Capítulo 12

—Esta es una fotografía del hombre en cuestión, Amos Pike —dijo el inspector jefe—. Esperamos tener otra mejor dentro de unos días, pero por ahora les agradeceríamos que sus periódicos la publicaran en un lugar bien visible. Por favor, dejen asimismo bien claro que nadie, bajo ningún concepto, debe acercarse a él, sino que se debe informar inmediatamente a la policía de su paradero.

Sinclair hizo una pausa. Miró a los periodistas, más de una veintena, que estaban sentados a ambos lados de una larga mesa en una de las salas de prensa de Scotland Yard. Él se había sentado en la cabecera, con Madden a un lado y Bennett al otro. Antes Sinclair le había sugerido irónicamente al ayudante del comisionado adjunto que no asistiese a la reunión.

—Van a subastar mi cabeza, señor. No hace falta que usted ponga también la suya.

—¿Cree usted que este es el hombre que buscamos?

—Sí.

—Pues en ese caso me arriesgaré —había resuelto Bennett, esgrimiendo una fría sonrisa.

—Me gustaría añadir algo más —les explicó Sinclair a los periodistas—. Es poco probable que Pike utilice su verdadero nombre.

—¿Y por qué? —preguntó la figura desgarbada de Ferris, alzando la vista de su cuaderno desde el otro extremo de la mesa.

Aunque tenía mucho cuidado de disimularlo, a Sinclair no le caía bien el tipo, así que sintió cierta satisfacción al pensar que aquel día era sábado y que el periódico de Ferris, que no salía los fines de semana, no publicaría la noticia hasta el lunes. Los de los domingos tendrían la primicia.

—Pike fue dado por muerto durante la guerra. Pero tenemos razones para pensar que sobrevivió.

—¿Qué razones? ¿Nos las podría explicar?

—No —se negó el inspector jefe con rotundidad, consciente de que sí tenía una: que estaba moviéndose única y exclusivamente por suposiciones, algo que no estaba dispuesto a admitir ante Reg Ferris y otros por el estilo.

La demora en convocar a la prensa se debía a que al Ministerio de Defensa le había llevado algún tiempo encontrar la fotografía del sargento mayor. Ni el jueves por la tarde ni el viernes por la mañana recibieron comunicación alguna, y de ahí que Sinclair murmurara entre dientes contra alguna mano oculta que estaría moviendo sus hilos entre los militares.

—¡Dios! Si vuelven a intentar tapar esto otra vez lo llevaré a los periódicos. ¡Ya lo creo!

Al final, el viernes a media tarde llegaron las fotografías. No las traía el mensajero habitual, con sus botas y su ropa caqui, sino el propio coronel Jenkins, quien, disculpándose hasta la saciedad, explicó que muchas fotografías de la época de la guerra seguían descatalogadas, y que hasta ese momento no habían logrado desenterrar la de Pike.

Las dejó sobre el escritorio de Sinclair.

—Podría habérmelo imaginado… —gruñó el inspector jefe.

En una de las fotos la conocida figura del mariscal de campo Haig estaba recibiendo el saludo de un soldado, supuestamente Pike, que se encontraba de pie frente a él. Como tenía el brazo levantado y tocaba con la mano la gorra, sólo quedaba visible una pequeña parte de la cara del hombre.

En la segunda foto, el mariscal de campo estaba echado hacia delante para prender una condecoración en la guerrera del soldado que, ciertamente, había captado íntegramente la cámara de perfil. Pero hasta esta tenía un valor limitado: la visera de la gorra le caía sobre los ojos, y un bigote pasado de moda le tapaba la boca, con lo cual los rasgos que identificaban a Pike se reducían a una nariz pequeña y a una prominente y ambiciosa barbilla.

Tras esta momentánea desilusión, el inspector jefe se puso en acción. Mandó a Styles con la segunda instantánea al laboratorio fotográfico de Scotland Yard, que llevaba en alerta desde el jueves por si los necesitaban, con la orden de que cortaran la figura del mariscal de campo y reprodujeran la fotografía en grandes cantidades.

Entre tanto, Sinclair hizo llamar al dibujante de la policía y lo envió, junto con Hollingsworth, a ver a Alfred Tozer en Bethnal Green.

—Tenía que habérseme ocurrido mientras estuvo aquí —se recriminaba el inspector jefe—. Confié demasiado en lo que nos mandaría el Ministerio de Defensa.

—También tenemos a los supervivientes de la compañía B —le recordó Madden—. Dawkins y Hardy. Ellos deben de recordar bien a Pike.

—De momento prefiero limitarme a tratar con Tozer —contestó Sinclair—. Le formaron como policía y tiene instintos de agente. «Ojos como piedras». Haremos primero un retrato robot con su ayuda y después lo podemos probar con esos otros.

El coronel Jenkins, que los estaba escuchando, preguntó:

—¿Entonces Pike es el hombre que tenía el capitán Miller por el asesino? ¿El que mencionaba en esa nota perdida?

Sinclair miró a aquel hombre que estaba sentado muy erguido en una silla delante de él. La actitud del coronel había cambiado desde su primera reunión. Ya no había atisbos de aquella impaciencia, rayana en la descortesía, de la que hizo gala entonces. Ahora parecía dispuesto a ser agradable. Al inspector jefe le era indiferente.

—No se perdió; más bien, un alto mando del Estado Mayor la destruyó deliberadamente —repuso con frialdad—. Tenemos todas las pruebas.

El coronel no sabía qué decir.

—No se preocupe —añadió Sinclair—. No voy a iniciar una investigación. De momento.

—Con eso pasarán varias noches sin dormir —le confió a Madden después de que Jenkins se hubiera marchado—. ¿Sabe? Empiezo a entender por qué se sintió como se sintió respecto a esa gente. A estas alturas podríamos haber pillado ya a Pike si hubiéramos tenido el informe de Miller desde el principio. Si se produce un nuevo asesinato, quien lo haya destruido cargará con parte de la culpa. ¡Y ojalá se pudra en el infierno!

Los periodistas interrogaron al inspector jefe sobre el pasado de Pike.

—Se alistó en el ejército en 1906 diciendo que tenía dieciocho años, cuando era en realidad más joven. A partir de entonces fue soldado profesional. En su momento alcanzó el rango de sargento mayor y se distinguió durante la guerra. Se le condecoró en dos ocasiones por su valor.

—¿Pero antes de eso? —preguntó uno de los periodistas—. ¿Qué hay de su familia? ¿Y sus padres?

—Sus padres están muertos. —Nadie notó la pequeña vacilación que enturbió la respuesta de Sinclair—. Tenemos a la policía de Nottingham investigando para el caso.

—¿Procede de allí?

—¿De Nottingham? No, de algún sitio de esa región, creo. Todavía estamos buscando información a ese respecto.

El inspector jefe había avisado a Bennett y a Madden de antemano de que iba a ser menos que franco respecto al pasado de Pike.

—Dejemos que lo desentierren ellos solos. Cuanto más tardemos en que salga a la luz ese bombazo tanto mejor. Le he pedido a la policía de Nottingham que no sea excesivamente explícita, y sólo espero que se las apañen para retrasar un poco las cosas.

La respuesta de la policía de Nottinghamshire a la petición de información del propio Sinclair recibida el día anterior había impresionado al inspector jefe. Al padre de Pike lo habían colgado en 1903 acusado del asesinato de su esposa.

—Van a enviarme el expediente, pero parece un caso claro. Confesó el asesinato en el juicio.

—¿Y ese hombre le…? —Madden casi no se atrevía a preguntarlo.

Sinclair asintió con aire sombrío.

—Sí, le cortó la garganta.

También a Bennett le sobrecogió el dato.

—¡Dios mío! ¡Su abogado se va a llevar una alegría!

El inspector jefe miró a Madden, que estaba a su lado.

—Sí, y me atrevería a decir que su amigo vienes habría tenido algo que decir a este respecto.

—¿A qué amigo vienes se refiere? —preguntó Bennett inocentemente, para después tener la satisfacción de ver a Angus Sinclair ponerse rojo de vergüenza—. ¿O no debería preguntarlo?

Antes de que terminase la rueda de prensa, Ferris levantó la mano una vez más.

—Me gustaría preguntarle algo al señor Bennett. Nosotros interpretamos en su momento que el superintendente jefe Sampson iba a hacerse cargo de esta investigación. ¿Ha habido algún cambio de planes?

—¿«Nosotros», dice, señor Ferris? —Bennett se hizo el desconcertado—. Sí recuerdo haber leído en su periódico algo en ese sentido, pero no he visto nada más en ningún otro sitio. —Esperó a que dejaran de escucharse las risas—. Como ve, el inspector jefe Sinclair todavía está al mando de este asunto, y va a seguir estándolo. Goza de la absoluta confianza del comisionado adjunto y de mí mismo.

—Pero ¿y el señor Sampson? —insistió Ferris—. No le veo aquí hoy. ¿No ha estado él asesorando en esta investigación?

—El superintendente jefe se encuentra indispuesto —repuso Bennett con voz monótona—. Pero esperamos poder contar con su experta ayuda muy pronto.

—Una grave indigestión —le confió Sinclair a Madden cuando volvieron a su despacho—. Su mujer llamó esta mañana. Eso es lo que pasa por meter la nariz donde no le llaman. —Se echó para atrás en la silla, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza—. Lo único que podemos hacer es esperar. Los periódicos del domingo publicarán la foto. Recemos para que alguien le reconozca y para que este sea el último fin de semana en el que nos tengamos que sentar a esperar que suene el teléfono. —Dejó de mirar a Madden, que estaba sentado a su mesa, para observar a Hollingsworth y a Styles, quienes estaban de pie frente a él, esperando órdenes—. ¿Y bien? ¿Se nos olvida algo? ¿Hay algo más que podamos hacer?

Madden se revolvió en su silla.

—¿Sí, John?

—Estaba pensando, señor… ese montón de fotografías que vamos a mandar a Highfield. ¿Por qué no las llevo yo? Conozco a la mayoría de los habitantes del pueblo, y podría ayudar al agente Stackpole a repartirlas por todo el lugar.

Sinclair frunció el ceño. Era la única manera que tenía de mantener la cara seria.

—Puedo mandar a otro. No me gusta imponerte esto, John.

—No me importa, señor.

—Bueno, si estás seguro…

Poco después, cuando se hubo cerrado la puerta tras la salida de Madden, Hollingsworth y Styles, en su cuchitril, se sorprendieron al oír a alguien tarareando una canción en el despacho contiguo. A ambos les sonaba la letra que entonaba la voz de tenor del inspector jefe, que sorprendentemente sonaba muy melódica:

Teniendo todo en cuenta

Qué dura es la vida del policía

Billy Styles le dio un suave codazo al sargento.

—Escuche al jefe. Se ha vuelto loco de remate.

—¡No sea insolente, agente! —gruñó Hollingsworth, aunque se sentía más que tentado a darle la razón.