CAPÍTULO III

LOS lobos habían devorado el venado durante la noche, después de que la nieve hubiese dejado de caer con tanta fuerza. La zona alrededor de los huesos descarnados estaba marcada por los rastros de las pisadas de los lobos, y algunas de esas pisadas eran sorprendentemente grandes. Vanye miró hacía abajo cuando su propio camino atravesó la zona pisoteada y reconoció, sin lugar a dudas, las grandes huellas de las bestias de los bosques de Korish, más hienas que lobos.

La carnicería entristeció todavía más la mañana que se estaba abriendo hacia esa claridad con el brillo del hielo que ciega los sentidos, ocultando con un velo de brillantez toda la fealdad bajo el cielo azul. Pero, para ellos, el velo ya había sido manchado. La muerte les acompañaba a cuatro patas. De los lobos normales no sentía un gran miedo, raramente se molestaban en atacar a los hombres, excepto durante los inviernos más terribles. Pero las bestias de Korish eran otra raza. Mataban. Mataban y nunca con la intención de comer. Una perversión en la naturaleza.

Morgaine también miró las huellas y no parecieron afectarla. Quizá, pensó Vanyé, nunca llegó a verlas en sus tiempos, antes de que Thiye aprendiese a deformar la corrección de la naturaleza. Quizá la magia se había vuelto más poderosa de lo que ella recordaba, y ella no conocía los peligros hacia los que cabalgaban.

Y quizá, y esa era la peor idea, él mismo no se daba cuenta de que era la criatura con quien cabalgaba esta brillante mañana, pacíficamente, su rodilla junto a la rodilla de ella. La temía por su reputación: eso era natural. Y quizá, pensó él, no sentía el miedo suficiente en su presencia. Ella podía matar sin tocar y sin dejar herida. No podía olvidarse de la mirada de sorpresa del venado que, por lógica, no podía haber muerto. Un hueso mordisqueado se interponía a medias en su camino. Su caballo se apartó de aquello.

Cabalgaron de regreso al valle de las piedras, cruzando el arroyo helado, cuarteando el todavía delgado hielo. Y cabalgaron a lo largo del sendero sinuoso junto a las peñas grises, bajo la sombra de la colina llamada la Tumba de Morgaine. A pesar de la nieve, había una luz trémula en el cielo, entre los dos pilares tallados, parecida a la que hay sobre las piedras calientes.

Morgaine levantó la vista mientras cabalgaban. Tenía en la cara una extraña expresión de disgusto. Él empezó a comprender con qué pocas ganas había entrado cabalgando en aquella cosa, al ser perseguida por los hombres de Heln.

—¿Quién la liberó? —preguntó él de repente.

Ella le miró sorprendida.

—Dijo que alguien debía liberarla de aquel lugar. ¿Qué es eso? ¿Quién la retuvo allí? ¿Y quién la liberó?

—Es una Puerta —dijo ella. Y durante un instante apareció en su mente la imagen de pesadilla de un jinete blanco recortándose contra el sol. Era difícil recordar esta imagen. Como los sueños, tendía a difuminarse por el bien de la cordura.

—Si es una puerta —dijo él—, entonces ¿de dónde vino usted?

—Estaba entremedias hasta que alguien alterase el campo. Esa es la manera en que funcionan las Puertas que no han sido sincronizadas. Es como un estanque en el tiempo de poca, muy poca, profundidad. Fui arrastrada, de nuevo, a su orilla.

Miró hacia aquella cosa y no podía comprenderla. Y, sin embargo, era una explicación para lo que veía tan buena como cualquier otra.

—¿Quién la liberó? —preguntó él.

—No lo sé —dijo ella—. Entré cabalgando con los hombres pegados a mis talones, una sombra pasó sobre mí, salí cabalgando de nuevo. Fue como un parpadeo. No, tampoco eso. Era solamente un entremedias. Sólo que era más denso que cualquier otro entremedias a través del cual yo haya cabalgado. Me parece que fuisteis vos, o, como dice vuesa merced, usted fue quien me liberó.

—Eso es imposible —dijo él—. Nunca me acerqué a las piedras.

—No haría una apuesta basándome en ese recuerdo —dijo ella.

Ella volvió el rostro. Aquí, él cabalgó detrás de ella porque el sendero era muy estrecho en la base de la colina. Tenía ante sí la visión de la cola oscilante del caballo, de la capa blanca de Morgaine y de su espalda insolente. Y la presencia de aquella estructura, que ella había llamado Puerta, entristecía todos sus pensamientos. Tuvo tiempo de sobra para arrepentirse de su juramento en aquel lugar de mala suerte. Y supo que, durante su año con Morgaine, estaba destinado a ver y oír muchas cosas que inquietarían a un hombre honrado y un día religioso.

Tuvo una repentina e incómoda intuición al verla cabalgando junto a él sobre el trozo de vieja carretera pavimentada entre los monolitos menores: que ésta era una clase de anacronismo como un hombre que visitaba la guardería de su infancia rodeado de juguetes tristes. Ciertamente, Morgaine había salido del pasado remoto. Y era cosa sabida que el pueblo qujal había sido malvado y sabio, y capaz de hacer cosas que los hombres habían, felizmente, olvidado. No necesitaban transportes, no necesitaban cosas como las armas de los mortales. El pueblo qujal sólo quería y empleaba hechicerías, y lo que deseaban se convertía en sustancia. Hasta que se convirtieron en todavía más malvados y se destruyeron ellos mismos.

Y, sin embargo, Morgaine cabalgaba, viva y poderosa. Y llevaba, bajo la rodilla, una hoja forjada con artes olvidadas, en medio de las ruinas de cosas que ella había conocido como un día fueron.

Se decía que Thiye Thiyez era inmoral, que renovaba su juventud quitando la vida a otras personas y que nunca moriría mientras encontrase desgraciados a quienes hacerles esto. Había tendido a burlarse de ese rumor, todos los hombres morían.

Pero Morgaine no lo había hecho. No en más de cien años. Y era todavía joven. Ella encontraba cien años aceptables, quizá había conocido sueños más largos que éste.

Los pasos altos estaban bloqueados por la nieve y el hielo. El tordo y el bayo se esforzaban para remontar los ventisqueros. Pero les costaba tanto que iban muy despacio. A menudo tenían que parar para que descansasen los animales. Y, sin embargo, al caer la tarde, habían atravesado los lugares más difíciles y sin encontrar ningún Myya o ver huellas de fieras.

Era buena suerte. No podía durar.

—Señora —dijo él durante uno de sus descansos—. Si seguimos al ritmo que vamos, llegaremos al valle de Morij Erd. Y, si entramos allí, lo más probable es que no hallemos una bienvenida para ninguno de los dos. Este caballo mío salió de esa tierra. Y Gervaise, su señor, es Myya. Y ha hecho un juramento solemne de colocar mi cabeza en una pica y tratar igualmente otras distintas partes de mi anatomía. No hay una buena perspectiva, para usted o para mí, en esa dirección.

Ella sonrió levemente, había estado de mejor humor desde por la mañana, cuando habían abandonado el valle de las Piedras por la sombra más honrada de los bosques de pinos y de las rocas.

—Torzamos al este, hacia Koris.

—Señora, usted conoce de sobra su ruta —protestó él triste—. ¿Por qué necesitaba capturarme como guía?

—¿Cómo podría saber de otro modo que Gervaine es señor de Morij Erd? —preguntó ella, sonriendo todavía. Pero sus ojos no sonreían—. Además, no dije que fueras una guía en estas tierras, ilin.

—Entonces, ¿qué?

Ella no contestó. Tenía esa costumbre cuando la preguntaba algo que la desagradaba. Morgaine simplemente se callaba, y contra eso no se podía discutir, sólo frustrarse.

Volvió a subir a la silla y se dio cuenta de que torcían más hacia el este, hacia Koris. Hacia la tierra que estaba más firmemente en manos de Thiye, a partir de allí.

Hacia el crepúsculo se encontraron de nuevo en medio de un bosque de pinos. Nubes de centro gris navegaban sobre la luna y aumentaban conforme caía la noche. Y, sin embargo, ellos continuaron cabalgando, temerosos de tormentas, preocupados por los caballos porque les quedaba poco grano en las alforjas y deseaban hacer el mayor recorrido que pudiesen con la esperanza de llegar a terreno más llano antes de que el invierno se hubiese asentado definitivamente en los parajes que tenían ante ellos. La brillante luna les mostraba el camino.

Por fin las nubes se hicieron más densas y el camino apenas practicable, los árboles se acercaban y oscurecían el cielo con sus sombras erizadas. Un árbol caído cerca de la carretera les prometía al menos un lugar más seco donde descansar y leña para el fuego. Se detuvieron y Vanye colocó las ramas de la forma correcta para hacer una hoguera con madera húmeda.

Cómo se prendió el fuego, Vanye no llegó a verlo. Se volvió a por leña, se volvió de nuevo y una diminuta lengua de fuego había prendido entre las ramas húmedas. La madera mojada soltaba una llama irregular pero ardía. Y él alimentó leña seca con delicadeza.

—Hay un cierto peligro en esto —advirtió a Morgaine mirándola fijamente a través del fuego—, puede haber hombres por aquí que lo vean o lo huelan. Y aquí nadie es amistoso con nadie. No me gustaría saber lo que esto puede atraer, así que es mejor hacerlo pequeño y no mantenerlo encendido hasta la madrugada.

Ella abrió la mano, y a la luz tenue le mostró una cosa negra y brillante, rara y fea. Le repugnó, no sabía decir por qué. Sólo que no podía haber sido hecha por ninguna mano que él conociese. Y había algo repugnante en ver esa cosa en su hermosa y delgada mano.

—Esto es suficiente para los bandidos y las fieras —dijo ella—, y confío en que seas hasta cierto punto hábil con la espada y con el hacha. Los ilinin no sobrevivían largo tiempo de otra manera.

Él se inclinó en reconocimiento silencioso.

—Trae nuestro equipo —le indicó.

Lo hizo limpiando la nieve del gran árbol y dejando sobre él todo lo que pudiese estropearse a causa de la humedad. Ella empezó a cocinar una cena para ellos con la carne, que estaba casi congelada, mientras él les daba un poco del grano que les quedaba a los caballos, que lo pedían de una manera lastimosa porque querían el resto. Pero él endureció su corazón contra ellos, triste y sin apetito para la buena carne de venado que tenían. Como buen kurshino, era incapaz de comer mientras sus caballos pasasen hambre.

A un hombre se le juzgaba por sus caballos y el estado en que estaban, y si hubiese sido grano lo que ellos mismos estaban comiendo les habría dado con gusto su parte y habría pasado hambre.

Fue y se acomodó, triste, junto al fuego, masajeando su mano, que se estaba quedando rígida.

—Para mañana tenemos que haber descendido de estas alturas, de algún modo —dijo él—. Incluso aunque tengamos que tomar un camino peligroso. Sólo nos queda grano para un día. Estos caballos no pueden abrirse camino a través de bancos de nieve como éstos y pasar hambre. Les mataremos si seguimos.

Ella inclinó la cabeza.

—Estamos sobre un camino cierto —dijo ella.

—Señora, yo no conozco este camino, y he recorrido el camino que va de Morija a la frontera de Koris y Erd de distintas maneras.

—Es un camino que yo conocí —dijo ella. Y levantó la mirada al cielo que se encapotaba, las copas de los pinos parecían negras recortándose contra la luna helada—. Había entonces menos árboles en él.

Él hizo un gesto contra el mal por puro reflejo, sin pensarlo. Pensó después que podía molestarla. En vez de eso, ella miró brevemente hacia abajo, como si evitase contestar.

—¿Hacia dónde vamos? —le preguntó a ella—. ¿Estamos buscando algo?

—No. Sé dónde está —dijo ella.

—Señora —le preguntó, porque parecía que ella iba a hundirse en otro de sus silencios. Hizo una enfática inclinación. No podía soportar otro día de aquello—. Señora, ¿dónde? ¿Adonde vamos?

—A Ivrel —y cuando, a causa del miedo, él abrió la boca para protestar ante esa locura, dijo—: No te he dicho aún qué servicio reclamo de ti.

—No —reconoció él—, no lo ha hecho.

—Es éste, ilin: matar al señor de Hjemur Thiye. Y destruir su ciudadela si yo muero.

A él se le escapó una risa que se convirtió en llanto. Era lo que ella le había prometido a los seis señores que haría. Diez mil hombres habían muerto en el intento. Así que muchos habían supuesto que ella nunca había sido una enemiga de Thiye, sino amiga y bruja sirviente, enviada para conducir a la ruina los reinos medios.

—Ah, yo os acompañaré —respondió ella—. No te pido que lo hagas solo. Pero si perezco, éste será tu servició para mí.

—¿Por qué? —preguntó él abruptamente—. ¿Por venganza? ¿Qué daño os he hecho, señora?

—Vine a sellar las Puertas —dijo ella—, y si todo estuviese perdido, ésta es la manera de hacerlo. No creo que pueda enseñarte otra manera. Toma mis armas y ataca al corazón de la fortaleza de Hjemur. Esto servirá. Tanto como cualquier otra cosa que yo pueda hacer.

—Si deseas arruinar las puertas —dijo él amargamente porque no terminaba de creerla—. Había un principio que podía hacerse en los fuegos de Aernor-Pywn y pasaste de largo.

—No tenía sentido tocarla. Todas son peligrosas. Pero la Puerta Maestra es la que llamas el Fuego Brujo de Ivrel. Sin ella, todas las demás desaparecerían. Una vez, todas condujeron allí. Ahora todas existen sin profundidad o dirección. Son lo único que Thiye no ha descubierto completamente cómo manejar. No puede apagarlas o usarlas de una en una. Thiye no es pariente mío, pero ha sido instruido. Juega con cosas que sólo comprende a medias. Aunque —añadió ella— puede que en cien años haya crecido en sabiduría.

—No entiendo nada de esto —protestó él—. Libéreme de esta cosa, no la honra pedirme algo semejante. La acompañaré, lo juro. Le prestaré el servicio de un ilin hasta que termine lo que emprenda. No importa los crueles y miserables que sean las cosas que me pida. También juro esto, hasta más allá de mi año. Hasta en Ivrel, si es ahí adonde usted se dirige. Pero no me pida esto y haga depender mi juramento de ilin en esto.

—Todas esas cosas —dijo ella en un tono bajo— ya las tengo por el juramento que me has dado. —Y entonces su voz casi se convirtió en amable—. Vanye, estoy desesperada. Cinco de nosotros vinimos aquí y cuatro están muertos, porque no comprendíamos claramente a lo que nos enfrentábamos. No toda la antigua sabiduría está muerta aquí. Thiye se ha encontrado maestros y quizá haya alcanzado verdadera sabiduría. Hasta cierto punto, tengo la esperanza de que lo haya hecho. Su ignorancia es tan peligrosa como su malicia. Pero si te envío, no te enviaré en una completa ignorancia.

Él inclinó la cabeza.

—No me hable de estas cosas. Si usted necesita un brazo derecho, aquí estoy. Nada más que eso.

—Bien está —dijo ella—. Bien por el momento. No te obligaré a aprender más conocimientos si no es necesario.

Y ella afiló con el cuchillo una rama para sujetar las tiras de carne. Se quitó el casco porque le hacía daño en la frente por tenerlo tanto tiempo puesto, pero no se quitó la cofia. Hacía frío y la vergüenza todavía se lo impedía, incluso delante de ella. Se envolvió en su capa y empezó a cocinar su propia comida. Y compartió el vino con ella. Después se acercó al tronco y se tumbó sobre la parte superior. Y ella, un rato más tarde, sobre la parte inferior. Era una cama rara pero mucho mejor que la nieve fría de debajo. Y se tumbó como un guerrero en un ataúd, con la espada colocada sobre el pecho porque no quería soltarla de su mano esta noche y en este lugar. Ni siquiera la guardó en su vaina. Y tarde, cuando la hoguera casi se había apagado, se puso nervioso con la idea de que había algo moviéndose, además del viento que agitaba las ramas heladas, algo grande y con peso. Y él esforzó la vista y contuvo el aliento para ver y oír lo que podría ser.

De súbito vio la mano de Morgaine dirigirse hacia el cinturón debajo de su capa y supo que estaba despierta.

—Echaré leña al fuego —dijo él. Y esto también era por si alguien les miraba. Hizo rodar el tronco en cuclillas, casi esperando un ataque o algo parecido.

Un arbusto crujió. Sonó un ruido de nieve pisada, en rápida disminución.

Él miró a Morgaine.

—No era un lobo —dijo ella—, alimenta el fuego y hecha un vistazo a los caballos. Si cabalgamos ahora, quizá no ofrezcamos un mejor blanco que aquí. Pero me temo que este sendero ha cambiado demasiado como para arriesgarnos a recorrerlo de noche.

A partir de entonces fue una noche movida. Las nubes se volvieron más densas. Hacia el amanecer llegaron las primeras nieves. Vanye blasfemó con ganas, resultando conmovedor. Odiaba el frío como la muerte misma. Les envolvió hasta que todo el mundo era blanco y vagabundeaban entre viento, que era como un velo, como espectros. Estuvieron a punto de perder el contacto en ocasiones. Hasta que el cielo descendiente dejó de moverse en torno a ellos y tuvieron una tarde libre de disgustos. El sendero dejó por completo de parecerlo y, sin embargo, ella todavía afirmaba conocer el camino. Morgaine juraba que había cabalgado unos días antes, cuando eran jóvenes los árboles que ahora eran viejos. Y se alzaban otros que ahora no estaban. Y el sendero era hermoso y muy recorrido.

Sin embargo, ella insistió en que no se confundiría sobre el camino. Y hacia la tarde es lo cierto que llegaron a un verdadero camino, o a los restos de uno, e hicieron un verdadero campamento en un lugar agradable, que estaba por lo menos protegido del viento que aumentaba. Un hueco entre las rocas que daba a un prado abierto. Lo que era raro en estas colinas. Con el viento soplando y sin una cama seca para descansar, hizo lo que pudo con agujas de pino. Y buscó debajo de la nieve hierba para los caballos, pero estaba muy profunda y congelada. Alimentó a los caballos, preguntándose qué sucedería con ellos el día de mañana. Y entonces volvió a la hoguera que Morgaine había hecho para sentarse agazapada, envuelta en su capa como un pájaro de invierno, triste y abandonada. Se durmió pronto, descansando lo que pudo hasta que Morgaine le despertó, empujándole delicadamente con el pie. A partir de este momento, ella se quedó dormida en el lugar cálido que él había abandonado, y él se apoyó contra una roca. Con los brazos y las piernas colocados alrededor de su mandoble, intentando, pese a la fatiga, mantenerse alerta.

Dio sin pretenderlo una cabezada. Se enderezó de golpe. Uno de los caballos relinchó. Pensó que él mismo le había asustado con su movimiento repentino, pero él seguía nervioso. Entonces se levantó con la espada desenfundada en la mano y se dirigió a ver a los caballos.

Un peso le golpeó la espalda, gruñendo y escupiendo, con una voz que parecía humana. Él gritó y se volvió, notó el impacto en la misma cuando la espada mordió en hueso.

Y algo escapó dando zancadas, una sombra oscura y agazapada en la oscuridad. Había otras cosas parecidas uniéndose en su retirada. Vio un relámpago de luz, se volvió para mirar a Morgaine.

Por un instante, él se acobardó, temiendo lo que ella sujetaba no menos que a las bestias de Koris. Y todavía temblando en cada extremidad a causa del ataque.

Morgaine le esperó y él se volvió hasta ella, se arrodilló sobre la alfombra de pinos, y cuidadosamente limpió su espada en la nieve y la secó frotándola. Le asqueaba la sangre de las cosas de Koris sobre el limpio acero. No le dolían las heridas, esperaba que no hubiese habido ninguna rotura en la piel. No creía que hubiesen desgarrado la cota de malla.

—Estos no son animales naturales —dijo ella.

—No. Están lejos de ser naturales —coincidió él—. Pero pueden morir con armas naturales.

—¿Estáis vos herido?

—No —aseguró él. Sorprendido, hasta contento, porque ella le había preguntado. Él inclinó la cabeza en una reverencia a medias. Un tributo a la cortesía que ella había demostrado, que como liyo no debía a un ilin—. No, no lo creo.

Ella se acomodó de nuevo y dijo:

—¿Descansaréis?, yo velaré un rato.

—No —dijo él—, no podría dormir.

Ella asintió, se acomodó y se acurrucó para dormir.

La nieve había dejado de caer por la mañana; el sol se puso, claro y brillante, sobre ellos. Empezando a fundir hasta un poco de la nieve. Y emprendieron su camino cuesta abajo por el otro lado de la montaña. Los espacios abiertos iban aumentando entre las rocas y los pinos a ambos lados de la carretera.

Sobre una loma se les ofreció de repente un panorama de las tierras más bajas, de blanco fundiéndose en verde, donde las alturas menores se habían cargado menos de nieve. Y los bosques se extendían tan lejos como alcanzaba la vista, hasta el Koris, y adentrándose en las tierras bajas.

En la distancia, más allá de la bruma, el cono ominoso de Ivrel, pero estaba demasiado lejos como para poder verlo. Sólo se veían las cumbres nubladas de Alis Kaje, la madre de las águilas, y Cedur Maje, que eran las paredes de piedra de Morija, separando Kush de Andur, los dominios de Thiye de los de los hombres.

Cabalgaron más fácilmente ese día, encontraron hierba para los caballos y se prepararon para descansar un rato. Continuaron y más contentos. Llegaron a una valla. Una valla baja para pastos hecha con piedras sin pulir, la primera señal que habían encontrado de habitantes humanos.

Ella la primera visión de algo humano que Vanye había tenido desde el último roce de una flecha myya, y estaba contento de ver las señales de la presencia de sencillos pastores y respiró más tranquilo. Durante los pocos días anteriores, y en compañía como la que cabalgaba, uno podía olvidarse de granjas, ovejas y gente normal.

Entonces llegaron a la vista de una casita, un lugar hogareño. Con rústicas paredes de piedra y un jardincillo que parecía cubierto de malas hierbas, cubierto en parte por la nieve, las ventanas colgaban.

Morgaine agitó la cabeza, la incredulidad se reflejaba en su mirada.

—¿Qué es este sitio? —le preguntó él.

—Una granja —respondió Morgaine—, una granja hermosa y agradable —y entonces añadió—: Pasé la noche aquí, apenas hace un mes de mi vida. Era gente amable la que vivía aquí.

Él pensó que debían haber sido gente sin miedo para haber acogido a Morgaine después de Irien. Y vio, volviéndose en la silla, cuando pasaban por el otro lado de la casa, que la parte trasera del techo se había hundido.

¿Fuego?, se preguntó. No era una venganza sorprendente para gente que había cobijado a una bruja. Morgaine había producido una serie de desastres por donde pasaba que a menudo afectaban a personas inocentes.

Ella no se fijó, cabalgó hacia adelante sin volver la vista atrás. Y él permitió a su yegua baya —llamaba Mai al animal, como a todos sus caballos— alcanzar al tordo. Cabalgaron, rodilla con rodilla, callados y malhumorados. Morgaine no era nunca una compañía alegre y esta visión la había puesto verdaderamente melancólica.

Entonces, al volver un repentino recodo del camino, al mismo tiempo que los pinos empezaban a amontonarse cerca de ellos y de la pequeña valla, encontraron sentados a dos niños harapientos.

Hombre y mujer parecían ser de clase muy baja, granujillas despeinados con enormes ojos oscuros y mejillas chupadas, sentados en la misma valla a pesar de la nieve. Treparon para ponerse en pie, los ojos llenos de desgracia, extendieron manos huesudas.

—Comida, comida —gritaron—, por caridad.

El tordo Siptah levantó las patas delanteras lanzando golpes con las pezuñas, y Morgaine sujetó las riendas, no golpeando al chico por poco, quien se apartaba con las fosas nasales abiertas y los ojos desorbitados. Hasta que sus cuartos traseros tocaron la valla al otro lado del camino. Y Vanye sujetó la rienda de Mai con mano dura, maldiciendo a los niños temerarios. Granujillas semejantes a éstos no eran una visión inusitada en Koris. Mendigaban y robaban sin escrúpulo.

Allí habría ido a parar, había pensado Vanye a veces, de no haber sido por Rijan. Los hijos bastardos de los señores, a veces, tenían otro destino que el que él había conocido antes de su exilio. Los pobres eran frecuentes en las colinas de Andur, sin familia y sin dinero. Y los hijos, sin padre, de las pobres chicas terminaban, generalmente, bastante mal. Si sobrevivían a la infancia, crecían para convertirse en los peores salteadores.

Y quizá la chica engendrase a otros de su clase, la miseria engendrando miseria.

Ninguno de los dos podía tener más de doce años. Y parecían ser hermano y hermana, quizá gemelos. Tenían la misma mirada lobuna, la misma delgadez puntiaguda en sus caras y se abrazaban juntos, lejos de las peligrosas pezuñas.

—Comida —suplicaban todavía cogidos de la mano.

—Tenemos suficiente como para repartir —dirigió sus palabras a Morgaine, una petición porque sus alforjas todavía estaban repletas con la carne del venado de hace unos días. Sentía compasión de quienes eran como esos niños, por asquerosos que fuesen. Siempre que podía, les daba limosna para tener suerte, recordando lo que era.

Y, cuando Morgaine consintió con una inclinación de cabeza, se echó adelante y levantó las alforjas de la espalda gris de Siptah. Y estaba a punto de abrirlas, cuando la chica, aventurándose cerca de Mai, arrancó el atillo de su silla cortando una de las cinchas.

Soltó una maldición. Lo bastante listo como para no dejar caer la comida y perseguir a un niño mientras el otro no se hubiese marchado. Arrojó el paquete envuelto en cuero a Morgaine, levantó la pierna sobre el pomo de la silla. El niño también escapó, saltando la valla. Vanye lo persiguió de cerca.

—Ten cuidado —le sugirió Morgaine.

Pero los pilletes que escapaban dejaron caer sus pertenencias. Satisfecho con eso, se paró a recoger sus cosas, molesto porque volvieron para reírse de él como los niños traviesos que eran, bailoteando a poca distancia.

Agarró al chico cuando se acercó demasiado, sin otra intención que darle un cachete y hacerle recuperar el sentido. El chico se revolvió entre sus manos y soltó un torrente de maldiciones. Y la niña, con un grito, se arrojó sobre él y le clavó un cuchillo en la mano que sujetaba al chico. Se clavó profundamente, lo suficiente como para que él apartase la mano.

Chillaron y echaron a correr, abandonándole entre el botín, y desaparecieron entre los árboles. Él todavía maldecía por lo bajo cuando volvió con Morgaine, chupando la herida que la descarada niña le había infringido en la mano.

—Hijos de picaros —murmuró—, ladrones, banda de mal nacidos —había sido deshonrado ante su liyo, su señora dueña, y montó a la silla de Mai con gracia arisca, habiendo atado atrás su equipo. Hasta ese momento se había sentido indignamente usado, tomado a traición e indignamente usado por ella. Era la primera vez que no había estado a la altura de sus obligaciones. Y eso le hacía sentirse infeliz por partida doble habiéndose fallado a sí mismo y a su liyo.

Y entonces empezó a sentirse extraño como un hombre que ha bebido demasiado vino. Con un zumbido en la cabeza y toda su persona extrañamente dislocada de lo que le rodeaba.

Alarmado, miró fijamente a Morgaine, poco dispuesto a pedir ayuda. Pero, de pronto, sintió que la necesitaba. No conseguía comprender qué era lo que pasaba por sus sentidos. Era como el principio de una fiebre. Él osciló sobre la silla.

El delgado brazo de Morgaine le sujetó. Acercó a Siptah hasta él, frenando su caída. Escuchó la voz de ella hablándole con dureza y ordenándole firmemente que se sujetase.

Él centró su peso y se dejó caer, con la suficiente inteligencia al menos como para distribuir el peso de su cuerpo, que caía sobre el cuello de Mai. El pomo de la silla le hacía daño, la curva le quitaba el aliento. No tenía fuerzas ni para arreglar eso.

Morgaine estaba en acción. Sujetaba su mano herida. Le dolía de una manera distante, notó la cálida boca de ella sobre la herida. La trató como si fuese una mordedura de serpiente. Escupiendo el veneno, maldiciéndole a la mala suerte de ellos en un idioma que no podía comprender, lo que le asustaba.

Intentó ayudarla. Por un momento no se le ocurrió nada. Y se sorprendió al darse cuenta de que ella se había movido de nuevo y estaba sobre Siptah, conduciendo su caballo por las riendas. Y ellos estaban cabalgando de nuevo a lo largo de la carretera. Ella tenía su propia capa sencilla, las pieles de ella le estaban calentando a él.

Se agarró a la silla hasta que su cuerpo atontado le dijo que ella le había atado para que no se cayese. Se relajó entonces y se rindió al movimiento del caballo. Ahora la sed le atormentaba. No tenía fuerzas como para pedir nada. Era vagamente conciente de interludios en el viaje, entremezclados con oscuridad.

Y la oscuridad estaba creciendo en el cielo.

Él estaba agonizando. Llegó a estar seguro de eso. Empezó a preocuparle que podía morir y ella olvidarse de sus promesas y enviarle al más allá con ritos extraños. Estaba aterrorizado por la idea. Y por ese temor se negaba a morir. Luchó contra los lapsos de inconsciencia. A veces, casi consiguió recuperar el suficiente vigor y fuerza de voluntad, pero todas las palabras le salieron embarulladas. Y ella, por lo general, le ignoraba, suponiendo que tenía fiebre o sin preocuparse.

Entonces fue consciente de que había jinetes cerca de ellos. Vio la cimera en el yelmo de aquel que les conducía: un lobo con un venado en sus fauces. Y reconoció la marca e intentó desesperadamente avisarla.

Pero hasta ellos tomaron sus palabras por delirios. Morgaine se unió a ellos y fueron escoltados cuesta abajo en el valle de Koris hacia Ra-Leth.