PARECÍA como si todos los Chya se hubiesen reunido para verles marchar, tan silenciosos en su partida como lo habían sido a su llegada. Y, sin embargo, no parecía existir mala voluntad hacia ellos, ahora que Roh atendía sus caballos y él mismo sujetaba el estribo de Morgaine para que montase.
Roh hizo una reverencia de lo más cortés cuando Morgaine estuvo montada. Y habló en voz alta para que todos los Chya pudiesen oírle, expresándoles sus buenos deseos. «Por lo menos, vigilaremos vuestra retaguardia», les dijo, «así que no creo que tengáis que preocuparos de alguien siguiéndoos en territorio Chya, por lo menos no inmediatamente. Pero tened presente vuestra seguridad, señora». Morgaine hizo una reverencia desde la silla.
—Te estamos agradecidos Chya Roh. A ti y a toda tu gente. Ninguno de los dos habíamos dormido seguros hasta que dormimos bajo tu techo. Que la paz reine en tu casa, Chya Roh.
Y, tras decir esto, dio media vuelta y se alejó cabalgando, con Vanye siguiéndola. Y como a su llegada, a su marcha los niños Chya eran su escolta. Corrían junto a los caballos, haciendo caso omiso de los modales de sus mayores. No parecían odiarla o temerla en absoluto. Había en su mirada una diversión irrefrenable al ver cobrar vida ante sus ojos los viejos tiempos que habían oído mencionar en canciones y baladas. Y, con la capacidad de disfrutar de las cosas propias de la infancia, parecían considerar esta gran maravilla principalmente como un entretenimiento para ellos.
Se trataba, pensó Vanye, de que era tan hermosa que resultaba difícil pensar mal de ella. Brillaba con la luz del sol, como el sol sobre el hielo.
—¡Morgaine! —la aclamaban en voz baja, como siempre hablaban los Chya.
—¡Morgaine!
Hasta que por fin incluso el corazón de ella se conmovió y les saludó con la mano sonriendo brevemente.
Hincó espuelas a Siptah y dejaron atrás la agradable casa y el cariño de los Chya a la luz del sol. El bosque se cerró en torno a ellos de nuevo, entristeciendo sus corazones con sus sombras, y durante un rato muy largo los dos guardaron silencio.
Él no le habló a ella del deseo que albergaba en su corazón: que diesen marcha atrás y volviesen a Chya, donde al menos tendrían la esperanza de una bienvenida. Para ella no había ninguna. Quizá era eso, pensó él, lo que daba esa tristeza a su rostro a lo largo de toda la mañana.
Cuando continuaron la marcha, supo con certeza que no era la oscuridad de los bosques lo que pesaba sobre su corazón. En una ocasión escucharon un extraño grito salvaje a través de las ramas, y una expresión en su rostro propia de alguien que había sido distraído de una pena profunda y privada, confusa como si hubiese olvidado dónde se encontraba.
Esa noche acamparon en lo más denso del bosque. Morgaine recogió en persona la leña para el fuego, haciéndolo pequeño. Porque no eran estos bosques lugar bueno para atraer visitantes. Y ella se reía a veces y hablaba con él. Una frivolidad a la que él no estaba acostumbrado. La risa le sonaba a falsa y a veces le miraba de una manera que le hacía pensar que se encontraba cerca del centro de los pensamientos de ella.
Le ponía nervioso. A su vez, él no podía reírse. Y se quedó mirándola hasta que al final se inclinó en la tierra como alguien que pide un favor.
Ella no habló. Tan sólo se le quedó mirando cuando se levantó, y tenía el aspecto de alguien desenmascarado. La verdad parecía haber vuelto a su rostro, aunque él no supiese cómo interpretar esa verdad.
Las preguntas temblaban en sus labios. No se le ocurría ninguna que se atreviese a plantear que no creyese que fuese a ser contestada con una descortesía glacial o más probablemente con el silencio.
—Vete a dormir —le indicó ella.
Él inclinó la cabeza y así lo hizo hasta su guardia.
El estado de ánimo de ella había cambiado por la mañana. Sonreía levemente y habló con él durante el desayuno sobre viejos amigos de ella: del rey Tiffwy, de cómo había sido su hijo, la dama que había sido su esposa. Era el tipo de conversación que uno esperaba de los viejos. Sobre gente largo tiempo muerta, imposible de comprender por los jóvenes. Lo peor era que ella parecía saberlo, y sus ojos grises tenían un brillo pensativo. Y buscaban los suyos, tratando de encontrar comprensión a alguna pequeña apreciación de las únicas cosas de las que ella podía hablar con él.
—Tiffwy —dijo él— debió ser un gran hombre. Me hubiera gustado conocerlo.
—La inmortalidad —respondió ella— debe ser insoportable excepto entre inmortales. —Y ella sonrió. Pero él supo discernir más allá de este gesto.
Estuvo silenciosa a partir de aquel momento. Y parecía estar triste, incluso cuando cabalgaban. Ella pensaba mucho. Él no sabía interpretar estos estados de ánimo. Ella estaba encerrada dentro de sí misma.
Era como si él hubiese roto el tenue lazo que les unía con esas palabras: Me hubiera gustado conocerlo. Ella había descubierto el abismo. No lo soportaría en él. Al atardecer podían distinguir las colinas, al dejar paso los bosques a praderas repartidas. Al oeste se alzaba la gran mole de Alis Kaje, con la cima blanca a causa de la nieve. Alis Kaje, la barrera más allá de la cual estaba Morija. Vanye, un extraño a este lado de la barrera montaña, encontraba la perspectiva poco familiar, excepto el gran monte Proeth, pero era una vista de casa. Después de eso, la tierra se abría más al norte y se encontraron sobre una colina, contemplando quietos el gran macizo montañoso.
Ivrel.
La montaña no era tan alta como Proeth, pero era hermosa a la vista y perfecta, un cono acabado en punta igual por la derecha y la izquierda. Se alzaba sobre las otras montañas, el Kath Vrej y el Kath Svejur, más allá, y desvaneciéndose en la distancia, los rampantes de la helada Hjemur. Pero Ivrel era una única entre todas las montañas. La escasa nieve que había en ella se amontonaba cerca de su cumbre. Sus flancos eran en su mayor parte oscuros o verdes a causa de los bosques.
Y en su base, invisible a causa de la distancia que producía la impresión de que el propio Ivrel flotaba al borde del cielo, estaba Irien.
Morgaine hincó espuelas a Siptah, poniendo en movimiento el caballo alarmado. Y continuaron cabalgando, cuesta abajo y arriba de nuevo, y nunca dijeron una palabra. Ella no hizo la menor indicación de parar, incluso cuando las estrellas brillaban en el cielo y brillaba la luna.
Ivrel se alzaba más próximo. Su blanca cima brillaba como una aparición.
—Señora. —Vanye se apoyó por fin en su silla y sujetó las riendas del gris—. Liyo, abstente. Irien no es un lugar para entrar cabalgando de noche, detengámonos.
Se lo concedió. Lo que le resultó sorprendente. Eligió un lugar y desmontó, quitando el equipo de Siptah. Entonces se dejó caer y se envolvió en su capa, sin preocuparse de nada más.
Vanye se ocupó en intentar hacer un campamento confortable para ella. Estas cosas estaba ansioso de hacerlas por ella. La pena de ella pesaba sobre el alma de él y no conseguía sentirse cómodo con ella.
No sirvió de nada. Ella se calentó junto al fuego y miró las cenizas, no tenía apetito para la comida que cocinó para ella, pero se la comió obediente, y se la acabó.
Él levantó la vista hacia la montaña que colgaba ante ellos y sintió la amenaza. Este era suelo maldito. Ningún hombre cuerdo de Andur-Kush acamparía donde ellos habían acampado esta noche, tan cerca de Irien y de Ivrel.
—Vanye —dijo ella repentinamente—, ¿temes este lugar?
—No me gusta —contestó él—…, sí, lo temo.
—Al reclamarte, te impuse la tarea de la ruina de Hjemur. ¿Tienes alguna idea de dónde está situada la fortaleza de Hjemur?
Él levantó la mano vagamente hacia el norte, hacia la base de Ivrel.
—Allí, por medio de un paso.
—Hay una carretera allí que te conduciría al sitio. No hay ninguna otra, por lo menos no la había.
—¿Planeas —preguntó el— que tendré que llevar a cabo esta tarea?
—No —dijo ella—, pero puede darse el caso.
Después de eso se envolvió en su capa y se acomodó para la primera guardia, y Vanye buscó su propio descansó.
Parecía haber pasado tan sólo un rato cuando ella se apoyó sobre él y, tocándole en el hombro, le indicó en voz baja que tomase su guardia. Él estaba cansado y había dormido profundamente. Las estrellas se habían movido en su recorrido nocturno.
—Había habido algunos pequeños rondadores —dijo ella—, algunos de aspecto desagradable, pero nada de peligro. He dejado que el fuego se apagase a propósito.
Él indicó su comprensión, y vio con alivio que ella buscaba sus pieles de nuevo como alguien que se alegra de poder dormir. Se colocó junto a la hoguera agonizante, con las rodillas levantadas y las manos apoyadas en su espada envainada, abstraído en los rescoldos y escuchando los ruidos pacíficos de los caballos, cuyos sentidos les convertían en mejores centinelas que las personas.
Y eventualmente, acunado por el continuo crujido de los rescoldos, el susurro del viento a través de los árboles junto a ellos y el lento movimiento de los caballos, empezó a luchar contra su propia necesidad de dormir.
Ella gritó.
Él se acercó con la espada desenvainada, vio a Morgaine revolverse de costado, lo primero que pensó fue que había sido mordida por algo. Se inclinó sobre ella, la levantó en sus brazos y la abrazó, ella temblaba. Pero le apartó y se alejó con los brazos cruzados como para protegerse de un viento helado. Y así se quedó un rato.
—¿Liyo? —le preguntó a ella.
—Vuélvete a dormir —dijo ella—. Era un sueño, un sueño antiguo.
—Liyo…
—Vos tenéis un sitio, liyo. Id a él.
Él tenía la sensibilidad suficiente para no sentirse herido por el tono que ella empleaba. Provenía de una herida profunda de ella, pero dolía de todos los modos. Volvió junto a la hoguera y se envolvió en su capa. Pasó un largo rato antes de que ella recuperase el control de sí misma y diese la vuelta para buscar el lugar que ella había abandonado. Bajó la vista al fuego para no tener que mirarla. Pero ella no quería que las cosas fuesen de esa manera, se paró junto a él y miró hacia abajo.
—Vanye —dijo ella—, lo siento.
—Yo también lo siento, liyo.
—Vete a dormir. Me quedaré despierta un rato.
—Estoy completamente despierto, liyo. No hay necesidad.
—Te dije algo sin tener intención de decirlo.
Él hizo una reverencia a medias todavía sin mirarla.
—Soy un ilin, y es cierto que tengo un lugar junto a las cenizas de tu hoguera, liyo. Pero usualmente disfruto de más honor que ése y estoy satisfecho.
—Vanye. —Ella se sentó junto al fuego, temblando sin su capa—. Te necesito. Esta carretera sería insoportable sin ti.
Sintió entonces pena por ella. Había lágrimas en su voz, y él, de repente, no quiso ver el resultado de éstas. Se inclinó todo lo más que la comodidad permitía y se quedó en esa postura hasta que creyó que ella había recuperado el aliento. Entonces se atrevió a mirar a sus ojos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó él.
—Ya lo he dicho —dijo ella—. Era, de nuevo, la Morgaine que él conocía, bien protegida, los ojos grises firmes.
—No confiarás en mí.
—Vanye no te mezcles conmigo. Te mataría si fuese necesario para llegar a Ivrel.
—Lo sé —dijo él—. Liyo, quisiera que me hubieses escuchado. Sé que te matarías a ti misma para llegar a Ivrel. Y probablemente nos matarás a los dos. No me gusta este lugar. Pero no hay manera de razonar contigo. Lo he sabido desde el principio. Juro que, si me escuchas, si me dejases, te sacaría sana y salva de Andur-Kurhs a…
—Tú mismo lo has dicho. No hay manera de razonar conmigo.
—¿Por qué? —le preguntó a ella—. Señora, es una locura esta guerra tuya. Ya fue perdida una vez. Yo no quiero morir.
—Tampoco querían ellos —dijo ella, sus labios eran una línea fina y dura—. Oí las cosas que decían de mí en Baien, antes de que pasase de aquel tiempo a éste. Y creo que ésa es la manera en que seré recordada. Pero iré allí, de todos modos. Y eso es asunto mío. Tu juramento no incluye que estés de acuerdo con lo que hago.
—No —reconoció él. Pero no creyó que ella le escuchase, y que tenía la vista perdida en la distancia hacia Ivrel, hacia Irien. Una pregunta atormentaba su mente. No quería hacerla daño, pero no podría acercarse más a Irien sin que le atormentase más.
—¿Qué les sucedió? —preguntó él—. ¿Por qué fueron encontrados tan pocos después de Irien?
—Fue el viento —dijo ella.
—¿Lijo? —La respuesta le producía escalofríos, como una locura repentina. Pero ella juntó los labios y le miró.
—Fue el viento —repitió de nuevo—. Había un campo de puerta, allí, bajando desde Ivrel. Y la niebla que había aquel día en el campo subía como el humor por una chimenea, un viento, un viento como no puedes imaginarte… Diez mil hombres… enviados. Enviados a la nada. Nosotros lo sabíamos, mis amigos y yo, nosotros cinco. Lo sabíamos y no sé qué era más terrible, saber como nosotros lo que sucedería, o no saberlo, como los otros, que no lo entendían en absoluto. Allí había sólo una oscuridad llena de estrellas. Sólo un vacío en la niebla…, pero sobreviví, por supuesto. Yo era la única lo bastante alejada, mi tarea era rodear Irien, Lrie, los hombres de Leth y yo…, y cuando estábamos sobre la colina comenzó. No pude sujetar a mis hombres. Pensaron que podrían ayudar a los que estaban abajo, con su rey, y cabalgaron. No estaban dispuestos a escucharme, te das cuenta, porque yo era una mujer. Pensaron que estaba asustada porque era una mujer, y ellos, por ser hombres, no tenían que estarlo. Se marcharon. No pude hacérselo comprender. No pude seguirles —su voz desfalleció, luego se volvió otra vez firme—. Era demasiado sabia como para ir, te das cuenta. Era más sensata, era civilizada. Y mientras estaba siendo sabia… era demasiado tarde. El viento se abatió sobre nosotros. Durante un instante no se podía respirar. No había aire. Y después insté al pobre Siptah para que se pusiese en pie. No recuerdo con claridad qué es lo que hice después, excepto que cabalgué hacia Ivrel. Había una fuerza de Hjemur en mi camino. Me retiré entonces cada vez más, sólo el sur permanecía abierto. Koris resistió un tiempo. Luego perdí ese refugio. Me retiré a Leth entonces y descansé allí una temporada hasta que tuve que dirigirme a Aenor-Pywn. Tenía la intención de reunir allí un ejército. Pero no me escucharon. Cuando intentaron matarme, me arrojé a la Puerta porque era el último refugio que me quedaba. No sabía que tendría que esperar tanto.
—Señora —dijo él—, esta…, esta cosa que fue hecha en Irien, matar hombres sin dar un golpe… ¿Cuando vayamos allí, no podrá Thiye enviar este mismo viento contra nosotros?
—Si supiese el momento de nuestra llegada, sí. El viento…, el viento era el mismo aire que corría hacia la Puerta abierta, un campo lanzado desde la Piedra que se levanta en Irien. Abría una brecha entre las estrellas. Mantenerlo abierto más de un instante sería un desastre para Irien. Ni siquiera él sería tan descuidado de las consecuencias.
—Entonces, en Irien… el sabía.
—Sí, lo sabía —el rostro de Morgaine se volvió otra vez duro—. Hubo un hombre que emprendió el camino con nosotros, que no estuvo a nuestro lado en Irien…, él que deseaba el poder de Tiffwy, que le traicionó con su mujer…, que después fue tutor del hijo de Edjnel, tras matar a Edjnel.
—Chya Zri.
—Cierto, Zri. Hasta el fin de mis días lo creeré, aunque, si es verdad, fue tristemente pagado por Hjemur. Apuntaba a un reino y el que obtuvo no era el que deseaba.
—Liell. —Vanye murmuró el nombre sin pensarlo y notó el impacto repentino de los ojos de ella sobre los suyos.
—¿Qué te hace pensar en él?
—Roh dijo que había una duda sobre ese hombre. Que Liell es…, que es viejo, como Thiye es viejo.
El aspecto de Morgaine se volvió intensamente preocupado.
—Zri y Liell. Distintos pero sin originalidad, haber ahogado a todos los herederos de Leth…, si es que fueron ahogados.
Recordó la Puerta temblando sobre el lago, y supo lo que ella quería decir. Las dudas le asaltaron. Se atrevió a hacer una pregunta que odiaba plantear.
—¿Podrías tú… vivir por estos medios si lo deseases?
—Sí —le contestó a él.
—¿Lo has hecho?
—No —contestó ella, y añadió como si hubiese leído la idea que rondaba por su mente—. Es por medio de las Puertas que se hace. Y no es cosa liviana ocupar otro cuerpo. Yo misma no estoy segura de cómo se hace, aunque creo que lo sé. Es algo feo: el cuerpo tiene que ser de alguien, comprendes. Y Liell, si eso es verdad, se está haciendo viejo.
Él tembló, recordando el contacto de los dedos de Liell sobre su brazo…, el hambre —incluso entonces lo interpretó como hambre— en sus ojos. Ven conmigo y te lo mostraré, había dicho él, ella te quitará el alma antes de que esto termine. Ella miente. Ha mentido antes, Chya Vanye. Ven conmigo.
Respiró un juramento, una plegaria, algo. Y se levantó tambaleándose, para apartarse durante unos instantes, enfermo a causa del horror. Percibiendo, por primera vez, su juventud y su fuerza entrenada como algo que había sido objeto de codicia…
Se sentía sucio.
—Vanye —dijo ella con preocupación en su voz.
—Dicen —él consiguió darse la vuelta y mirarla— que Thiye también está envejeciendo…, que tiene el aspecto de un anciano.
—Si —dijo ella con voz calmada— muero o desaparezco, y te diriges contra Hjemur en solitario…, no tomes en cuenta la posibilidad de ser hecho prisionero. Yo no lo haría en ningún caso Vanye.
—Oh, cielos —murmuró él. Un vómito subió por su garganta. Repentinamente, empezó a comprender cuál era la apuesta en estas guerras entre la raza qujal y los hombres. Y cuál era el castigo por perder. Se quedó mirándola fijamente, con la manera propia de los más inocentes, como él mismo comprendía, y se encontró ante una ausencia de verdadero horror.
—¿Harías esto? —preguntó él.
—Creo que un día —dijo ella—, para hacer lo que tengo que hacer, tendré que considerarlo.
Él soltó un taco. Por muy poco la habría abandonado en aquel momento. Ella empezó por fin a mostrar preocupación ante aquello. El menor impulso humanitario. Y eso fue lo que le contuvo.
—Siéntate —ordenó ella, y él así lo hizo.
—Vanye —dijo ella entonces—. No tengo el sosiego necesario para ser virtuosa. Lo intento, lo intento con lo que queda de mí. Pero es muy poco. ¿Qué harías tú si estuviese muriendo y sólo tuvieses que alcanzar y matar… no por una vejez prolongada con dolor y enfermedad, sino por otra juventud? Para los qujales no hay nada después. No hay una inmortalidad, sólo morir. Han perdido a sus dioses, o cualquier fe que un día tuvieron. Esto es todo lo que existe para ellos…, vivir, disfrutar de placeres…, disfrutar del poder.
—¿Me mentistes? ¿Eres de su sangre?
—No, no soy una qujal. Pero los conozco. Zri…, si estás en lo cierto, explica mucho. No a causa de la ambición, sino de la desesperación. Para vivir, para salvar las Puertas de las que él depende. No había esperado eso de él. ¿Qué es lo que te dijo cuando hablaste con él?
—Sólo que debía abandonarte y marcharme con él.
—Es bueno que tuvieses más sentido común, de otra manera…
En aquel momento la mirada de ella se volvió cautelosa y tomó el arma negra de su cinturón. Él pensó, con el primer latido, que ella había descubierto algún intruso, y, con sorpresa, vio aquella cosa apuntada contra él. Se quedó congelado, con la mente en blanco, excepto la idea de que, repentinamente, ella se había vuelto loca.
—De otra manera —continuó ella— habría tenido un compañero en mi camino a Ivrel que habría esperado a que la proximidad de las Puertas le proporcionase los medios para tratar conmigo…, viva. Te dejé en una yegua baya y después de eso elegiste el caballo de Liell. Él fue a quien creí reconocer cuando te vi cabalgando detrás de mí. Y yo estaba ansiosa de estar en compañía de Liell. Me quedé sorprendida al ver que eras tú en vez de él.
—Señora —exclamó él, extendiendo sus manos para demostrar que estaban vacías de amenazas—. Te he jurado. Señora, no te engaño. Seguramente no podría, no podría suceder sin que yo lo supiese. Lo sabría, ¿no?
Ella se levantó sin dejar de mirarle, vigilándole constantemente. Y se acercó al lugar donde descansaban su espada y su equipo.
—Ensilla mi caballo —le indicó.
Lo hizo con cuidado, tal y como ella le había ordenado, consciente de que estaba a su espalda con aquel arma. Cuando hubo terminado, se echó atrás por ella. Y ella le vigiló cuidadosamente hasta el momento de saltar sobre la silla.
Morgaine tiró de las riendas y se dirigió hacia el caballo negro. Inmediatamente, él adivinó cuáles eran sus intenciones: matar al animal y abandonarlo a pie. Ya que no podría matarle a él, ilin.
Se interpuso entre ellos, levantando la mirada lleno de horror e indignación. No era honorable hacer algo semejante, abusar del juramento de un ilin para matar a su animal y dejarle desamparado. Ella, durante un momento, mostró una expresión tal de violencia en su rostro que Vanye creyó que emplearía su arma contra él y el animal.
Repentinamente, ella hizo girar la cabeza de Siptah y espoleó, dejándole atrás.
Se quedó mirándola fijamente durante un rato, atontado, consciente de que ella estaba loca.
Y de que él también lo estaba.
Renegó y amontonó su equipo, arrojó la silla sobre el negro, apretó la cincha, saltó sobre la silla y partió. Su caballo era completamente consciente de que, en aquel momento, debería estar junto al tordo. No necesitaba el impulso de las espuelas para esforzarse, sino que corrió, cuesta abajo y en torno a un recodo, a través de un arroyo y de nuevo hacia arriba, alcanzando al galopante tordo.
Él esperaba con precaución un dardo que le derribaría de la silla o, en vez de eso, haría tropezar a su caballo; Morgaine dio media vuelta sobre la silla y le vio acercarse. Pero se lo permitió empezando a frenar.
—Vos sois un idiota —dijo cuando él se colocó a su lado. Y pareció entonces que ella estaba a punto de llorar, pero no lo hizo. Colocó el arma negra en la parte trasera de su cinturón, debajo de su capa, le miró y agitó la cabeza.
—Y vos sois un kurshino. Nadie de otra raza puede ser tan estúpidamente honorable. Zri habría escapado con toda seguridad, a no ser que Zri sea ahora más valiente de lo que un día fue. No somos valientes, nosotros que jugamos a este juego con las Puertas; hay demasiado que perder para permitirnos el lujo de ser valientes o virtuosos. Te envidio kurshino, envidio a cualquiera que puede permitirse gestos semejantes.
Él apretó los labios. Se sentía tonto y avergonzado, dándose cuenta de que ella había intentado asustarle. Nada de esto tenía sentido para él, sus cambios de estado de ánimo, la desconfianza que sentía hacia él. Su voz se volvió bronca.
—Resultó fácil de engañar, liyo, mucho más fácil de lo que tú resultarías. Cualquiera de tus trucos más sencillos pueden sorprenderme. Y más de uno asustarme.
Ella no tenía una respuesta para él.
Por momentos, le miraba de una manera que a él no le gustaba. El aire entre ellos parecía haberse vuelto venenoso. Márchate, decían sus miradas, márchate, no te detendré.
Él no la habría abandonado estando herida y necesitándole. Había quebrantamientos de un juramento y había quebrantamientos de un juramento; romper un juramento de ilin siendo ella capaz de valerse por sí misma ya era un asunto grave, pero había algo en la manera de comportarse que le había convencido de que estaba lejos de razonar con claridad.
La luz fue aumentando en el cielo hasta convertirse en una mañana fría y triste, con nubes acercándose desde el norte.
Y muy pronto, durante aquella mañana, la tierra descendió bajo sus pies y las colinas se abrieron, convirtiéndose en el valle de Irien.
Era un valle amplio, grato a la vista. Cuando se detuvieron en el borde aquel gran cuenco, Vanye no estuvo seguro de que éste fuese el lugar. Pero entonces vio que en el otro lado estaba Ivrel y que había un espacio árido en su centro, a una gran distancia cuesta abajo. Estaban demasiado lejos como para poder ver un detalle tan nimio como un único dolmen, pero podía calcular su posición en el centro del espacio árido.
Morgaine se deslizó de la grupa de Siptah y se molestó en desenganchar Bebé Robado de su sitio, con lo que él comprendió que ella planeaba hacer una gran pausa. Él desmontó también, pero cuando ella se alejó alguna distancia por la cuesta, consideró que ella deseaba que no la siguiese. Se sentó sobre una gran roca y esperó, mirando fijamente la distancia del valle. En su mente imaginó a los miles de hombres que habían cabalgado en este valle, durante una de esas mañanas grises de primavera en la que se cubría de niebla, cuando los hombres y los caballos se movían como fantasmas en la niebla…, pensó en la oscuridad tragándose todo; en los vientos, como ella los había descrito, atrayendo la niebla como el humo por una chimenea.
Pero aquella mañana había nubes bajas y un sol de invierno, hierba y árboles más abajo. Cien años habían reparado cualesquiera que fuesen las cicatrices que habían quedado, hasta que uno no podía imaginar lo que un día sucedió allí.
Morgaine no volvió. Él esperó hasta mucho después del momento en que comenzó a ponerse nervioso; hasta que por fin se decidió, se levantó y se dirigió por el camino que ella había recorrido en torno a la curva de la colina. Se quedó más tranquilo cuando la encontró simplemente mirando de pie el valle. Por un momento, casi no se atrevió a acercarse. Y entonces él pensó que debería hacerlo. Porque ella no se encontraba normal. Y había hombres y bestias en estas colinas que convertían Irien en un sitio en que no era bueno quedarse solo.
—Liyo —la llamó mientras se acercaba. Ella se dio la vuelta y se acercó a él, y caminó a su lado hasta el lugar donde habían dejado los caballos. Allí colgó de nuevo la espada en su sitio, tomó las riendas y se paró de nuevo mirando el valle.
—Vanye —dijo ella—, vanye, estoy cansada.
—¿Señora? —inquirió él, pensando en un primer momento que quería decir que se pararían en este lugar un tiempo, y no le gustaba la idea. Entonces ella le miró y él supo que se refería a otro tipo distinto de cansancio.
—Estoy asustada —admitió ella—. Y estoy sola, Vanye. Y no me queda más honor ni más vida que gastar. Aquí —ella extendió su mano, señalando la cuesta—, aquí los abandoné, y cabalgué por este borde. Y desde allí —ella indicó un punto al otro lado del valle donde había una roca y muchos árboles en el borde—, desde aquel punto vi cómo se perdía el ejército. Eramos cien, mis compañeros y yo; y con el paso de los años fuimos cada vez menos, y ahora sólo quedo yo. Empiezo a comprender a los qujaks. Empiezo a sentir lástima por ellos. Cuando es tan necesario sobrevivir, uno ya no puede permitirse ser valiente.
Él comenzó en ese momento a comprender cuál era el terror que ella sentía. El mismo intenso terror que sentía Liell, pensó, quien también deseaba algo de él. No deseaba más verdades procedentes de ella, era el tipo de verdades que producía pesadillas, que no contenían paz alguna, que le pedían que perdonase cosas impensables.
Ahórranos esto, le hubiera gustado decirle, te he honrado. No conviertas esto en algo imposible.
Él contuvo su lengua.
—Podría haberte matado —dijo ella— a causa del pánico. Me asusto con facilidad, comprendes. Y no soy razonable. Y he dejado de correr riesgos por completo. Es inconcebible… que yo corriese riesgos con la tarea que tengo que cumplir. Me digo a mí misma que lo único inmoral que he hecho es confiar en ti después de atentar contra tu vida. Comprende que no puedo permitirme el lujo de tener virtudes.
—No comprendo —dijo él.
—Tengo la esperanza de que no lo hagas.
—¿Qué deseas de mí?
—Sé fiel a tu juramento. —Ella saltó sobre la grupa de Siptah, esperó a que él montase y partió. No a través del valle de Irien, sino por su borde, por aquel camino que había seguido el día de la batalla.
El estado de ánimo de ella oscilaba al borde de la locura, incapaz de razonar con claridad. Él se convenció de eso. Ella le tenía miedo como si el fuese la muerte en persona, mostrándose amistosa y amable, temía cualquier razón que le dijese lo contrario.
E impedía matar, impedía violar el código del honor.
Existía esa pequeña diferencia, preciosa, entre aquello que él servía y aquello que les perseguía. Se agarraba a esta idea, aunque el presentimiento de Morgaine se filtraba en sus pensamientos, que era aquello lo que un día la mataría.
La cabalgada a lo largo del borde resultó larga, y tuvieron que detenerse varias veces para descansar. El sol se ocultó al otro lado del cielo, y las nubes empezaron a amontonarse en gran cantidad sobre el cono de Ivrel, indicando una tormenta. Una tormenta del norte, de las que, a veces, hacían nevar en valles como éste, al norte de Chya. Pero más a menudo representaban hielo capaz de romper los árboles, miseria para hombres y bestias.
La tormenta se cernía sobre ellos, arrastrando un poco de aguanieve. El día se volvió más oscuro. Se detuvieron para un último descanso antes de acercarse al lado de Ivrel.
Y el caos estalló en torno a ellos. Su único aviso fue un relincho de Siptah. Un retroceso de ambos caballos. Un momento más y ambos se habrían encontrado a pie. Medio a oscuras. Vanye se arrojó de nuevo sobre la silla, sacó su mandoble y empezó a soltar tajos, en el crepúsculo, contra las formas que se arrojaban contra ellos desde los bosques y desde las rocas. Hombres de Hjemur, vestidos con pieles de pies a cabeza, a pie primero y después sobre ponies. Un fuego agujereaba la oscuridad, la pequeña arma de Morgaine tomando su parte de hombres y animales, sin compasión.
Se abrieron camino apretando espuelas, alcanzando el lugar en que el camino giraba hacia abajo. La cuesta estaba cubierta de ellos. Se amontonaban a pie figuras oscuras en el crepúsculo. Y no todos ellos parecían humanos.
Los cuchillos brillaron cuando la horda se cerró en torno a ellos amenazando las patas indefensas y las barrigas vulnerables de los caballos. Y lucharon y espolearon sus animales, orientándolos a los lugares donde encontraban menos resistencia para escapar. Morgaine gritó, pateó a un hombre en la cara y espoleó a Siptah para que pasase por encima de él. Vanye clavó espuelas al negro y le hizo salir volando por el camino que Siptah había tomado.
No había ninguna esperanza luchando. Su liyo estaba haciendo lo más sensato, cuarteando al agotado tordo, llevando al gran caballo hasta el límite, incluso si representaba apartarse del camino que habían elegido. Y Vanye hizo lo mismo, con el corazón en la garganta no sólo por la manera en que cabalgaban, sino también por lo que les perseguía. Deslizándose por una cuesta rocosa, pisando en sombras ciegas a lo largo de un camino desconocido y a través de un estrecho desfiladero en la roca, para alcanzar la llanura al oeste de Irien.
Allí, aunque sus caballos estuviesen agotados, tenían ventaja sobre los ponies de Hjemur que les perseguían. Porque las largas piernas de los caballos devoraban el terreno. Y por fin la persecución parecía desvanecerse.
Entonces aparecieron frente a ellos jinetes procedentes del oeste llegando desde la estrecha cresta de colinas. Un arco de jinetes que se extendió para envolverles, obligándoles a retroceder.
Morgaine giró una vez más, cargando contra ellos en su borde más externo, tratando de escaparse de aquel arco antes de que cortase su camino hasta el norte, negándose a ser obligada a retroceder a la emboscada en Irien. Siptah apenas podía correr ya. Se tambaleaba. No iban a conseguirlo. Y ella sujetó aquí las riendas, con el arma en la mano. Y Vanye condujo al agotado negro junto a ella, con la espada desenvainada para guardar su flanco izquierdo.
Los jinetes les rodeaban ahora por todos los lados y comenzaron a acercarse cerrando el círculo.
—Los caballos están agotados —dijo Vanye—. Señora, creo que moriremos aquí.
—No tengo intención de hacerlo —dijo ella—. Apártate de mí, ilin. No te cruces frente a mí, y ni siquiera te pongas a mi lado.
Y entonces él reconoció el poni moteado de uno que estaba por delante del resto, ordenando a sus jinetes que se acercasen, y cerca de él la yegua baya, con una mancha con forma de estrella que él esperaba ver.
Eran jinetes de Morij que recorrían la frontera de Alis Kaje y, a veces, se internaban incluso en estas tierras cuando las fuerzas de Hjemur o de los Chya se volvían ingobernables.
Él agarró el brazo de Morgaine, recibiendo al instante una mirada colérica, rápidas sospechas. Terror.
—Son Morij —rogó ante ella—. Mi familia. Nhis. Liyo, no tomes ninguna de sus vidas. Mi padre, él es su señor, y no es un hombre clemente, pero él es honrado. La ley del ilin dice que mis crímenes no pueden mancharte. Y, sea lo que sea lo que has hecho, Morija no tiene ahora una contienda de sangre contigo. Por favor, señora, no tomes las vidas de estos hombres.
Ella se puso a pensarlo. Pero él tenía la razón de su parte, y ella tenía que aceptarlo. Sus caballos seguramente morirían bajo ellos si se veían obligados a seguir corriendo. Se encontrarían con fuerzas de Hjemur más al norte, con toda probabilidad, incluso si conseguían escapar ahora. Aquí había un refugio, aunque no hubiese una bienvenida. Ella bajó su arma.
—Sobre tu alma —siseó ella—. Caiga sobre tu alma, si me engañas en esto.
—Esa es la naturaleza de mi juramento —replicó él, sorprendido— y has sabido durante todo el tiempo que he pasado contigo que yo no te engañaría. Sobre mi alma, liyo.
El arma volvió a su lugar.
—Habla con ellos —ordenó ella—, y, si no tienes media docena de flechas en el cuerpo, estaré dispuesta a irme con ellos fiándome de tu palabra. Guardó su espada y levantó las manos separadas, espoleando un poco hacia adelante al agotado negro, hasta que se encontró a media distancia de los jinetes que se aproximaban, cuyo círculo no había dejado de estrecharse.
—Soy un ilin —les gritó, porque no era honorable matar a un ilin sin tener en cuenta a su señor—. Yo soy Nhi Vanye. Nhi Paren. Paren, hijo de Leüel, tú conoces mi voz.
—¿Al servicio de quién, ilin Nhi Vanye? —preguntó la voz de Paren, bronca y familiar, benditamente bienvenida.
—Nhi Paren, estas colinas están llenas esta noche de gente de Hjemur, y lo más probable es que también de Leth. Por la piedad del cielo, tómanos bajo tu protección y haremos nuestra petición en Ra-Morij.
—Entonces debes de servir a algún enemigo nuestro —comentó Nhi Paren—, o nos ofrecerías un hombre honrado.
—Así es —dijo Vanye—, pero ninguno que os amenace ahora. Pedimos refugio, Nhi Paren, y ése es un derecho del Nhi para negarlo o concederlo, no tuyo. Así que debes enviarnos a Ra-Morij.
Hubo un silencio. «Tomadlos a los dos», se escuchó entonces desde la distancia. Los jinetes se acercaron juntos. Por un momento, mientras se encontraron rodeados de cerca, Vanye estuvo dominado por el miedo de que Morgaine se dejase llevar por el pánico y causase la muerte de ambos, lo que aumentó cuando Paren exigió que entregasen sus armas.
Y entonces Paren vio por primera vez a Morgaine con claridad, en medio de las tinieblas, y exclamó el principio de una invocación al cielo. Los hombres junto a él hicieron signos contra el mal de ojo.
—No creo que sea cómodo para vosotros manejar mis armas, ya que vuestra religión os lo prohíbe —dijo Morgaine—. Prestadme una capa y las envolveré, así sabréis que no voy a emplearlas, pero seguiré transportándolas. Creo que sería bueno que saliésemos de esta zona. Vanye dijo la verdad sobre Hjemur.
—Volveremos a Alis Kaje —dijo Paren, y la miró como si hubiese pensado largo rato sobre la cuestión de las armas de ella. Entonces indicó a Vanye que le diese su capa y miró cuidadosamente mientras ella envolvía en la capa todo su equipo y lo colocaba sobre su silla.
—Formad —indicó entonces a sus hombres. Y, como si estuviesen rodeados por jinetes amigos, no les impuso restricción alguna.
Cabalgaron rodilla con rodilla, él y Morgaine, rodeados de hombres por todas partes. Y antes de que hubiesen cabalgado lejos, Morgaine intentó pasarle las armas envueltas en la capa. Él temía tomarlas, sabiendo cómo lo interpretarían los Nhi. Y fue instantáneo, las armas les rodearon. Un hombre de la familia San, más atrevido que el resto, se atrevió a quitárselas, y Vanye miró a Morgaine preocupado, sabiendo cómo aceptaría eso.
Pero ella estaba inclinada y parecía apenas capaz de mantenerse sobre la silla. Tenía la mano apretada junto a la pierna. Hilos de sangre goteaban a través de sus pálidos dedos.
—Negócianos un refugio —le dijo a él— de la manera que puedas, ilyn. No tengo ni derecho de hogar ni pleito de sangre con la familia Nhi. Y haz que se detengan cuando sea posible en lugar seguro. Tengo que atender a esto.
La miró a la cara, pálida y tensa, y supo que estaba asustada. Él midió la fuerza de ella en relación a la cabalgada llena de sacudidas que tendrían a través de Alis Kaje y la abandonó, se abrió camino entre los otros jinetes para alcanzar a Nhi Paren.
—No —dijo cuando hubo terminado de plantear su ruego. La decisión de Paren era inamovible. Era firme. No podía echar la culpa al hombre en las tierras donde se encontraban—. Nos detendremos en Alis Kaje.
Él volvió cabalgando hasta ella. De alguna manera, ella consiguió mantenerse sobre la silla, con los labios blancos y aspecto miserable. El viento, con filos de aguanieve, la hacía dar respingos a veces. El movimiento del caballo en los ascensos y en los descensos arrancaba ocasionalmente algún sonido de ella. Pero aguantó, esperando hasta que hubieron alcanzado el lugar para detenerse, hasta que él hubo desmontado y extendió los brazos para ayudarla a bajar.
Hizo un lugar para ella, y le pidió sus medicinas al que tenía sus pertenencias. Entonces miró alrededor a la banda de hombres ceñudos, y a Paren, que tuvo la decencia de ordenarles retroceder.
Trató la herida, que era profunda, lo mejor que pudo con las medicinas de ella. Su alma aborrecía tocarlas, pero razonó que la sustancia de ella respondería mejor a sus propios métodos. Ella intentó decirle cosas, pero él no conseguía comprenderlas. Hizo un vendaje con lino del botiquín, y por lo menos había conseguido frenar la hemorragia, poniéndola tan cómoda como él podía.
Cuando se levantó, Nhi Paren se acercó a él, bajo la vista hacia ella, se dirigió a sus hombres y les ordenó prepararse para cabalgar.
—Nhi Paren. —Vanye maldijo y fue detrás de él, se quedó parado junto a él en la oscuridad, mientras los hombres a su lado ya estaban montando—. Nhi Paren, ¿no puedes parar al menos hasta la mañana? ¿Hay tal necesidad de correr, con la montaña entre nosotros?
—Vosotros mismos sois el problema, Nhi Vanye —dijo Paren—, tú y esta mujer. Hjemur está en armas. No. No habrá pausa. Continuaremos hasta Ra-Morij.
—Envía un mensajero. No hay necesidad de matarla con tus prisas.
—Continuaremos —dijo Paren.
Vanye soltó un taco obsceno, mudo por la cólera. No había crueldad en Nhi Paren, sino tan sólo la obstinada cabezonería de los Nhi. Cambió su manta a la parte delantera de su silla, atándola con lazos para acolcharla. La cólera todavía bullía en su interior.
Se dio la vuelta para conducir el caballo hasta Morgaine.
—Entonces, ordena a un hombre que me ayude con ella —dijo a Paren entre dientes—. Y ten la seguridad de que le contaré toda la historia a Nhi Rijan. Como mínimo, hay justicia dentro de él. Su honor le hará lamentar esta cabezonería tuya sin sentido, Nhi Paren.
—Tu padre ha muerto —dijo Paren.
Se detuvo, consciente del caballo empujando su espalda, de las riendas en su mano. De todas esas cosas fue consciente antes de que tuviese que tener en cuenta lo que él decía, antes de que tuviese que creer al hombre.
—¿Quién es el Nhi?
—Es tu hermano —dijo Paren—, erij. Tenemos órdenes permanentes de que si alguna vez pones el pie en Morja, te llevemos inmediatamente a Ra-Morij. Y eso es lo que debemos hacer. No es —añadió en un tono más suave— de mi gusto, Nhi Vanye, pero eso es lo que haremos.
Él comprendió entonces, atontado como estaba. Se inclinó ligeramente para reconocer la realidad. Dicho gesto lo recibió Nhi Paren como un caballero, con aspecto incómodo y avergonzado, y ordenó a sus hombres que ayudasen a Vanye para que pudiese levantarla y llevarla.
El alcázar de Morij, Ra-Morij, era considerado inexpugnable. Elevado a gran altura, sobre el flanco de una colina, amarrado a ella, con toda una montaña a sus espaldas, y sus muros y puertas construidos dobles frente a ella. Nunca había caído en una guerra. Había sido en ocasiones propiedad de los Yla y últimamente de los Nhi. Pero eso había sucedido a causa de matrimonios e intrigas familiares, y, por último, en razón de la mala suerte de Irien. Pero nunca a causa de un asedio contra la propia fortaleza. Abundantes rebaños de caballos, y de ganado, pastaban en las tierras frente a él en el valle, las aldeas se apiñaban en medio de una relativa seguridad, porque no había lobos, ni merodeadores, ni bestias de Koris amenazando la tierra, como sucedía en el exterior. El alcázar se erguía sobre la fértil tierra como un gran abuelo severo sobre una hija mimada, su cabeza ceñida por una corona de paredes dentadas y torres melladas.
Todavía lo amaba. Las lágrimas todavía podían amontonarse en su garganta ante la visión de este lugar que había sido la causa de tanta tristeza. Brevemente pensó en su infancia, en la primavera, en la gorda Mai de melena blanca, la primera Mai, y en sus dos hermanos corriendo junto a él durante uno de aquellos días en que había tal calidez en el aire que ni siquiera ellos eran capaces de odiarse mutuamente. Cuando los huertos habían florecido y todo el valle parecía cubierto con nubes de árboles, blancas y rosas.
Ante él estaba ahora la luz agonizante de un sol de invierno, el clamor de los jinetes armados que le rodeaban y el peso de Morgaine en sus brazos. Ella dormía ahora, y sus brazos estaban atontados y su espina dorsal era una columna de fuego. Ella sabía poco de la cabalgada, se encontraba extremadamente débil, aunque la hemorragia había cesado y la herida mostraba signos de empezar a curarse. Él pensó que ella podría haber luchado contra la debilidad, pero ella no sabía que las cosas estaban mal y los hombres de Nhi eran amables con ella. Hacían lo que les era posible por ella, menos tocarla o tocar sus medicinas. Y el miedo que sentían hacia ella parecía haber disminuido bastante.
Ella era muy guapa, de aspecto juvenil, y capaz de parecer inocente cuando cerraba aquellos ojos grises. Incluso con las mujeres de alcurnia los hombres de baja familia hacían chistes obscenos, aunque bien intencionados; con las campesinas incluso los hombres de buena familia eran mucho más directos. No había nada de eso en torno a Morgaine…, quizá porque tenía derecho de señorío, quizá porque era atendida por un ilin que estaba obligado a defenderla, y en eso, estando él desarmado, no había honor alguno. Pero, lo más seguro, es que fuese porque ella tenía fama de ser una qujal, y los hombres no se toman a la ligera nada que tenga que ver con los qujales.
Sólo en ocasiones Nhi Paren preguntaba cómo se encontraba ella, y algunos otros también preguntaban lo mismo, y se preguntaban cómo era que dormía de aquella manera.
Y en uno de ellos, Nhi Ryn, hijo de Nhi Paren, había un aspecto de reverencia sumisa. Él era muy joven. Su cabeza estaba llena de poetas y leyendas, y tenía una habilidad tocando el arpa que era superior incluso a la de la mayoría de los hombres educados de buena familia. Aquello que residía en sus ojos fue puro pasmo en principio, y más tarde adoración, lo que representaba un mal presagio para el bienestar de su alma. Nhi Paren observó cómo se desarrollaba y ordenó al joven que retrocediese a la retaguardia, de una manera brusca, situándole mucho más atrás en la fila.
La Puerta Roja se abrió para admitirles. Y roja era, haciendo ondear desafiante las banderas de los Nhis con su escritura negra. No había otro sonido que el chasquido de las banderas ondeando al viento, y el golpear de las pezuñas de los caballos sobre el empedrado mientras entraban en el patio. Un sirviente se acercó corriendo e hizo una reverencia frente a Paren. Las órdenes y la información pasaron de un lado a otro.
Vanye se quedó sentado sobre la silla de montar, esperando con paciencia que se tomase alguna decisión, y por fin el joven Ryn y otro hombre vinieron para ayudarle a bajarla de la silla. Él había esperado un arresto, violencia, algo. Sólo hubo una conversación tranquila como si hubiesen sido viajeros corrientes. Había sido decidido alojar a Morgaine en la soleada torre oeste, y allí la condujeron los tres hombres y los guardias que los acompañaban. En aquel lugar la dejaron en manos de las asustadas sirvientas, quienes, claramente, no estaban contentas de prestar aquel servicio.
—Dejadme quedarme con ella —rogó Vanye—. Ellas no saben cómo atenderla de la manera correcta… Por lo menos, dejadle sus propias medicinas.
—Las medicinas las dejaremos —dijo Paren—, pero, respecto a ti, tenemos otras órdenes.
Y le llevaron, escaleras abajo, al salón inferior, a un salón que era su casa. Porque allá, a la izquierda, estaba el cuarto de Erij, y allí las escaleras que conducían al cuarto de la torre de en medio que había sido el suyo. Pero, en vez de a ése, le condujeron al que había pertenecido a Kandrys. El cerrojo de la puerta se resistió con la obstinación de una roca que no hubiese sido movida en largo tiempo.
Vanye miró fijamente a Paren, lleno de una protesta asustada. Era una locura esta prisión que habían planeado para él. Paren parecía estar sumamente incómodo, como si no le gustasen sus órdenes en absoluto, pero le ordenó que entrase. El moho, la roña y la vejez salían hacia ellos. Estaba frío, y el polvo cubría el suelo. Porque el polvo se movía constantemente a través de Ra-Morij, a través de las ventanas con barrotes y a través de las grietas y de las rendijas.
Un sirviente trajo una vela de junco y sebo, otro trajo madera, otro trajo un cubo de carbones para encender el fuego. Él examinó el cuarto bajo la tenue luz, encontrándolo tal y como lo recordaba. Nada debía haber sido tocado desde la mañana de la muerte de Kandrys. Él notaba la mano de su padre chocante en esta muestra de ternura morbosa.
Había ropas en el respaldo de la silla, las botas llenas de barro que habían sido depositadas junto a la chimenea para ser limpiadas. Las huellas sobre las sábanas polvorientas de donde Kandrys se había tumbado por última vez.
Maldijo y se rebeló contra aquello. Pero manos firmes le sujetaron y afuera había hombres armados. No había manera de resistir esta locura.
Los hombres trajeron agua para lavarse, y un plato de comida y vino. Todas estas cosas las colocaron en la mesa larga junto a la puerta. Había una brazada adicional de leña, y ésta la colocaron junto a la chimenea, que ahora ardía produciendo una sensación de comodidad.
—¿Quién ordenó esto —preguntó finalmente Vanye—, erij?
—Sí —dijo Paren. Y su tono indicaba claramente que no aprobaba el asunto. Había una pizca de pena en su mirada, por más que un forajido no se mereciese ninguna—. No debemos dejarte tu armadura, ni tampoco ninguna otra arma.
Así era claramente cómo se iban a desarrollar las cosas, Vanye aflojó los cordones y se quitó la loriga de cuero, la cota de malla y la túnica que llevaba debajo, entregándoselos a los guardias, como antes había entregado su yelmo. Y soportó en silencio mientras le registraban en busca de armas ocultas. Además de sus pantalones de cuero y de sus botas, sólo tenía puesta una fina camisa. Y eso no era bastante protección contra el frío que aún se agarraba a esta habitación. Cuando le dejaron solo se alegró de arrodillarse frente a la chimenea y calentarse. Y, eventualmente, encontró apetito para tomar el vino y la comida que le habían ofrecido. Y para lavarse calentando el agua en la tetera que había junto a la chimenea.
Por fin, el cansancio que sentía se sobrepuso a sus escrúpulos. Pensó que probablemente era lo planeado que pasase la noche sintiéndose culpable y triste, agazapado junto a la chimenea, antes que dormir sobre la cama siniestra.
Pero era lo bastante Nhi para empeñarse en llevar la contraria, y decidirse a no ser presa del fantasma que revoloteaba por esta habitación furioso contra su asesino. Apartó las mantas y se acomodó, quitándose sólo las botas, aunque era la costumbre de los hombres que dormían en la casa hacerlo desnudos. Pero no confiaba en la hospitalidad de Morija hasta ese punto. Hacía mucho tiempo que no se quitaba la malla ni siquiera de noche, eso solamente era suficiente para hacerle sentirse cómodo. Se durmió en cuanto hubo calentado la fría ropa de la cama con su cuerpo, tan pronto como la tensión hubo desaparecido de sus músculos. Y si tuvo sueños, no los recordó.