EL salón tenía un aspecto andrajoso, lleno de telarañas en los rincones, con la argamasa desluciéndose aquí y allá, creando huecos entre las grandes piedras irregulares que proporcionaban a las arañas abundantes escondites. El marco de madera de terminaba de encajar en las piedras alrededor de la puerta. El brazo, para sujetar la antorcha, colgaba precariamente de uno solo de los tornillos.
La propia cama se hundía incómodamente. Vanye tanteó con su brazo izquierdo para descubrir los límites de ésta. Su mano derecha estaba muy inflamada, hinchada a causa del veneno. No podía recordar claramente lo que había sucedido, excepto que había estado ahí tumbado mientras las cosas recuperaban su claridad. Y había una persona que se inclinaba sobre él, a cada rato, apartando a las demás.
Se dio cuenta finalmente de que esa persona era Morgaine. Sin su capa, vestida con ropa de hombre negra que acentuaba su delgadez. Y, sin embargo, llevaba por encima un tgihio, un ropón negro y plata que quedaba incongruente. Ella tenía una faceta bárbara que hasta el momento él no había sospechado. Y la espada Bebé Robado colgaba sobre su silla, el resto de su equipo estaba apilado a sus pies de una manera poco femenina.
La miró fijamente, intentando aclarar sus ideas y recordar cómo había llegado hasta allí y era aún incapaz. Ella le miró y sonrió tensa.
—Bien, vos no perderéis el brazo —dijo ella.
Él movió la mano herida e intentó flexionar los dedos, estaban demasiado hinchados. Lo que ella había dicho le asustaba porque su brazo estaba afectado hasta el codo y le dolía al doblarlo.
—¡Flis! —llamó Morgaine.
Una chica entró, andando de espaldas, en el cuarto, porque tenía las manos ocupadas con paños de lino y una jofaina de agua hirviente.
La chica giró para hacer una reverencia a Morgaine, y ésta la miró enfurruñada e hizo un movimiento brusco de cabeza en dirección a Vanye.
El agua caliente le dolió. Apretó los dientes y soportó las compresas, centrando su atención, a cambio, en su enfermera. Flis era de cabello y ojos oscuros, intensa y cálidamente femenina. Su escotado corpiño de campesina se abría un poco cuando ella se inclinaba, le sonreía y le acariciaba el rostro. Su postura y sus modales eran como los de otras chicas de baja familia o sin ella que habitaban en una casa señorial. Y que tenían la esperanza de quedarse preñadas de un señor para avanzar a una situación honorable. Su esperma no podía ennoblecer a nadie, pero ella aplicaba sobre él sus artes porque, de momento, era un desconocido y no representaba ningún peligro.
Con sus manos calmó la fiebre y le dio vino, muy aguado, para beber y le hablaba con tontas palabritas cariñosas. Cuando las manos de ella tocaban la frente de él, se dio cuenta de que no parecía importarle su pelo corto, que habría advertido a cualquier mujer lista de cuál era su carácter y su situación y la habría alejado indignada.
Entonces recordó que estaba, sin duda, en la casa de Leth, donde los parias y los forajidos eran bienvenidos mientras soportasen los caprichos del señor Kasedre y no fuesen melindrosos sobre las órdenes que recibían. Aquí un hombre como él no era una novedad. Quizá no menos honorable que el resto.
Entonces se fijó en Morgaine de pie, mirándole por encima del hombro de la chica Flis. Observándola levemente disgustada, lo que constituía un juicio sobre la torpemente rapaz doncella.
Ella se dio la vuelta y se dirigió con paso mesurado hacia la ventana, convenientemente apartada de la vista.
Cerró los ojos, satisfecho porque el dolor de su brazo estaba siendo atendido sin que se le exigiese hacer nada. Había perdido todo el honor que un hombre podía perder. Al haber sido rescatado por su liyo, una mujer, y entregado a sirvientes como éstos.
Leth toleraba la presencia de Morgaine, hasta la rendía honores a juzgar por el esplendor de la túnica de invitados que le ofrecía y reconocía con indulgencia su derecho de señora tratándola como igual.
La mano de Flis se situó en un sitio impropio. La apartó indignado ante semejante tratamiento en presencia de su liyo, además de una mujer. Flis soltó una risita.
Con un susurro de terciopelo, Morgaine regresó, puso mala cara e hizo una inclinación de cabeza malhumorada a la chica. Flis recuperó rápidamente el buen sentido y recogió la jofaina y las toallas con prisa desgarbada.
—Déjalas —ordenó Morgaine.
Flis las dejó junto a la mesa al lado de la puerta y se inclinó al salir. Morgaine se acercó a la cama, levantó la compresa de la mano herida de Vanye y agitó la cabeza. Entonces se acercó a la puerta y deslizó la silla de forma que nadie pudiese abrirla desde fuera con facilidad.
—¿Estamos amenazados? —preguntó Vanye alarmado ante semejantes precauciones.
Morgaine tomó su propio equipo, sacando algunos ungüentos de su botiquín.
—Supongo que lo estamos, pero no es por eso que he atrancado la puerta. No nos han proporcionado un cerrojo y estoy harta de esa descarada fisgoneando en mis asuntos.
Miró nervioso mientras ella colocaba sus medicinas en la mesa junto a él.
—Yo no quiero…
—Objeción denegada —ella abrió una jarra y frotó un poco de ungüento en su herida, que era más grande y más dolorosa que antes. Después de poner la compresa, la medicina le irritó e hizo que latiese la herida, pero la calmó más tarde. Ella preparó algo en el agua y le ordenó, insistiendo, que se lo bebiese.
A partir de ese momento comenzó de nuevo a sentirse somnoliento y esta vez Morgaine era la causa.
Estaba sentada junto a él cuando se despertó. Sacando brillo a su estropeado yelmo y atendiendo a su armadura. A causa del aburrimiento, imaginó él.
Ella elevó la cabeza y reparó en él.
—Mejor —dijo él, porque parecía encontrarse libre de fiebre.
—¿Puedes levantarte?
Lo intentó, no era fácil. Se dio cuenta de que en su ceguera y en su preocupación por el esfuerzo mismo no estaba vestido y agarró la sábana, estando a punto de tropezarse. Los kurshinos eran gente púdica. Ella le examinó con una mirada analítica que le daba más vergüenza que el hecho de que ella no se sonrojara.
—No cabalgarás con energía, lo que es un problema. No me gusta este lugar, no confío en nuestro anfitrión en absoluto y puede que desee abandonarlo de manera precipitada.
Él se dio la vuelta a tientas, alcanzó su ropa e intentó vestirse con su única mano hábil.
—Nuestro anfitrión es Kasedre, señor de Leth, y tienes razón, está loco.
Omitió decir que Kasedre tenía fama de tener sangre qujal en las venas, y esto se aducía como causa de su locura. Morgaine, aunque le inquietaba con sus rarezas, estaba al menos cuerda.
—Descansa —le indicó cuando se hubo vestido, porque el esfuerzo le había fatigado sobremanera—, puede que necesites tus fuerzas, tienen nuestros caballos abajo junto a la entrada principal. Recuerda eso. Escucha, te mostraré lo que he observado en este lugar para el caso de que tengamos que marcharnos por separado.
Y, sentada junto a él en la cama, dibujó sobre las sábanas el plano de los salones y la situación de las puertas. Así que él tenía una idea bastante clara de dónde estaban las cosas sin haberlas visto antes. Ella tenía buenas cualidades para estas cosas. Le agradaba que su señora fuese lista y tuviese experiencia en cuestiones de defensa. Empezó a sentirse más optimista sobre cuál sería la suerte que correrían en este lugar.
—¿Somos prisioneros o invitados? —preguntó él.
—Soy una invitada, al menos de nombre —dijo ella—. Pero no es éste un lugar dichoso para los invitados.
Hubo un golpe en la puerta, alguien intentó abrirla. Cuando el visitante no lo consiguió, se alejó por el pasillo.
—¿Tienes algún deseo de quedarte? —preguntó él.
—Me siento más bien como un ratón que pasase cerca de un gato. Probablemente no existe peligro alguno y el animal parece perezoso y bien alimentado. Pero sería locura entretenerse.
—Si el gato está en verdad hambriento, nos estamos engañando a nosotros mismos —replicó él.
Ella asintió. Esta vez hubo un golpe intencionado en la puerta.
Era Filis de nuevo. La chica sonrió insegura e hizo una reverencia. Vanye la observó desde una perspectiva más clara. Ahora sin la ofuscación mental de la fiebre. No era tan joven como él había creído. Era el maquillaje lo que daba color a sus mejillas. Y su vestido no era inocente y de corte campesino, era desaliñado.
—Se os convoca —dijo ella.
—¿Dónde? —preguntó Morgaine.
Flis no quería mirar a Morgaine a los ojos, pero cuando se dirigió a ella no tuvo elección. Lo hizo y tembló visiblemente.
Su cabeza sólo llegaba al hombro de Morgaine y su aureola de pelo castaño parecía deslucida frente al negro y plata de Morgaine.
—Al salón, señora —lanzó a Vanye una segunda mirada lujuriosa y volvió a mirar a Morgaine—. Sólo a usted, señora. No llaman al hombre.
—Es mi ilin —dijo ella—. ¿Cuál es el motivo?
—Conocer a mi señor —aclaró ella—. No hay problema, puedo cuidarle —insistió.
—No te preocupes. Se las apañará bien. Esto es todo.
Flis parpadeó, no parecía ser muy lista. Entonces retrocedió, hizo una reverencia y se alejó, echando a correr. Morgaine se dio la vuelta y miró a Vanye.
—Mis disculpas —dijo ella secamente—. ¿Te encuentras con fuerzas como para ir al salón?
El, profundamente avergonzado, se inclinó para indicar su asentimiento. Y preguntándose si debía sentirse avergonzado. No deseaba a Flis. Pero, por otra parte, negarlo resultaba indecoroso. Ignoró la burla de ella y afirmó que se encontraba bien. No se encontraba asentado firme sobre sus pies, pero pensó que se le pasaría.
Ella señaló con la cabeza y abrió camino fuera del cuarto.
Afuera todo resultó ser como ella se lo había descrito. La casa estaba en un estado de abandono generalizado, como una fortaleza que hubiera estado largo tiempo abandonada y que hubiese sido vuelta a ocupar de repente, pero todavía no se encontraba habitable. Había algo rancio en el aire, una sensación nauseabunda de suciedad. Efluvios del banquete de la noche anterior, de grasa y vejez, de grietas sin reparar, de tierra y humedad.
—Salgamos sencillamente por la puerta —sugirió él cuando llegaron al piso de abajo; y él sabía que el camino de la izquierda conducía a los caballos y a una cabalgada, salvaje y rápida, lejos de este lugar de locos.
—Liyo, no nos quedemos aquí. No cojamos nada de este lugar. Marchémonos. Deprisa.
—No estáis en condiciones para una persecución o lo haría de buena gana. Tranquilízate. No ofendamos a nuestros anfitriones —dijo ella.
Caminaron sin escolta a través de los largos corredores, en los cuales, a veces, veían sirvientes que tenían el aspecto de mendigos. Como los que, de vez en cuando, aparecían en la puerta de las casas pidiendo los tres días de caridad que por ley les correspondían. Era una vergüenza para un señor mantener a su gente en semejante estado en el interior de su casa. Y la casa de Leth era enorme, sus piedras eran más antiguas que el viaje de caballo de Morgaine hasta Irien. Y todavía más antigua en su conjunto. En su día, había sido una gran casa afamada por su belleza. Si ella la había visto entonces, estaba ahora en un estado lamentablemente distinto. Con los tapices convertidos en trapos grasientos y la piedra desnuda mostrándose a través de las alfombras que descansaban, sucias y agujereadas, sobre el suelo. Había corredores que no tomaron, grandes salones abiertos que respiraban humedad y decadencia, puertas cerradas que no parecían haber sido tocadas en años. Las ratas se apartaban malhumoradas de su camino, buscando los grandes huecos en las paredes, y les miraban con pequeños ojos brillantes.
—¿Cuánto de este lugar has visto? —preguntó a Morgaine.
—Lo bastante —respondió ella— como para saber que hay mucho que anda mal. Nhi Vanye, cualesquiera que sean los pleitos que tengas con Leth, eres mi ilin. Recuérdalo.
—No tengo ninguno con Leth —aclaró él—, los hombres sensatos evitan tenerlos. La locura es como la levadura de esta hogaza. Se extiende y aumenta. Aunque te sientas ofendida, vigila tus palabras, liyo.
Y de repente vio la cara delgada de aquel niño mirándoles con desprecio desde un cruce de corredores. Junto a él, su hermana sonriendo con su cara de rata. Vanye parpadeó y no estaban allí. No estuvo seguro de si los había visto o no.
La puerta del salón principal se abrió para ellos. Se dio prisa para alcanzar a Morgaine. Había un número indeterminado de sujetos extraños dando vueltas. Un puñado de hombres holgazaneaba al fondo del salón, que parecía más propio para un campamento de bandidos en la falda de una colina. Y había unos pocos uyin de una familia elevada, que reconoció como Leth. Estos últimos estaban también delgados y hambrientos, y con la ropa gastada. Sus tojhin eran llamativos, pero estaban deshilachados en los dobladillos. Para reconocer el mérito a su caridad, y a la hospitalidad que habían tenido para con Morgaine, eran verdaderamente menos elegantes que el que le habían prestado a ella.
Y había un hombre, quien sólo podía ser Leth Kasedre, que estaba sentado en el asiento de honor en el centro. Tenía un aspecto juvenil, apenas podía tener menos de treinta años. Y, sin embargo, su cara de bebé estaba pálida bajo un flequillo de pelo oscuro que necesitaba un corte. Para éste nada de trenzas de guerrero, y muchas otras cosas que hacían a un hombre también se echaban en falta. Su pelo caía en rizos ensortijados. Su mirada era la de alguien perseguido, moviéndose bruscamente de un lado a otro. Su boca era la de un hombre enfermo, floja y húmeda en la comisura de los labios. Transmitía una impresión de frío y calor al unísono como una fiebre.
Y su ropa era el esplendor por antonomasia. Brocado de oro ceñía su estrecho pecho, adornado con broches, hebillas y cadenas de oro. Una hoja del Honor, engastada en joyas, añadía una decoración inútil y patética a un mandoble igualmente enjoyado. El aire en su torno estaba cargado con perfumes utilizados para enmascarar la podredumbre. Cuando se acercaron a él no hubo duda: era el olor de la enfermedad.
Kasedre se levantó, extendió la mano para ofrecer un asiento a Morgaine, quien recogió los pies y se acomodó en el asiento que los cortesanos habían dejado libre para ella, un lugar de honor. Llevaba a Bebé Robado colocada alto en la espalda y soltó la correa que sujetaba la espada en su hombro, aflojando un gancho y dejando que la espada se deslizase a su cintura para tener una mayor comodidad sentada. Ella hizo una graciosa reverencia, Kasedre devolvió la cortesía.
Vanye tenía que arrodillarse en el suelo a la fuerza y tocar el mismo con la frente como muestra de respeto, que el Leth apenas se dignó reconocer, preocupado como estaba con Morgaine. Vanye se arrastró a su lugar detrás de ella. Era irritante. Él era, había sido, un guerrero. Aun bastardo, había sido orgulloso. Y, desde luego, un bastardo de Nhi Rijan tenía un rango más alto que éste, el más escandaloso de los señores de la frontera. Pero él había visto a los ilinin en Ra-Morij obligados a soportar semejantes humillaciones, sin que se les reclamase servicio alguno, olvidados, ignorados, sin que nadie tuviese en cuenta qué había sido ese hombre antes de convertirse en ilin y en anónimo. No valía la pena protestar ahora, el Leth era extremadamente peligroso.
—Me siento intrigado al tener a gente como vosotros entre nosotros —dijo Leth Kasedre—. ¿Eres en verdad aquella Morgaine de Irien?
—Nunca dije que lo fuese —contestó Morgaine.
El Leth parpadeó, se echó atrás, se pasó asombrado la lengua por la comisura de los labios.
—Pero en verdad lo eres. Nunca hubo nadie como tú en este mundo —dijo él. En los labios de Morgaine apareció de repente una sonrisa tan salvaje como cualquiera de las de Kasedre.
—Yo soy Morgaine, tienes razón —admitió ella.
Kasedre soltó un largo suspiro e hizo una reverencia que debía ser contestada. Un honor extraordinario para un invitado en una casa señorial.
—¿Cómo es que estás entre nosotros? ¿Has vuelto para cabalgar en otra guerra?
Parecía impaciente, hasta encantado, con la perspectiva.
—Estoy viendo sitios que hay que ver —dijo Morgaine—, estoy interesada en Leth. Tú pareces un principio interesante para mis viajes. —E hizo una modesta inclinación de los ojos—. Te has mostrado muy caritativo en el asunto de mi ilin, de no haber sido por los gemelos…
Kasedre se lamió los labios y pareció ponerse serio de repente.
—¿Gemelos? Ah, malos, muy malos esos niños. Serán castigados.
—Y en verdad deben serlo —dijo Morgaine.
—¿Cenarás conmigo esta noche?
La sonrisa de ella, encantada y exacta, no cambió.
—De muy buena gana, me siento sumamente honrada. Mi ilin y yo asistiremos…
—Ah, pero enfermo como se encuentra…
—Mi ilin asistirá —dijo ella. Su tono era de delicada frialdad, sin dejar de sonreír. Kasedre se acobardó ante esto y sonrió también. Por casualidad, miró en ese mismo momento hacia Vanye, que le miró fijamente malhumorado, absolutamente seguro de las intenciones asesinas que albergaba el corazón de Kasedre. Un odio que se dirigía no hacia Morgaine, a quien temía, sino a la vista de un hombre a quien no podía dar órdenes.
De repente, de una manera violenta, sintió miedo de las capacidades de Morgaine. Se adaptaba con tanta facilidad a los cambios de estado de ánimo del loco Kasedre, era capaz de jugar a los juegos que él jugaba y abrirse camino por el laberinto de sus locuras. Vanye estudió de nuevo su propio valor para su liyo y se preguntó si le entregaría a Kasedre, si resultase necesario, para escapar de esta casa de locos. Calderilla humana arrojada en el camino y olvidada.
Pero, hasta el momento, había defendido sus derechos con una perseverancia perentoria, fuese por el bien de él o por simple arrogancia de ella.
—¿Has estado muerta? —preguntó Kasedre.
—Difícilmente. Estuve aquí hace menos de un mes, Edjnel gobernaba entonces…
Los ojos de lobo de Kasedre brillaron y parpadearon cuando ella dejó caer casualmente el nombre de un señor, antecesor suyo, muerto hacía cien años. Parecía enfadado, como si temiese alguna chanza a costa suya.
—Un atajo —dijo ella, sin inmutarse— a través de los años que vosotros habéis vivido, de ayer a hoy directamente. El mundo vino por el camino largo, dando vueltas por los recodos; yo vine directa. Aquí estoy. La misma. Te pareces bastante a Edjnel.
Una rápida serie de expresiones pasaron por el rostro de Kasedre, terminando en placer al verse comparado con su famoso ancestro. Se envaneció e hinchó el pecho, hasta el punto que su escaso perímetro torácico se lo permitía. Entonces, pareció volver a concentrarse en la confusión que ella le producía.
—¿Cómo? —preguntó él—. ¿Cómo lo hiciste?
—Por los fuegos de Aenor sobre Pywn. No es difícil emplear los fuegos para este propósito…, pero uno tiene que ser muy valiente. Es un viaje temible.
Era demasiado para Kasedre. Tomó varias bocanadas de aire, como un hombre a punto de desmayarse, y se echó atrás, apoyando las manos sobre el mandoble. Miró a sus uyin boquiabiertos, la mitad de los cuales parecían confusos y la otra mitad demasiado tontos como para hacer nada.
—Me dirás más sobre estas cosas —dijo Kasedre.
—De buena gana, durante la cena —respondió ella.
—Ah, quédate. Tómate un vino con nosotros —le rogó Kasedre.
Morgaine mostró de nuevo esa sonrisa gélida, impresionante y falsa.
—Con tu permiso, señor Kasedre, estamos todavía fatigados de nuestros viajes y necesitamos tiempo para reponernos, o temo que no aguantemos un banquete de madrugada. Iremos a nuestros cuartos a descansar un tiempo y después bajaremos a la hora en que se nos llame.
Kasedre hizo un puchero. En momentos como éste, él era peligroso. Pero Morgaine no dejó de sonreír, brillante y mortífera, llena de promesas. Kasedre se inclinó. Morgaine se levantó e hizo una reverencia.
Vanye se postró de nuevo a los pies de Kasedre, y tuvo un momento para observar la mirada que Kasedre lanzó a la espalda de Morgaine.
Seguía aún, se alegró de verlo, aterrorizado.
Vanye temblaba de agotamiento cuando alcanzaron la seguridad de su cuarto en el piso de arriba. Él mismo volvió a colocar la silla contra la puerta y se sentó sobre la cama. La mano fría de Morgaine palpó su frente buscando indicios de fiebre.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.
—Lo bastante bien, señora. Estás loca si pruebas algo de su mesa esta noche.
—Reconozco que no es una perspectiva agradable —se despojó de la espada dragón y la apoyó contra la pared.
—Usted se divierte con él, y él es un demente.
—Está acostumbrado a salirse con la suya —dijo Morgaine—. La novedad de la experiencia puede embelesarle completamente.
Y se sentó en la otra silla y cruzó los brazos.
—Reposa —dijo ella—, creo que lo necesitaremos.
Él se acomodó en el lecho, apoyando el hombro contra la pared y se puso a meditar sobre todo.
—Me alegro que no cabalgases y no me dejases aquí, atontado por la fiebre como estaba. Te estoy agradecido, liyo —dijo como resultado de su meditación. Ella le miró con sus ojos grises de gato con aspecto relajado.
—Entonces, ¿vos admitís que hay algunos lugares peores en los que ser ilin que a mi servicio?
La idea le produjo escalofríos.
—Lo admito. Este lugar es el más destacado entre ellos.
Ella apoyó los pies sobre sus pertenencias. Él se tumbó y cerró los ojos, intentando descansar. La mano le latía. Todavía estaba ligeramente hinchada. Con gusto, habría salido fuera y la habría apretado contra la nieve, valorando esto más que los emplastes de Flis o que las medicinas qujalinas de Morgaine.
—El cuchillo del diablillo estaba infectado con la plaga —dijo él.
Y entonces, recordando algo, añadió.
—¿Los vistes?
—¿A quiénes?
—Al chico y a la chica.
—¿Aquí?
—En el corredor de abajo después de que pasase.
—En absoluto me sorprende.
—¿Por qué soporta esto? ¿Por qué no se resistió a que nos trajesen aquí? Podría haberse ocupado de mi herida por sí misma…, y probablemente también de ellos.
—Tienes un concepto quizá exagerado de mis facultades. No soy capaz de cargar con un hombre enfermo yo sola. Y un enfrentamiento no parecía rentable en aquel momento. Cuando lo sea, estudiaré la posibilidad de hacer algo. Pero, Nhi Vanye, estás encargado de protegerme. Ciertamente, espero que cumplas esa obligación sin falta.
Él levantó su mano inflamada.
—Esto no se encuentra dentro de mis facultades por el momento, si llega a ser necesario abrirse camino fuera de aquí luchando.
—Así que tú mismo has contestado a tu primera pregunta. —Así era Morgaine en los momentos en que resultaba más irritante. Se acomodó de nuevo a esperar. Luego, en vez de eso, empezó a dar paseos. Se parecía mucho a un animal salvaje enjaulado. Ella necesitaba hacer algo con las manos y no le quedaba nada que hacer. Se acercó a la ventana con barrotes, miró afuera y volvió de nuevo.
Ella hizo esto por turnos durante un rato muy largo. Un rato sentada, un rato paseando. Causándole a él un nerviosismo que, de no haber sido por el dolor que sentía en el costado, se habría levantado y paseado por el cuarto en plena frustración. ¿Se había estado quieta esta mujer alguna vez?, se preguntó él, o ¿tenía alguna vez descanso de aquello que la impulsaba? No era simple desasosiego motivado por su confinamiento. Era lo mismo que había ardido en ella durante el tiempo que habían pasado juntos en la carretera. Era como si ella hubiese estado bastante cómoda mientras estuviese en movimiento, pero cualquier retraso no deseado la irritaba más de lo que ella podía soportar.
Era como si la muerte y los Fuegos Brujos fuesen una cita que ella estuviese ansiosa por cumplir. Y ella se sintiese agraviada por cualquier mezquina interferencia por parte de seres humanos en su misión.
La luz del sol en la habitación disminuyó. Las cosas adquirieron un perfil borroso. Cuando hasta el mobiliario se volvió confuso. Hubo un golpe seco en la puerta que Morgaine contestó. Era Flis.
—El amo dice que vayan.
—Vamos de camino —dijo Morgaine. La chica se entretuvo en la puerta jugando con las manos.
Entonces escapó.
—Esta no es menos atolondrada que el resto —dijo Morgaine—. Pero es más digna de compasión. —Recogió su espada, además del resto de su equipo, y guardó en su túnica algunas cosas de su equipo.
—No sea que alguien registre nuestras cosas mientras nos ausentemos —dijo ella.
—Todavía está la posibilidad de correr hacia la puerta, liyo. Tómala. Estoy más fuerte. No hay razón para que no pueda, de alguna manera, cabalgar.
—Paciencia —le animó—. Además ese hombre, Kasedre, es interesante.
—Él es además un asesino y despiadado —dijo él.
—Están los Fuegos Brujos de Leth. Vivir junto a los Fuegos Brujos de Leth, tal y como han cambiado desde que me marché, no es saludable. No me gustaría tener que quedarme aquí mucho tiempo.
—¿Quieres decir que el mal de esta cosa, de los fuegos, los ha convertido en lo que son?
—Hay emanaciones —dijo ella— que no son saludables. Yo misma no sé todo lo que puede resultar de ellas. Sólo sé que no me gustó el desperdicio que vi al salir de Aenor-Pywn. Y me gusta todavía menos el que veo en Leth. Los hombres están más retorcidos que los árboles.
—No puedes avisar a esta gente —protestó él—, les es indiferente cortarnos la garganta, si les irritamos. Y si planeas algo distinto con ellos, algunos…
—Ten cuidado, hay alguien en el pasillo.
Los pasos se detuvieron, comenzaron de nuevo aumentando su velocidad. Vanye soltó un taco por lo bajo.
—Este lugar está lleno de gente escuchando.
—Somos, sin duda, lo más interesante para escuchar en este lugar —dijo ella—. Vamos, bajemos al salón. ¿O no te sientes capaz? Si en verdad no, alegaré encontrarme indispuesta, privilegio de la mujer, y retrasaré el asunto.
En verdad afrontaba la posibilidad de una larga tarde en compañía del loco Leth con temor. No sólo a causa del Leth, sino también a causa de la fiebre que ardía en sus venas. Él prefería cabalgar ahora que tenía fuerzas. Si surgían problemas en el salón, no estaba seguro de poder servir de ayuda a Morgaine o a él mismo.
Lo cierto era, consideró él, que con sus armas ella era capaz de ayudarse a sí misma. Era su ilin zurdo quien podría no conseguirlo.
—Podría quedarme aquí —sugirió él.
—¿Con sus sirvientes para ocuparse de ti? —preguntó ella—. No podrías tú mismo, airosamente, atrancar la puerta contra ellos. Pero nadie considera extrañas las cosas que yo hago. Diré que no te encuentras bien, me quedaré aquí y atravesaré la puerta yo misma.
—No. Tienes razón. Estoy suficientemente bien. Y tienes seguramente razón respecto a los sirvientes —pensó en Flis, quien, si entretenía a todo el mundo en esta casa repugnante con las mismas artes que le había mostrado a él, tenía seguramente fiebre o sería portadora de otra enfermedad más desagradable. Y recordó a los gemelos, quienes se habían deslizado en la oscuridad como un par de ratas de palacio. Por alguna razón, ellos y sus pequeños cuchillos le inspiraban más temor del que nunca le habían inspirado los arqueros myyas. No podía golpearlos como se merecían, el que fuesen niños todavía frenaba su mano. Sin embargo, ellos no tenían escrúpulos y sus dagas estaban muy afiladas…, como ratas, pensó de nuevo, temibles como ratas a pesar de su tamaño. Sentía miedo hasta por Morgaine con criaturas como ellos corriendo por los pasillos y planeando en la oscuridad.
Ella salió. Él caminaba a la distancia correcta, medio paso detrás de ella, tanto por razones de formalidad como de seguridad. Él se había dado cuenta de que uno veía cosas de esta manera, cosas que sucedían una vez que Morgaine había pasado de largo. Él era sólo un ilin. Y nadie hacía caso de un sirviente. Y los sirvientes de Kasedre la temían. Estaba en sus miradas. Esto en esta casa era un gran tributo.
Y hasta los bandidos la miraron con precaución en sus ojos calientes cuando ellos entraron en el salón. Un toque de hielo, un frío viento que soplaba sobre ellos. Era curioso: había más respeto en su cara de temor, una vez que ella había pasado, que en la indiferencia que mostraban ante ella. Un asesino mayor que cualquiera de ellos, pensó él indignadamente, y la respetaban por ello.
Pero los lethenos, los uyin que se agrupaban en las mesas altas, la miraban con sonrisas educadas, y allí también había lujuria. No menor que en los ojos de los bandidos, pero fría y templada con el miedo. Morgaine era muy hermosa, Vanye mantuvo esa idea apartada de él. Estaba tentado de tomarse pocas libertades con los qujal. Y con ésta menos que con ninguno. Pero cuando la vio en aquel salón, su cabeza pálida como un rayo de sol en la oscuridad, elegante con su delgada forma envuelta en el tgihio, portadora de la espada dragón con la gracia de alguien capaz de emplearlo, una extraña visión vino hasta él: vio, como en una pesadilla de la fiebre, un nido de corrupción y una serpiente brillante deslizándose en él, mientras las criaturas inferiores se apartaban, con hipnóticos ojos de basilisco, peor, más mortífera e infinitamente más hermosa. La muerte soñando con la muerte y sonriendo. Tembló ante su visión y la vio inclinarse ante Kasedre. E hizo su propia reverencia sin mirar su rostro pálido y loco. Se retiró a su lugar y, cuando estuvieron atendidos, examinó cuidadosamente, y lo olisqueó, el vino que les ofrecieron.
Morgaine bebió. Se preguntó si sus artes podrían hacerla invulnerable a los venenos y a las drogas. O salvarle a él que no lo era. Por su parte, apenas bebió, y esperó un largo rato entre tragos, sencillamente jugando con el vino. Esperó que apareciese el menor signo de mareo. Ninguno lo hizo. Si iban a ser envenenados, sería de una manera más sutil.
Los platos eran variados. Ellos comieron de los sencillos y lentamente. Había un fluir continuo de vino, del cual ellos rara vez bebieron. Y por fin fue retirado el último plato con Morgaine y Kasedre todavía sonriéndose mutuamente. Más vino les fue ofrecido.
—Dama Morgaine, nos planteasteis un problema y nos prometisteis soluciones para esta noche —rogó Kasedre.
—¿Sobre los Fuegos Brujos?
Kasedre se movió animado a lo largo de la mesa para sentarse junto a ella. Hizo un gesto enérgico con la mano al amanuense, atormentado y mal vestido, que revoloteaba continuamente junto a su codo aquella noche.
—Escribe, escribe —le dijo al amanuense. Porque en cada casa famosa había un bibliotecario para llevar los archivos como era debido, y elaborar una historia de los acontecimientos de cada casa.
—Qué interesante me resultaría tu libro —murmuró Morgaine— con todo el tiempo que me he perdido en los asuntos de los hombres. Dame tu permiso, mi señor Kasedre, para tomar prestado tu libro por un momento. ¡Oh! ¡Por compasión!, pensó Vanye, ¿estamos condenados a quedarnos aquí todavía más? Había tenido la esperanza de que podrían marcharse. Y miraba lo grueso que era el libro y a todos los aristócratas aburridos, rojos por el vino, con el aspecto de bestias ansiosas de matar. Y se preguntó cuánto tiempo duraría su paciencia.
—Nos sentiríamos honrados —replicó Kasedre. Era probablemente la primera vez en años en que alguien se había molestado en mirar el mustio tomo de Leth, repleto como estaba de asesinatos e incestos. Los rumores eran bastante siniestros, aunque pocas noticias salían de Leth.
—Aquí —dijo Morgaine, y colocó el libro, que se desmoronaba, en su regazo. Mientras que el pobre y anciano estudioso, un viejo verdaderamente estropeado que apestaba a vino, se sentó junto a su rodilla vestida de brocado y elevó la vista hacia ella, con la frente arrugada y parpadeando. Le lloraban los ojos y se le caían los mocos. Se secó las dos cosas con la manga. Morgaine abrió las páginas, despegando las que el moho había unido, separándolas con las uñas, volviendo a doblarlas de la manera correcta, mientras buscaba los años que ella quería.
En algún lugar del fondo del salón algunos de los hombres menos educados estaban dedicados a una conversación bulliciosa. Parecía como si hubiese en marcha algún juego de apuestas. Ella lo ignoró por completo. Aunque Kasedre parecía molesto por ello. El propio señor de Leth se dejaba caer cerca de ella, pendiente y atemorizado del silencio. El índice de ella subrayaba las palabras. Vanye alcanzaba a ver, sobre el hombro de ella, el pergamino amarillento y la tinta que se había desdibujado adquiriendo un tono marrón rojizo. Era una maravilla que alguien que chapurreaba el idioma con tan poca seguridad como ella pudiese descifrar el antiguo garabato. Pero sus labios se movían mientras descifraban las palabras.
—Mi viejo amigo Edjnel —dijo ella suavemente—, aquí está su muerte. Qué, ¿asesinado? —Kasedre inclinó la cabeza para leer las palabras—… Y su hija, la pequeña Linna…, ahogada en el lago. Pero Tohme gobernó seguramente…
—Mi padre fue hijo de Tohme —interpuso Kasedre. Sus ojos se volvieron ansiosamente hacia el rostro de ella como si temiese su desaprobación.
—Cuando recuerdo a Tohme, estaba rodando sobre las rodillas de su madre, la dama Aromwell. Alguien sumamente hermosa y graciosa. Era una Chya. Cabalgué hasta esta casa una noche. —Pasó la frágil página—. Sí. Aquí está:
»… Llegó ella entonces a esta morada, portadora de malas noticias del camino. El señor Aralde… —Hermano de Edjnel y de mi amigo Lrie, quien fue conmigo a Irien y murió allí—, el señor Aralde había tenido muy mala fortuna en su compañía durante sus viajes, que intentó salvar Leth contra la oscuridad que avanza desde… Bien, bien, éste fue otro asunto triste, el del señor Aralde. Era un buen hombre, desafortunado. Una flecha del bosque se lo llevó. Y los lobos estaban detrás de mi pista entonces… A partir de entonces, ella temía que la frontera se hubiese perdido, que no habría nadie que se alzase para la salvación de los Reinos Medios, salvo sólo Chya y Leth, y éstos privados de hombres y gravemente dañados. Así que se despidió de Leth y se marchó de esta casa, siendo muy lamentada su marcha. Bueno, da igual, me conmueve saber que se me echó de menos por lo menos en Leth —sus dedos buscaron nuevas páginas—. Mira aquí hay noticias de mi viejo amigo Zri, el consejero de Tiffwy. ¿Sabéis o no? Bien… Chya Zri había llegado a Leth siendo amigo de los reyes de Koris —una sonrisa salvaje apareció en su cara como si esto le hiciese mucha gracia—. Amigo —se reía suavemente—. Sí, amigo de la mujer de Tiffwy. Y allí hay una historia que contar.
Kasedre tiró con ambas manos de la manga de ella, sus pobres ojos enfebrecidos se movían de su cara la libro, y viceversa.
—Zri era muy honrado aquí. Pero murió —dijo él.
—Zri era un zorro —dijo Morgaine—. Ah, listo ese hombre. Propio de él no haber estado en Irien después de todo, aunque cabalgó con ellos. Zri tenía una oreja pegada al suelo constantemente. Siempre le decía a Tiffwy que podía oler el desastre. Y Edjnel nunca confió en él. Por desgracia, Tiffwy sí. Y me extraña de verdad que Edjnel le admitiese cuando llegó a Leth…, nos ha honrado con su presencia como tutor… del joven príncipe Leth Tambe para guiarle en las diversas cuestiones de los asuntos de Estado y negocios públicos, siendo también tutor de la dama Chya Aromwel y su hija Linna, tras la lamentada pérdida de Leth Edjnel.
—Zri enseñó a mi padre —dijo Kasedre, cuando Morgaine permaneció sumida en sus pensamientos, charloteaba nervioso, con ganas de agradar—. Y a mi padre, además, algún tiempo. Era viejo, pero tuvo muchos hijos.
Uno de los uyin se rio entre dientes, tapándose la mano con la boca. Era poco prudente. Leth Kasedre se volvió y le miró fijamente. Y ese Liyo inclinó el rostro y pidió disculpas alegando que algún suceso del fondo del salón había sido la causa de su diversión.
—¿Qué clase de hombre fue Tohme? —preguntó Morgaine.
—No lo sé, se ahogó. Igual que tía Linna —dijo Kasedre.
—¿Quién fue tu padre?
—Leth Hes. Fue un gran señor. —Kasedre, hinchado de orgullo, insistió en pasar él mismo las páginas para indicárselo.
—Alumno de Zri.
—Y tuvo mucho oro. —Kasedre se negaba a distraerse, pero su cara se entristeció.
—Yo nunca le vi. Murió. Se ahogó también.
—Qué desgracia. Yo me apartaría del agua. ¿Qué sucedió? ¿El lago?
—Creen. —Kasedre bajó la voz— que mi padre se suicidó. Era alguien triste. Obsesionado con el lago. Especialmente triste después de que Zri se fuese, Zri…
—¿Ahogado?
—Se fue y no volvió. Fue una noche mala. Era un viejo de todos modos —hizo un puchero—. He contestado a todas tus preguntas y tú no me has contestado aunque me prometiste una respuesta y no la has dado. ¿Dónde estuviste todos estos años? ¿Qué sucedió contigo si no moriste?
—Si un hombre —dijo ella, continuando leyendo mientras le contestaba— cabalga en los Fuegos Brujos de Aenor-Pywn, entonces lo sabrá. Es posible a cualquiera, aunque tiene ciertos precios.
—Los Fuegos Brujos de Leth, ¿bastarían? —dijo Kasedre absorbiendo humedad de su boca.
—Muy probablemente, aunque es arriesgado. Los fuegos tienen cierta capacidad para hacer daño. Conocía la seguridad de Aenor-Pywn. Sabía que no podían hacer daño. Pero no me metería en los fuegos de Leth sin haberlos visto. Están junto al lago que parece extraer un gran tributo de Leth. Buscaría otra ayuda que ésa, señor Leth. Buscaría Aenor-Pywn. Todavía le concedía sólo parte de su atención mientras pasaba las grandes páginas que se deshacían. Entonces sus ojos se fijaron en el viejo estudioso.
—Vos parecéis lo bastante anciano como para recordarme.
Al dirigirse Morgaine directamente a él, el pobre viejo intentó hacer la reverencia principal, pero no consiguió hacerlo con gracia.
—Señora, aún no había nacido.
Ella le miró con curiosidad y se rio suavemente.
—Entonces no me quedan amigos en Leth. Nadie es lo bastante viejo.
Pasó más páginas, cada vez más rápidamente.
«En este día triste se celebró el funeral del señor Leth Tokme, a la edad de diecisiete años…, con él su consorte, la dama señora Leth jeme». De verdad, un solo entierro.
—Mi abuela se ahorcó por la pena —dijo Kasedre.
—Y tu padre fue Leth muy joven. Y Zri debió tener mucho poder.
—Zri. Zri. Zri. Los tutores son aburridos.
—¿Tuviste uno?
—Liell. Chya Liell. Ahora es mi consejero.
—No he conocido a Liell. —Kasedre se mordió los labios.
—No quiso venir esta noche. Dijo que estaba indispuesto —bajó la voz—, nunca había visto a Liell indispuesto.
«Liell de Los Chyas… ha ofrecido fiestas extraordinarias… con ocasión del cumpleaños del señor Kasedre, el muy honorable señor…, dos doncellas…». Verdaderamente. —Morgaine parpadeó y miró la página—, verdaderamente único, y he visto muchas fiestas.
—Liell es muy listo. Inventa maneras de entretenernos. No quiso venir esta noche, por eso las cosas están tan aburridas. Pensará en algo mañana.
Morgaine continuó examinando las páginas.
—Debo pedir disculpas. Debo estaros aburriendo y molestando a vuestro escriba anotando mi visita. Pero esto me intriga. Procuraré pagar vuestra hospitalidad y vuestra paciencia.
Kasedre se inclinó con afectación, pidiendo desconsideradamente cortesía de todos los de la mesa contigua.
—Hemos archivado al detalle toda tu visita. Es un gran honor a nuestra casa.
—Leth siempre ha sido amable conmigo.
Kasedre extendió el brazo, lo que era muy descortés, el acto de un niño fascinado por el brillo, y sus dedos temblorosos tocaron el brazo de Morgaine y la empuñadura de Bebé Robado.
Ella dejó de moverse, cada músculo petrificado en un instante, entonces ella movió su brazo delicadamente y apartó sus dedos de la empuñadura.
Los músculos de Vanye estaban tensos como piedras y su mano izquierda tanteaba para desenfundar su espada sin nombre. Podrían quizá alcanzar la mitad del salón antes de que les derribasen cincuenta espadas. Y tenía que proteger la retirada de ella.
Kasedre apartó la mano.
—Desenfúndala. Desenfúndala, quiero verla —la urgía.
—No. No en casa de amigos.
—Fue forjado en Leth —dijo Kasedre con los ojos negros brillándole—, dicen que la magia de los Fuegos Brujos se empleó en su forja. Un herrero de Leth ayudó a fabricar su empuñadura, quiero verla.
—Nunca me separo de ella y la valoro mucho. Fue hecha por Chan, el más querido de entre mis propios compañeros, y por Leth Omry, como dices. Chan la llevó durante un tiempo, pero me la dio antes de morir en Irien. Nunca me abandona y pienso con cariño en los amigos de Leth que ayudaron a fabricarla.
—¡Veámosla!
—Trae el desastre adonde quiera que es desenfundada y no lo haré.
—Os pedimos esto.
—Yo no… —la sonrisa pintada y firme volvió a su rostro— me arriesgaría a que le sucediese una desgracia a la casa de Leth. Créeme.
Había una mueca en las facciones de Kasedre, un sonrojo en sus mejillas, su respiración se volvió más rápida y un silencio repentino reinó en el salón.
—Pedimos esto —repitió.
—No, no lo haré.
Intentó agarrarla, y, cuando ella le esquivó, vengativo agarró el libro, giró sobre sus talones y lo arrojó a la chimenea, repartiendo ceniza.
El viejo escriba, lloroso, se lanzó como un cangrejo tras el libro, vertiendo la tinta que manchó su túnica. Lo rescató y se sentó limpiando las quemaduras de sus bordes. Sus viejos labios se movían como si le hablase.
Y Kasedre se puso a chillar, a gritar a sus invitados hasta que le salió espuma en las comisuras de los labios y adquirió un color púrpura. Ingratitud era lo principal en sus acusaciones. Lloraba y maldecía.
—¡Bruja qujalinal! ¡Bruja! ¡Bruja! —les gritaba.
Vanye estaba sobre sus pies, sin desenvainar, pero convencido de que tendría que hacerlo.
Morgaine tomó un último trago de vino y también se levantó. Kasedre todavía gritaba, levantó la mano hacia ella como si fuese a golpearla, pero tembló como si no se atreviese. Morgaine no se inmutó. Y Vanye comenzó a sacar su espada de la funda.
En el salón había comenzado un tumulto que murió repentinamente, comenzando por la puerta. Había aparecido un hombre alto y delgado de gran dignidad, de cuarenta, cincuenta años de edad. El silencio se extendió. Kesendre empezó a gimotear, a decir sus quejas por lo bajo, petulante.
E increíblemente, esta aparición, esta nueva autoridad, se acercó a Kasedre para inclinarse de rodillas y hacerle una reverencia.
—Liell —dijo Kasedre con voz temblorosa.
—Vaciad el salón —su voz era cuerda, tranquila y terrible.
Los bandidos del fondo no hicieron ruido alguno, los uyin empezaron a apartarse. Kasedre logró poner una cara desafiante un momento, Liell le miró fijamente. Entonces Kasedre dio la vuelta y huyó para ocultarse a la sombra de las cortinas.
Liell hizo una leve y educada cortesía para los dos.
—La famosa Morgaine de los Chya —aquí había cordura, Vanye soltó un suspiro de alivio y enfundó la espada—, no eres la visitante más bienvenida que ha venido alguna vez a esta casa —estaba diciendo Liell—, pero te avisaré de todos modos, Morgaine. Lo que quiera te trajese de vuelta, te alejará de aquí si provocas a Kasedre. Es un niño, pero manda sobre otros.
—Creo que compartimos familia —dijo replicando fríamente a su descortesía.
—Soy adoptada kri Chya, pero de una familia, tú y yo.
Se inclinó de nuevo, pareciendo ofrecer verdadero respeto.
—Perdón, me sorprendes. Cuando me llegó el rumor no lo creí. Pensé que quizá se tratase de algún charlatán con un juego entre manos. Pero ahora veo que eres la verdadera. Y ¿quién es éste?
—Todo en familia. Soy Chya por parte de madre —dijo Vanye con una pizca de insolencia, ya que había sido descortés con Morgaine.
Liell se inclinó sobre él. Por un momento, sus ojos, extrañamente sinceros, se posaron sobre él robándole la cólera.
—¿Su nombre, señor?
—Vanye —dijo él, alarmado por la repentina atención.
—Vanye —dijo Liell suavemente—, ése es un hombre Chya, por cierto. Pero aquí tengo poco que ver con el clan Chya… Dama Morgaine, permíteme que te conduzca a tus habitaciones. Has creado un montón de problemas aquí. Oí los gritos y descendí, si me perdonas, a tu rescate.
Morgaine se inclinó para demostrar su agradecimiento y comenzó a caminar junto a él. Vanye, ignorado ahora, se colocó unos pasos detrás y se dedicó a vigilar pasillos y salones.
—Al principio no me lo creí. Pensé que los cambios de humor de Kasedre le habían afectado o que alguien se estaba aprovechando de él. Sus fantasías son tan elaboradas. Puedo preguntar el porqué…
Morgaine empleó de nuevo esa sonrisa falsa e impresionante.
—No. No discuto mis asuntos con alguien a quien dejo atrás. Pronto me marcharé. No deseo ayuda. Por lo tanto, lo que hago aquí no tiene importancia.
—¿Te diriges al territorio Chya?
—Tengo bienvenida familiar allí. Pero dudo que fuese de la calidez que conocí si fuese a dirigirme allí ahora. Hablame de ti, Chya Liell. ¿Cómo va Leth hoy en día?
Liell extendió una mano elegante en torno a lo que les rodeaba. Era un hombre guapo y garboso, con el pelo cano. Su vestido era de un discreto azul oscuro, sus hombros se elevaron con un suspiro.
—Estoy seguro de que ves cómo están, señora. He conseguido mantener Leth intacta frente a la marea de los acontecimientos. Mientras Kasedre se dedica a sus diversiones, Leth prospera. Pero su ligera sangre no producirá otra generación. Los hijos y nietos de Chya Zri, quien sé que no encontró favor a tus ojos, son la principal defensa de Leth, me sirven bien. Lo del salón es lo que recibimos en Leth. Esos desechos.
Morgaine se abstuvo de hacer comentarios. Empezaron a subir las escaleras. Una carita delgada se asomó a ellos por una esquina y se retiró rápidamente.
—Los gemelos —dijo Vanye.
—Ah —dijo Liell—, hshi y Tlin. Malos.
—Hábiles con las manos —dijo Vanye secamente.
—Son lethenos. Hshi es el arpista de la casa. Tlin canta. También roban. No les dejéis entrar en vuestros cuartos. Creo que fue Tlin la responsable de vuestro accidente. El informe parece una de sus travesuras.
—Apenas era necesario que se molestase. Mi camino conducía a Ra-Leth, me apetecía venir. Esa niña puede resultar una peste molesta.
—Por favor, dejadme a mí los gemelos. No os molestarán esta noche. ¿Qué provocó a Kasedre esta noche?
—Se puso sobreexcitado. Creo que no tiene costumbre de recibir visitas.
—Ni de calidad ni bajo estas circunstancias.
Terminaron de subir las escaleras y llegaron al piso en que se encontraban sus habitaciones. Los sirvientes estaban ocupados encendiendo las lámparas, hicieron grandes reverencias al pasar Morgaine y Liell.
—¿Cenasteis bien? —preguntó Liell.
—Tuvimos suficiente —respondió ella.
—Duerme tranquila, señora, nada os molestará. —Hizo una reverencia cuando Morgaine cruzó la puerta, pero cuando Vanye intentó seguirla le sujetó por el brazo.
Vanye se detuvo con la mano sobre la empuñadura, pero la intención de Liell parecía ser la conversación y no la violencia. Se apoyó cerca, colocando una mano sobre su hombro, una confianza que uno podía tomarse con un sirviente, hablando en grandes susurros urgentes.
—Está en un gran peligro. Sólo que temo lo que ella pueda hacer. Ella tiene que marcharse de aquí y esta noche, te lo digo sinceramente, —se apoyó hasta que la espada de Vanye estuvo contra la pared y la mano le sujetaba el hombro con gran firmeza—. No confíes en Flis, no confíes en los gemelos, sobre todo. No confíes en nadie de Kasedre.
—¿Tú no lo eres?
—No tengo interés en ver esta casa destruida, que es lo que puede suceder si ella se ofende. Por favor, sé lo que ella está buscando, ven conmigo y te lo mostraré.
Vanye lo pensó mirando los ojos oscuros y sobrios del hombre. Había una tristeza peculiar en ellos, un magnetismo que impelía a la confianza.
Los dedos se clavaban en su carne, a un tiempo autoritarios e íntimos.
—No —le costó articular las palabras—. Soy ilin de ella, acepto sus órdenes no ordeno sus asuntos.
Y temblando se libró de las manos de Liell, buscó la puerta, no consiguió coger el cerrojo, lo abrió y lo cerró seguro tras de sí.
Morgaine le miró interesada, hasta preocupada. Él no le dijo nada. Se sentía aún enfermo por dentro. Pensando que debería haber confiado en Liell, pero contento de no haberlo hecho.
—Tenemos que marcharnos de este lugar. Ahora —la urgió.
—Hay cosas que me gustaría saber. Sólo he encontrado el principio de las respuestas. Puedo descubrirlas si nos quedamos.
No había forma de discutir con Morgaine. Se tumbó junto a su propia chimenea, un hogar pequeño y humeante que calentaba el cuarto desde un conducto común, calentándose en las piedras, dejándole la cama por si ella la quería.
Ella no la quiso, se dedicó a dar paseos, eventualmente su intranquilidad adquirió un ritmo y dejó de ser enloquecedora. Justo cuando él se hubo acostumbrado a ello, se paró. La miró en la ventana, observando la oscuridad a través de una grieta en las ventanas y abriéndolas para que entrase una nueva corriente de aire en su cuarto.
—Parece que la gente nunca duerme en Ra-Leth —le comentó finalmente cuando él cambió de postura para que las articulaciones no se le pusiesen rígidas—. Allí hay antorchas en la nieve.
Murmuró una respuesta y suspiró, apartó la vista incómodo cuando ella abandonó la ventana y se dirigió a la cama. Se quitó la túnica y la dejó al pie, apartó todo el resto de su equipo y lo colgó sobre el dosel; la túnica, ligera de tela, y la armadura, que valía lo que muchos reyes de la actualidad; las botas y el calor de la túnica interior de cuero. Y se estiró libre del peso de la armadura, delgada y femenina, vestida con pantalones de montar y camisa de lino. Apartó los ojos hacia nada en particular, la escuchó ponerse cómoda en la cama.
—No seáis demasiado amable. Sois bienvenido a vuestra mitad —murmuró cuando él volvió a mirar hacia ella.
—Se está caliente aquí —contestó triste sobre la piedra dura y deseando no haberla visto como la había visto. Ella no hablaba con segunda intención, estaba firmemente convencido de ello y no se lo reprochaba. Se quedó sentado como ilyn, e intentando recordárselo a sí mismo, con los brazos cruzados hasta que le dolieron. Quedarse tumbado sin armadura cerca de ella sólo era seguro mientras ella así lo quisiese.
Qujal. Aseguró la idea en su cabeza para enfriarse la sangre. Qujal y mortífera. No era cosa de un hombre auténtico pensar de otra manera.
Recordó el aviso de Liell. La cordura en la mirada del hombre la atraía, le aseguraba que existía alguna razón. Y lamentó no haberlo escuchado. No estaba ya la excusa de su bienestar para quedarse en Ra-Leth. La fiebre había disminuido y había bajado la hinchazón de su mano, con el tratamiento de las medicinas estaba escamada, pero sólo un poco rojo en torno a la herida. Tenía las articulaciones débiles, pero era capaz de cabalgar. No había otra excusa para quedarse que la de que ella quería algo de Kasedre y de su grupo de locos, que podía costarles la vida a los dos.
Era intolerable. Sentía simpatía por Liell, un hombre cuerdo obligado a vivir en medio de esta locura. Entendía que alguien así quisiese algo distinto, que se preocupase de ver caer en una red semejante a otro hombre sensato.
—Señora, salgamos de aquí —dijo arrodillándose junto a la cama y despertándola.
—Vete a dormir, no hay nada que hacer esta noche. Este lugar está revuelto como una colmena aplastada.
Volvió al fuego con tristeza, y, al cabo de un rato, comenzó a dormir.
Hubo un arañazo en la puerta. Era mínimo, pero se convirtió en siniestro al no cesar en medio de aquel silencio. Pensó en despertar a Morgaine, pero ya no se atrevía a poner a prueba su paciencia habiéndola despertado antes. Buscó la espada, avergonzado de sí mismo al tiempo que asustado, probablemente sólo eran ratas.
Entonces vio cómo se descorría el cerrojo y se habría la puerta, quedando apoyada contra la silla. Alcanzó su arma. Morgaine se despertó y alcanzó la suya.
—Señora —llegó el susurro—, soy Liell, déjame entrar, rápido.
Morgaine hizo un gesto, Vanye apartó la silla, y Liell entró, cerrando la puerta silenciosamente detrás de él. Estaba vestido con una túnica de viaje.
—Tengo provisiones para vos y un camino despejado a los establos. Venid. Debéis venir. Puede que no tengáis otra oportunidad.
Vanye miró a Morgaine, empezando a plantear un ruego, ella frunció el rostro.
—¿Qué precio pagarás tú por esta traición, Chya Liell?
—Me costará la cabeza si me atrapan y una casa donde vivir si la familia de Kasedre os ataca, como me temo que harán, le guste a él o no. Venid, señora, os guiaré lejos de aquí. Están todos tranquilos, incluyendo los guardias. He puesto melame en el vino de Kasedre. Él no se despertará y los demás no sospechan. Vamos.
No había nadie moviéndose en el salón de afuera. Pisaban las escaleras con cuidado, bajando los distintos tramos que conducían al piso principal. Un centinela estaba sentado junto a la puerta, con la cabeza hundida sobre el pecho. Algo en su postura irritaba los sentidos, su mano derecha colgaba de una manera que habría resultado incómoda a un hombre sobrio.
También drogado, pensó Vanye. Sin embargo, pasaron con cuidado junto al hombre hasta la misma puerta.
Entonces Vanye se fijó en la oscura mancha húmeda que tenía en la pechera, oculta por lo oscuro del tejido. Sus sospechas se despertaron, le dio escalofríos pensar que podía matarse a un hombre tan fácilmente.
—¿Obra tuya? —le susurró a Liell, a una distancia a la que Morgaine pudiese oírle. No sabía a quién avisaba. Sólo tenía miedo y pensó que estaría bien que quien fuese inocente tomara nota y estuviese sobre aviso.
Se mantuvieron en la sombra y echaron a correr. Había más hombres muertos en la puerta del establo. De repente, se le ocurrió a Vanye que tenía Liell una defensa muy fácil ante cualquier acusación de asesinato: que ellos mismos eran los asesinos.
Si se hubiesen quedado en la casa, Liell habría estado en dificultades. Se había arriesgado mucho, a no ser que el asesinato fuese algo corriente en esta casa de locos.
Controló estos pensamientos producto del miedo. Ansiaba quedar libre de los muros de Leth. El rápido golpe de una nariz aterciopelada en la oscuridad, los olores estimulantes de la paja, del cuero y de los caballos limpiaron sus pulmones de la decadencia pegajosa de la casa Leth. Tenía junto a él a su propia yegüita baya y saltó a su grupa. Morgaine colocó la espada dragón en su lugar correspondiente y montó a Siptah.
Entonces vio a Liell conduciendo en la sombra otro caballo igualmente ensillado.
—Os conduciré sanos y salvos hasta los límites de Leth —dijo él—. Nadie duda aquí de mi autoridad para entrar y salir. Estoy aquí visto y no visto, y de momento creo que es mejor no ser visto.
Pero una sombra se apartó de su camino mientras iban al trote a través del patio, una sombra con dos cuerpos pequeños, un golpear de pies se alejó rápidamente sobre las piedras del patio.
Liell maldijo. Eran los gemelos.
—Cabalgad, ahora no es posible ocultarlo más tiempo —dijo.
Espolearon los caballos y alcanzaron la puerta. Aquí también había hombres muertos, tres de ellos. Liell ordenó bruscamente a Venye que se ocupase de la puerta. Y Vanye saltó, levantó la barra y abrió la puerta, apartándose del camino al tiempo que el caballo negro de Liell y el gris Siptah pasaban velozmente perdiéndose en la noche.
Se arrojó sobre la espalda de la pobre yegua baya. El pobre poni no estaba a la altura de esos grandes animales. Y él la impulsó a seguirlos, sintiendo el temor repentino de que la muerte en persona se estaba despertando y desperezando detrás de ellos.