Con el rostro apesadumbrado, Sinclair avanzó lentamente por el pasillo alfombrado, flanqueado por Madden.
—Así que Ferris piensa que tengo los días contados. ¿Has visto el artículo en el Express del viernes?, «¿es hora de cambios?». Me pregunto si estará al tanto de algo que nosotros no sabemos.
Debido a una avería en el metro, el inspector jefe se había retrasado media hora en llegar a Scotland Yard. Se entretuvo en su despacho sólo lo justo para vaciar encima de la mesa lo que traía en el maletín, sacar del cajón el expediente cada vez más voluminoso y hacerle una señal a Madden para que le acompañara.
—Eso lo dejaremos para más tarde, John —replicó Sinclair cuando el inspector comenzó a comentarle una idea que se le había ocurrido—. Ocupémonos primero de esto otro.
Al ver la cara que traía su compañero, Sinclair se alegró de comprobar que parecía descansado y atento. Se permitió conjeturar si entre las actividades del fin de semana de Madden se había incluido una visita a Highfield.
—«Ciertos círculos de Scotland Yard con información contrastada» —citó, según entraba en la antesala que precedía al despacho de Bennett—. Así califica Ferris a sus informantes. ¿Crees que el superintendente jefe tendrá la gentileza de ruborizarse siquiera esta mañana?
En la reunión no tuvo ocasión de averiguarlo. Bennett estaba solo en el despacho. Encontraron al ayudante del comisionado adjunto vestido de riguroso negro, apostado junto a la ventana con los brazos en jarras, observando las aglomeraciones matutinas del tráfico en la zona del río. Se giró al oírles entrar.
—Buenos días, caballeros. —E hizo un gesto invitándoles a sentarse en sus puestos habituales en la pulida mesa de roble. Para llegar hasta allí tuvieron que pasar por delante de su mesa, donde estaba desplegado, con ostentación manifiesta, un ejemplar del viernes anterior del Daily Express.
—Estamos solos esta mañana —dijo Bennett mientras se sentaba frente a ellos. Sus ojos marrones no denotaban ninguna expresividad—. El señor Sampson tiene otra reunión.
Sinclair abrió el expediente. Sin prisa ninguna empezó a hojear las páginas mecanografiadas. En su rostro no se adivinaba ninguna muestra de tensión o nerviosismo.
—Como sabe, señor, teníamos la esperanza de que unos asesinatos acaecidos en Bélgica durante la guerra nos aportaran alguna pista de utilidad para la investigación actual. —El inspector jefe levantó su mirada pétrea del expediente y miró directamente a Bennett—. Me temo que hasta la fecha no nos han llevado a ningún sitio.
—Me apena escucharlo. —Bennett se removió ligeramente en su asiento—. Entonces, ¿ninguno de esos hombres encaja con el perfil?
—El señor Madden y yo hemos interrogado a dos de los cuatro supervivientes de la compañía B. Ninguno de ellos es el hombre que buscamos. El tercero, Marlow, está hospitalizado y, en cuanto al cuarto, Samuel Patterson, la policía de Norwich ha rastreado su paradero. Trabaja en una granja cerca de Aylsham. Se han podido comprobar todos sus movimientos.
—Y, entonces, ¿el capitán Miller sólo interrogó a esos hombres y a los compañeros que fallecieron después en combate?
—Según consta en los archivos, así es.
—Y tenemos la certeza de que dio por concluido el caso… —Bennett frunció el ceño—. Entonces, por lógica cabe deducir que creía que el culpable era uno de los que murieron en el campo de batalla… Esa es la conclusión a la que han llegado; no me equivoco, ¿no, inspector jefe?
—Así es.
—Pero lo que usted pensó era que quizás se hubiera equivocado, ¿verdad? Es decir, que a lo mejor había sido uno de esos cuatro…
—Contemplé esa posibilidad, efectivamente —reconoció Sinclair, asintiendo—. No lo tengo tan claro ahora.
—Ah, ¿no?
—Me ha llamado la atención que ninguno de estos hombres, o sea, ninguno de los supervivientes, volviera a ser interrogado después de abandonar el frente. Eso no tiene sentido. He analizado con suma atención la transcripción de los interrogatorios. Miller no se anduvo con chiquitas al tomarles declaración. Está clarísimo que estaba convencido de que ocultaban algo. Aun si creyera que el culpable había caído en el frente, habría vuelto a hacer pasar a los otros por el proceso. No habría dejado escapar esa oportunidad.
Bennett arrugó el gesto.
—Entonces, el asesino no pertenecía a la compañía B. Miller debió de llegar a la conclusión de que era otro.
—Eso parece —corroboró Sinclair.
—Pero sin esa nota que se halla desaparecida no podemos descubrir de quién se trata.
—Exacto.
Bennett lanzó un suspiro. Luego apartó la mirada.
—¿Alguna cosa más, inspector jefe?
—Sólo esto, señor. —Sinclair rebuscó en el expediente. Sacó un papel y lo sujetó frente a los ojos de su interlocutor—. La semana pasada envié un telegrama a la Süreté de Bruselas pidiéndoles que comprobaran sus archivos. Tenía la esperanza de que apareciera una copia del informe de Miller. Pero no la tienen. —Por encima del folio, su mirada se cruzó con la de Bennett—. En realidad, si atendemos a sus archivos, el caso sigue abierto.
—¿Cómo? —El ayudante del comisionado adjunto se incorporó en el asiento, estupefacto—. No entiendo. ¿Qué significa eso?
—Pues, para empezar, que las autoridades militares británicas no informaron a la policía civil belga de que se había cerrado el caso.
Los dos se miraron fijamente. Pasaron así, quizás, hasta cinco segundos. Luego Bennett arrugó el gesto, esforzando la vista. Sinclair, que tenía en alta estima su agilidad mental, vio que empezaba a caer en la cuenta.
—¡Ese maldito informe! No está perdido, ¿no? ¡Simplemente es que no quieren dárnoslo!
Sinclair hizo una leve mueca expresando su desacuerdo.
—No necesariamente, señor. Puede que sí esté perdido. Por lo menos en estos momentos.
—O sea que, en su opinión, puede que alguien se haya desecho de él intencionadamente… Pero no sabemos ni quién ni cuándo…
—Esa es una posibilidad.
—¿El propio asesino?
Sinclair lo negó con la cabeza.
—Lo dudo. A menos que fuera un miembro del Parlamento… y ni siquiera en ese caso. —Volvió a colocar el folio dentro de la carpeta—. Hablé con el coronel Jenkins el viernes y le pedí que nos pusiera en contacto con el oficial que fue el superior de Miller durante la guerra, más que nada porque cabe la posibilidad de que se acuerde del caso. Por cierto, Jenkins me hizo saber que aún estaban buscando el informe en los archivos del Ministerio de Defensa. No tengo razones para no creerle. Pero sí se me ocurren diversos motivos por los que alguien, en septiembre de 1917, creyera oportuno destruir esa hoja de papel, sobre todo si daban por muerto al culpable. Fue un crimen brutal con víctimas civiles. A lo mejor pensaban que no tenía sentido señalar con el dedo al ejército. Mejor dejar a los muertos tranquilos.
Bennett se miraba las uñas con detenimiento. Al cabo de unos segundos se levantó y se acercó a la ventana. Allí se quedó cruzado de brazos, mirando al exterior. Arqueando una ceja, Sinclair lanzó una mirada interrogadora a Madden. El ayudante del comisionado adjunto volvió a sentarse a la mesa.
—En resumen, si me permiten… —Se aclaró la garganta—. Entonces, ¿no sirve de nada que insista en el Ministerio de Defensa? ¿No va a ser posible obtener de ellos esa nota?
—Eso creo, señor. A fin de cuentas, si es que todavía existe, es decir, si la están manteniendo oculta deliberadamente, no van a cambiar su política. Y, en caso contrario, lo único que conseguiremos será enemistarnos con ellos.
Bennett asintió al hacerse cargo de la situación. Volvió a fruncir el ceño.
—Si por lo menos tuvieran un nombre, alguna pista por la que proseguir… —Bajó la mirada. Parecía temeroso de seguir hablando—. Claro que, en cualquier caso, puede ser que no haya ninguna conexión entre ambos casos; entre los asesinatos en Bélgica y los de aquí… De eso no estamos seguros.
—Pues no, señor. —Sinclair organizó los papeles y los volvió a meter en el expediente.
Bennett levantó la vista.
—A lo mejor, después de todo, es hora de mirar… en otra dirección —dejó caer con una mirada cómplice.
El inspector jefe recibió la indirecta asintiendo levemente. Bennett se puso en pie y se volvió a Madden.
—¿Haría el favor de dejarnos a solas, inspector? Quisiera hablar un momento en privado con el señor Sinclair.
Al cabo de veinte minutos, el inspector jefe volvió con paso vivo a su despacho. Según entraba lanzó al aire el voluminoso expediente, que aterrizó sobre la mesa haciendo un ruido sordo. A modo de respuesta, el agitado teclear de la máquina de escribir del despacho contiguo enmudeció. Sinclair se quedó de pie delante de su mesa.
—Yo me había hecho ilusiones de que la ausencia del superintendente jefe esta mañana constituyera un indicio de que lo habían mandado a la Torre de Londres para su inmediata ejecución. Sin embargo, parece que Ferris estaba en lo cierto: somos nosotros a quienes tienen previsto ahorcar.
—Lo siento mucho, señor —le compadeció Madden con el rostro sombrío desde su mesa—. Creo que cometen un error.
—Puede ser. Pero de lo que no cabe duda es de que Sampson goza de las simpatías del comisionado adjunto. Con él estaba esta mañana, por cierto, ultimando algunos detalles con sir George para asegurarse de que no cambia de opinión en el último momento.
—O sea que ya es oficial… ¿nos han retirado de la investigación, entonces?
—Todavía no, aunque apostaría que así sería si Parkhurst no tuviera que estar esta tarde en Newcastle en un congreso regional. No volverá hasta el jueves. Ese es el día señalado. Ha convocado una reunión en su despacho. Nos han invitado a ir a Bennett y a mí. A ti te excusan la asistencia, John. —El inspector jefe sacó la pipa del bolsillo. Se sentó en el borde de la mesa—. ¡Pobre Bennett! Él es quien está en peor posición, a horcajadas sobre una verja de alambre de espino. Sabe de sobra que nosotros vamos por el buen camino, si bien la cosa no termina de cuajar… Pero si sigue apoyándonos se expone demasiado. Creo que hasta cierto punto sospecha que lo que en realidad quiere Sampson es quitarle el puesto.
—¡No puede ser! —exclamó Madden con incredulidad.
—No, evidentemente no lo conseguirá —repuso con una sonrisa Sinclair—. Pero la imaginación de nuestro superintendente jefe no tiene límites. En fin, da igual… Antes me dijiste que tenías una idea. Supongo que ahora es buen momento para que me la comentes.
El inspector se tomó un instante para poner en orden sus pensamientos.
—Todo depende de cómo llevase las cosas Miller —acertó a decir.
—No te sigo.
—Evidentemente, no trabajaría solo. Seguramente tendría siempre a un suboficial para que le tomara notas y le mecanografiase los informes. Lo que no sabemos es si cada vez escogía al azar a uno distinto, cualquier escribiente que estuviera disponible, en cuyo caso no nos sería de gran ayuda, o si tenía siempre al mismo ayudante.
—O sea, ¿que a lo mejor formaban un equipo?
Madden asintió.
—Si siempre trabajaba con el mismo hombre, entonces sería quien transcribió los interrogatorios de la compañía B y quien mecanografió los informes que constan en archivo. Estaría al tanto de las particularidades del caso. Puede ser, incluso, que hablaran en privado sobre ello.
—¿Lo que me estás sugiriendo es que ese supuesto ayudante estaría al tanto de lo que tenía Miller en la cabeza; que sabría quién era en su opinión el culpable…? —preguntó el inspector jefe con escepticismo.
—Más que eso, señor. Lo más seguro es que él mismo mecanografiara la nota que buscamos. Y evidentemente no habría sido un trabajo ordinario más. Aún hoy recordaría su contenido.
Sinclair examinó la cazoleta de la pipa.
—Entonces, ¿qué dato buscamos? ¿El nombre del ayudante de Miller, si es que lo tuvo? No estoy seguro de que nos quede tiempo. El jueves se nos termina el plazo.
—Lo sé, pero se me ha ocurrido un atajo —dijo Madden—. Miller viajaba en un coche oficial cuando falleció. Es muy probable que saliera de viaje en el curso de una investigación, con lo cual seguramente llevaba con él a un ayudante, quizás el conductor. Ese podría ser nuestro hombre.
—¡O sea, que me estás diciendo que está muerto!
—Puede que sí —respondió Madden sin inquietarse lo más mínimo—. Pero aún no lo sabemos con certeza.
—Cierto, cierto —contestó Sinclair tras unos segundos, asintiendo—. ¡Tienes razón, John: merece la pena intentarlo! Volveré a incordiar a los del Ministerio de Defensa. Me siento de humor para seguir dándole a alguien la matraca.