Al pasar junto a un tocón que le pareció adecuado, Harriet Merrick se paró, se sentó y se abanicó la cara con el amplio sombrero de paja que se había puesto para complacer a Annie McConnell; en vano habían sido todas sus protestas de que era muy improbable que el débil sol de octubre fuera a causarle insolación. Ese día la suave pendiente hasta la cima de Shooter's Hill se le estaba haciendo muy pesada. Había sentido un ligero dolor en el pecho, una especie de presión que la había hecho pararse y descansar un poco. Estaba esperando a que se le pasase esa sensación.
Era reacia a admitirlo, pero durante los últimos días no se había encontrado demasiado bien. Tenía un fastidioso dolor de cabeza que había empezado la noche de su sesenta y un cumpleaños, y que todavía le molestaba mucho. Por sugerencia de su hijo, habían aprovechado la calidez excepcional de aquel otoño para cenar al aire libre esa noche, y la señora Merrick pensó al principio que tal vez había cogido frío. Pero, en vez de desarrollar el constipado que ella se temía, el dolor se le fijó en la cabeza, lo cual le impedía dormir por la noche y le creaba un estado de ansiedad cada vez más acusado.
Todo había empezado con la muerte de Tigger. Envenenado, creía Hopley, quien le echaba la culpa a los granjeros. Según decía, estos ponían estricnina y otro tipo de veneno para los zorros que se cobraban numerosas víctimas en los gallineros de la zona. El jardinero se había encontrado con el pobre animal arrastrando la panza por entre los arbustos a primera hora de la mañana. Tigger había estado desaparecido durante toda la noche, a pesar de que Annie lo había llamado repetidamente antes de irse a la cama. Mientras llevaban al perro al cobertizo, donde murió enseguida, distrajeron la atención de los niños. Después de comer, su padre les contó lo ocurrido. Se pusieron a llorar, pero, como suele ocurrir con los más pequeños, en cuanto se secaron las lágrimas, mostraron mucho interés por cómo lo iban a enterrar, tarea que le tocó a Hopley. Esa tarde estuvieron junto a sus padres y a Annie mientras se rezaban unas oraciones y daban sepultura a los restos del spaniel en una tumba cavada detrás del campo de croquet.
Su padre les había asegurado que no iba a dejar las cosas así, y que había dado parte ya al policía del pueblo, el agente Proudfoot, quien había expresado su intención de investigar el caso. Al día siguiente Harriet Merrick prometió a sus nietos comprarles otro cachorro cuando volviesen de vacaciones de Cornualles.
Pero, igual que sucede con las ondas de la superficie de un lago, los cambios acaecidos en la vida cotidiana de Croft Manor siguieron buscando nuevas víctimas. El martes por la noche el pequeño Robert se puso otra vez a llorar, porque, como comprobaron, tenía fiebre. Su madre lo mandó inmediatamente a la cama. Ya en ese momento todos pensaban lo mismo: si resultaba ser algo serio, la familia tendría que retrasar su salida hacia Penzance al final de la semana. Esto a su vez pareció disgustar a la señora Merrick, quien no tuvo inconveniente en admitírselo a Annie.
—No quiero que se retrasen. Quiero que se vayan.
—¿Sabe lo que está diciendo? —se burló Annie—. Son de su propia sangre, y no ve usted el momento de que se vayan.
—Tengo muchas ganas de que nos quedemos solas tú y yo, Annie.
—Venga, no se preocupe, señorita Hattie. —Cuando había gente delante, Annie la llamaba señora Merrick, pero siempre señorita Hattie cuando estaban a solas, igual que lo había hecho durante los últimos cuarenta años—. Ya verá como tenemos mucho tiempo para nosotras. Estarán fuera tres semanas.
—Si no se van, no —observó la señora Merrick con una lógica incontestable, ante lo cual Annie se limitó a mover la cabeza.
—¡Pero qué tonta es usted! Siempre preocupándose sin razón.
Annie estaba en lo cierto. No había razón alguna para preocuparse. Sin embargo, paradójicamente, esto parecía inquietarla aún más, y la noche anterior casi no había pegado ojo por la preocupación.
—¡Ay, Annie! No sé qué me pasa. ¿Por qué quiero que se vayan? —le comentó mientras paseaban juntas por el jardín después del desayuno—. Me empiezo a sentir igual que cuando murió Tom. ¿Te acuerdas? Tenía muchísimo miedo, incluso antes de enterarme.
Annie la había llevado hasta un recoveco del sendero entre los tejos y la había rodeado con sus brazos.
—A ver, querida mía —murmuró—. ¿No se olvida de que ya han pasado cuatro años desde que mataron al pobre chico?
—¿Cómo me iba a olvidar?
—Ya se acerca el día…
—¡Ah! ¿Crees que es por eso? —La señora Merrick se soltó del abrazo. A Tom lo habían matado la segunda semana de octubre. El aniversario estaba próximo—. Eso espero —acertó a decir. Y enseguida se quedó sin respiración ante sus propias palabras, preguntándose cómo podía haber dicho semejante cosa.
Pero, a pesar de todo, aquello era indudable, y ese pensamiento la reconfortó durante el resto del día.
Se sintió aún mejor cuando fue más tarde al cuarto de los niños con Annie y vio que al enfermo le había bajado la fiebre. El niño dijo encontrarse bien para jugar una partida a las cartas de las familias, y aunque su niñera, Enid Bradshaw, se opuso a la idea, tuvo que ceder ante Annie, cuya autoridad era incuestionable en todos los ámbitos domésticos. La señora Merrick sonrió al ver a la hermana de Robert, de siete años, preocuparse por él, mulliéndole la almohada y poniéndolo cómodo en la cama. También se rió con ellos dos cuando Annie miró fijamente al paciente para interrogarle:
—A ver, dígame la verdad, señorito Robert (y que nunca una mentira manche sus labios), ¿tiene usted por casualidad secuestrada a la señorita Hogaza, la hija del panadero?
El juego siguió hasta la llegada del doctor Fellows, quien, tras un sucinto examen, aseguró que Robert estaba reponiéndose.
—Son nervios, en mi opinión. Perder al perro debe de haberle afectado más de lo que nos imaginamos. ¡Pobre animal! ¿Saben ya cómo ocurrió?
Era también el día que le tocaba a la señora Merrick la revisión semanal, y el doctor Fellows se disculpó por haber llegado una hora más tarde que de costumbre.
—Me estaba marchando de la consulta cuando trajeron a Emmett Hogg con un tobillo roto. Al parecer tuvo que ir cojeando y a rastras hasta que encontró ayuda. Se cayó en un hoyo en el bosque, dice. —El doctor Fellows levantó una ceja, con un gesto muy elocuente—. No hay muchos hombres de por aquí que sean capaces de estar completamente borrachos a las dos de la tarde; sin embargo, Hogg lo ha convertido en todo un hábito. Pero, bueno, ¿qué ha estado haciendo usted, señora? —Al médico le cambió el semblante ante lo que indicaba el aparato de medir la tensión. Volvió a insuflar aire en el artilugio que había puesto a la señora Merrick en el brazo y frunció el ceño—. Nos hemos estado pasando de la raya, ¿a que sí?
La señora Merrick, a quien no le gustaba ni que la llamaran «señora» ni que la hablasen refiriéndose a ella con la primera persona del plural, reconoció que un rato antes había estado dando un paseo. Pero no tenía intención alguna de mencionar que había sido a Shooter's Hill.
—No haga esfuerzos durante los próximos días —le aconsejó el doctor Fellows—. Digamos mejor una semana. Ni un paseo más allá del jardín hasta que yo la vuelva a ver.
La señora Merrick estaba pensando en otra cosa. El médico había dicho algo que le había refrescado la memoria.
—¿Ha dicho usted que se cayó en un hoyo?
—Eso es lo que dice Hogg. —El doctor Fellows cerró de golpe su maletín—. Yo tengo mis dudas.
Harriet Merrick se estremeció.
—Si ocurrió en Ashdown Forest, debe dar parte —dijo con firmeza—. La policía quiere estar al tanto de cualquier hoyo que se haya excavado allí recientemente. Me lo dijo mi hijo el otro día.
William era juez de paz.
—No creo que nadie se vaya a creer lo que cuente Emmett Hogg —señaló el doctor Fellows, deteniéndose en la puerta de la habitación.
—Aun así, Hogg debe dar parte. —Hizo una pausa—. Y usted debe asegurarse de que lo hace —añadió la señora Merrick, complacida por una vez de estar en posición de mandar.