a Morgaine como haría con una señora. Ella intentó, torpemente, aceptar su ayuda, más acostumbrada a desmontar ella misma, pero su pierna cedió cuando ella tocó el suelo. Se apoyó sobre su brazo, agradeciéndoselo con una inclinación de su cabeza y una mirada de sus ojos grises.

—Aquí hay santuario —dijo él—. Es la ley. Nadie nos tocará aquí. Y si el lugar queda rodeado…, bueno, haremos frente a eso cuando suceda.

Ella inclinó de nuevo la cabeza. Se encontraba claramente al fin de sus fuerzas. Y los tres tenían un aspecto penoso. Ella, el joven y un guerrero, tan rígido a causa de los cardenales que apenas conseguía subir los escalones por sí mismo.

No había otros invitados. Se sentía agradecido por esto, y ayudó a Morgaine hasta el primero de los catres, antes de salir a cuidar a los caballos y traer el equipo al cuarto. Ella estaba preocupada, sobre todo, por eso; él lo sabía. Y ella le lanzó una mirada de agradecimiento antes de tomar la terrible espada entre sus brazos y hundirse en el colchón desnudo.

Ryn le ayudó con los caballos. Y llevó todo su equipo y sus sillas de montar a la casa de invitados. Y después, Ryn se reunió con él en los establos y miró con preocupación, mientras Vanye aplicaba parte de su aceite de cocinar en el lomo herido del castaño.

—No se quedará cojo —juzgó Vanye—. Era una flecha a la que apenas le quedaba fuerza. Y no es la época para que haya enfermedades que infecten la herida. El aceite la calmará. Pero creo que quedará cicatriz.

Ryn caminó junto a él de regreso a la casa de invitados, que estaba a poca distancia de allí, entre los altos pinos y el seto. Las campanas guardaban ahora silencio, con los hermanos dedicados a sus oraciones.

Ryn era diferente. No decidió rápidamente de qué se trataba. Pero había sido un adolescente quien se había colgado el arpa del hombro y había cabalgado detrás de Morgaine desde Ra-Morij. Era un joven mayor, y más cansado, quien caminaba junto a él a la luz del día y observaba en silencio las cosas. Ryn tenía una imagen distinta. Él empleaba una figura que estaba tan fuera de lugar, en estos paseos con pinos, como la del propio Vanye. Habían cabalgado fuera de Baienel y él había cabalgado en retaguardia. Había una nueva dureza en su mirada, habiendo aprendido a calibrar las cosas antes que asombrarse.

Vanye tomó en cuenta ese nuevo silencio en él y lo apreció.

Le echó una mano cansada al hombro cuando entraron en la casa de invitados. Bajó la voz porque Morgaine parecía dormida.

—Haré la guardia —dijo Vanye—. Aunque no creo que aguante mucho. La tuya es la próxima, después la de ella.

El joven Ryn podría haber protestado alguna tontería. Se había mostrado enfadado por las órdenes de su padre cuando, por primera vez, entraron juntos cabalgando en Morija. Ahora inclinó la cabeza para expresar que ése le parecía un arreglo justo de las cosas y se buscó, para sí, un catre desnudo. Mientras, Vanye tomó su espada y se colocó en la escalera de la entrada de la casa de invitados. Con la punta colocada entre los pies, con las manos apoyadas en la guardia de la espada y la cabeza reclinada sobre la empuñadura. En semejante postura podía mantenerse lo suficientemente despierto. De esta manera había hecho su guardia durante muchas noches en el camino.

Y pensando entonces sobre sí mismo, reflexionó perversamente que sólo había visto tomas de posesión semejantes de la casa de invitados inferior de Morija cuando pasaba de camino alguna familia de las colinas, al margen de lo honorable, con destino a otros pastos y solicitando derecho de tránsito. Algún jefe de bandoleros dormiría en la casa de los invitados, mientras que sus hombres holgazaneaban bebiendo vino barato a tragos y haciendo marcas en los muebles con los pies. Entretanto, como sellando la puerta, un hombre de aspecto más malvado que los demás se sentaba en las escaleras como guardián, aterrorizando a los niños que se habían acercado a ver quiénes eran los visitantes que habían llegado entre ellos.

Era una advertencia a otros posibles invitados que buscasen refugio allí de que tendrían que buscarlo en otro lugar. La infamia se había acomodado en las únicas camas y, a no ser que los señores de la casa tomasen las armas para desalojarla, así continuaría hasta el amanecer.

Así le encontraron los hermanos.

Se despertó completamente con el sonido del primer paso sobre las piedras del patio, y se quedó allí sentado, con la espada sujeta entre las rodillas, en tanto que los hermanos, vestidos con sus túnicas grises, se acercaron portando jarras de barro que contenían comida.

Se inclinaron, con las manos dentro de las túnicas. Vanye, reconociendo una cortesía inocente cuando se le ofrecía, hizo la inclinación más profunda que fue capaz, sentado como estaba.

—¿Podemos preguntar? —era la pregunta tradicional. Podía no ser contestada. Vanye se inclinó de nuevo. Empleando la más completa cortesía para con los honrados hermanos.

—Somos forajidos —dijo él—, y he robado, y hemos matado no pocos hombres en nuestro camino hasta aquí, pero a ninguno en Baien. No tocaremos ni a la grey ni a su rebaño, ni ninguno de vuestros cultivos, ni haremos violencia a ninguno que se encuentre en vuestra casa. Solicitamos santuario.

—¿Son…? —hubo una vacilación al plantear esta pregunta, que se creaba siempre que se hacían preguntas al conceder asilo—. ¿Son todos entre vosotros de la verdadera estirpe humana?

Morgaine no había llevado puesta la capucha cuando entró cabalgando. Y con sus pieles blancas y su tez se parecía mucho a las leyendas, de las cuales un superviviente había venido a Baienan para morir como un santo.

—Puede que uno de nosotros no lo sea —reconoció él—, pero ella dice que por lo menos no es qujal. —Sus ojos amables parecieron preocuparse mucho ante esa respuesta, y quizá por medio de las leyendas supieron entonces quién y qué era ella, si su cordura les permitía creerlo.

—Concedemos santuario —dijeron ellos— a todos aquellos que entran aquí en paz, incluso a aquellos de sangre manchada y a quienes les acompañan, si llegasen a necesitarlo. Te agradecemos que nos lo hayas dicho. Purificaremos la casa una vez hayáis partido. Esto ha sido una muestra de cortesía por tu parte. Respetaremos vuestro aislamiento. ¿Eres tú un ser humano?

—He nacido humano —dijo él, y devolvió sus reverencias de despedida—, hermanos —añadió cuando comenzaron a alejarse. Se volvieron. Sus rostros bronceados, sus miradas amables y sus modales pacientes parecían formar un todo, como si un único corazón les animase.

—Rezad por mí —dijo él. Y, dado que se esperaba normalmente alguna muestra de caridad a cambio, añadió—: No tengo limosna alguna que daros.

Ellos se inclinaron al unísono.

—Eso no trae cuenta, rezaremos por ti —dijo uno. Y ellos se marcharon.

La luz del sol le pareció fría cuando lo hubieron hecho. Él no podía dormir, e hizo guardia hasta mucho más tarde del momento en que debía haber avisado a Ryn para que le sustituyese. Por fin, cuando estuvo muy agotado, bajó las escaleras y recogió las jarras de barro, llevándolas adentro. Y permitió que Ryn le sustituyese en las escaleras.

Morgaine se despertó. Había pan negro y miel y mantequilla con sal. Había un caldero de caldo y otro de judías hervidas, ambos enfriándose, pero ambos deliciosos para Morgaine, cuyas raciones, sospechaba Vanye, no habían resultado tan delicadas desde hacía muchos días. Le llevó a Ryn su ración a las escaleras, y el joven se la comió como si estuviese famélico.

Los hermanos trajeron grandes brazadas de paja y cubos de grano para sus caballos. Vanye se ocupó de esto, guardando el grano en las alforjas para hacer frente a una necesidad futura. Y en la paz de la tarde, cuando el sol se dirigía hacia las montañas del oeste, Ryn se sentó en el pequeño pórtico e interpretó en su arpa canciones tranquilas. Sus hábiles dedos afinaban las cuerdas y jugaban con ellas de una manera tal que hasta eso resultaba agradable. Algunos de los hermanos bajaron de la colina y se quedaron junto a la puerta para escuchar al arpista. Ryn les sonrió distraídamente, pero se pusieron serios, con la mirada sobria, cuando Morgaine apareció por la puerta. Algunos se santiguaron a causa del miedo que ella les daba, y esto pareció entristecerles mucho. De todos modos, ella les hizo una cortés reverencia y se retiró a la chimenea del interior, al calor de la lumbre.

—Debemos salir de este lugar esta noche —dijo ella cuando Vanye se arrodilló a su lado. Él se sorprendió.

—Lijo, no hay lugar más seguro para nosotros.

—No estoy buscando un refugio. Mi objetivo es Ivrel, eso es todo. Esta es mi orden, Vanye.

—Conforme —respondió él, e hizo una reverencia. Ella le miró cuando él se levantó y frunció el ceño.

—¿Qué es eso? —exclamó ella, e hizo un gesto hacia su propia nuca y él levantó la mano, notó el borde irregular de su propio pelo y se sonrojó.

—No me preguntes —le dijo.

—Vos sois ilin —dijo ella en un tono que indicaba su desaprobación de algo tan vergonzoso. Y luego añadió:

—¿Se os hizo o fuisteis vos…?

—Fue mi elección.

—¿Qué sucedió en Ra-Morj entre tú y tu hermano?

—¿Me ordenas que te lo cuente directamente?

Los labios de ella se apretaron, sus ojos le taladraron, quizá leyendo una tristeza continuada.

—No —dijo ella.

No era propio de ella dejar de enterarse de cosas que podrían afectar su seguridad. Él reconoció, agradecido, la confianza que ella le demostraba y se acomodó, de nuevo, en las piedras calientes del hogar, escuchando el arpa, observando el rostro extasiado de Ryn recortándose contra la luz del crepúsculo, frente a la colina cubierta de pinos, el monasterio y la iglesia con su campanario. Aquí había belleza, terrenal o no, en el muchacho con el arpa. La canción se detuvo brevemente. Un mechón de pelo se cayó sobre la cara de Ryn y éste lo apartó, sujetándolo detrás de una oreja. No era todavía este joven uno de los guerreros, pero estaba a punto de serlo, cuando hiciese la elección. Su honor y su orgullo seguían intactos.

Las manos volvieron a su ondulante juego sobre las cuerdas, tocando canciones tranquilas y agradables como tributo a este lugar y a los hermanos que escuchaban.

Entonces sonó la campana llamando a vísperas a la caída de la tarde, llevando a las filas grises de los monjes de regreso a la santidad de la colina, y rápidamente la luz empezó a abandonarles.

Terminaron la comida que los hermanos les habían traído y se entregaron por turno al sueño durante la mayor parte de la noche.

Entonces Morgaine, en cuyo turno de guardia se encontraban, les sacudió y les dijo que se preparasen.

La línea roja del amanecer estaba apareciendo en el horizonte.

Rápidamente se armaron y ensillaron los caballos, y Morgaine se calentó por última vez junto al fuego y miró en torno al cuarto, con aspecto triste.

—No creo que aceptasen un regalo de despedida mío —dijo ella por fin—. Y tampoco tengo nada de lo que desprenderme.

—Nos tranquilizaron a ese respecto —aseguró Vanye. Y lo cierto era que el equipo de él carecía de algo que tuviese valor para los hermanos.

Ryn buscó entre sus propias cosas, sacó algunas monedas y las dejó sobre la cama. Un puñado de calderilla… eso era todo.

Fue en la carretera, cuando la luz de la mañana apenas traía color a los objetos, que Vanye recordó el arpa, y no la descubrió en la persona de Ryn.

Estaba sólo el arco colgando de sus hombros y, extrañamente, eso le dio pena. Más tarde vio cómo Morgaine se daba cuenta de lo mismo y abría la boca para hablar. Pero no lo hizo, había sido elección de Ryn.

Decían los hombres de Baien que Baienan era un fragmento que había sobrado después de fabricar el paraíso. Como quiera que fuese, lo cierto es que este lugar superaba incluso a Morija en belleza. Aunque era invierno, la hierba dorada y el verde cedro le conferían una gracia especial, y el gran macizo de Kath Vrej y Kath Svejur abrazaban el valle con grandes cordilleras coronadas por la nieve. Había una carretera recta con setos a los lados. Uno no veía setos cuidados de esta manera en ningún otro sitio excepto en Baien, y en dos ocasiones vieron aldeas junto al camino, somnolientas bajo el sol del invierno, con techos dorados y blancos rebaños de ganado pastando cerca como nubes errantes.

Y en una ocasión tuvieron que pasar a través de una aldea donde los niños se refugiaban con los ojos desorbitados en las faldas de sus madres y los hombres se detenían en la tarea que tenían entre manos, y dudaban entre tomar las armas o darles los buenos días. Morgaine llevaba puesta la capucha todo el rato; pero si no era lo extraño que resultaba ella cabalgando, con aquella espada sujeta bajo la rodilla, era Siptah que había nacido en estas tierras, antes de que todo el gran rebaño de Tiffwy fuese robado por los bandidos de Hjemur. Les había sobrevenido una desgracia y no habían sido vueltos a ver. Los baienenses decían que era porque eran caballos de reyes y no estaban dispuestos a cargar con amos de la ralea de Hjemur.

Pero quizá los aldeanos parpadearon al sol y se convencieron a sí mismos de que no tenían asuntos que tratar con viajeros que se dirigiesen hacia el este. Eran sólo los que procedían de allí los que representaban un problema frente al cual fuese necesario tomar las armas. Y habían nacido tordos que no eran de la antigua sangre. Siptah se había vuelto más delgado, estaba embarrado en las patas y en la barriga, y no empleaba su fuerza o su desenvoltura de pura sangre aunque sus orejas se elevaban frente a cualquier movimiento casual y su nariz bebía cada olor.

—Liyo —dijo Vanye cuando hubieron atravesado la ciudad—, esta noche oirán hablar de nosotros en Ra-Baien.

—Esta noche —aclaró ella— estaremos seguramente en esas colinas.

—Si hubiésemos torcido allí —insistió él— y buscado refugio en Ra-Baien, probablemente nos hubiesen acogido.

—¿Cómo hicieron en Ra-Morij? —le replicó ella—. No, y no admitiré más retrasos.

—¿Por qué esta prisa? —contestó él—. Señora, estamos todos cansados. Después de cien años de retraso, ¿qué representa un día de descanso? Deberíamos habernos quedado en el monasterio.

—¿Estás en condiciones de cabalgar?

—Lo estoy —reconoció él, lo que en condiciones de menor necesidad habría sido mentira; estaba dolorido, le dolían los huesos, pero estaba bastante seguro de que ella no estaba en mejores condiciones, y la vergüenza le impedía alegar las suyas. La consumía, de nuevo, aquella fiebre, aquel constreñimiento ardiente hacia Ivrel; sabía lo que era interponerse ante aquello y que ella no podía ser retrasada mediante razonamientos. Seguramente habría poco más capaz de detenerla.

Entonces, cuando tuvieron el sol a sus espaldas tiñendo de rojo en el atardecer las nieves de Kath Svejur frente a ellos, Vanye volvió la vista atrás a lo largo de la carretera que habían recorrido, como hacía a cada rato.

Esta vez aquello que había estado temiendo constantemente estaba allí.

Estaban siendo perseguidos.

—Liyo —los dos miraron, ella y Ryn. El rostro de Ryn se puso blanco.

—Seguramente habrán cambiado de caballos en Ra-Baien —dijo Ryn.

—Eso era lo que temía —admitió ella—, ya que no hay guerra ni pleito entre Morija y Baien.

Y ella puso a Siptah a un paso ligeramente más rápido, pero no al galope. Vanye volvió a mirar atrás. Los jinetes se acercaban a un ritmo regular. No estaban matando sus caballos, pero iban un paso más rápido que ellos.

—Llegaremos hasta las colinas y elegiremos un lugar para que nos alcancen lo más próximo posible a la frontera —dijo Morgaine—. No es esta una pelea que yo desee, pero puede que la tengamos de todos modos.

Vanye miró atrás nuevamente. Comenzaba a estar seguro de quién se trataba y notó una sensación plomiza en el estómago. Él ya había cometido un fratricidio. Luchar y matar bajo las órdenes de un liyo era el deber de un ilin, incluso si sus órdenes eran contra su propia familia. Esto era cruel, pero era la ley.

—Serán Nhi —le dijo a Ryn—. Esta pelea no es legal para ti. No eres un ilin, y hasta que no levantes la mano contra Erij y tus familiares no eres un forajido. Vete, sepárate de nosotros, vete a casa.

El joven rostro de Ryn reflejó la duda. Pero era al mismo tiempo la expresión de un hombre, no la de un niño petulante que no atendería a razones.

—Haz lo que él te dice —dijo Morgaine.

—Juro —dijo él— que no lo haré.

Esto zanjaba la cuestión. Ryn era un hombre libre, cabalgaba adonde quería y quería cabalgar con ellos. Vanye lamentaba que Ryn no tuviese nada más que la hoja del Honor en su cinturón, ningún mandoble, pero, por otra parte, no era asunto de un muchacho intentar manejar un mandoble en una batalla. Estaba más seguro con un arco.

—¿Conoces esta carretera?

—Sí —dijo Vanye—. También ellos. Seguidme.

Se puso en vanguardia, pensando en un lugar en las colinas, más allá de la entrada de Koris, adonde Erij podría ser más reacio a seguirles dada su proximidad a Irien. Los caballos podrían mantener el ritmo, aunque tendrían que trepar parte del camino. Miró por encima del hombro para ver cómo estaban las cosas con los que iban detrás.

Los morijenos tendrían seguramente monturas frescas para hacerlas esforzarse de esta manera, gracias al señor de Ra-Baien, y lo que Baien sabía de ellos, o lo que sentían, era todavía incierto.

Estaba la cuestión del puesto avanzado de Baien en Kath Svejur, guarnecido por un puñado de arqueros y no poca caballería. Había que pasar debajo de aquello.

Marcó el paso para ellos y lo mantuvo, sin abandonar la carretera a pesar de la manifestada preferencia de Morgaine hacia el campo abierto.

Tenían suficiente velocidad como para abrirse camino, a no ser que ya hubiese algún arreglo preparado entre Erij y el señor de Baien. Algún correo enviado a todo galope durante la noche para cortarles la retirada. Tenía la esperanza de que eso no hubiese sucedido, de que el paso no estuviese sellado. De otro modo, habría una tormenta de flechas que haría juego con lo que cabalgaba detrás de ellos.

Los que venían detrás parecían dispuestos a matar a sus monturas. Eso parecía cierto, pero ante ellos estaba el paso, el pequeño fuerte de piedra de Irn-Svejur situado en las alturas del risco.

—No podemos pasar debajo de eso —protestó Ryn, pensando, sin duda, en flechas. Pero Vanye golpeó a su caballo con la fusta y se inclinó sobre la silla, Morgaine hizo lo mismo.

Estaban al alcance de un tiro de flecha por detrás y desde arriba. Indudablemente, desde su fortaleza los guardias miraban hacia abajo, observando a ese grupo de locos en la carretera y preguntándose cuáles serían amigos y cuáles enemigos. Y, sin embargo, tanto en Morija como en Baien existía la sencilla norma de que lo que cabalgaba hacia el este era amigo y lo que cabalgaba hacia el oeste enemigo, y ahora los dos bandos cabalgaban locamente hacia el oeste.

Vanye lanzó una mirada atrás una vez se hubieron abierto camino. Un jinete abandonó la persecución para subir por la cuesta que conducía al fuerte. Soltó un taco al viento porque habría hombres de Irn-Svejur detrás de ellos pronto y el caballo castaño de Ryn parecía estar desfalleciendo, quedándose atrás de él.

Aquí, en la carretera abierta y con poca cobertura, el maldito castaño señalaba el final de su escapada. Vanye comenzó a frenar en un lugar donde un recodo en la roca ofrecía alguna cobertura antes de que comenzasen los matorrales. Morgaine también se puso a cubierto, con Bebé Robado y el arma negra en su cinturón, sin duda. Y, por último, llegó Ryn desfallecido, se detuvo para golpear al castaño y hacerle moverse, y el pobre animal recibió un flechazo, se levantó y se cayó de golpe, batiendo con las patas.

—¡Ryn! —rugió Vanye, su voz sonaba gutural y cascada, y Ryn se acercó tambaleándose, con el brazo ensangrentado donde la punta de una flecha había desgarrado la carne. No podía tensar la cuerda del arco que llevaba, éste era inútil. Los jinetes les presionaron entonces, acercándose, buscando un contacto íntimo en la lucha. Hombres de Nhi y Myya, y junto a ellos Erij.

Vanye desenfundó su mandoble, considerando que era demasiado tarde para otras defensas, y vio cómo Morgaine hacía lo mismo excepto en lo que desenfundo, él no intentaría situarse en su flanco para protegerla. La espada opalina cobró vida, sorbió flechas apartándolas de su curso, las dobló y las envió a otro lugar, y arrojó a un hombre en pos de ellas, gritando.

Los vientos aullaban en el interior de aquel vértice, la espada era segura con una mano que la conocía sobre su empuñadura. Y nada les tocaba. Nada atravesaba la red de temblores en el aire que tejió en su torno. A través de ondulaciones acuíferas, vio la silueta negra y furiosa de Erij. Erij retrocedió, pero otros no lo hicieron y se lanzaron adelante, hacia la nada.

Uno era Nhi Paren, otro Nhi Eln, Nhi Bren les seguía.

—¡No! —gritó Vanye, e intentó sujetar a Ryn que había gritado lo mismo y había saltado de su cubierta, interponiéndose entre los jinetes y la espada.

Y cesado de existir.

Morgaine arrojó la espada a un lado un instante más tarde. Un reflejo salvador demasiado tardío, su rostro reflejaba el horror. Un jinete pasó cabalgando, la golpeó y la arrojó hacia un lado tambaleándose…

Vanye hirió al caballo, desesperado y deshonrado, hizo caer al animal, derribó al jinete, y asesinó a Nhi Bren, quien jamás le había hecho daño alguno. Giró en redondo para ver el rayo rojo derribando a hombre y bestia indiscriminadamente, cadáveres y agonizantes, heridos retorciéndose. La mayoría de los que se acercaban tiraban las riendas, retrocediendo para ponerse a mejor cubierto. Todavía perseguidos por los rayos de fuego que iniciaban incendios en los arbustos y en la hierba. Había veinte animales y hombres tumbados en la carretera, las bajas visibles, y lenguas de fuego aventadas por el viento ardían en los árboles secos. Bebé Robado aún desenfundada estaba en la mano derecha de ella.

El resto huía. Vanye observó con alivio que Erij se encontraba entre aquellos que escapaban; aunque él sabía que su hermano nunca se había echado atrás ante nada, Erij se daba ahora a la fuga.

Vanye se desplomó sobre sus rodillas, reclinado sobre la empuñadura de su espada y miró en torno suyo a lo que había hecho. Morgaine también estaba quieta; aunque todavía era opalina, el brillo de Bebé Robado era ahora tenue en su mano. Ella buscó su funda y fue de nuevo cristal, entrando en su hogar natural.

Y así descansó ella, con una mano en la roca. Hasta que, al cabo, con el gesto de alguien que había envejecido, se alejó de aquel lugar volviéndose a mirarle.

—Encontremos los caballos antes de que reúnan valor para otro ataque —dijo ella—. Vamos, Vanye.

Ella no lloró. Se levantó y la sujetó, temeroso de que se desplomase, porque ella andaba como alguien que estuviese a punto de hacerlo; y él pensó que ella lloraría en ese momento, pero tan sólo se apoyó en él durante un rato, temblando.

—Liyo —le rogó a ella—, no volverán. Quédate aquí. Déjame que busque los caballos.

—No —ella se separó de él, guardó el arma negra en su cinturón e intentó pasar la correa de Bebé Robado por su hombro, pero le temblaban demasiado las manos. Él le ayudó con esto. Ella aceptó el peso, lo ajustó en su hombro y lanzó una mirada atrás, antes de empezar a buscar junto a él adonde se habían dirigido sus cabalgaduras.

Y, con un crujido de los matorrales, hubo junto a ellos hombres marrones, grises, verdes y a manchas. Hombres de Chya que se interpusieron en su camino. Con aquellos hombres estaba Taomen y otros dos que no habían visto antes. Eran Chya de Ra-Koris, y su jefe era Roh que fue el último en aparecer.

Los ojos del señor de Chya barrieron la carretera ante ellos y observaron con horror lo que habían hecho.

Entonces, con un gesto circunspecto, llamó a Taomen y le transmitió sus órdenes. Taomen condujo a los otros de regreso al bosque.

—Venid —dijo Roh—. Uno de mis hombres sujeta vuestros caballos a poca distancia carretera abajo. Los reconocimos. Fueron ellos los que nos trajeron a ayudaros cuando los vimos huyendo en esta dirección.

Morgaine le miró, como dudando si debía confiar en este hombre, aunque había dormido recientemente en su casa. Entonces hizo una inclinación con la cabeza y comenzó a andar, el brazo de Vanye resultaba innecesario. Él se entretuvo limpiando la hoja de su espada en la hierba antes de alcanzarla. La espada de ella no necesitaba cuidados semejantes.

La verdad era que se trataba de cierta distancia. Y, pese a todo, otros hombres caminaban junto a ellos, además de Roh. Había murmullos en el bosque que les envolvía. Sombras cuya naturaleza no podían determinar, en el crepúsculo que se aproximaba. Pero era seguro que eran Chya o Roh se habría mostrado alarmado.

Y allí estaban sus caballos, siendo atendidos y frotados con hierbas secas. Los Chya no eran jinetes, pero daban a los animales un cuidado amable. Y por su parte, Vanye se lo agradeció a los hombres cuando recuperaron sus caballos. Entonces Morgaine también se lo agradeció. Él había creído que ella tenía un estado de ánimo que no le permitiría hacerlo.

—¿Podemos acampar con vosotros? —le preguntó Vanye a Roh, porque la noche estaba cayendo con rapidez y él estaba tan agotado que se sentía morir.

—No —le interrumpió Morgaine con decisión. Se quitó la correa de Bebé Robado y colgó el arma de la silla. Entonces recogió las riendas en torno al cuello de Siptah.

—Liyo. —Vanye raramente le ponía la mano encima. Ahora sujetó su brazo e intentó hacerle un ruego, pero la frialdad de la mirada de ella congeló las palabras en su garganta.

—Saldré —dijo él calladamente.

—Vanye.

—¿Liyo?

—¿Por qué eligió Ryn morir?

Los labios de Vanye temblaron.

—No creo que fuese consciente de que lo haría. Pensó que él podía detenerte. No era un ilin, no estaba bajo la ley del ilin. Uno de esos hombres era su señor, mi hermano. Otro era su propio padre. Ryn no era ilin. Debería haberse apartado de nosotros.

Pensó entonces que Morgaine mostraría algún signo de pena, algún remordimiento, si es que lo tenía dentro. Ella no lo hizo. Su cara siguió mostrando una expresión de dureza, y él se dio la vuelta no fuese que se avergonzase, tanto a causa de la pena como de la cólera. Medio ciego, buscó las riendas de su caballo y se arrojó sobre su grupa. Morgaine ya había montado. Espoleó a Siptah que partió veloz por la carretera siguiendo su orden. Roh sujetó su rienda un momento y levantó la vista hacia él.

—Chya Vanye, ¿adonde va ella?

—Es asunto suyo, Chya Roh.

—Nosotros los de Chya tenemos tanto ojos como oídos bien situados en Morija, sabíamos cuál sería vuestro camino si pasabais de Kursh a Andur. Esperábamos, contábamos con una lucha. No… esto.

—Me estoy retrasando, Roh. Suelta mi rienda.

—El juramento del ilin es más que la sangre —dijo Roh—, pero, Chya Vanye, eran familia tuya.

—Suéltame, te digo.

El rostro de Roh se tensó bajo el peso de alguna idea. Entonces sujetó con una mano la brida, mientras que con la otra retenía firmemente la rienda.

—Llévame —dijo él—. Os conduciré hasta el límite de mis tierras, y sé que no os entretendríais por un hombre a pie. No deseo más accidentes con Morgaine. Revolvisteis Leth y todavía están al acecho; nos trajisteis a los Nhi y a los Myya, y a Hjemur, a un tiempo. Y ahora Baien está revuelto. Esta mujer trae guerras igual que el invierno trae tormentas. Os conduciré a salvo hasta el final de este camino. Mi presencia con vosotros será suficiente para cualquier hombre de Chya que encontréis, no permitiré que sus vidas sean arrebatadas como ella arrebató las de aquellos Nhi.

—Arriba, pues —dijo Vanye, entonces, apartando el pie del estribo. Aunque Roh era un hombre delgado, su peso era, aun así, una crueldad para con el medio agotado animal, pero era todo lo que podía hacerse. Tenía miedo de perder a Morgaine si se entretenía más.

Roh se colocó detrás de él, se agarró y Vanye espoleó al animal. El caballo intentó adoptar un paso rápido, no pudo mantenerlo y se acomodó, de repente a un ritmo más lento. Vanye aflojó las riendas como muestra de compasión.

Morgaine no mataría a Siptah. Él sabía que cuando su rabia se hubiese calmado iría a un paso más lento. Y, tras un rato cabalgando, la vio, donde la carretera se convertía en un simple sendero a través de un arco de árboles. Un pálido de la grupa de Siptah y el manto blanco de ella en medio de la oscuridad.

Él puso entonces el caballo a un paso más veloz, y ella se detuvo y le esperó cuando le escuchó acercarse. El arma negra estaba en su mano cuando se acercaron, pero la guardó.

—Roh —dijo ella.

Había humedad en sus mejillas. Vanye la vio y se alegró por eso. Se inclinó. Una muestra de cortesía que ella devolvió. Ella entonces se mordió el labio y apoyó las dos manos en el pomo de la silla.

—Acamparemos —dijo, sensata y calmada, con los modales que él conocía— en cualquier sitio que encuentres que resulte seguro.