Nacer kurshino o andurino era una circunstancia que importaba poco en términos de orgullo. Sólo señalaba a un hombre como hombre, y no como a un salvaje como los que habitaban al sur de Andur-Kursh en Lun, en fin, o que no estaba manchado con brujería y sangre qujalín como la gente de Hjemur y hacia el norte. Entre Andur de los montes y Kursh de las montañas existía escaso motivo de rivalidad, era sólo decir que uno era pastor o cazador, pero ambos eran verdaderos hombres y hombres de Dios, y una vez —en los tiempos de los emperadores de Koris— formaban una nación.
Nacer en un cantón en particular, como Monja o Baien o Aenor, ésta era una cuestión que merecía lealtad. Una lealtad que tenían en común todos los morijanes o baienenses o aenorinos, cualquiera que fuese su rango, ya había un fuerte amor al hogar en la gente de Andur-Kursh.
Pero dentro de cada cantón existían las familias, y las familias eran el verdadero punto focal del amor, del orgullo y de la lealtad. En la mayoría de los cantones, varias familias gobernantes ascendían y caían dentro de continuos ciclos de rivalidad y lucha por el poder, y existían las más numerosas familias menores que estaban acostumbradas a obedecer, Morija era única, en el sentido de que tenía una sola familia gobernante y las otras cinco estaban sometidas. Originalmente habían existido las familias Yla y Nhi. Pero la familia Yla había perecido hasta el último hombre en Irien hacía cien años, así que ahora sólo quedaban los Nhi.
Vanye era un Nhi, lo que quiere decir que era honorable hasta el extremo de la obsesión; era un guerrero espléndido y brillante, hábil con los caballos. Tenía, sin embargo, estados de ánimo que cambiaban con mucha rapidez y una despreocupación que mantenía a la familia Nhi en un continuo fermento de conspiraciones y traiciones. Vanye no ponía en duda estas verdades respecto a sí mismo: después de todo era el carácter propio de toda la familia Nhi. Era lo esperado de todos los que llevaban la sangre, al igual que cada familia tenía su personalidad atribuida. Un joven Nhi gastaba todas sus energías viviendo a la altura de lo que se esperaba o viviendo en desafío con sus rasgos menos deseables.
Sus hermanastros poseían también estos rasgos, como, por supuesto, el señor Nhi Rijan, que era padre de todos ellos. Pero Vanye era Chya por el lado korishio de su madre, y los Chya eran volátiles y artísticos y el orgullo dominaba a menudo su buen sentido. Sus hermanastros eran Myya, que era una familia guerrera de Morija, ambiciosa pero sometida, cuya gente era aficionada a los secretos, fría y en ocasiones cruel. Estaba en el carácter de Vanye ser locuaz, sin importarle las consecuencias. Como estaba en el carácter de sus hermanos guardarse su propia opinión. Su carácter era irritable, mientras el de sus hermanos era implacable. No era culpa de nadie, a no ser que fuese culpa de Nhi Rijan, quien había sido lo bastante descuidado como para engendrar a un bastardo Chya, y dos hijos legítimos Nhi-Myya y alojar a los tres bajo un mismo techo. Y un día de otoño, a los 23 años de Nhi Rijan en Ra-Morij, un hijo de Rijan murió.
Vanye no se atrevía a presentarse ante Nhi Rijan su padre, hicieron falta varios Myya para obligarle a entrar en aquel cuarto, iluminado por antorchas, que apestaban fuertemente a fuego y miedo. Entonces no quiso mirar a su padre a los ojos, sino que se dejó caer, apoyando el rostro en el suelo, y tocó con la frente el frío pavimento de piedra, y descansó allí, sin moverse, mientras Rijan atendía a su heredero superviviente, Nhi Erij, que estaba gravemente herido: el afilado mandoble había estado a punto de cortar los dedos de la mano derecha, la mano con que manejaba la espada. Y sacerdotes sudorosos, junto al viejo San Romen, trabajaban con el príncipe quejoso, dándole bebedizos y emplastes para calmar su dolor, mientras intentaban salvar sus miembros dañados.
Nhi Kandrys no había sido tan afortunado. Su cuerpo, la frente ceñida con una cuerda roja para retener su alma hasta el funeral, descansaba entre luces funerarias sobre otro banco de la armería.
Erij contuvo un grito ante el toque y el silbido del hierro, y Vanye parpadeó. Hubo un hedor de carne quemada. Eventualmente, las quejas de Erij se volvieron más débiles, conforme el vino drogado fue haciendo su efecto. Vanye alzó la cabeza, temiendo que también este hermano hubiese muerto. Algunos morían por el efecto conjunto de la cauterización, el impacto y el vino drogado. Pero su hermanastro todavía respiraba.
Y Nhi Rijan golpeó con toda la fuerza de su brazo y arrojó a Vanye rodando, mareado, por los suelos. La cabeza todavía le dolía cuando se arrastró para retomar su postura de rodillas, con la cabeza inclinada a los pies de su padre.
—Chya asesino —dijo su padre—. Mi maldición, mi maldición sobre ti —y su padre lloró. Esto le dolió a Vanye más que el golpe. Levantó la mirada y contempló una expresión de completo asco. Nunca había imaginado que Nhi Rijan fuese capaz de llorar.
—Si hubiese empleado el pensamiento de una hora al procrearte, hijo bastardo, no habría engendrado hijos de una Chya. Chya y Nhi es un cruce desafortunado. Me gustaría haber ejercitado una mayor prudencia.
—Me defendí —protestó Vanye con los labios amoratados—. Kandrys pretendía derramar mi sangre…, mira… —y mostró su costado, donde la armadura de práctica ligera estaba desgarrada y manaba la sangre. Pero su padre apartó el rostro de esto.
—Kandrys era mi primogénito —dijo su padre—, y tú fuiste el entretenimiento de una noche sin la menor importancia. Y he pagado muy cara esa noche. Pero te recogí en la casa, le debía eso a tu madre, ya que tuvo la desgracia de morir, dándote la vida. También fuiste la muerte de ella. Tenía que haberme dado cuenta de que estabas maldito de esa manera. Kandrys muerto, Erij mutilado…, todo por alguien como tú, hijo bastardo. ¿Esperabas ser el heredero si los dos morían? ¿Era eso?
—Padre, pretendían matarme —lloró Vanye.
—No. Poner esa arrogancia tuya en su sitio…, eso quizá. Pero no matarte. Tú eres el que ha matado. El que ha asesinado. Quien ha vuelto su filo contra su hermano en las prácticas. Lo cierto es que estás vivo y mi primogénito no. Y me gustaría que fuese al revés, bastardo Chya. Nunca debí haberte recogido. Nunca.
—Padre —gritó Vanye, y el dorso de la mano de Rijan aplastó la palabra en su boca y le dejó limpiándose la sangre de los labios. Vanye se inclinó de nuevo y lloró.
—¿Qué haré contigo? —preguntó Rijan al cabo.
—No lo sé —dijo Vanye.
—Cada hombre lleva su propio honor. Lo sabe.
Vanye levantó la vista, mareado y temblando. No podía hablar en contestación a eso. Dejarse caer sobre su propia espada y morir…, esto era lo que le pedía su padre. El amor y el odio estaban tan mezclados dentro de él que se sentía partido por la mitad. Y las lágrimas le cegaron, haciéndole sentirse todavía más avergonzado.
—¿Lo emplearás? —dijo Rijan.
Era el honor de los Nhi. Pero la sangre Chya fluía con fuerza en su interior y los Chya amaban demasiado la vida.
El silencio pesaba en el aire.
—Los Nhi no pueden matar Nhis —dijo Rijan por fin—. Entonces nos abandonarás.
—No deseaba matarle.
—Eres hábil. Está claro que tu mano es más honrada que tu boca. Golpeaste para matar. Tu hermano está muerto. Planeaste matar a los dos hermanos, y Erij no estaba ni siquiera armado. No puedes darme otra respuesta. Te convertirás en ilin. Esto te lo impongo.
—Sí señor —dijo Vanye tocando el suelo con la frente, y había un sabor de cenizas en su paladar. Sólo había perspectivas cortas para un ilin sin señor. Y hombres semejantes se convertían a menudo en simples bandidos y terminaban de mala manera.
—Eres hábil —dijo su padre de nuevo—. Lo más probable es que encuentres un lugar en Aenor, ya que una mujer Chya es la esposa de Rys de Aenor-Pywn. Pero tienes que atravesar las tierras del señor Gervaine, entre los Myya. Si Myya Gervaine te mata, tu hermano habrá sido vengado. Y será hecho sin sangre en las manos de los Nhi, o en sus aceros.
—¿Es lo que deseas? —preguntó Vanye.
—Has elegido vivir —dijo su padre. Y del propio cinturón de Vanye sacó la espada del Honor, que era el signo distintivo de los uyin. Y cogió el pelo largo de Vanye, que era el distintivo Nhi de la hombría, y lo cortó bruscamente a longitudes irregulares. Y, cuando hubo terminado con esto, Nhi Rijan colocó su talón sobre la espada y la rompió, arrojando los fragmentos al regazo de Vanye.
—Arregla eso —dijo Rija—, si es que puedes.
El viento sopló frío sobre su nuca afeitada. Vanye encontró fuerzas para levantarse, y sus dedos entumecidos aún sostenían los fragmentos de su corta espada.
—¿Tendré caballo y armas? —preguntó sin estar seguro de recibirlos, pero sin ellos moriría con seguridad.
—Toma todo lo que es tuyo —dijo el Nhi—, la familia Nhi quiere olvidarte. Si eres capturado dentro de nuestras fronteras, serás ejecutado como un enemigo y un desconocido.
Vanye se inclinó, se dio la vuelta y salió.
—Cobarde —gritó la voz de su padre detrás de él, recordándole el insatisfecho honor Nhi que demandaba su muerte. Y, ahora, él deseaba fervientemente morir, pero ya no serviría de ayuda a su personal deshonra. Estaba marcado como un delincuente para la horca, como los más bajos criminales. El exilio no había exigido este castigo adicional…, era la justicia personal del señor Nhi Rijan. Porque los Nhi también tenían una naturaleza más oscura que resultaba en su venganza implacable y excesiva.
Se puso su armadura, ocultando la vergüenza de su cabeza bajo una cofia de cuero y un yelmo picudo, y envolviendo en torno al yelmo la bufanda blanca del ilin, el guerrero vagabundo, que podía ser reclamado por cualquier señor que le concediera hospitalidad.
Los ilinin eran a menudo criminales, o sin familia, o bastardos sin reconocer y algunos hombres religiosos que hacían penitencia por algún pecado en particular. Atados por una auténtica esclavitud conforme a los códigos del ilin, que vinculaban las almas a servir durante un año al ser reclamados.
No pocos se convertían en mercenarios, aceptando una paga y perdiendo el rango de uyin; o, en completa deshonra, se convertían en ladrones; o, si eran honrados y honorables, se morían de hambre, o eran robados y asesinados, bien por forajidos, bien por señores fronterizos que reclamaban y tomaban sus servicios y entonces les reclamaban todas sus propiedades.
Los Reinos Medios no estaban en paz, no había habido paz desde Trien y la generación anterior. Pero tampoco había grandes guerras, como las que podían hacer la vida de un ilin rentable. Había sólo la pobreza aplastante para las aldeas y, en Koris, los esbirros del mal de Hjemur…, oscuras hechicerías y señores forajidos, mucho peores que los forajidos de la sierra.
Y estaba la pequeña tierra de Morij Erd, propiedad del señor Gervaine, que bloqueaba su camino a Aenor y a su única esperanza de seguridad.
Fue el segundo invierno, el frío de los pasos altos y un caballo muerto lo que finalmente le impulsaron a dar el paso desesperado de intentar cruzar las tierras de Gervaine.
Una negra flecha myya había derribado a su caballo capado, el pobre Mai, que había sido su montura desde que por primera vez alcanzó la madurez. Y el equipo de Mai estaba ahora sobre una yegua baya que había conseguido de un myya…, al estar su propietario más allá de necesitarla.
Le habían perseguido desde Luo hasta Ethrithmri, y sólo en una ocasión se había vuelto para combatir. Colina por colina, le habían empujado hacia las montañas del sur. Él corría con ganas ahora, aunque estaba débil a causa del hambre y le quedaba poco grano para su caballo. Aenor estaba justo detrás de las próximas sierras. Los Myya no eran amigos de Rys de Aenor-Pywn y no se arriesgarían a adentrarse en esa tierra.
Tardó en darse cuenta de cuál era la naturaleza del camino que había empezado a recorrer, era la vieja carretera qujalma y no la que él buscaba. Ocasionalmente, el pavimento resonaba bajo las herraduras de la yegua baya. En otros momentos había piedras que se alzaban a los lados del camino y empezó a temer que se dirigía hacia los lugares muertos, los sitios malditos. Nevó durante un tiempo, blanqueándolo todo, deteniendo la persecución (al menos tenía esa esperanza). Y pasó la noche sobre la silla, atreviéndose a dormir sólo un rato al amanecer, después de que los movimientos de los arbustos hubieron cesado y ya no tenía miedo de los lobos.
Cabalgó entonces durante el largo día, bajando por el lado aenishio del paso, débil y mareado a causa del hambre.
Se encontró, asimismo, entrando en un valle de pilares de piedra.
No había ya duda de que manos qujales habían elevado esos monolitos. Era el valle de Morgaine. Lo reconocía ahora por las canciones y los rumores maléficos. Era un lugar que ningún hombre, de Kursh o Andur, habría recorrido con un corazón alegre cuando se ponía la luna, y el sol se estaba hundiendo rápidamente hacia la oscuridad, con otro banco de nubes moviéndose desde la montaña a su espalda.
Se atrevió a mirar entre los pilares que coronaban la colina conocida como la tumba de Morgaine, y el sol, en su declive, se quedó atrapado ahí, como una mariposa en una red, desgarrado y temblando. Era el efecto de los Fuegos Brujos, como el gran Fuego Brujo de la montaña de Ivrel, donde gobernaba el señor de Hjemur, demostrando que los poderes qujalines no habían desaparecido completamente ni aquí ni allí.
Vanye envolvió su capa harapienta en torno a sus hombros envueltos en la cota de malla y puso a su exhausto caballo a un paso más rápido, más allá de las piedras profanadas de la base de la colina. La bruja de pelo claro había puesto todo el Andur-Kursh en pie de guerra, había arrojado la mitad de los Reinos Medios en el regazo de Thiye Thiyez. Aquí el aire estaba intranquilo todavía. Era incierto si era por el poder de las piedras o el recuerdo de Morgaine.
Cuando en Hjemur Thiye reinaba
Extraños allí llegaban
y tres tenían cabello oscuro
y otro trae la tez dorada,
con ellos va una doncella
que es blanca como la escarcha.
Las herraduras de la yegua sobre la nieve helada hicieron resonar los antiguos versos en su mente, una mala canción para este lugar y este momento. Muchos años después de que el mundo hubiese visto aliviado lo último de Morgaine Cabellera Helada, había habido dementes que habían pretendido verla, mientras que otros decían que dormía, esperando para conducir a otra generación de hombres a la ruina, como una vez había arruinado Andur en Irien.
Era hermosa la doncella y, como hermosa, malvada y malhaya fue de quien a tal doncella escuchaba. Quedan pocos hombres vivos, de lobos hay mayor carnada y la estación del invierno tiene próxima llegada…
Si, de hecho, el túmulo contenía los huesos de Morgaine, era un enterramiento adecuado para alguien de su antigua sangre inhumana. Incluso, los árboles crecían torcidos por los alrededores, lo mismo que en todos los lugares en que había Piedras del Poder, como si hasta la naturaleza paciente de los árboles fuese retorcida por la presencia próxima de las piedras. Como almas retorcidas y escuálidas vivieren la continua presencia del mal. La cima de la colina estaba estéril, allí no crecía ningún árbol en absoluto.
Se alegró cuando hubo atravesado el paso, estrecho como un canal, que pasaba entre las colinas y se hubo alejado de la vecindad de las piedras. Y, de repente, tuvo ante él, como si fuese un signo de que había vendido a mejor fortuna y que el cielo y las tierras de sus primos en Aenor-Pywn le prometían seguridad, una pequeña banda de venados que vagabundeaban en la nieve hundidos, hasta la barriga, mordiendo hambrientos las rojas bayas del arbusto de bowan.
Era una tierra afortunadamente diferente de la dura Cedur Maje, o el Morij Erd de Gervaine, donde a menudo incluso los lobos pasaban hambre. Parque Aenor-Pywn yacía muy distante al sur, y todavía no había sido tocado por los problemas que hacía tiempo que habían caído sobre los Reinos Medios.
Febrilmente se quitó el arco del hombro y lo tensó, con las manos temblando a causa de la debilidad. Y disparó una de las flechas grises de los Nhi al gamo más próximo. Pero la yegua eligió ese momento para cambiar el paso de una pata a la otra, y él maldijo a causa de la frustración y el hambre dolorosa. La flecha salió desviada, hiriendo al gamo en el flanco y dispersando a los otros.
El gamo herido se lanzó adelante, tropezó y se puso a correr, enloquecido por el dolor, salpicando la blanca nieve con grandes chorros de sangre roja. Vanye no tuvo tiempo para una segunda flecha. El gamo corría en dirección al valle de Morgaine, y allí él no le seguiría. Lo vio trepar locamente, como si la rareza de aquel lugar le hubiera privado de su inteligencia nublada por el miedo y le impulsase, contra natura, a matarse con sus esfuerzos, empujándole contra esa red temblorosa que incluso los insectos y las cosas que crecían evitaban.
Entró por los pilares y desapareció.
Lo mismo hicieron las pisadas y la sangre.
El gamo pastaba al otro lado de la corriente.
Miró hacia el valle de las piedras donde no había duda que manos qujalinas habían levantado esos monolitos. Era el valle de Morgaine, lo sabía. El panorama despertó en él una sensación de dejávu tan fuerte que le atontó por un momento. Y pasó el dorso de la mano sobre los ojos, frotándoselos para volver a observar las cosas. El sol estaba desapareciendo rápidamente en la oscuridad, con otro banco de nieve moviéndose desde la sierra, ensombreciendo la mayor parte del cielo a sus espaldas.
Levantó la vista hacia la colina cónica, conocida como la tumba de Morgaine, y el sol declinante tembló allí, como un estanque de al que se hubiese atrojado una piedra.
En aquel temblor apareció la cabeza de un caballo y sus patas delanteras, un jinete y el animal completo. Un jinete blanco sobre un caballo gris. Y el conjunto se recortaba contra el brillante sol de ámbar, así que parpadeó y se frotó los ojos.
El jinete descendió a través de la colina nevada en dirección a las sombras que se interponían en su camino dotado de sustancia. Un manto de anomen blanco era su capa, y el aliento del desconocido y el de su caballo producían resoplidos en el aire helado.
Sabía que debía espolear a su yegua, pero se sentía extrañamente atontado, como si hubiese sido despertado de un sueño y caído en medio de otro.
Miró el bronceado rostro de mujer en el interior de la capucha y encontró un cabello y unas cejas tan blancos como el sol del invierno al mediodía, y ojos tan grises como las nubes al oeste.
—Buenos días —le saludó con un acento amable y anticuado. Y él vio que debajo de la rodilla, en la silla del gris, llevaba una gran espada con empuñadura con forma de dragón, y que era de artesanía korishia el equipo de su caballo. Estuvo seguro entonces, porque esos detalles estaban en las canciones que se cantaban y en el libro de Yla.
—Mi camino se dirige al norte —dijo ella, con aquella voz profunda y con acento—. Vuestro camino parece ser distinto. Pero el sol se está poniendo y cabalgaré con vos un rato.
—Te conozco —dijo él entonces.
Las pálidas cejas se arquearon.
—¿Habéis venido vos a cazarme?
—No —dijo él. Y el frío descendió bajando desde su corazón hasta su estómago, de manera que ya no estaba seguro de qué palabras empleaba al contestar, ni de por qué las empleaba.
—¿Cómo os llamáis?
—Nhi Vanye, de Monja.
—Vanye… no es nombre de Morija.
Su antiguo orgullo le hirió. El nombre era korishio, de la familia de su madre, un recuerdo de su ilegitimidad. Entonces hablar o discutir con ella le pareció una locura. Lo que había visto suceder sobre la cima de la colina se negaba a tomar forma en su memoria, y él comenzó a decirse a sí mismo insistentemente que el hambre le había debilitado y estaba retorciendo también sus sentidos, y que se había encontrado con una mujer desconocida de buena familia sobre la carretera abandonada, y que su debilidad le robaba los sentidos y le hacía olvidar cómo había llegado aquella mujer.
Sin embargo, ella había llegado y era, al menos, medio qujal. Sus ojos y su pelo eran testigos de ello. Era qujal y sin alma, y se encontraba a gusto en este lugar desolado de árboles y nieve.
—Conozco un lugar —dijo ella— donde no alcanza el viento. Vamos.
Volvió la cabeza del animal hacia el sur, como él se había estado dirigiendo, así que no supo a qué otro sitio dirigirse. Marchó como en un sueño. El crepúsculo estaba cayendo, empujado por un velo que se movía por el cielo. La palidez espectral de Morgaine flotaba ante él, pero las herraduras del caballo cuarteaban con fuerza la nieve helada, dejando huellas.
Rodearon la cima de la colina y sorprendieron a una pequeña banda de venados que se alimentaban de howan junto al arroyo. Era la primera caza que veía en días. A pesar de sus circunstancias alcanzó su arco.
Antes de que pudiese tensarlo, una luz brilló en la mano extendida de Morgaine y un gamo cayó muerto. Los otros se dispersaron.
Morgaine apuntó a la colina que estaba a su derecha.
—Hay una pequeña caverna para refugio, la he empleado antes. Toma el venado que necesitemos, el resto les corresponde a cazadores más pequeños.
Se alejó subiendo por la cuesta. Él tomó su cuchillo de desollar y se preparó a hacer lo que ella le había indicado, aunque le desagradaba. No encontró herida sobre el cuerpo, sólo un poco de sangre en las fosas nasales manchaba la nieve. Y de repente, el rojo sobre la nieve le recordó el sueño y le hizo temblar. No tenía estómago para algo que había sido muerto de esta manera, y la cabeza estaba con los ojos desorbitados, parecía tan hipnotizada como él. Igualmente, un soñador involuntario.
Miró por encima del hombro. Morgaine estaba sobre la cima de la colina, sujetando las riendas del gris, vigilándole. Los primeros copos de nieve se arrastraron a través del viento.
Aplicó su cuchillo al cadáver y procuró no mirarle a los ojos.