Capítulo 9

Una hora más tarde Sinclair acabó el resumen de la investigación seguida hasta la fecha. Le había sorprendido que el comisionado adjunto se lo pidiese. Pensaba que sería una reunión corta: un simple agradecimiento de sir George por sus semanas de duro trabajo seguido del rápido traspaso del expediente al superintendente jefe Sampson, que, sentado junto a Parkhurst a una pulida mesa de roble, parecía un buitre posado en una rama.

La mesa era idéntica a la que adornaba el despacho de Bennett. En cambio, las dependencias del comisionado adjunto estaban más amuebladas. Había una alfombra peluda cubriendo el suelo y de las paredes colgaban paisajes de la verde campiña inglesa. Entre dos ventanas que daban al Támesis descansaba un gran escritorio de caoba detrás del cual colgaba una enorme fotografía de sir George con su tocayo, el rey Jorge V. El perfil difuminado de un caballo al fondo hacía pensar que la foto se hubiera tomado en las carreras. Parkhurst, con chaqué, estaba de pie con la cabeza un poco inclinada y girada atentamente hacia el monarca, quien le observaba con expresión vidriosa.

El inspector jefe se sentó solo. Parkhurst estaba enfrente de él al otro extremo de la mesa, con Sampson a un lado y Bennett al otro. El comisionado adjunto rondaba los sesenta. Era mofletudo, con las mejillas marcadas por lívidas venillas. Mientras hablaba Sinclair, no hacía más que mirar por toda la sala, como si fuese incapaz de fijar la vista en un sitio concreto, en contraste con Sampson, quien estaba sentado a su lado y no apartaba la vista del rostro del inspector jefe. Bennett estaba sentado un poco apartado de ambos, como si deliberadamente se quisiera distanciar. La cara del ayudante del comisionado adjunto no mostraba emoción alguna.

—Permítanme subrayar la importancia que en mi opinión reviste este reciente aspecto de la investigación, señor.

Cuando le dieron la oportunidad de explicarse, el inspector jefe se había olvidado de su intención inicial de lavarse las manos de todo el asunto en cuanto le fuera posible. Ahora disfrutaba alargando el proceso, observando a Sampson moverse impaciente y a sir George no acabar de armarse de valor para dar por finalizada la reunión. ¡Iba a decir lo que tenía que decir y punto!

—Creo, y el inspector Madden coincide conmigo, que el autor de los asesinatos cometidos en Bélgica en 1917 es el mismo que estamos buscando ahora. Lo malo es que no hemos podido precisar su identidad. Pero lo lograremos… o, mejor dicho, lo hubiéramos logrado, estoy seguro. —Sinclair hizo una pequeña pausa—. Señor, nunca recalcaré lo suficiente que no se debería abandonar esta línea de investigación y que tendríamos que seguir presionando al Ministerio de Defensa para que nos dé un nombre.

Parkhurst se movía inquieto en la silla.

—Sin embargo, inspector jefe, admitirá que no hay necesariamente una conexión entre esos asesinatos y los de Melling Lodge. Al fin y al cabo, se mueve usted en el reino de la especulación.

—En efecto, señor. —Sinclair asintió vigorosamente—. Pero la especulación es algo a lo que nos ha obligado este caso. Y, hablando de las conexiones, este ha sido nuestro principal problema. Creo firmemente que no había relación personal entre el asesino y las víctimas de Melling Lodge, a no ser la que existía en su mente, y que hemos estado intentando aclarar.

Sampson chasqueó la lengua irritado.

—Venga, Angus, ya hemos oído todo esto antes. Ha tenido usted su oportunidad. Desde el principio ha insistido en que este hombre no era un criminal cualquiera. Muchas pruebas, en cambio, nos hacen pensar que irrumpió en la casa para robar. Lo que pasó después fue trágico. Terrible. Pero intentar convertir a un hombre violento y posiblemente perturbado en una especie de… —Hizo una mueca de disgusto— en una especie de fuerza del mal no nos va a ayudar a cogerlo. —Hizo una pausa—. Dice usted que mató a esa mujer de Kent, la señora Reynolds. Sin embargo, no lo sabe. Es cierto que hay algunos parecidos superficiales entre los dos crímenes. Pero lo que usted ha hecho es una asunción, porque le viene bien a su teoría. Lo mismo puede decirse de esta historia en Bélgica hace cuatro años. Ahora resulta que ha cometido una cadena de asesinatos y por eso nos ha estado advirtiendo durante semanas que va a volver a matar. ¿Cuándo?, si me permite la pregunta. —El superintendente jefe se pasó la mano por su pelo con brillantina y se inclinó hacia delante—. Lo que hay que hacer aquí, lo que se tenía que haber hecho desde el principio, es aplicar los procedimientos policiales normales. Nada de modernidades ni sofisticaciones. No hay que intentar meterse en la mente del criminal, pensando que vamos a ser capaces de leerle el pensamiento. Basta con buen trabajo policial a la antigua. Mucho sudor, muchas caminatas. Así es como hay que proceder.

Sinclair le había estado escuchando atónito. Ahora habló él:

—¿A qué se refiere exactamente, señor?

Sampson se recostó en el asiento.

—Yo creía que eso era obvio —contestó—. ¿Qué sabemos de esté hombre? No mucho, se lo reconozco. Pero sí sabemos una cosa. Tiene una moto y la usa. Bueno, ya sé que ha repasado usted esa lista de compras recientes provista por Harley-Davidson. ¡Pero, hombre, por Dios! ¿Y qué hay de las matriculaciones?

—¿De las matriculaciones de motos? —repuso el inspector jefe, con cara de estar desconcertado por la idea—. Sí, el otro día leí un artículo sobre eso en el Express. De un tal Ferris, creo. Parecía contener la misma idea. Me pregunto de dónde la sacó el autor.

Sampson se puso colorado como un tomate.

—De hecho, señor —prosiguió Sinclair, dirigiendo su atención al comisionado adjunto—, es algo que he considerado y descartado. ¿Sabe cuántas motos están matriculadas en el sur de Inglaterra? Cerca de ciento cincuenta mil. Aun dejando de lado la enorme carga de trabajo que lo que está proponiendo el señor Sampson supondría para diversas autoridades, hay que preguntarse qué se conseguiría con ello. Teniendo como tenemos únicamente una imprecisa descripción física (un hombre corpulento de pelo castaño oscuro y bigote, que a estas alturas puede o no haberse afeitado), los agentes de policía supuestamente tendrían que interrogar a cada uno de los propietarios para ver si se parecían a esta descripción. Pero, aun así, se me ocurre: ¿qué garantía tenemos de que ese vehículo esté legalmente matriculado? ¿O de que no lo mantiene oculto en algún sitio y sólo lo utiliza cuando lo necesita? Es verdad: en muchos sentidos este hombre es un enigma para nosotros. Pero en cualquier caso sabemos que no es un completo burro. —«Y no como otros», pensó el inspector jefe al tiempo que decía estas palabras.

Sampson le miró enfadado. Su cara mostraba abiertamente el enfado.

—Muy bien, Sinclair. Creo que ya hemos oído bastante.

Parkhurst se aclaró la garganta.

—Sí, me parece que es hora de… —Y se calló porque llamaron con fuerza a la puerta, que se había abierto, adonde giró la cabeza. Madden apareció en el umbral. Tenía en la mano un trozo de papel. Una secretaria revoloteaba detrás de su alta figura, haciendo gestos nerviosos.

—Siento interrumpir, señor. Es urgente.

—No me diga, Madden. —El tono del comisionado adjunto delataba irritación—. ¿No puede esperar, hombre?

—No, señor. Me temo que no.

Madden cruzó la alfombra en pocas zancadas con sus largas piernas. Se dirigió hasta donde estaba Sinclair y le dio el papel que llevaba en la mano, al tiempo que se inclinaba y susurraba algo al oído del inspector jefe. Sinclair dio un respingo. Se le iluminó la cara.

—Señor, tengo que pedirle que suspenda esta reunión —dijo, levantándose bruscamente.

—¿Qué? —Parkhurst se le quedó mirando boquiabierto.

—A ver… ¡un momento! —empezó a decir Sampson.

—¡Hemos dado con él! —Sinclair blandió al aire la hoja de papel—. Este es nuestro hombre.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó Parkhurst.

—Todavía no, señor. Pero sabemos cómo se llama. —Al inspector jefe le brillaban los ojos—. Es más, antes de que acabe el día tendremos una fotografía suya.

—¿Una fotografía?

—Cortesía del Ministerio de Defensa. Estuvo en el ejército, tal y como pensábamos. Señor, debo rogarle que me permita seguir con esto sin demora alguna. Cualquier retraso podría ser peligroso. —Sinclair recogió su carpeta y se puso de pie con intención de irse.

—Bueno, no sé… —El comisionado adjunto recorrió la sala con su mirada acuosa. Sampson intentó mirarle.

—¿Puedo decir algo, señor? —terció Bennett, interviniendo por primera vez—. El inspector jefe Sinclair ha estado al frente de esta investigación desde el principio. Se conoce todos los detalles. De ser posible una rápida detención, creo que deberíamos dejarle seguir. Como ha dicho, un retraso es lo último a lo que nos queremos arriesgar en este momento.

—¿Señor…? ¿Señor…? —musitó Sampson, tirándole de la manga a sir George—. No deberíamos precipitarnos con esto.

—¡Ahora no, superintendente jefe! —Parkhurst hizo un chasquido, impaciente. Su mirada se detuvo en los ojos de Sinclair—. Muy bien, inspector jefe. Siga con ello. Pero aquí no zanjamos el tema. ¿Me he explicado con claridad?

—Con total claridad, señor.

—Y me mantendrá usted informado.

Sinclair ya había emprendido el camino hacia la puerta, seguido por Madden. Cuando estaba a punto de salir, Bennett le llamó.

—Por cierto, ¿cómo se llama?

El inspector jefe lo miró. Luego echó un vistazo al trozo de papel que llevaba en la mano y levantó la vista.

—Pike —dijo resueltamente—. Sargento mayor Amos Pike.