No resultó muy fructífero ir preguntando a los residentes de Highfield. Aunque recorrieron el pueblo de arriba abajo llamando puerta por puerta, sólo en una casa recogieron resultados positivos, y, como observó Stackpole, había que preguntarse si May Birney no estaría echándole mucha imaginación.
—¿Crees que tal vez se lo esté inventando —preguntó Madden— porque acertó con lo del silbato?
El agente había ido a recibirle a la estación, y juntos habían colgado copias del cartel en el vestíbulo y en la sala de espera. Con el ceño fruncido, Stackpole se había quedado mirando durante un buen rato la cara con el espeso bigote.
—Sé que yo no le he visto, señor. Por lo menos no le reconozco.
Mientras caminaban hacia el pueblo, le dijo al inspector que tenía un recado de parte de la doctora Blackwell. Madden la había llamado por teléfono a la casa de Londres pero no había podido dar con ella.
—Preguntaba si podría usted pasar por su consulta más tarde. Se ha tenido que ir a Guildford. Han llegado algunos casos de tifus al hospital y necesitaban ayuda. —Stackpole sonrió bajo el casco—. Tiene usted muy buen aspecto, si me permite decirlo, señor.
—¿En serio, Will? Pues no sé cómo. Hemos estado trabajando como burros.
La familia Birney vivía en el piso de arriba de la tienda, en la calle principal. Ninguno de los progenitores había reconocido la cara que aparecía en el cartel, pero May, que tenía las mejillas sonrosadas porque la habían pillado lavándose su melena castaña, la miró detenidamente durante diez segundos y dijo:
—Lo he visto antes.
—Venga, no te aceleres, chica. —El señor Birney se rascó la calva nervioso—. No vayas a inducir a error al inspector.
—El bigote era diferente.
—¿Llevaba bigote? —Madden se incorporó hacia delante en el sillón tapizado con tela de chenilla—. ¿Estás segura?
—Sí, señor. Pero no era tan grande. Sin embargo, estoy segura de que es el mismo hombre. Me acuerdo de la barbilla.
—¿Así que le viste de lado, de perfil?
May Birney asintió.
—Intenta imaginártelo sin la gorra —le sugirió el inspector, pero enseguida ella negó con la cabeza.
—No, llevaba gorra. Es así como lo recuerdo.
—¿Qué tipo de gorra?
No lo sabía. No se acordaba.
—Simplemente, una gorra. La llevaba metida encima de los ojos, como en esta foto.
—No puede ser una gorra militar —comentó Madden más tarde, cuando se pararon en la plaza del pueblo para hablar. Estaba empezando a caer la tarde otoñal. Las luces se encendían en las casas cercanas—. Si hay un sitio en el que no encontraremos a Pike es en el ejército.
—Hay muchos otros tipos de gorras, señor. Las de los conductores de autobuses, chóferes, repartidores. Todos llevan gorras de una clase u otra. Pero ¿y si es una gorra normal de tela? La mayoría de la gente tiene una.
—Fuera lo que fuera lo que llevase, creo que May le vio. Vuelve a hablar con ella, Will.
Madden se había percatado del biplaza rojo aparcado frente a una de las casas al otro lado de la plaza. Stackpole también lo había visto.
—Ahí está la doctora Blackwell. La encontrará en la consulta, señor. Le ha alquilado habitaciones a la vieja Granny Palmer. De camino, dejaré unos cuantos carteles en el pub y a la entrada de la iglesia.
En la sala de espera de la doctora no había nadie. La puerta de dentro estaba entreabierta. Se paró en el umbral.
Helen estaba sentada detrás de la mesa escribiendo en un cuaderno con el ceño fruncido, muy concentrada. La lámpara le iluminaba la blanca piel, y él vio los cabellos dorados cayéndole sobre los antebrazos, hasta donde se había subido las mangas de una blusa blanca.
—¿Eres tú, John?
Cuando levantó la vista y vio que era él, se levantó y fue derecha a sus brazos. Él la besó. Ella dio un paso hacia atrás para estudiar su cara. Madden siempre había tenido la impresión de que ella tenía el poder de verle el interior.
—Estás durmiendo mejor —dijo la doctora con aprobación—. ¿Has tenido suerte con el cartel?
Sacó uno de un sobre que llevaba consigo y se lo enseñó. Ella lo miró detenidamente unos segundos y después negó con la cabeza.
—May Birney cree haberlo visto, pero no recuerda dónde.
Volvió a estrecharla entre sus brazos. El cuello le olía a jazmín. Él nunca encontraba las palabras que quería decir.
—Déjame acabar lo que estoy haciendo. No tardaré —le pidió, volviendo a su silla—. ¿Cuándo tienes que volver? ¿Puedes quedarte a cenar? ¿Y pasar la noche?
—¿La noche…? —No se lo esperaba—. No me he traído nada.
—Eso no importa. Te conseguiré lo que necesites. Pero, te lo advierto, la casa está llena de parientes. Mi padre ha invitado a un montón de primos a pasar el fin de semana. Sólo te puedo alojar en el antiguo cuarto de los niños. —Helen hizo una pausa. Sus ojos se encontraron—. Tendremos que ser silenciosos —dijo sonriendo—. Tía Maud está en la habitación de al lado y tiene el oído muy agudo.
La alegría que él sentía cuando estaban juntos disminuía al pensar en lo que significaría perderla. Sabía que nunca encontraría a nadie igual.
Helen cogió la pluma.
—Estoy rellenando mi diario, las notas sobre mis pacientes. No tuve tiempo esta mañana. Me llamaron del hospital de Guildford y me pidieron que fuera.
—Tifus, me dijo Will.
—Intoxicación por ingestión de alimentos —le corrigió con mala cara, antes de volver a sus notas.
Él miró a su alrededor. Había una vitrina llena de libros médicos y vendas, rollos de algodón, tablillas y gasas esterilizadas. Tras ella, una mampara dividía la habitación, y al otro lado había un dispensario con estantes llenos de frascos con tapón de cristal. Había en el ambiente un ligero olor a antiséptico. Se dio cuenta de que ella le estaba observando.
—Esta es mi vida —dijo con suavidad. Se puso colorada y bajó la mirada.
¿Su vida?, se preguntó. Ella le había devuelto a él la suya.
Cuando se decidió a hablar, las palabras parecieron brotar solas, como si estuviera simplemente respirando:
—Te quiero —dijo Madden.
Ella levantó la vista, todavía sonrojada.
—Así que tienes lengua, John Madden… —Le brillaban los ojos a la luz de la lámpara.
Era como si una ola le hubiese levantado y llevado a su lado. Madden temblaba como una hoja.
—Cariño, está bien… ¿No sabías…? —le tranquilizó la doctora, abrazándole con fuerza. Él oyó un ruido cerca, pero se agarró a ella, que le susurraba algo al oído.
—¿Quién viene? —dijo Madden, soltándose un poco.
—Señor, ¿está usted aquí? —Stackpole hablaba a gritos en la habitación de fuera.
—¿Qué pasa, Will? —respondió, desprendiéndose de los brazos de la doctora.
—¡Señor, le han encontrado! —El agente irrumpió en la habitación. Tenía la cara roja y estaba resollando.
—¿A quién?
—¡A Pike!
—¿Dónde?
—En Ashdown Forest. Le tienen vigilado. Por lo menos creen que es él; es todo lo que sé. —Estaba intentando recuperar el aliento—. Los de Guildford han estado intentando ponerse en contacto conmigo. ¡Señor, el inspector jefe quiere que vuelva usted a Londres inmediatamente…!
Helen le llevó en su coche a la estación. Madden quería disponer de un rato para hablar. Las palabras que durante tanto tiempo se habían quedado atascadas en su interior estaban preparadas para salir. Pero el silbido del tren anunciando su inminente llegada sonó cuando llegaban a la estación.
Se besaron en la oscuridad.
—Prométeme que tendrás cuidado. Vuelve en cuanto puedas.
La retuvo unos momentos en sus brazos, y en ese momento se dio cuenta de que todos los temores que le habían acompañado desde la primera vez que estuvieron juntos se habían disipado sin darse cuenta.
El miedo que siempre había sentido de que cada encuentro pudiera ser el último…