Capítulo 11

Ese sábado por la mañana, Pike no tuvo problemas para ceñirse al horario previsto. Tal y como había anunciado, la señora Aylward había cogido el tren de las nueve y veinte para Waterloo, y al despedirse de los de la casa les había confirmado su intención de no volver hasta el martes siguiente. Tenía, pues, el fin de semana libre, y, a pesar de que su patrona le había pedido hacer algunas cosas el lunes, no pensaba obedecerla. Sabía a ciencia cierta que ni la doncella, Ethel Bridgewater, ni la señora Rowley, la cocinera, le dirían a la señora Aylward que había faltado al trabajo. Se cuidaban muy mucho de cruzarse en su camino.

Cuando abrió la puerta de madera de la cerca de atrás y entró en el jardín de la señora Troy marcaban las once y diez en su reloj de bolsillo, un reloj que llevaba las iniciales de su padre, quien se lo había regalado antes de morir.

Ya entonces sentía una gran agitación; notaba unas punzadas en la boca del estómago, como si de hondas y lentas pulsaciones se tratara. Estaba impaciente por ponerse en marcha. No obstante, le preocupaba la desazón que había mostrado la anciana durante su última visita. Se arrepentía de haberse ido entonces a toda prisa, sin averiguar la causa. Durante toda la semana había sentido una tremenda inquietud.

Pasó por delante del cobertizo, fue directamente a la puerta de la cocina y entró sin llamar, como hacía siempre. Dejó el paquete de comida que había traído sobre la mesa de la cocina y, sin hacer ruido, se dirigió al estrecho recibidor. La puerta del salón estaba abierta. Parado en el umbral, echó una ojeada al interior de la estancia.

La mujer estaba, como siempre, sentada en su silla junto a la ventana, con el gato atigresado sobre su regazo. Se había echado el chal de ganchillo sobre los hombros y se cubría las rodillas con una manta de cuadros escoceses. El día había amanecido nublado; hacía un aire frío y otoñal. Pike hizo un leve ruido al mover los pies. No quería asustarla.

—¿Señor Biggs…? —dijo la anciana, volviéndose inquieta.

—No, soy yo —respondió Pike con brusquedad—. Grail.

Sus palabras tuvieron un efecto sorprendente. La señora Troy se asustó y se agarró sin querer al gato, al que había estado acariciando. El animal maulló sorprendido y saltó al suelo desde su regazo. La mujer fijó su mirada ciega en Pike.

—¿Qué pasa, señora Troy? —preguntó Pike, quien rara vez utilizaba el nombre de la anciana.

Ella hizo ademán de contestar, pero no dijo una palabra, como si fuese incapaz de hablar.

—¿Está usted enferma? ¿Le traigo algo? —Pike nunca le había hecho un ofrecimiento así.

—No… —Por fin fue capaz de articular palabra—. No, gracias.

Pike reprimió el impulso que sintió de acercarse. Se dio cuenta de que la mujer estaba aterrorizada, pero no entendía por qué. Ciertamente, estaba acostumbrado a dar miedo a los demás. En el pasado, sólo con la mirada había conseguido hacer enmudecer y palidecer a hombres más grandes y más fuertes que él. Y estos habían notado enseguida, en su terrible calma, la amenaza. Sin embargo, a aquella mujer nunca había intentado intimidarla, ni con palabras ni con acciones. Si la palabra «ironía» se encontrara en su vocabulario, la hubiera juzgado adecuada para describir esta situación. La señora Troy era la única persona que no tenía nada que temer de él. El bienestar físico de la anciana le era casi tan preciado como el suyo propio. De hecho, vivía sumido en una perpetua ansiedad ante la perspectiva de que ella muriera de repente, porque en ese caso no podría seguir ocupando el cobertizo, y se verían desbaratados todos sus planes. La situación le sobrepasaba. Durante toda su sombría existencia, nunca había sabido ni convencer ni consolar a nadie. Era incapaz de conseguir sacarle lo que le pasaba, como tampoco hubiera sido capaz de aliviar a un niño enfermo. Lo único que veía era que su presencia la molestaba, y actuó en consecuencia: se dio la vuelta y abandonó la estancia.

Con todo, no se le había pasado el desconcierto cuando se detuvo durante unos segundos en la cocina para dejar la comida que había traído.

¿Señor Biggs?

Pike nunca había oído ese nombre hasta entonces.

Cruzó rápidamente el jardín hasta el cobertizo y abrió el pesado cerrojo. La luz iluminó el oscuro interior en cuanto abrió de golpe la puerta, y Pike enseguida se percató del sobre blanco que yacía en el suelo de cemento, junto a sus pies.

Harold Biggs se paró a la sombra del seto de espino para secarse el sudor de la frente. Agradecía que los días fueran cada vez más frescos. Iba sudando, algo sólo en parte debido al paseo de tres kilómetros desde Knowlton hasta Rudd's Cross. A lo largo de la mañana había ido notando cómo se intensificaba su nerviosismo.

—¿Vas a volver a ir a ese sitio? —le había dicho Jimmy Pullman con incredulidad cuando Biggs le anunció en el pub los planes que tenía para ese sábado—. Deberías mandar a paseo al viejo Wolverton. Y, en cualquier caso, ¿qué le pasa a la vieja? ¿Qué se supone que tienes tú que hacer por ella?

Biggs le había dado una respuesta vaga. Unos asuntillos legales de menor importancia, dejó caer. No le dijo a Jimmy que el señor Wolverton le había dado el día libre como reconocimiento a su ofrecimiento espontáneo de volver a Rudd's Cross para resolver la situación de Grail.

Harold se había pasado la semana pensando en las jarras guardadas en la vitrina de la señora Troy. Aun en aquellos momentos, mientras se acercaba a la casa a través de los campos llenos de rastrojos, no sabía si al final tendría el valor de cumplir sus intenciones.

En cualquier caso, iba preparado. Llevaba consigo su maletín, un voluminoso y anticuado bolso con toscas correas que quería cambiar por otro más moderno y elegante que había visto en las tiendas. Sin embargo, en aquel momento se alegraba de que tuviera ese tamaño. En él cabían perfectamente las jarras.

Llamó a la puerta principal y esperó pacientemente, pues se acordaba de lo mucho que, en su última visita, le había costado a la anciana llegar hasta la puerta. Al cabo de un minuto, volvió a llamar. No obtuvo respuesta.

Biggs dio la vuelta a la casa, hasta la puerta de la cocina. Mientras la abría de un empujón, oyó unos tenues golpecitos que procedían del cobertizo del jardín. La puerta verde de madera estaba cerrada, pero habían quitado el cerrojo. Oía a alguien moverse dentro.

Así que Grail había venido, y probablemente estaba recogiendo sus cosas para irse.

Harold sintió un nudo en el estómago. Todo iba según el plan. Cuando Grail se hubiese ido, sin duda enfadado y resentido porque le hubieran puesto de patitas en la calle avisándole con tan poca antelación, se llevaría las jarras de la vitrina con plena confianza de que, si se las echaba en falta, se culparía al otro hombre de su desaparición.

Pero todavía no sabía si tendría el valor de hacerlo…

Harold respiró hondo para intentar calmarse. Entró en la cocina y dijo en voz baja:

—Señora Troy, ¿está usted ahí? Soy el señor Biggs, de Folkestone.

De nuevo, no recibió ninguna respuesta.

Se quitó la gorra de cuadros y la dejó sobre la mesa de la cocina, junto con el maletín. Entonces se adentró en el recibidor y miró al interior del salón. El sillón junto a la ventana estaba vacío. Automáticamente, se le fue la vista a la vitrina situada al otro lado de la habitación. Las jarras seguían donde él las había dejado.

Biggs no salía de su asombro. No se podía creer que la mujer se hubiera marchado, sobre todo teniendo en cuenta que habían quedado para ese día. Por la imagen que se había hecho de ella, se la figuraba todo el día encerrada entre aquellas cuatro paredes. Era difícil imaginársela siquiera paseando por el jardín.

Al otro lado del recibidor había una puerta entreabierta por la que se veía una mesa de comedor y unas sillas. Justo detrás, una estrecha escalera cubierta de moqueta conducía al piso de arriba. Harold se detuvo a los pies de esta. En la penumbra, había detectado el brillo de un par de ojos en la parte superior de las escaleras. Cuando se acostumbró a la oscuridad, vio la silueta de un gato. Recordaba al animal de su anterior visita. Estaba allí sentado, mirándole con las patas cruzadas.

—¿Señora Troy? —la llamó escaleras arriba.

Tras un momento de duda, subió, sorteando al gato, que no hizo movimiento alguno para dejarle pasar. Había dos puertas entreabiertas y una tercera cerrada. Llamó a esta última y oyó una voz responder débilmente desde dentro. Harold abrió la puerta y vio a la señora Troy echada sobre la cama, medio sentada medio tumbada, recostada sobre unos cojines. Llevaba puesta la misma falda de tela de bombasí que la otra vez y sobre los hombros se había echado una manta de cuadros escoceses. Había descorrido un poco las cortinas de la ventana que daba al jardín de atrás, pero la pálida luz que entraba en la habitación no llegaba a iluminar los rincones.

—Lo siento, ¿la molesto? —preguntó Harold, dubitativo, en el umbral de la puerta. Vio que ella giraba la cara de lado a lado, como una planta en busca de la luz del sol. Él recordó enseguida aquella mirada lechosa, nublada—. Soy yo… el señor Biggs, de Folkestone.

—¡Ah, señor Biggs! —Las palabras fueron acompañadas de un suspiro de alivio—. No estaba segura de que fuese usted a venir.

—Ya le dije que vendría —respondió con resentimiento, como si se le hubiese juzgado mal.

—Ese hombre está aquí… —Su agitado susurro apenas le llegaba a los oídos—. El señor Grail

—Sí, ya lo sé. Le he oído en el cobertizo. Voy a bajar para hablar con él. Veré si todo está en orden.

—Señor Biggs… —Ahora se notaba cierta ansiedad en su voz.

La mujer le extendió la mano desde la cama. Harold hizo como que no la veía. No en vano, había venido en visita de negocios. No quería que hubiese contacto humano entre ellos. Pero como la mujer no la retiraba, al final tuvo que acercarse y cogérsela.

—¡Tenga cuidado!

—¿Por qué? ¿A qué se refiere? —Él intentó deshacerse de los dedos que le aprisionaban.

—Dígale que se vaya, pero amablemente… Dígale que lo siento, pero que no tengo más remedio…

¡Amablemente! Harold se iba enfadando cada vez más. Y al pensar en lo que tenía planeado hacer, aprovecharse de esta débil y vieja criatura, hizo que le desagradase aún más la mujer. Al final le retiró la mano.

—No se preocupe, señora Troy —contestó de manera cortante. Se le acababa de ocurrir una idea y se apresuró a expresarla—: Usted quédese aquí. Después de hablar con Grail, le prepararé una taza de té y se la subiré. Veo que todo esto la está afectando mucho. Debe usted quedarse aquí y descansar.

Durante toda la mañana había intentado armarse de valor para coger las jarras de la vitrina ante las propias narices de la mujer, delante de sus ojos casi ciegos, pero había tenido un inesperado golpe de buena suerte. (¡Eres un diablo con suerte! Sonrió al recordarlo). Ya respiraba más calmado. Cuando se giró hacia la puerta se vio reflejado en el espejo del tocador: su figura corpulenta, al borde del sobrepeso, se ensanchaba a la altura de la cintura. Metió estómago.

—Deje que me ocupe yo de Grail —reiteró.

Bajó deprisa las escaleras y salió al jardín por la cocina.

¡Lo haría!

Se había decidido mientras estaba apostado junto a la cama mirando a aquella indefensa figura.

¡Por fin había conseguido reunir el valor!

Ya impaciente por acabar (debía echar a Grail cuanto antes), recorrió a zancadas el pequeño jardín y golpeó con fuerza la puerta del cobertizo.

—¿Señor Grail?

Sin esperar respuesta, abrió y entró. Enseguida le envolvió una ola de calor. El oscuro interior estaba iluminado con una lámpara de queroseno que brillaba sobre una caja puesta del revés en un rincón. Un hombre con el torso desnudo se inclinaba para alisar los pliegues de una tela de color pardo que tapaba un objeto grande y de formas irregulares en medio del cobertizo. Biggs tuvo la fugaz impresión de que le había pillado por sorpresa. Después se quedó con la mente en blanco al ver que aquel hombre con pantalones de cuero se levantaba y se dirigía hacia él. Por efecto del sudor, le brillaba el musculoso torso, cubierto de cicatrices. A Biggs le llegó un fuerte y apestoso olor, similar al de un animal enjaulado.

—¿Grail?

Harold esperó a que el hombre contestase, pero este no dijo nada. Se percató de que sobre una mesa de trabajo al fondo del cobertizo había un objeto metálico. Parecía algún recambio de maquinaria o una pieza de un motor. A su lado había unas cuantas herramientas.

—A ver, ¿qué es todo esto? —Biggs se puso en jarras—. Supongo que recibió usted mi carta. Tendría que haberse ido hoy.

Biggs se dio cuenta, para su consternación, de que no era capaz de mirar al hombre a la cara. Con una mirada de soslayo pudo ver que llevaba el pelo cortado al rape como un presidiario y que tenía los labios muy finos. Pero, sobre todo, eran sus ojos. Los tenía marrones y fríos. Biggs trató de mirárselos directamente para que aquel rufián a medio vestir se percatase de su irritación e impaciencia, pero casi al momento tuvo que mirar hacia otro lado.

Había algo inhumano en su mirada, pensó Harold alarmado. Le volvió a la mente la imagen de un animal. Un carnívoro. Harold sintió la necesidad de moverse para relajar los calambres que atenazaban todas sus extremidades, y sin darse cuenta empezó a caminar hacia delante, cobertizo adentro, hacia la amenazadora figura de Grail, quien, sin embargo, sorprendentemente, le dejó paso apartándose a un lado y después girándose un poco, de forma que Harold llegó hasta donde estaba el objeto cubierto mientras Grail se quedaba más cerca de la puerta.

—¿Y bien?

Las palabras salieron de los labios de Harold sin que este se lo propusiera. Había hablado porque no se sentía incapaz de quedarse callado en medio del poderoso silencio que irradiaba del hombre.

—Tiene usted que irse de aquí —repitió sin poder contenerse—. Tiene que irse. ¿No lo entiende?

La única respuesta de Grail fue otro movimiento. Harold vio con pánico cómo se le bloqueaba la salida del cobertizo.

—En cualquier caso, ¿qué está usted haciendo aquí? —insistió.

En realidad no quería saberlo, pero era incapaz de permanecer callado. Se movió, pero con una sacudida involuntaria: de repente sintió un espasmo en los músculos entumecidos de la pierna. Uno de los pies que hasta entonces había arrastrado por el suelo de cemento se le quedó trabado en un pliegue de la tela que cubría el objeto. Sin darse cuenta, para soltarse empezó a dar desesperadas patadas al retal, que poco a poco se fue soltando del objeto que cubría.

Al ver lo que ocultaba, Harold se puso lívido. Cuando la máquina aún seguía medio cubierta por la tela, con horror distinguió el manillar de la motocicleta y el morro rojo del sidecar. Al mismo tiempo le vino a la memoria, con gran dolor, el artículo que había leído en el periódico el viernes anterior.

Harold miró los fríos ojos marrones. No podía ocultarles lo que sabía; estaba demasiado asustado. Y entonces vio cómo su propia mirada quedaba atrapada por los otros ojos sin vida. Sintió un cálido río de orina bajarle por la pierna, por dentro de los pantalones bombachos.

Harold vio la cara de su madre, fallecida el último año de la guerra. También le vinieron a la mente otras muchas imágenes. Vio a la chica de la calle principal, a Jimmy Pullman recostado sobre la barra del bar en el Bunch of Grapes, el pecoso cuero cabelludo del señor Wolverton, los ojos del gato brillando arriba en las escaleras… Su vida pasó rápidamente ante él como los fotogramas de un cinematógrafo de manivela en un salón recreativo.

Y durante todo ese tiempo siguió mirando a Grail a los ojos.

Al final, como un náufrago al borde del ahogamiento que intenta agarrarse a un palo, metió la mano en el bolsillo para tocar la anilla de las llaves y su chelín de la buena suerte.

Pero aquello no le confortó en su angustia. Aun cuando, con frenética impaciencia, frotó el canto serrado de la moneda, al ver a Grail avanzar hacia él supo, con la irrevocabilidad de la muerte, que se había acabado su suerte.