CAPÍTULO V

EL lago de Domen tenía mala fama por algo más que el libro de Leth. La vieja carretera corría por su orilla y junto a los árboles, de ramas desnudas, que se retorcían contra el cielo nocturno. No nevaba aquí. La nieve era rara en las tierras de Koris, baja como era su situación. Aunque los bosques cercanos a las montañas se volvían como de invierno, y marchitaban. El lago reflejaba las estrellas, era perezoso y de superficie tan calmada como la de un espejo. Los hombres decían que partes de él eran muy profundas.

Los caballos trotaban ahora. El aliento abochornado producía chorros de vapor en la oscuridad, y las pezuñas producían un ruido solitario en los ocasionales trozos de pavimento por los que pasaba la carretera.

Y alrededor de ellos estaba el bosque. Tenía un aspecto familiar. Súbitamente, Vanye fue consciente del parecido con el valle de Aenor-Pywn.

La presencia de las piedras del poder. Esto explicaba el retorcimiento, la esterilidad, tan inusual en un lugar tan lleno de árboles como el bosque de Korish, era la Puerta de Koris-Leth adonde se estaban aproximando. El aire contenía una tensión peculiar, como el aire antes de una tormenta.

Tan pronto como hubieron pasado la orilla del lago, llena de recovecos, vieron un gran pilar alzándose de entre las negras aguas. A la tenue luz de la luna, parecía haber algún grabado sobre él. Enseguida otros pilares, truncados, se hicieron visibles cuando cabalgaron algo más de distancia, indicando ruinas, antiguas y de origen qujalin, situadas bajo las aguas.

Y dos pilares, mayores que los otros, coronaban una colina baldía en la otra orilla.

Morgaine sujetó las riendas, mirando fijamente el panorama, extraño y triste, de la ciudad y las columnas cuyas siluetas se recordaban contra las estrellas. Hasta de noche, el aire temblaba entre las columnas y las estrellas más brillantes, que el temblor no conseguía apagar, brillaban a través de aquella Puerta como a través de una película de agua turbulenta.

—Estamos a salvo de persecuciones —dijo Liell—. La familia de Kasedre teme la orilla de este lago.

—Parecen ser propensos al ahogamiento —comentó Morgaine. Ella desmontó, frotó la mano contra la mejilla de Siptah y se la secó en el borde de su manta.

Vanye desmontó al mismo tiempo que ellos, se paró a recuperar el aliento y alcanzó las riendas de Siptah y del caballo negro. Los dos animales no podían soportarse mutuamente. Agotado, sin paciencia, hizo pasear a Siptah y a su yegua baya para que se refrescasen, y colocó su propia capa sobre el negro malhumorado de Liell. El aire estaba helado. Habían cabalgado a un ritmo tal que los dos grandes animales estaban agotados y su propia yegua baya casi había muerto, explotándole el corazón, intentando mantenerse a la altura. Mucho después de que los dos caballos de raza se hubiesen enfriado y estuviesen en condiciones, él todavía seguía atendiendo a Mai, frotándola para impedir que se enfriase, hasta que por fin se atrevió a dejarla beber un poco del agua helada y a que tomase un poco del grano de sus reservas. Estuvo después satisfecho de envolverse en su capa, que había recuperado del negro, e intentar dormir, temblando con lo que temía que fuese una recurrencia de la fiebre. Escuchó la voz suave de Liell, y la de Morgaine, discutiendo los asuntos de Leth, discutiendo viejos accidentes y viejos asesinatos que habían sucedido a la orilla de este lago.

Entonces Morgaine le sacó de su descanso. Porque ella nunca se separaba de Bebé Robado, y lo quería de entre su equipo. Ella pasó la correa de la espada dragón, artesanía de Korish, sobre su cabeza, y la dejó colgar del hombro a la cintura. Y ella caminó un rato por la orilla, con la figura negra de Liell acompañándola.

Entonces, en medio de la gran calma, Vanye escuchó el sonido de jinetes acercándose. Con el impulso de aquello saltó, arrojó la silla sobre Siptah primero, ella era su primer deber. Y en aquel momento, Morgaine y Liell parecían haber escuchado, porque estaban volviendo. Vanye apretó la cincha de Siptah y después, furiosamente, empezó a ensillar a la pobre Mai. La yegua moriría. Si eran perseguidos mucho más lejos, el pobre animal se hundiría bajo él. Sentía pena por ella. La sangre Nhi que corría por sus venas le hacía amar demasiado a los caballos para emplearlos de esta manera, aunque los Nhi podían serlo de otras.

Liell arrojó en persona la silla sobre el negro.

—Todavía dudo mucho de que se acerquen a esta orilla —dijo él.

—Confío más en la distancia que en la suerte —dijo Morgaine—. Haz lo que te parezca bien, Chya Liell.

Y ella saltó sobre la grupa de Siptah, habiendo acomodado a Bebé Robado en su lugar habitual, e hincó espuelas al tordo.

Vanye intentó montar y seguirla. La mano de Liell sujetó su brazo, le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó y miró indignado a aquel hombre.

—No la sigas —siseó Liell—. Escúchame. Ella te quitará el alma antes de que termine, Chya. Escúchame.

—Soy un ilin —protestó él—. No tengo elección.

—¿Qué es un juramento? —Susurró Liell, mientras el eco de las pezuñas de Siptah se volvía cada vez más débil en la zona.

Busca el poder para arruinar las tierras medias. No sabes lo grande que es el mal que estás ayudando. Miente, Chya Vanye. Ha mentido antes, para ruina de Koris, de Baien, de lo mejor de las Familias y la muerte de Morij-Yla. ¿Le ayudarás? ¿Te volverás contra los tuyos? El juramento del ilin dice que traiciones a la familia, a tu casa, pero no al liyo. ¿Pero dice que traiciones a tu propia raza? Acompáñame, Chya Vanye. Para un hombre que estaba haciéndose viejo, Liell tenía una fuerza sorprendente en la mano, adormecía la mano de Vanye con su presión sobre su codo. Los ojos eran duros y brillantes, próximos a él en la oscuridad. El sonido de la persecución era cada vez más cercano.

—No —gritó Vanye, liberándose por la fuerza y comenzando a montar.

El dolor explotó a lo largo de la base de su cráneo. El mundo giró ante sus ojos y tuvo una panorámica de la barriga de Mai mientras la yegua salía al galope. Saltó sobre él, consiguiendo evitar golpearle con sus pezuñas. Él se arrastró para ponerse de pie sobre el banco de tierra, medio ciego, intentando desenvainar su espada.

Liell se le echó encima entonces, arrancando su mano de la empuñadura, a punto de dominarle, atontado como estaba. Pero la idea de ser atrapado por Leth le animó hasta ponerle furioso. Se retorció, sin siquiera intentar defenderse, tan sólo intentando liberarse, alcanzar a Morgaine y mantener su juramento por el bien de su alma. Mai estaba fuera de alcance, el negro estaba a mano. Saltó sobre esa silla, y lo espoleó antes de tomar las riendas. Las manos negras se movieron como un relámpago en la oscuridad. Los músculos se contrajeron y estiraron, saltando obstáculos, salpicando caletas del lago, creando olas en la orilla.

El negro terminó de correr lo que voluntariamente elegía correr, a una buena distancia en la orilla y recorrido un buen trecho del camino. Vanye volvió a espolearle, despiadado en su miedo. El animal reunió sus fuerzas y se arrojó de nuevo hacia adelante.

La pálida forma de Morgaine estaba más adelante. A la postre, ella miró alrededor, pareciendo escucharle. Ella golpeó a Siptah con las riendas y el gritó desesperado, incitando al negro a un nuevo esfuerzo. Ella se echó atrás, frenando, con el arma en la mano, hasta que él se situó más cerca.

—Vanye —exclamó ella suavemente cuando él se situó a su lado—. ¿Sois vos también un ladrón? ¿Qué ha sucedido con Liell?

Él se echó mano a la nuca y notó una parte dolorida, a pesar de la capucha de cuero. El mareo le asaltó. Si era a causa del golpe o de la fiebre, no lo sabía.

—Liell no es amigo vuestro.

—¿Lo mataste?

—No —y estuvo satisfecho de dejarse caer, durante un rato, sobre el pomo de su silla, mientras su vista se aclaraba. Entonces llevó al negro a un paso tranquilo, con Siptah manteniéndose a su lado. Ningún caballo que hubiese recorrido toda la distancia desde Ra-Leth podría alcanzarle ahora.

—¿Estáis vos muy mal herido? —preguntó ella.

—No.

—¿Qué hizo él? ¿Alzó un arma contra vos?

—Intentó sujetarme. Intento persuadirme para que violase mi juramento. —Y la otra cosa que no le contaría a ella. Los ruegos y el sentimiento vil que había notado en la mirada de Liell. Un ansia febril que había deseado algo de él. Un toque que, por dos veces, se había hundido cruelmente en su brazo. Una avaricia que se correspondía con el hambre en la mirada.

No era algo que pudiese contarle a nadie. No sabía qué nombre darle. O por qué él lo había provocado, o hacia qué estaba apuntando. Sólo sabía que moriría antes de caer en manos de Leth, y más concretamente en las de Liell.

Su espalda había estado a su alcance. El hombre le podría haber herido de una manera fácil, golpeándole transversalmente en la parte de atrás de las rodillas. La manera más fácil de incapacitar a un hombre cubierto con una armadura, matarle al instante. En vez de eso, le había golpeado en el cráneo. Se había arriesgado mucho enfrentándosele cuerpo a cuerpo, cuando podría haberle matado de una manera segura. Lo había querido vivo.

No podía recordarlo sin temblar. No deseaba nada de aquel hombre. Le producía asco tener el equipo y el caballo que él había robado. El caballo negro, con su mal humor, era una criatura más espléndida y menos recta que su pequeña Mai. Y abandonar a su yegüita en aquellas manos le daba pena.

El bosque profundo se cerró en torno a ellos, compuesto ahora por árboles erguidos y decentes. E hicieron andar a los caballos hasta que no hubo un cielo sobre ellos, sólo las ramas que se entrecruzaban. Los caballos estaban agotados, y ellos mismos estaban ciegos a causa de la fatiga.

—Este no es un lugar para pararse —protestó él cuando Morgaine sujetó las riendas—. Señora, durmamos esta noche sobre la silla, hagamos que los caballos anden mientras puedan. Este es el bosque de Koris. Quizá fue distinto en tu día, pero estamos en lo más denso de él. Por favor.

Ella suspiró con tristeza, pero por una vez le miró y escuchó, y asintió con una inclinación de la cabeza. Él desmontó y sujetó las riendas de los dos caballos, ambos demasiado agotados para pelearse, y los condujo.

Ella descansó un rato, después se echó adelante y le indicó que parase. Se ofreció para llevar las riendas, caminar y conducir a los caballos. Él la miró, cansado como estaba le faltó el ingenio como para discutir con ella. Tan sólo se dio la vuelta y continuó caminando. A lo que ella consintió con su silencio.

Y con el tiempo se quedó dormida. A la manera kurshina, sobre la silla.

Él caminó, mientras pudo, durante largas horas. Hasta que iba dando tumbos a causa de la fatiga. Se paró entonces y colocó la mano sobre el cuello de Siptah.

—Señora —dijo él suavemente para no romper la calma del bosque que les escuchaba—. Señora, ahora debéis despertar porque tengo que dormir. Las cosas están tranquilas.

—Me parece bien —dijo ella, deslizándose del caballo—. Conozco el camino, aunque esta región estaba más civilizada entonces.

—Debo decírselo —continuó él, ronco—. Creo que Chya Liell nos seguirá en cuanto reúna sus fuerzas. Creo que nos ha mentido en muchas cosas, liyo.

—¿Qué sucedió allí atrás, Vanye?

Intentó decírselo. Encontró las palabras, y aun así no podía decirlo.

—Es un hombre extraño —dijo él—, y estaba deseoso de que os abandonase. Intentó dos veces persuadirme. La segunda vez a las claras.

Ella frunció el ceño.

—¿De veras? ¿Qué forma tomó su proposición?

—Que debería olvidarme de mi juramento y marcharme con él.

—¿Adonde?

—No lo sé —el recuerdo hizo temblar su voz. Él pensó que ella podría detectar el temblor, y rápidamente recogió las riendas del negro y se arrojó sobre la silla.

—La primera vez casi me fui. La segunda, de alguna manera, preferí vuestra compañía.

La extraña cara pálida de ella se le quedó mirando fijamente a la luz de la luna.

—Muchos de la casa de Leth se han ahogado en aquel lago. O, por lo menos, han desaparecido en él. No sabía que estuvieses en dificultades. No te habría abandonado por gusto. Juzgué que existía una cierta connivencia entre tú y Liell. Así que cuando no me seguiste… no me atreví a retrasarme entre los que podrían ser mis enemigos.

—Fui educado Nhi —dijo él—. Nosotros no violamos nuestros juramentos. Nosotros no violamos nuestros juramentos, liyo.

—Perdóname —dijo ella, lo que un liyo nunca estaba obligado a decir a un ilin, sin importar lo grave que fuese la ofensa—. No conseguí comprender.

Y en ese momento los caballos se asustaron, exhaustos como estaban, echaron la cabeza atrás con las fosas nasales muy abiertas. El blanco de sus ojos visible a la tenue luz. Algo reptilesco se deslizaba a cuatro patas, arrastrándose como una serpiente entre los arbustos más densos. Era algo grande y pálido, de un color leproso. Todavía podían escucharle alejarse saltando y deslizándose.

Vanye blasfemó, su estómago todavía le amenazaba. Sus manos consiguieron, sin intervención de su mente, calmar al asustado caballo.

—Qué estupidez —exclamó Morgaine suavemente—. Thiye no sabe lo que está haciendo. ¿Hay muchos como éste fuera de su morada ordinaria?

—Los bosques están llenos de bestias obra suya —dijo Vanye—. Algunos son tímidos y no hacen mal a nadie. Otros son cosas terribles, más allá de lo que cabe imaginar. Dicen que los lobos de Koris fueron fabricados, que nunca fueron tan fieros, y nunca fueron asesinos de hombres antes… —casi dijo antes de Irien, pero se abstuvo por respeto a ella—. Es por eso que no debemos dormir aquí, señora. Son cosas fabricadas y difíciles de matar.

—No son fabricadas —dijo ella—, sino traídas. Pero tienes razón en que éste no es un sitio en el que pararse a descansar. Estos animales…, algunos morirán, como bebés arrojados demasiado pronto a un lugar demasiado gélido o demasiado ardiente; algunos resultarán inofensivos, pero otros prosperarán y se multiplicarán. Ivrel tiene que estar cubriendo un campo muy amplio. Ah, Vanye, Thiye es un hombre muy ignorante. Está dejando cosas en libertad… que no sabe lo que son. Es eso, o disfruta de la desolación que está creando.

—¿De dónde proceden cosas semejantes a ésa?

—De lugares donde dichas cosas son acordes con la naturaleza. De otras noches. Y de otras Puertas. De lugares donde eso era algo hermoso y correcto. Y ningún animal nativo sobrevivirá a este ataque si no es detenido. No es contra el hombre contra quien se lanza este ataque, es contra la Naturaleza. Todo el Andur-Kursh encontrará cosas como ésa adentrándose en sus campos. Vamos. Vamos.

Pero él había perdido su deseo de dormir. Y conservó las riendas en su mano. Él cerró los ojos mientras Morgaine les orientó de nuevo en su camino, todavía veía la pálida forma del lagarto, grande como un hombre, corriendo a través del espacio abierto. Esa era una de las tonterías estúpidas del bosque de Koris, más fea que peligrosa.

Los informes hablaban de cosas peores. A veces, decía la leyenda, se encontraban cadáveres cerca de Irien, cosas imposibles, abortos del arte de Thiye. Algunos casi sin forma, de contacto mortal. Otros de aspecto tan fantástico que nadie era capaz de imaginar qué aspecto había tenido la bestia con vida.

Su único consuelo era que, en este lugar, la propia Morgaine estaba horrorizada, tenía eso, al menos, de sensibilidad humana en ella. Entonces recordó su llegada hasta él, procedente del lugar que ella había llamado enmedio. Arrojada a esta orilla, ella había dicho.

Él comenzó a tener una tenue sospecha de lo que ella era, aunque no conseguía formularla con palabras. Que Morgaine y el horror pálido habían llegado a Andur-Kursh de la misma manera. Sólo que ella no había llegado por accidente, había llegado con una intención.

Orientada hacia las Puertas, al poder de Thiye.

Orientada a desalojar todo lo que se encontraba en esta orilla, todas esas cosas antinaturales que habían llegado. Ocupando el lugar que había ocupado el señor de Hjemur, ella no sería menos peligrosa. Ella no compartía nada con el Andur-Kursh. Ni siquiera el nacimiento, si sus miedos estaban justificados. Y no les debía nada. Él estaba al servicio de esto.

Y Liell había dicho que ella mentía. Uno de los dos mentía, esto era seguro. Se preguntó, con la mente en agonía, qué sucedería si él llegase a saber con certeza qué era Morgaine.

Otra cosa se agitó en la oscuridad. Buho decente, u otra cosa, pasó próxima por encima de sus cabezas. Reforzó su control sobre sus nervios, y dio golpecitos en el cuello al nervioso negro.

Faltaba bastante para que llegase la mañana, para que se atreviesen a detenerse en un lugar despejado del camino y rendirse al sueño por turnos. Morgaine fue la primera en dormirse, y él dio paseos para mantenerse despierto. O elegía un lugar incómodo para sentarse, cuando se veía obligado a hacerlo. Y, por fin, se puso a curiosear en el equipo del negro que el caballo todavía llevaba encima. Porque en un lugar como aquél no se atrevían a desensillar, sólo a aflojar las cinchas. Le daba vergüenza haber robado por segunda vez. Y él sentía que conservar algo más de lo imprescindible del producto del robo no era honorable. Pero, de todos modos, no tenía sentido dedicarse a tirar cosas. Buscó en las alforjas y en el equipo para ver qué era lo que contenían, y la idea estaba en el fondo de sus pensamientos, descubrir algo del hombre que era Liell.

Él encontró un objeto que respondía a su pregunta de una manera tal que se le revolvió el estómago.

Era una medalla de oro. Engastada en la empuñadura de un cuchillo de silla, de la clase que un hombre llevaba debajo de la manta de su silla. Y en ella había un símbolo de la clase, fea y estúpida, que había visto grabada sobre las piedras. Era qujalin. Cuando la gente encontraba cosas extrañas y antiguas las llamaban qujalin. Y las quemaban, o las tiraban a las profundidades, o intentaban perderlas. La mayoría de estas cosas eran probablemente tan sólo rarezas olvidadas, de origen kurshino e inofensivas. Por alguna razón, él no creía que ésta fuese una de ellas.

Se la mostró a Morgaine cuando ella se despertó para tomar su turno de guardia.

—Es un Irrhn —le dijo ella—, un amuleto de la suerte. No tiene otro significado. —Pero ella se dedicaba a darle vueltas entre las manos, examinándolo.

—No traerá suerte —dijo Vanye— a un ser humano.

—Hay sangre qujalina mezclada en Leth —añadió ella—. Y Liell es su tutor. Los tutores han gobernado allí durante casi cien años. Cada uno de los herederos de Leth ha tenido un hijo y ha muerto antes de que terminase el año. Si Kasedre es capaz de tener un hijo, lo más probable es que se reúna con sus antepasados. Y Liell será el tutor de su hijo —añadió ella saliéndose del asunto—, quien fue el padre de Hshi y Tlin.

—Y sobre qué —murmuró Vanye amargado—. Guarda la joya, liyo. Yo no quiero llevarla y quizá a ti te dé suerte.

—No soy qujalina —dijo ella.

Esta afirmación, reflexionó él, le habría llenado de dudas o alivio unos días antes, cuando se encontraron. Ahora encajaba incómodamente con lo que empezaba a sospechar de ella.

—Lo que quiera que seas —dijo él—, ahórrame el saberlo.

Ella hizo una seña afirmativa con la cabeza, aceptando su actitud sin ofensa aparente. Ella guardó el cuchillo en su cinturón y se levantó.

Una flecha con plumas verdes se clavó en el suelo entre sus pies. Ella se llevó la mano a la espalda, arma de mano tan rápida como la propia flecha. E igualmente rápido, Vanye la agarró y la empujó, sin importarle hacerla daño. Esa flecha era un aviso Chya. Si ella disparaba, estarían emplumados de verde en un instante.

—No lo hagas —le rogó a ella. Y se volvió, con los dos brazos ampliamente separados, hacia sus invisibles observadores.

—¡Salud! ¡Chyas! ¡Chyas! ¿Haréis cargar vuestras almas con la muerte de familia? Tenemos bienvenida familiar con vosotros, primos.

Los arbustos crujieron. Observó cómo los hombres, altos y rubios, de la familia de su madre salían de entre las sombras, donde seguramente algunos más mantenían flechas apuntadas contra sus corazones. Y él se interpuso deliberadamente entre ellos y la arrogancia de Morgaine, que era como la de un Myya por su persistencia, y que lo más probable es que terminase por ser la causa de su muerte.

Ni siquiera les preguntaron sus nombres, sino que se quedaron parados esperando que hablasen y se identificasen. Mirando a la persona de alguien que había sido descrita minuciosamente con vida en baladas de hacía cien años. Preguntándose si no se habían vuelto locos. Él podía imaginar lo que estaba sucediendo en sus mentes. Ellos sólo miraban a Morgaine fijamente. Y ella devolvía las miradas furiosa, con un arma en su mano que podía enviar la muerte más deprisa que las flechas de ellos.

La matarían, por supuesto, si es que ella podía morir. Pero ella habría causado un daño considerable. Y su ilin, que era su escudo, estaría, sin duda, muerto. Él había oído hablar de ciertos Myyas que se hablan extraviado en la frontera y habían sido encontrados con tres flechas chyas clavadas en el corazón, todas tocándose. La familia Chya vivía en una región dura. Pocas amenazas conseguían impresionarles. Era típico de ellos que no se habían rendido y pedido refugio de las bestias intrusas, como habían hecho otros pueblos. O muerto, como le había sucedido a otros dos. Empleaban los bichos detestables para caza, hacían incursiones en la frontera de Hjemur y mantenían a Thiye controlado, en base a la consumada chulería Chya.

Vanye colocó las manos sobre las caderas e hizo una reverencia respetuosa, lo que Morgaine no hizo. Ella no se movió, y era posible que los Chya no supiesen que estaban en peligro.

—Yo soy Nhi Vanye i Chya —dijo él—, ilin de esta dama que tiene derecho de bienvenida entre los Chya.

El jefe, un hombre tirando a pequeño, con la sencilla trenza de un segundo uyo, pariente en grado de primo a la familia principal, apoyó su arco largo en el suelo y situó las manos en él, con los ojos fijos en Vanye.

—Nhi Vanye, primo de Chya Roh, eres i Chya, eso es cierto. Pero pensé que había quedado claro que no eras bienvenido aquí.

—Ella lo es —que era la respuesta correcta. Un din no estaba sujeto a su propia ley cuando servía a su liyo. Él podía moverse tan seguro o amenazado como ella lo estuviese.

—Ella es Morgaine Kri Chya, que tiene una bienvenida que nunca le fue retirada.

Se asustaron. Tenían el aspecto de hombres que estaban contemplando un sueño y no querían ser capturados por éste. Pero movían los ojos de ella al tordo Siptah, y de nuevo de vuelta. Y las espadas seguían en su vaina y los arcos bajados.

—Os llevaremos a Ra-Koris —dijo el hombre pequeño—. Soy Taomen, tan-uyo.

Entonces Morgaine le ofreció una reverencia de cortesía. Y Vanye, después de aquello, se mantuvo en silencio. Como correspondía a un ilin cuyo liyo se había dignado, al cabo, a tomar el asunto en sus propias manos.

A los Chya no les hacía felices aquel encuentro, eso estaba claro. La bienvenida familiar no había sido retirada porque, seguramente, había parecido una venganza sin sentido sobre un muerto. Y el joven señor de los Chya, Chya Roh, su propio primo, a quien él nunca había visto, todavía continuaba el pleito de sangre con los Nhi a causa del deshonor de su madre en manos de Rijan. Estaba seguro de que Roh le atravesaría con una flecha tan pronto como lo haría el Myya Gervaine, y probablemente con mejor puntería.

Había un amplio claro en el bosque de Koris que el mediodía había bendecido con un agradable brillo suave. Todo el claro estaba lleno de chozas desparramadas por él, construidas con arbustos y troncos. Chya era la única familia sin una casa señorial de piedra. Una vez estuvo el viejo Ra-Koris, una espléndida mansión de piedra, hogar de emperadores. Sus ruinas estaban a alguna distancia de allí. Se rumoreaba que estaban encantadas por los fantasmas de sus orgullosos defensores. Aquellos que habían sido los últimos, y los más fieros, resistiendo frente al avance de Hjemur. Los nietos y biznietos de los guerreros de los tiempos de Morgaine conservaban solamente esta casa de madera, sus posesiones escasas, sus tesoros desaparecidos. Solamente sus arcos, su habilidad y el producto de sus cacerías se interponían entre ellos y la muerte por inanición. Y, sin embargo, ninguno de ellos parecía encontrarse enfermo. Y las mujeres y niños que les veían acercarse eran altos y erguidos, aunque no tuviesen adornos. Había una belleza en esta gente muy diferente del aspecto marchito de Leth.

Los niños corrían por delante de ellos, aunque todo era extrañamente silencioso. Como si mantuviesen la disciplina de cazadores hasta en sus hogares. En el gran arco de la choza principal se había formado el mayor grupo de gente. Y allí desmontaron, escoltados todavía por Taomen y sus hombres. Conservaron sus armas y todo era cortesía, con los hombres apartándose apresuradamente de su camino.

Ra-Koris era una casa de suelos de tierra, construida con troncos sin pulir y con olor a humo. Aun así, tenía un cierto esplendor. Constaba de dos pisos y muchos cuartos que se habrían al salón principal. Las colgaduras eran pieles bordadas y repujadas. Cuernos de antílope y cuernos raros adornaban sus postes. Estaba iluminado por antorchas, incluso al mediodía. Y junto a un hogar mayor que el de muchas casas de piedra, se vanagloriaba de su única albañilería: aquel hogar y su chimenea.

—Aquí os alojaréis hasta que Roh pueda ser llamado —dijo Taomen.

Morgaine eligió acomodarse junto al hogar principal. Y, gracias a la tímida caridad de las mujeres de la casa, se les sirvió una sencilla cena de pan, carne de venado y cerveza Chya. Lo que encontraron verdaderamente bueno después de las sospechosas comidas de Leth.

Pero la gente les evitaba. Y les miraban desde las sombras de la casa de madera, susurrando juntos.

Morgaine los ignoró a todos y descansó. Vanye atendió su mano herida y, finalmente, incómodo a causa del calor de la casa, abandonó por fin su orgullo y se quitó el yelmo y la capucha. Tanteando la parte dolorida en la base de su cráneo donde Liell le había golpeado. Un joven Chya se rio. Un joven que todavía no llevaba la trenza. Y Vanye le miró furioso, después inclinó la cabeza y se olvidó del asunto. No estaba en una situación en la cual pudiese quejarse del trato que recibía. Morgaine debía ser su gran preocupación, y la de ellos.

Y más tarde en el mismo día, cuando el trozo de cielo que era visible a través de las grandes ventanas del gran arco había pasado de la luz a la sombra, hubo un ruido en la puerta y entraron hombres. Cazadores vestidos de cuero marrón, armados con arcos y espadas.

Y entre ellos había uno que Vanye supo inmediatamente que sería pariente próximo suyo, incluso antes de que el joven se adelantase para conocerles como señor de la casa. Porque Vanye había visto antes a Chyas de buena familia, cuando él era un niño, y éste era la viva imagen de ellos, de sí mismo también. El joven señor parecía más hermano suyo que sus propios hermanos.

—Yo soy Chya Roh —dijo, adelantándose al centro de la rhowa, la plataforma de tierra en el centro del salón. Sus facciones, delgadas y bronceadas, presentaban una expresión de cólera ante su presencia, muy mala señal para ellos.

—Morgaine Kri Chya está muerta —dijo él— hace cien años. ¿Qué pruebas tienes de que eres ella?

Morgaine se estiró, desde su postura con las piernas cruzadas, con una gracia poco común, suave como la seda. Y, sin una reverencia de cortesía, colocó un objeto en la mano de Vanye. Él se levantó con menos gracia, se paró para mirar qué era aquel objeto antes de colocarlo en manos de Roh. Era la insignia, con cuernos de antílope de los antiguos emperadores de Koris. Y, cuando lo vio, lo reconoció como un gran tesoro y como algo que podría haber formado parte del tesoro perdido de la corona.

—Era de Tiffwy —dijo ella—. Su promesa de hospitalidad… por si alguna vez la necesitaba. Para pedirles a sus hombres, dijo, lo que necesitase.

El rostro de Roh se volvió pálido. Miró el amuleto y lo apretó en su puño. De repente sus modales parecían apaciguados.

—Chya te dio lo que pediste hace cien años —dijo él—, y ninguno de los cuatro mil hombres volvieron. Tienes mucha sangre en las manos, Morgaine Kri Chya. Y, sin embargo, debo honrar la palabra de mis ancestros…, por esta vez. ¿Qué buscas aquí?

—Un breve refugio y silencio. Y cualquier conocimiento que tengáis de Thiye y de Hjemur.

—Las tres cosas las tendrás —dijo él.

—¿Sobrevivieron los archivos de Chya?

—El Ra-Koris que tú conoces es ahora una ruina. Los lobos y otras bestias lo tienen para ellos. Si el libro de Chya sobrevive, se encuentra allí. Aquí no tenemos los medios, ni la calma, para libros, señora.

Ella se inclinó para mostrar su cortesía.

—Tengo un aviso que darte: Leth está inquieto. Les dejamos en medio de una pequeña conmoción. Vigila tus fronteras.

Los labios de Roh estaban apretados formando una línea delgada.

—Tienes una habilidad especial para levantar tormentas, señora. Pondremos hombres para vigilar tu pista. Es posible que Leth quiera venir, pero sólo si están desesperados. Y hemos enseñado modales a Leth con anterioridad.

—Están verdaderamente irritados. El caballo de Vanye es de Leth y tuvimos que abandonar repentinamente su hospitalidad a causa de una discusión con Kasedre y su consejero Chya Liell.

—Liell —dijo Roh suavemente—. Ese lobo negro. Me admira la calidad de tus enemigos, señora. ¿Qué pides como bienvenida?

—Una sola noche.

—¿Te diriges al norte?

—Sí —replicó ella. Roh se mordió el labio.

—¿Esa vieja querella? Dicen que Thiye vive. Nunca habíamos imaginado que tú también pudieses estar viva. Pero hemos terminado entregándote hombres, ya hemos hecho todo en ese sentido. Ya no podemos prescindir de ninguno.

—No pido ninguno.

—¿Aceptas a esto? —Fue el único reconocimiento suyo de que Vanye vivía; sus ojos, jóvenes y orgullosos, se apartaron de él y volvieron a Morgaine—. Merecerías algo mejor, señora.

Pero entonces se marchó e indicó a sus mujeres que preparasen un lugar para Morgaine en los pisos superiores de la casa, y un lugar separado para Vanye junto a la chimenea. Esto lo permitió Morgaine, porque Chya era una casa decente, y estaban bajo sus reglas de una manera que no lo había estado en Leth. Más tarde, Morgaine y Roh hablaron juntos un ratito, intercambiando preguntas y respuestas, hasta que Morgaine, solicitando permiso, se dirigió al piso de arriba.

Entonces Vanye, agradecido, se quitó la armadura, quedándose sólo con la camisa y los pantalones de cuero. Y preparó las mantas que le habían dado junto al calor del hogar.

Taomen llegó, le habló suavemente indicándole que fuese a ver a Roh. Era algo a lo que él no podía negarse. Roh estaba sentado con las piernas cruzadas en la rhowa, con otros hombres alrededor suyo.

De repente, la sensación de calma abandonó a Vanye. Se escuchaban ruidos alegres procedentes de otros rincones de la casa, las conversaciones de mujeres y niños entretenidos. Continuaron enmascarando palabras más suaves, y había hombres formando un círculo en torno a él, de forma que nadie pudiese, desde fuera del círculo, ver lo que sucedía dentro.

No se arrodilló, no hasta que dejaron en claro que tenía que hacerlo. Entonces, todos los uyin de los Chya se sentaron en el suelo, rodeándole. Con las espadas colocadas frente a ellos, como cuando la familia emitía una sentencia.

Él pensó en gritar a Morgaine, avisándola de la traición. Pero realmente no estaba asustado por ella, y su propio orgullo le hizo guardar silencio. Esta era su parentela: molestar a un ilin por una cuestión de familia era contrario al honor, violaba al mismo fundamento del honor bajo el código del liyo. Pero el agravio de Roh era importante. No conocía a su primo en este sentido. Sus esperanzas en el honor de Roh eran escasas. Pero era lo que le impedía dejarse llevar por el pánico.

—Ahora —dijo Roh— hablanos, y diciendo la verdad, sobre ella y tus asuntos con ella.

—Nada que te dijese será mentira, ni menos que la verdad. Ella es Morgaine y yo soy su ilin.

Roh le miró de arriba abajo, largo rato y con dureza.

—Así que Rijan te echó. Le robaste uno de sus descendientes con su valiosa esposa Myya y él te exilió. Pero no te debemos tratar como un pariente. Mi tía no eligió tenerte. De lo único que la culpo es de que no abandonase Morija y volviese con nosotros. No era una cautiva entonces, preñada como estaba.

—¿A qué tendría ella que haber vuelto…, a tu bienvenida? —Su mal genio se impuso sobre su sentido común, porque las palabras de Roh le dolían—. Yo la honré, Chya. Y el honor de los Chya no la habría aceptado de vuelta como estaba. No después de ser poseída por Rijan, fuese o no por voluntad de ella. Ella me dio la vida y murió haciéndolo. Y conozco las humillaciones que sufrió a manos de Rijan mejor que vosotros, que no tuvisteis valor para entrar en Morija para recuperarla después de que Rijan entrase cabalgando en tierras Chya para llevársela de entre vosotros. ¿Dónde está vuestro honor, hombres de Chya?

El silencio era absoluto. Repentinamente, la casa había sido abandonada excepto por ellos. El fuego crujió. Un tronco cayó, duchándoles con cenizas.

—¿Qué sucedió con ella? —dijo por fin Roh, inclinando la balanza hacia la razón y la vida—. ¿Murió en el parto como dijeron?

—Sí.

Roh dejó escapar el aliento lentamente.

—Habría sido mejor que Rijan te hubiese ahogado. Quizá lamente no haberlo hecho. Pero estás aquí, así que vive. Nhi Vanye, bastardo de Rijan, ¿qué haremos contigo ahora?

—Haz lo que ella te pidió y déjanos marchar de esta casa mañana.

—¿La sirves voluntariamente?

—Sí —dijo él—, fue una reclamación justa. Yo estaba en una situación de necesidad. Ahora estoy en deuda con ella y debo pagarla.

—¿Adonde va ella?

—Ella es mi señora —dijo él—, y no tengo derecho a contar nada de sus asuntos. Ocúpate de los tuyos. Tendréis a Leth en vuestras fronteras gracias a ella.

—¿Adonde va ella, Nhi Vanye?

—Te digo que se lo preguntes a ella.

Roh chasqueó los dedos. Los hombres cogieron las espadas colocadas frente a ellos. Las desenvainaron, así que las puntas formaron un círculo en torno a él. En algún lugar de la casa, un plato cayó al suelo. Una mujer entró corriendo con pasos de gato al corredor frente a ellos. Cerró la cortina y se marchó.

—Preguntad a Morgaine —dijo Vanye de nuevo. Y cuando su espacio para respirar se hizo más pequeño y un filo descansó familiarmente sobre su hombro, él no perdió la compostura y no parpadeó, aunque su corazón latía de una manera que parecía estar a punto de estallar.

—Si continúas, Chya Roh, decidiré que no queda vestigio de honor Chya. Y estaré avergonzado por eso.

Roh le examinó en silencio. Vanye se puso enfermo por dentro. Sus nervios estaban tensos, a la expectativa. Lo más probable sería que la menor presión en ellos le haría gritar para despertar a la casa, y a Morgaine, de su sueño. No era valiente. Hacía mucho tiempo que había descubierto dentro de sí mismo que no tenía la capacidad para soportar las amenazas o el dolor. Sus hermanos habían descubierto eso en él antes que él mismo. Era el mismo que daba vueltas en su interior ahora, el mismo que había sentido cuando ellos, fuera del testimonio protector de San Romen, le habían atemorizado hasta ponerle de rodillas y hacerle llorar. En aquella ocasión fatal en que había tomado las armas contra los tormentos inflingidos por Kandry. Esa única ocasión. Sus manos habían matado, no su mente, que estaba en blanco y aterrorizada. Y de no haber estado sus manos ocupadas con armas le habrían encontrado como siempre estaba, como ahora.

Pero Roh chasqueó los dedos por segunda vez y le dejaron en paz.

—Vete a tu sitio —dijo Roh.

Él se levantó entonces, hizo una reverencia y echó a andar, era increíble que pudiese andar con paso firme, hacia el lugar que había abandonado junto a la chimenea. Se envolvió en su capa, apretó los dientes y dejó que el fuego con su calor quitase los temblores de sus músculos.

Quería matar. Por cada insulto que había recibido, por todo el terror que le habían causado, quería matar. Y, apretando los ojos para no llorar, empezó a pensar que su padre tenía razón, que su mano había sido más honrada que lo que él mismo se daba cuenta. Tenía miedo de muchas cosas. Tenía miedo de la muerte. Temía a Morgaine y a Liell, y a la locura de Kasedre. Pero nunca había sentido un miedo como el que sentía estando solo entre su familia, entre los que siempre sería un paria y un bastardo.

Una vez, siendo niño, Kandrys y Erij le habían llevado con engaños a los sótanos de Ra-Morij. Y allí le habían sujetado y le habían colgado de una de las vigas de una de las bodegas más profundas, solo con la oscuridad y con las ratas. Y únicamente vinieron a buscarle cuando la sangre se le había ido de las manos y no les quedaban fuerzas para gritar más. Entonces vinieron con luces y le bajaron, revoloteando sobre él con la cara blanca y aterrorizados de que le hubiesen matado. Después le amenazaron con algo peor si mostraba a alguien las marcas inhumanas que las sogas habían dejado.

No se había quejado a nadie. Incluso entonces había comprendido cuáles eran las condiciones en que era bienvenido a Nhi. Había aprendido a guardar los restos de su honor para sí mismo, en silencio. Había practicado. Se había mordido los labios y guardado la opinión. Hasta que hubo ganado, con justicia, la trenza del guerrero, y hasta que las exigencias del honor del uyin habían apartado a Kandrys y a Erij de los tormentos más mezquinos a los que le sometían.

Pero las miradas estaban allí. Las miradas sutiles, de odio disimulado. Y el desprecio secreto que se convertía en evidente cada vez que él cometía un error que hacía disminuir su honor.

Hasta los Chya le ponían a prueba de idéntica manera. Olían el miedo e iban a por él. Como lobos detrás de un venado.

Y, sin embargo, algo en su interior quería que le gustase este señor de Chya. Este hombre tan parecido a él mismo, que mostraba el parentesco de sangre en su cara y en su porte. Roh era hijo legítimo. El padre de Roh, en la práctica, había abandonado a la dama a su destino. Una cautiva que llevaba en su interior al hijo de Rijan, y que en ningún caso debía volver para embrollar la pureza de los Cuya… para convertir con su hijo Roh.

Y los Chya le tenían miedo y olían su miedo a un tiempo. Y se le habrían tirado a la garganta de no haber sido por su deuda con Morgaine.

Más tarde, entrada la madrugada, su supuesto descanso fue interrumpido por un pie cubierto con una bota, aplastando un rescoldo cerca de su cabeza. Y se levantó, apoyándose en el brazo, al mismo tiempo que Roh se ponía en cuclillas mirándole. Presa del pánico, intentó coger la espada que estaba junto a él. Roh extendió el brazo impidiéndoselo.

—Llegasteis de Leth —dijo Roh suavemente—. ¿Dónde la encontraste?

—En Aenor-Pywn —contestó enderezándose, metiendo los pies bajo el cuerpo y apartándose el pelo suelto de la cara—. Y todavía digo que le preguntéis a Morgaine cuáles son sus asuntos, no a su sirviente.

Roh inclinó la cabeza lentamente.

—Puedo adivinar algunas cosas. Que ella todavía se propone hacer lo mismo que siempre se propuso, lo que quiera que fuese. Será tu muerte, Nhi Vanye i Chya. Pero esto, tú ya lo sabes. Llévatela de aquí tan pronto como puedas por la mañana. Tenemos a Leth soltando el aliento sobre nuestras fronteras esta noche. Han llegado informes. Han muerto hombres, Liell la detendrá si puede. Y existe un límite al servicio que prestaremos en esta ocasión en vidas de Chya.

Vanye se quedó mirando los ojos marrones de su primo, y encontró en ellos una aceptación a regañadientes. Por primera vez, el hombre estaba hablando con él como si todavía tuviese la dignidad de un uyo de buena familia. Era como si él no se hubiese comportado tan mal después de todo, como si Roh reconociese algún vínculo familiar con él.

Tomó aliento y lo soltó.

—¿Qué sabéis de Liell? —le preguntó a Roh—. ¿Es realmente un Chya?

—Hubo un Chya Liell —dijo Roh—. Y nuestro Liell era un buen hombre antes de convertirse en consejero en Leth. —Roh bajó la vista a las piedras, luego la levantó con una expresión de asco en la cara—. Yo lo sé. Hay rumores de que es el mismo hombre. Hay rumores de que el que está en Leth es un qujal. Que él, como Thiye de Hjemur, es viejo. Lo que puedo decirte es que él es el poder en Leth. Pero si vienes de Leth, ya lo sabes. A veces, él es un enemigo tranquilo. Y cuando las peores bestias han llegado al bosque de Koris, los peores envíos de Thiye, la gente de Liell no ha estado menos comprometida que nosotros en librar a Koris de esta plaga. En ocasiones observamos una paz de cazadores para nuestro mutuo beneficio. Pero nuestra acogida de Morgaine no mejorará las relaciones entre Chya y Leth.

—Creo en tus rumores —dijo Vanye por fin. Una frialdad se asentaba en su estómago al recordar lo sucedido a la orilla del lago.

—Yo no —replicó Roh— hasta esta noche, hasta que ella entró en la casa.

—Nos iremos por la mañana —dijo Vanye.

Roh se le quedó mirando a la cara durante un momento más.

—Hay Chya en ti —dijo Roh—. Primo, me das pena. Tú destino, ¿cuánto te queda al servicio de ella?

—Mi año —dijo él— acaba de comenzar.

Y pasó entre ellos la comunicación en silencio de que ese año sería el último. Aceptada por Roh con una triste inclinación de cabeza.

—Si llega a suceder —dijo Roh—, si llega a suceder que te encuentras libre… regresa a Chya.

Y antes de que Vanye pudiese contestar nada, Roh se alejó, retirándose a un corredor distante que conducía a otras cabañas, como en una conejera. Él estaba agitado por la única cosa que nunca había soñado con recibir: que los Chya le aceptasen.

De alguna manera era sólo una crueldad. Él moriría antes de que su año terminase. Morgaine estaba inclinada a la muerte, y él la seguiría. Y en eso no tenía elección. Un momento antes, él no había tenido una esperanza en particular.

Ahora la tenía. Miró en torno suyo al salón, seguramente una de las casas señoriales más extrañas de todo el Andur-Kursh. Aquí había un refugio, una bienvenida, una vida.

Una esposa, hijos, honor.

Estos no eran suyos. No lo serían. Se dio la vuelta y cruzó los brazos en torno a las rodillas, mirando desolado el fuego. Aunque ella muriera, lo que era probablemente la idea en la cabeza de Roh, quedaba el lazo adicional de la promesa de destruir Hjemur.

Si llega a suceder que te encuentras libre.

En toda la historia del hombre, Hjemur nunca había sido conquistado.