Una hoguera ardía en la boca de la cueva, que era poco profunda, interponiendo una barrera de calor entre ellos y la nieve que les empujaba. Él no quería comer la carne, pero se sentía débil a causa del hambre de varios días, de tal manera que le dolían las articulaciones y el menor esfuerzo hacía temblar sus músculos. Tuvo que sentarse y olerla mientras se cocinaba y, cuando ella hubo terminado de adobarla y le ofreció un trozo, no parecía diferente de otras carnes. Y tenía un olor tan dolorosamente delicioso que su tripa vacía venció sus otros escrúpulos. Un hombre no perdería su alma por un trozo de carne de venado, comoquiera que fuese que se había dado muerte al animal.
Más allá estaba la noche. Sobrepasando la barrera del calor de la hoguera, algún que otro copo de nieve les golpeaba empujado por una fuerte ráfaga. Afuera, los caballos, el embrujado y la yegua baya normal, permanecían unidos contra el viento enemigo, y cuando la carne de venado caliente quitó el temblor de los miembros de Vanye y le dio fuerzas, tomó una parte del gamo que le quedaba y salió al exterior para alimentar a cada uno con la mitad. El gris, que era de aquella famosa raza de Baien, según decía la canción, frotaba la nariz contra sus manos con tanta ansia y afecto como su propia yegüita. Su corazón se conmovió ante la belleza del corcel gris. Por el momento se olvidó del mal y acarició la melena pálida, y miró los grandes ojos, rodeados de pestañas pálidas, y pensó (porque los Nhi eran criadores de buenos caballos) que él hubiera ambicionado poseer las crías de este hermoso animal, sin importarle en qué rebaño las engendrase. Estos grandes tordos habían sido criados por los emperadores perdidos de Andur, pero ya no había más emperadores en Andur, sino sólo los señores de las familias, y esta raza había desaparecido como habían desaparecido las glorias de Andur.
Ahora, de los grandes reyes únicamente quedaba el señor de Hjemur; muy diferente de los reyes, valientes y eximios, de la dorada Koris-Sith y de Baien. Esa clase de hombres distintos y por encima de las familias. Algo más vetusto, y más funesto, había despertado a la vida cuando el señor de Hjemur se alzó con el poder. Y algo más que un ejército se había dirigido a su muerte en Irien.
Con esa idea tembló en medio de aquel viento con filos de hielo, y volvió a la hoguera, al centro de todas las cosas antinaturales en la noche, donde Morgaine estaba sentada envuelta en sus pieles níveas, junto al arnés de su caballo y la espada dragón que brillaba en su funda de cuero sin adornos. El silencio entre ellos había sido tan profundo como entre viejos amigos. El viento formó un remolino de nieve que entraba en la boca de la cueva. Era una gran tormenta. Él consideró por primera vez la posibilidad de que podía haber muerto esta noche sin un refugio, débil a causa del hambre. De no haber sido por el encuentro en el camino, el venado y la oferta de la cueva, él habría estado entonces a la intemperie cuando llegase la tormenta, y dudaba mucho de que su menguante vigor hubiese soportado la tormenta aenishia.
Había leña apilada junto a la entrada. Era reacio a saber cómo había sido cortada, sólo que les daba calor. Y cuando se acercó a echar un poco más al fuego para mantener la barrera entre ellos y el viento insistente, vio a Morgaine arrodillándose en un lugar al fondo de la cueva y buscando algo debajo de una pila de piedrezuelas.
He usado antes este lugar, le había dicho.
Miró, sintiendo curiosidad y dudas, y vio cómo sacaba un saco de cuero que estaba rígido y cubierto de moho, y cuando vertió su contenido en la palma, era sólo polvo lo que cayó. Ella apartó su mano de esto, como si hubiese tocado algo execrable, y limpió sus dedos en la tierra. Había una línea sangrienta sobre su brazo rompiendo el cuero negro de su manga, en la parte donde había sacado el brazo de la capa que la envolvía. Y su mano limpia voló hacia eso.
Se quedó sentada, temblando como alguien presa de algún gran miedo. Él se sentó, apoyándose en sus talones, cerca de ella, sorprendido, incluso compadeciéndose de ella, y preguntándose en lo más profundo de su mente cómo había conseguido hacerse una herida en tan poco tiempo. No, la herida parecía antigua. Estaba coagulándose. Ella debía habérsela hecho mientras él estaba ocupado con el venado muerto.
—¿Cuánto tiempo? —le preguntó ella—. ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Más de cien años —dijo él.
—Habría pensado que… bastante menos. —Ella apartó su mano y miró la herida. La tocó delicadamente y pareció decidida a ignorarla. Porque no era lo bastante profunda como para ser peligrosa, tan sólo dolorosa.
—Espera —dijo él—. Tomó su propio botiquín. Y habría intentado curar la herida en lugar de ella, pensando que le debía al menos eso a cambio del refugio de esa noche. Pero ella no lo consentiría e insistió en emplear el suyo propio. Se sentó y miró nervioso mientras ella sacaba sus propios instrumentos, pequeños recipientes de metal y otras cosas que él no conocía. Ella se curó su propia herida y no la vendó, sino que quedó cubierta con una película rosada cuando hubo terminado, y no sangraba. Le parecieron medicinas qujalinesas, o quizá ella no podía soportar el contacto de remedios honrados, o temía que hubiesen sido benditos y le hiciesen daño.
—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó él. Porque parecía obra de un hacha o una espada, pero ella no tenía instrumentos, como quiera que fuese que había cortado la leña. Y por la altura de la herida en el brazo de ella, a él no se le ocurría cómo podría habérsela hecho.
—Aenorinos —dijo ella—. El señor Ris Heln Gyrez. Él y sus hombres.
Heln descansaba hacía casi cien años en su tumba. Entonces sintió un desasosiego en su estómago y comprendió bien la expresión que Morgaine había mostrado. Ella había escapado de la persecución de los aenorinos y se había cruzado con él. Un siglo en lo que para aquella herida había sido un parpadeo. Era una locura, inclinó el rostro y se retiró, aliviado por dejarla a solas con sus pensamientos.
Y porque estaba cansado de cabalgar, y acosado más allá de sus preocupaciones inmediatas por la magia o el miedo a las fieras, se envolvió en su delgada capa y se apoyó en la pared de piedra para dormir.
El golpe de un nuevo tronco cayendo en la hoguera le despertó sin que hubiese conseguido descansar, y vio a Morgaine quitar la nieve de su capa y acomodarse de nuevo en su lugar habitual. Sus ojos se volvieron hacia él, sin ser bienvenidos se fijaron en los suyos, así que no pudo fingir que estaba dormido.
—¿Ha descansado vuesa merced? —preguntó ella con ese curioso acento korishio de la antigüedad. Y eso le dio más frío que el viento o la piedra a su espalda.
—Algo —dijo él. Y obligó a sus músculos rígidos a levantarle. Había dormido muchas noches con la armadura puesta y en ocasiones había pasado más frío. Pero había pasado demasiados días cabalgando recientemente, con poco descanso en medio, y ninguno la noche anterior.
—Vanye —dijo ella.
—¿Señora?
—Venid, acercaos al fuego. Tengo preguntas para vos.
Así lo hizo, pero sin ganas, y se acomodó, envuelto en su capa raída, y apreció el calor. Ella estaba sentada, envuelta en sus pieles, con medio rostro en sombras. Y le miró a los ojos.
—Heln descubrió este lugar —continuó—. Un cazador a quien no maté se lo descubrió. Aenor-Pywn se alzó en armas entonces. Enviaron un ejército por mí —ella esbozó una leve sonrisa—. Un ejército para tomar esta pequeña cueva. Por supuesto que me enteré de su llegada. ¿Cómo no? Cubrían todo el campo del sur. Inmediatamente, escapé…, aunque por poco. Pero sí se atrevieron a entrar en el valle de las piedras. Así que huí adonde ellos no podrían, no querrían, seguirme, y allí tuve que quedarme hasta que alguien me pusiese en libertad. No soy más vieja, no he conocido el transcurso de los años, pero las cosas se han convertido en polvo, que de no ser así los caballos y nosotros tendríamos mejor cama esta noche. Vos me teméis…
Así era. Así era claramente. Se hubiera enfadado oyendo esas palabras de un hombre enemigo suyo. A Morgaine la temía y no sentía vergüenza por ello. Su corazón latía penosamente ante cada mirada de aquellos ojos grises, inhumanos. Si no hubiese sabido con certeza que moriría, habría escapado de este pequeño lugar y de su compañía, pero estaba la tormenta. Aullaba fuera con la violencia del invierno. Conocía las montañas. A veces, la nevada no se interrumpía durante días. Los hombres sin protección morían y aparecían, rígidos y retorcidos, durante el deshielo en primavera junto con los cadáveres de los caballos y el venado que, por algún motivo, los lobos habían pasado por alto…
—No hay mal en que nosotros hablemos —dijo ella. Y le ofreció vino de su propio frasco. Él lo tomó, vacilante, pero la noche era fría y él ya había compartido comida con ella. Bebió un poco y lo devolvió. Ella limpió la boca del frasco con mucho miramiento, bebió un poco y volvió a poner el tapón.
—Os ruego que me contéis cuál fue el final de mi historia —dijo ella—. No fui capaz de enterarme. ¿Qué sucedió a los hombres que conocí? ¿Qué fue lo que yo hice?
La miró a los ojos, a ésta el más maldecido de los enemigos de Andur-Kursh, la guía traidora que había enviado a diez mil hombres a morir y conducido a la ruina a la mitad de los Reinos Medios. Y era incapaz de decir esas palabras. Hubiera dicho esto de ella cualquier otra persona. Pero había algo en aquel rostro, hermoso e indefenso, que se había abierto a él, que detenía las palabras de condena en su garganta. No encontró para ella nada que decir.
No creo, pues —dijo ella—, que fuese un final agradable, ya que vos guardáis silencio. Pero decidlo, Nhi Vanye.
—No hay nada más que contar —dijo él—. Después de Irien, después de una tan gran derrota para Andur-Kursh, Hje-mur conquistó Koris. Conquistó todas las tierras al este de Alis Kaje. No podías ser encontrada, no después de la persecución a que te sometieron los aenorinos. Desapareciste. Los aliados que te quedaban se rindieron. Todos los que habían seguido tu causa murieron. Dicen que en tus tiempos había pueblos ricos y Burgos prósperos al sur de Koris. Ahora no hay ninguno, está tan desierto como estas montañas. Y respecto a Irien, es un lugar maldito. Nadie entra allí, ni siquiera los vasallos de Hje-mur. Hay un rumor —añadió Vanye— que el Thiye que gobierna ahora es el mismo que gobernaba entonces. Yo no sé si es verdad. El señor de Hjemur siempre se ha llamado Thiye Thiyez. Pero los campesinos dicen que se trata del mismo hombre que se ha mantenido joven durante cien años.
—Podría hacerse —dijo ella con un susurro triste.
—Ese es el final —dijo él—. Todos murieron —y apartó de su mente lo que ella había dicho sobre Thiye, porque se le ocurrió que ella era la prueba viviente de que podía hacerse, de que podían hacerse cosas sobre las cuales no quería recibir explicación alguna. Estaba obligado a compartir este lugar con ella, no a compartir nada más.
Ella le dejó en paz entonces, no haciéndole más preguntas. Él se retiró al otro lado de la hoguera y se acurrucó para dormir.
La mañana llegó triste y todavía escupiendo nieve. Pero pronto las nubes empezaron a clarear, lo que animó a Vanye. Había temido una de esas tormentas que duraban días, que le habría sellado en este lugar con la compañía, no deseada, de ella. Mientras los pobres caballos se congelaban afuera.
Y ella cocinó en la hoguera algunas tiras de carne de venado para el desayuno de ambos, y le ofreció además un poco del vino. Él cortó trozos grandes de la humeante carne de venado con su cuchillo, apoyando la carne contra su pulgar. Y observó, hasta divertido, cómo ella, más melindrosa, cortaba su porción en trozos más pequeños, que limpiaba de polvo, examinaba y sólo entonces ponía a cocinar y los comía manejándolos más fácilmente. Entonces envolvió el resto de la carne en un cuadrado de tela que sacó de su equipo con este propósito.
—¿No te quedarás con algo o es que te la vas a llevar toda? —preguntó él.
—¿Qué significa la bufanda blanca? —le preguntó ella.
Tragó el último trozo de venado como si se hubiese convertido en polvo en su paladar. Y al instante, lo que había comido y bebido la noche anterior le hicieron revolverse el estómago.
—Soy un ilin —dijo él.
—Vos os habéis cobijado conmigo, mi comida habéis tomado —dijo ella—. Y los Chya de Koris me dieron la bienvenida a su familia y me concedieron derecho de señorío, ilin.
Él inclinó su cabeza hasta sus manos en el suelo. Ella decía la verdad. De entre todas las mujeres, esto, era verdad de Morgaine, asesina de ejércitos. Estaba furioso consigo mismo, hasta con su estómago que se había hecho un nudo por el miedo. Ni siquiera había pensado en ello porque fuera una mujer. Se había refugiado junto a su hoguera como lo hubiera hecho junto a la de una pescadora aenisnia, gente que no podía reclamar nada a un ilin.
Ella podía.
—Ruego ser exceptuado —dijo desde su postura. Tenía derecho a pedir esto y no sentía vergüenza en hacerlo. Se atrevió a levantar la cabeza.
—Tengo parientes en Aenor-Pywn. Me dirigía hacia allí. Señora, he sido exiliado de todas las provincias de Morija… No me atrevo a volver. Soy de poca utilidad para nadie —se quitó el yelmo de la cabeza, se lo había puesto al salir al frío y, lo que no había hecho ni siquiera para dormir, se desató la cofia dejando al descubierto la vergüenza de su cabeza rapada, el pelo castaño claro le caía libremente sobre las orejas y la frente—. Soy un forajido para mi familia. Los Nhi y los Myya me dan caza. Así que me convertí en un ilin. Pero sólo puedo encontrar refugio en Aenor-Pywn, y allí tú misma has dicho que no puedes ir.
—¿Por qué os fue hecho esto a vos? —preguntó ella. Y se dio cuenta por sus ojos de que había conseguido impresionar a la propia Morgaine.
—Por asesinato, por fratricidio —no había dicho esto a nadie. Había evitado los hombres, los refugios, hasta los campesinos. Las palabras salían con dificultad de su boca—. Fue una pelea que él provocó, señora. Pero maté a mi hermano, a mi hermanastro, y él era Myya. Así que hay dos familias con las que he contraído una deuda de sangre. Estoy agradecido por el refugio. Os doy las gracias. Pero es inútil que me reclaméis nada. Indicad tan sólo algún servicio razonable y eso haré por usted como pago. No puede permanecer aquí, es maldecida en cada pueblo de Andur-Kursh, y nadie que escuche su nombre o que la vea se abstendrá de intentar quitarle la vida. Escuche, porque, a pesar de todas las cosas que es, se ha mostrado generosa conmigo y le estoy dando a cambio un buen consejo: el paso al sur de aquí conduce a Aenor, y ésa es mi ruta. Conseguiré de alguna manera conducirla sana y salva a través de esta región. La conduciré al sur de Aenor donde la tierra es cálida, a Eriel, a las llanuras de Lun. Son salvajes los que viven allí, pero por lo menos no tienen ningún pleito de sangre pendiente con usted y podrá vivir con seguridad. Esto es lo mejor que puedo hacer por usted, y lo haré honestamente, sin escatimar nada.
—Me niego a concederos la excepción —dijo ella. Lo que era su derecho.
Él empezó a decir tacos, violento y lloroso a un tiempo. Se apartó de ella y colocó las manos en la brida de su caballo. Tuvo tiempo entonces para pensar en el juramento sagrado que había hecho como ilin, y en que romper un juramento no era una cosa sin importancia para su honor, ni mucho menos para su alma. Apoyó la mano en la mejilla rugosa de la yegua baya y la cabeza en su cuello cálido, y se quedó así, temblando en medio del frío, pero ajeno a éste. Lo fácil hubiera sido, si él pudiese morir en medio del viento, que éste le robase su calor. Hundirse en la nieve que le atontaría y sencillamente morir, ileso de juramentos qujalines.
La nieve crujió bajo las botas de Morgaine. Se acercó y se quedó de pie junto a él, esperando que decidiese qué prefería: condenar su alma rompiendo un juramento o arriesgarla sirviendo a alguien como ella. Porque a un hombre que estaba condenado en cualquier caso, lo único que le quedaba era la vida. Y su vida seguramente sería más larga si echaba a correr ahora que quedándose con Morgaine, la del cabello de escarcha.
Entonces pensó en el venado y ya sentía un espasmo en la espalda, como si ella se preparase a quitarle la vida. Él no podría ganarle una carrera a aquello. A otras armas quizá, pero no a la cosa que había matado al venado sin dejar herida.
—Es legítimo —dijo ella— lo que os pido.
—Con usted —objetó él— el año sería seguramente el último de mi vida. Y después de eso sería un hombre marcado en el Andur-Kursh.
—Admitiré que eso es cierto. Mi propia vida no será probablemente más larga. No tengo compasión de vos.
Ella extendió la mano para tomar la de él. Él la estrechó, y ella sacó de su cinturón la hoja del Honor, que tenía cachas de marfil. Y cortó profunda pero no extensamente. La oscura sangre manaba lentamente a causa del frío. Ella puso su boca en la herida y entonces él hizo lo mismo. El sabor salado de su propia sangre produjo un nudo de asco en su estómago. Ella fue al interior y sacó ceniza con la que detener la hemorragia, trazando con ella el signo familiar de los Chya, escrito con la sangre de él y las cenizas del hogar de ella, la antigua costumbre de la Reclamación.
Él inclinó entonces la cabeza hasta la ardiente nieve y el hielo calmó el fuego que ardía en su mano e hizo que dejase de latir. Ella tenía ahora ciertas obligaciones hacia él: preocuparse que no muriesen de inanición ni él ni su caballo, aunque algunos de los señores fronterizos descuidaban esa obligación y mantenían a los desgraciados ilinin, reclamaban delgados y hambrientos, y a sus caballos en un estado apenas mejor cuando los ilinin estaban en sus casas.
Morgaine tenía un patrimonio menor. Ella no tenía ni casa ni refugio para ninguno de los dos, y la familia para la que ella le había reclamado, su propia familia natal, podría tanto matarle como no hacerlo.
Por su parte, él debía simplemente seguir órdenes. No estaba sujeto ahora a ninguna otra ley. Podría recibir incluso órdenes perjudiciales para sus consanguíneos o su tierra natal, aunque poco favorecía el honor de un señor si un ilin era utilizado de una manera tan cruel. Él debía luchar contra los enemigos de ella, cuidar su casa…, cualquier otra cosa que ella necesitase hasta que hubiese pasado un año desde el día de su juramento.
O ella podía simplemente indicarle una tarea que cumplir. Y él estaría obligado a trabajar en esta tarea incluso más allá del plazo de un año. Era extremadamente cruel, pero era conforme a la Ley.
—¿Qué servicio? —le preguntó a ella—. ¿Me dejará guiarla desde aquí hacia el sur?
—Nos dirigimos al norte —dijo ella.
—Señora, es un suicidio —gritó él—. Para usted y para mí.
—Nos dirigimos al norte —dijo ella—. Venid, os vendaré la mano.
—No —dijo él. Agarró nieve con el puño, frenando la sangre. Y colocó la mano herida cerca de sí—. No quiero sus medicinas. Cumpliré mi juramento, déjeme que me cure yo mismo.
—No insistiré —dijo ella.
A él se le ocurrió otra idea más terrible. Se inclinó otra vez para hacer una petición, retrasando el regreso de ella a la cueva.
—¿Qué más? —preguntó ella.
—Si muero, se supone que debe darme usted un entierro digno. No lo deseo.
—¿Qué… no ser enterrado?
—No con el rito qjalin. Prefiero, antes que eso, las fieras y los pájaros.
—Lo más seguro es que los lobos y los pájaros se ocupen de nosotros antes de que todo acabe —dijo ella, encogiéndose de hombros como si lo que él había dicho no la ofendiese—. Y me place que vos veáis la cuestión de esta manera. Probablemente yo no tenga tiempo para cortesías. Cuidaos vos mismo y recoged vuestro equipo y el mío. Nos marchamos de este lugar.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Adonde me place ir.
Se inclinó para indicar su aceptación, con el corazón preocupado. Sabiendo con una certeza cada vez mayor que no podía razonar con ella. Estaba decidida a morir. Era una crueldad haber reclamado a un ilin en esas circunstancias, pero esa era la naturaleza de su juramento. Si un hombre sobrevivía a su año, quedaba limpio de su culpa y de su vergüenza.
El cielo le había reclamado ya el castigo que se merecía por sus pecados. Muchos no sobrevivían. Se consideraba el castigo del cielo. Se les recordaba como suicidas honorables.
Vendó su mano con los remedios naturales que él conocía, aunque le dolía con una persistencia sorda, y entonces recogió las pertenencias de ambos y ensilló los caballos. El cielo empezaba a despejarse. El sol caía sobre él mientras trabajaba, y brillaba fríamente en la empuñadura dorada de la espada que colgó en la silla del tordo. El dragón le miraba de soslayo, con la boca entreabierta, sujetaba la hoja apretada entre los dientes. Sus piernas separadas formaban la guardia. Su cola, retorciéndose hacia atrás, protegía los dedos.
Tenía miedo hasta de tocarla. No era una obra hecha en Korish, quienquiera que fuese el que había hecho la sencilla vaina. Era distinta, extranjera. Y cuando se atrevió, movido por la curiosidad, a sacarla un poco de la vaina, descubrió extrañas letras sobre una hoja que era como una esquirla de cristal; hasta tocándola existía el riesgo de hacerse una herida. No había habido nunca una hoja de sustancia semejante, y, sin embargo, parecía más peligrosa que frágil.
La volvió a meter rápidamente en su vaina. Sintiéndose culpable al oír la respiración de Morgaine detrás de él.
—Déjala estar —le dijo ella secamente. Y cuando él, consciente de haber hecho algo equivocado, se volvió para mirarla, añadió:
—Fue un regalo de uno de mis compañeros, una muestra de vanidad. Él era muy hábil. Pero, si a vos os disgustan los objetos qjalines, mantened vuestras manos apartadas de ella.
Él se inclinó, evitando su mirada, y se puso a trabajar atando sus escasas posesiones en la parte de atrás de la silla.
El nombre de la espada era Bebé Robado[1]. Lo recordaba de las canciones y se preguntaba cómo un herrero podía haber bautizado su obra con un nombre tan desgraciado, aunque fuese un qjal. Su propia espada era de una factura más humilde, honrado acero bien templado, sin nombre, como correspondía a un soldado común o al bastardo de un señor.
La colgó de su silla, montó a caballo y ayudó a Morgaine, que era apenas más lenta.
—¿No querría escucharme? —Estaba dispuesto a intentar razonar una última vez—. No hay seguridad para usted en el norte. Dirijámonos a Lun, al sur. Existen tribus que no saben nada de usted, podría pasar a través de ellas. He oído decir que hay ciudades más al sur. Podría vivir. En el norte la cazarán y la asesinarán.
Ella no se dignó a contestar, sino que condujo al animal cuesta abajo.