Capítulo 5

Amos Pike entró sigilosamente en la cocina y depositó en la despensa el paquete de comida que había traído. Se quedó allí, esperando a oír la voz de la anciana preguntar que quién andaba por ahí. Al no oírla, se adentró más en la casa y la encontró sentada en el sitio habitual, junto a la ventana. A la luz tenue del crepúsculo, parecía más pálida y encogida de lo habitual, y no pudo evitar mirarla con una fría preocupación.

—Le he traído algunos víveres —le dijo con su voz monótona.

—Gracias, señor Grail.

Sonaba apagada, inquieta.

—Compré pescado, como me pidió —insistió. Al escudriñarle el rostro, se percató de que le temblaba levemente el labio inferior.

—Gracias —repitió la anciana, en un susurro.

Pike frunció el ceño. Aunque no solía conversar con la gente, tenía muy desarrollados los instintos, como los de los animales.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

Ella se lo negó rápidamente con la cabeza.

—No, nada. Gracias por traerme la comida —reiteró.

Pike sabía que para la anciana su presencia era incómoda, pero en aquel momento percibía algo más en su comportamiento: una especie de tensión que intentaba disimular. Se acercó un poco. Quería asegurarse bien. La desconfianza y la sospecha eran, junto con aquel sentimiento perentorio de necesidad, rasgos dominantes de su carácter. Y precisamente ese último, la pulsión constante de un vehemente deseo, fue lo que le hizo súbitamente cambiar de opinión, alejarse de la anciana y dejarla allí sentada.

Ya averiguaría más tarde lo que la afligía.

Un cambio de última hora en el itinerario de la señora Aylward le había obligado a retrasar varias horas la salida hacia Rudd's Cross. Normalmente aceptaba sin inmutarse que se trastocaran sus planes. Podía permitirse ver las cosas a largo plazo.

Sin embargo, por primera vez, aquella tarde había sentido impaciencia. El día a día, con su rutina de obligaciones y responsabilidades, se le estaba convirtiendo en una pesada carga. Aunque no era consciente de ello, estaban empezando a desgastarse los frágiles agarraderos que lo mantenían sujeto a la realidad cotidiana.

Cuando abrió la puerta del cobertizo, se estaba haciendo de noche, y no vio la carta que había caído en el suelo, a sus pies. Cuando encendió la lámpara de queroseno un minuto después, ya había quitado la tela con que protegía la moto del polvo y la había arrojado a un lado. Al caer al suelo, había tapado el sobre blanco.

Llegó al bosque antes de la medianoche y, arropado con la esterilla, durmió junto a la moto hasta el amanecer. A las primeras luces del alba se puso en marcha, con la pesada bolsa cargada al hombro. Con paso firme, sigiloso y fantasmal, avanzó entre la espesa niebla que se concentraba junto a los troncos de los árboles.

Encontró el refugio tal y como lo había dejado, salvo por la capa de lodo que se había acumulado en el fondo por efecto de las últimas lluvias. Usó el pico de zapador para extraerlo de la fosa y luego pisoteó el suelo hasta endurecerlo. A continuación recorrió el bosque en busca de algún corro de árboles jóvenes, para regresar al cabo de una hora con dos brazadas de tallos que fue limpiando de ramas. Luego los colocó, uno junto a otro, sobre el suelo embarrado para aislar el agujero de la humedad.

A mediodía hizo un descanso para abrir una lata de carne de ternera en conserva. Durante toda la mañana se había concentrado hasta el más mínimo detalle en las tareas que iba realizando: en dejar las ramas que podaba al tamaño deseado, en que el suelo quedara perfectamente a nivel. Pero en todo momento había notado que en su interior se iba amasando una conjunción de fuerzas: un maremoto de emociones cuyas pulsiones sentía en las terminaciones nerviosas, lo que le producía un picor y una quemazón en la piel, cual alud de lava que se desplazaba por sus venas.

Lo que sentía le hacía estremecerse. Al mismo tiempo, no podía dejar de sentir cierta inquietud. Toda su vida había procurado mantener un autocontrol, algo que le había asegurado cierto equilibrio durante los muchos años vividos en un estado de angustia casi insoportable, afligido por aquella necesidad perentoria. El temor de perder el control en aquel momento bastaba para calmarlo y para permitirle concentrarse en las tareas que le quedaban por hacer.

Cuando terminó de comer hizo otra nueva salida, esta vez en dirección al estanque cercano, del que regresó con un haz de ramas de sauce. Ya antes había ensamblado un marco con algunos de los tallos que le habían sobrado. Con el sauce empezó a trenzar una retícula para acoplarla al marco. Era una tarea muy entretenida, y en dos ocasiones tuvo que regresar a la zona del estanque para traer más ramas. Sin embargo, cuando dieron las cinco ya había terminado de hacer y colocar aquel invento a modo de tejado para el refugio.

En él se retiró tras recoger la bolsa y las herramientas. Como ya había ultimado todos los preparativos, podía relajarse: encendió un cigarrillo y calentó una taza de té en el infiernillo de campaña que había traído la vez anterior. Antes de que se hiciera de noche repasó lo que traía en la bolsa y sacó las cosas que tenía intención de dejar allí. Envolvió el infiernillo con un hule y lo colocó en un rincón junto con la comida enlatada. Actuaba conforme al plan que había trazado, preparándose así para volver en sucesivas ocasiones a lo largo del que preveía un prologado periodo de espera.

Aun así, sentía la duda palpitar en su interior. No estaba seguro de poder esperar. La experiencia vivida en Highfield había sido única, un tiempo durante el cual parecían haberse detenido las horas, un periodo de dulce indecisión postergado hasta el punto de haber perdido temporalmente la capacidad de actuar. En retrospectiva, le parecía que había pasado infinitas tardes allí sentado, en medio de los bosques que dominaban el pueblo, mientras en su interior iba acumulándose poco a poco la excitación, tan lentamente como el proceso de formación del coral.

Lo que sentía en aquel momento era diferente. En el pecho notaba la presión como un puño. De día en día percibía cómo se acrecentaba el deseo.

Lo último que hizo antes de abandonar el refugio fue cortar unas ramas de maleza para camuflar el lugar, que entrelazó con los matojos circundantes hasta que quedó como si fuera un denso matorral.

Después de inspeccionar por última vez la zona para asegurarse de que todo estaba en orden, volvió a donde había dejado la motocicleta, llevando consigo la bolsa.

Antes de colocarla en el sidecar, desató las correas para sacar de ella un trozo de carne envuelto en papel de estraza. Se lo metió en el bolsillo de su cazadora de cuero, sin poder evitar arrugar la nariz al notar el fuerte olor. Lo había comprado el día anterior y ya estaba empezando a estropearse.

Las puertas acristaladas del salón estaban abiertas de par en par, y habían descorrido las cortinas para que la luz del interior de la estancia iluminara parte del césped. Dos criadas iban de aquí para allá con bandejas, en un continuo vaivén desde la casa hasta una mesa colocada bajo la parra. Donde terminaba la zona iluminada, comenzaba el jardín, apenas visible a la luz plateada de la luna.

Pike no despegaba los prismáticos de los ojos.

Llevaba más de dos horas observando, sin moverse, apoyado contra el tronco de un haya, sumido en un pozo de oscuridad que no alcanzaba a iluminar el resplandor de la luna.

Los adultos de la familia estaban cenando. Eran tres, pero él apenas se fijaba en dos de ellos. El objeto de su atención era la mujer rubia que estaba sentada de cara a él. Sus brazos y hombros desnudos resplandecían como el mármol a la luz temblorosa de las velas.

Estaban celebrando algo. Los tres llevaban traje de noche. Habían servido champán al inicio del ágape y habían levantado las copas en honor de la mayor de las mujeres. Aun a esa distancia, Pike distinguía la espuma y las burbujas en las copas.

Había hecho lo mismo en Highfield. Había estado observando en la penumbra. Con todo, por más que lo intentara, no lograba volver a sentir lo que entonces: la sensación de un placer continuamente aplazado, pero que sentía a su alcance. Una fruta que podía arrancar del árbol en cuanto quisiera.

La bestia que se agitaba en su interior no encontraba satisfacción en la paciencia y el distanciamiento. Cada vez era más insistente su llamada. Pike cambió de postura, aliviando así la presión que sentía en la entrepierna.

Dejó de enfocar la mesa para centrarse donde terminaba el jardín, desde donde salía el sendero jalonado por tejos, y luego siguió con la mirada la vereda que cruzaba el jardín hasta el campo de croquet. Pasadas las tres cuartas partes del sendero entre los tejos, salía una bifurcación que iba hasta la puerta que franqueaba el muro cubierto de musgo. Allí se detuvo la mirada de Pike.

No durante mucho rato, no obstante. Poco a poco, tan atentamente como le fue posible, deshizo el camino mirando por los prismáticos, regresando por ese camino secundario hasta el sendero entre los tejos y desde allí hasta el jardín y la casa.

Se lo imaginó todo mentalmente.

El ataque, con el fusil y la bayoneta en ristre.

El estruendo al romperse los ventanales.

Oyó los gritos. Ya los había oído antes. Y eso no hacía sino acrecentar la excitación.

Mientras el corazón casi se le salía del pecho, enfocó con los prismáticos la silueta distante de la mujer. Se le secó la boca al contemplar sus brazos desnudos. Al imaginarse el tacto de su cuerpo bajo el suyo no pudo evitar soltar un gruñido.

Llámame Sadie… Quiero que me llames Sadie.

Pronunció estas palabras en susurros.

En Melling Lodge había sido incapaz de controlarse. Había llegado demasiado pronto al orgasmo, y había manchado los pantalones mientras forcejeaba con la mujer sobre la cama, mezclándose así la vergüenza, la sangre y el placer.

Al recordar aquellos momentos, hizo una promesa en silencio: esta vez sería diferente; esta vez haría valer su capacidad de férreo autocontrol.

Pero las dos últimas horas le habían mostrado que no podía esperar. La necesidad que sentía le urgía a satisfacerla. Esa misma noche le parecía ya tarde.

Dejó los prismáticos y encendió un cigarrillo, con la intención de calmar su ardor.

El sábado por la mañana de la semana siguiente, la señora Aylward cogería el tren rumbo a Londres. Ya se había informado de sus planes. De allí iría a visitar a sus amigos en Gloucestershire, y no regresaría hasta el siguiente martes. Tendría todo el fin de semana libre, e incluso el lunes, si quería.

Pike aspiró con fuerza el cigarrillo y, en aquel preciso instante, tomó la decisión.

Simplemente le quedaba una cosa por hacer.

Apagó el cigarrillo, se levantó y, poniéndose en camino colina abajo, se deslizó entre los árboles, con paso seguro como un felino, una sombra en la oscuridad. Cuando llegó al pie de la colina, salió del bosque y se internó por el sendero que atravesaba la vega, y avanzó sigilosamente entre los estanques sobre cuyas negras aguas estaba suspendida, inmóvil, la luna.

Al llegar al jardín se detuvo y se puso en cuclillas. Oía las voces. A sus oídos llegaron en la noche calma las brillantes notas de una risa femenina. Pensó en la blancura de su cuello.

Pike empezó a silbar. Al principio, eran unos silbidos sordos, prácticamente inaudibles. Luego dio otros algo más fuertes. Siguió así durante un rato, siempre aumentando la intensidad de ese sonido crispante.

Al minuto obtuvo como recompensa unos ladridos procedentes del jardín. Enseguida escuchó otro sonido: una mezcla de aullidos, jadeos y correteos. Al instante, apareció en el camino ante sus ojos un perro que derrapó al coger la curva de la bifurcación desde el sendero entre los tejos, con las orejas golpeándole repetidamente en las sienes.

Lanzando un amenazador gruñido, se abalanzó a la carrera sobre la figura que le aguardaba en cuclillas tras la puerta.

Pasaba la medianoche cuando, de regreso en Rudd's Cross, apagó el ensordecedor motor de la motocicleta a una distancia prudencial de la casa. Le había dado problemas durante el viaje de vuelta: necesitaba limpiar el carburador. Empujó la máquina los últimos metros por el camino encharcado que conducía al cobertizo.

Una vez en el interior, no perdió ni un minuto: sin siquiera encender la lámpara de queroseno, en la más absoluta oscuridad localizó a tientas la tela y la colocó sobre la moto. Tenía prisa por volver a casa. Al día siguiente le esperaba un largo viaje: la señora Aylward tenía un cliente en Lewes.

Antes de marcharse miró rápidamente a las ventanas ahora ensombrecidas de la casa. No se había olvidado del extraño comportamiento de la anciana. Algo la preocupaba, sin duda. Debía averiguar de qué se trataba.

Vendría pronto el sábado siguiente. Tenía muchas cosas que hacer.