Capítulo 4

Harold Biggs se había hecho ilusiones de pasar la tarde del sábado en las carreras. Él y su amigo, Jimmy Pullman, tenían pensado ir hasta Dover en el Morris de segunda mano de Jimmy, perder unos cuantos chelines apostando por algún jamelgo viejo y luego dar una vuelta por el hotel Seaview, donde había baile todos los sábados. Si tenían suerte, a lo mejor conseguían ligarse a un par de chicas. Pero el viernes por la mañana se les fueron al traste los planes cuando recibió una llamada del señor Henry Wolverton, socio principal del bufete Dabney, Dabney y Wolverton.

—Quiero que haga una cosa mañana, Biggs. Un antiguo cliente de la empresa. En realidad, la viuda de un cliente. Se ha puesto nerviosa por algo. Me ha escrito una carta. —Wolverton, un hombre corpulento de mediana edad con la cara roja y aspecto poco sano, solía hablar con frases muy cortas, como si no pudiese hacer acopio de suficiente aire para pronunciar otras más largas—. Quiere que vaya alguien a verla mañana por la tarde. Tiene que ser entonces —recalcó, mirando a Harold por encima de los anteojos—. Sí, ya sé que es fuera de las horas de trabajo. No le importa, ¿verdad?

—No, señor —respondió Biggs, a quien sí le importaba, y mucho.

—¡Qué cara tiene! —hizo notar Jimmy Pullman horas más tarde, en el pub Bunch of Grapes, donde habían quedado para tomar algo a la hora de comer. Jimmy trabajaba en una tienda de ropa para caballeros—. ¿Te crees que ese puñetero Henry Wolverton pasaría la tarde del sábado pateándose el campo? Tendrías que haberle mandado a paseo, Biggsy.

Harold se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. Cogió un huevo duro empanado de la bandeja que le acercó Jimmy, arrastrándola por la barra. El trabajo que tenía como oficinista en el bufete era exactamente el que tenía antes de la guerra y se había alegrado mucho de poder reclamarlo a raíz de una desmovilización temprana de efectivos. Otros hombres no habían tenido tanta suerte al regresar a la vida civil.

—¿Y entonces qué tienes que hacer? —preguntó Jimmy—. ¿Y por qué precisamente mañana por la tarde?

Biggs sacó la carta que le había entregado el señor Wolverton y, a través de sus gafas de montura de concha, esforzó la vista para descifrar una caligrafía prácticamente ilegible que subía y bajaba por la página.

—Lo único que dice esta señora es que necesita a alguien y que tiene que ser mañana por la tarde. Ha subrayado la palabra «tarde» varias veces. Dice que es muy importante. También ha subrayado eso. —Biggs dio un sorbo a la cerveza.

—¿Y vive en Knowlton, nada menos? —preguntó Jimmy con el ceño fruncido—. ¿Cómo se llama?

Biggs volvió a mirar a la carta.

—Troy —respondió—. Winifred Troy.

El primer autobús de la tarde hacia Knowlton salía a las dos menos cuarto, y Biggs llegó a la estación con cinco minutos de antelación después de haber pasado la mañana trabajando en el despacho. Había tenido el tiempo justo para volver a toda prisa a su casa a cambiarse el traje oscuro y el bombín negro que llevaba y ponerse unos pantalones bombachos y una gorra de cuadros. Un par de zapatos de dos colores que había comprado hacía poco a precio de saldo gracias a la mediación de Jimmy Pullman completaba el conjunto. De aquella guisa, estaba listo para viajar al campo.

Tardaron cuarenta minutos en llegar hasta Knowlton. La línea de autobuses que unía Folkestone con Dover pasando por toda una retahíla de pueblos del interior era una novedad que había traído el fin de la guerra, y todo parecía apuntar a que el negocio marchaba bien. No había ni un solo asiento libre en el vehículo verde. De hecho, Harold tuvo incluso que compartir el suyo con una mujer con cara de pan que se encontraba en avanzado estado de gestación.

Para pasar el rato, y para apartar de su mente la incómoda idea de que la respiración jadeante y entrecortada que oía a su lado podía ser el anuncio de un inminente nacimiento, comenzó un ejercicio mnemotécnico. Hacía poco había terminado un curso por correspondencia sobre el pelmanismo, un método para ejercitar la mente con el objetivo de frenar las distracciones y fomentar la concentración. El curso, que gozaba de gran popularidad entre la panda de amigos de Biggs, se había promocionado con una fuerte campaña de publicidad. Cómo eliminar la fatiga mental, decían los anuncios. Harold estaba convencido de que con el curso había mejorado su memoria, y se puso a recordar todo lo que pudo de lo que había leído el día anterior en el periódico.

El artículo que ocupaba la portada versaba sobre las negociaciones de paz con Irlanda que se habían desarrollado en Londres durante todo el verano. Pronto se inauguraría una cumbre que reuniría a las partes, pero las facciones más intransigentes del Sinn Fein se oponían a cualquier acuerdo que excluyese de una Irlanda unida la provincia del Ulster. El reportaje recordaba que recientemente se habían incautado de una remesa de quinientas metralletas cuyo destinatario era el Sinn Fein.

Por otra parte, en la Cámara de los Comunes proseguía el debate sobre la decisión gubernamental de admitir la incorporación de las mujeres al funcionariado en el plazo de tres años. Asimismo, a pesar de las últimas lluvias, la mayor parte del sur de Inglaterra aún se encontraba asolada por la sequía e iba a ser preciso economizar durante el resto del año. El precio del whisky había vuelto a subir. Una botella costaba doce chelines y seis peniques.

En la mayoría de los casos, sólo había ojeado por encima los artículos (aunque, para su satisfacción, había conseguido retener los datos más importantes). Pero sí había leído a fondo un reportaje, un artículo largo sobre la investigación policial en torno a los asesinatos que habían tenido lugar en Melling Lodge, en Surrey, hacía dos meses.

Biggs había seguido el caso desde el principio con mucho interés. En realidad, era un tema de conversación recurrente en el trabajo y en el pub donde solía pasar la hora de comer. Ese crimen sin móvil aparente había disparado la imaginación de la gente. Había quien pensaba, por ejemplo Jimmy Pullman, que era obra de un maníaco, pero Harold creía que tras los asesinatos había mucho más de lo que se percibía a simple vista. «Ya verás como resulta ser quien menos te lo esperas», había pronosticado. «El cartero, por ejemplo».

Se había sentido un poco decepcionado porque la idea del encabezado del artículo («Se espera que pronto se produzcan importantes avances en la investigación en curso sobre los horribles asesinatos de Melling Lodge») no se desarrollaba en los párrafos siguientes. En lugar de eso, el artículo resumía el progreso hasta la fecha. O, mejor dicho, la falta de progreso, puesto que era evidente que la policía apenas había logrado avanzar. El periodista se preguntaba si la investigación iba bien encaminada. Si alguna vez lo había estado, en realidad.

Según el periodista, la conmoción que habían causado los asesinatos parecía haber extendido cierto sentimiento de «pánico». Desde un principio se habían propagado un sinnúmero de «salvajes teorías» sobre el asunto. Aun en aquel momento, en el que cada vez se hacía más evidente que se estaban enfrentando a «un episodio aislado de violencia injustificada», se percibía, sin embargo, cierta oposición, incluso entre algunos cargos policiales con dilatada experiencia, a abordar la resolución del asunto de «manera directa».

A Harold le complació descubrir que era capaz incluso de rescatar palabras y expresiones literales del texto.

Gracias a la rápida intervención al «más alto nivel» de Scotland Yard, se había frenado una iniciativa que proponía buscar la ayuda de «expertos ajenos al caso». Con todo, a decir de muchos, la investigación seguía tambaleándose; en efecto, eran multitud quienes se preguntaban si se había prestado la suficiente atención a los «aspectos básicos de la investigación criminológica».

La policía tenía desde hacía tiempo la descripción del hombre en busca y captura, pero el artículo ponía en entredicho que se hubiera puesto «el énfasis suficiente» en esta línea de investigación. Otra «pista sólida» era la motocicleta y el sidecar que, como se sabía, había utilizado el asesino. El articulista comentaba lo raro que resultaba que una pista material como esa no hubiera llevado a ninguna parte en la investigación policial, una opinión que implícitamente dejaba entrever la convicción de que los detectives que llevaban el caso no le habían sacado suficiente partido.

En algún sitio en Inglaterra hay un propietario de una motocicleta que responde a la descripción que maneja la policía. Para descubrir su identidad bastaría con que los servicios de policía de la zona que están coordinados en este caso actuaran de manera metódica.

Esta afirmación no exenta de dramatismo le había quedado grabada literalmente a Harold en la memoria que tanto había mejorado últimamente. Pero no dejaba de sentirse algo perplejo por el artículo en conjunto. No era capaz de determinar si tales aseveraciones eran opiniones del periodista o de esas «fuentes fiables de Scotland Yard» que citaba de cuando en cuando. Es más, únicamente en el cierre del artículo se revelaban los «importantes avances» anunciados en el primer párrafo:

La falta de progreso ha puesto de manifiesto la necesidad de recurrir a otros métodos. Se ha filtrado que el cargo actualmente al frente de la investigación, el inspector jefe Sinclair, será sustituido en breve por el hombre que se considera el más preparado para resolver satisfactoriamente el caso, el reconocidísimo detective británico superintendente jefe Albert Sampson, más conocido entre la gente como «Sampson, el de Scotland Yard».

Knowlton no era el destino final de Biggs. La señora Troy vivía en un lugar que se llamaba Rudd's Cross, situado, según le habían informado, en las proximidades del pueblo. Al preguntar en el pub donde paraba el autobús, se enteró de que en realidad estaba a más de tres kilómetros de distancia y de que sólo se podía llegar por un sendero que discurría campo a través.

Mientras se alejaba de Knowlton, llegó a sus oídos el rugido de unos truenos en la lejanía. Al oeste, se estaban formando unas nubes que amenazaban tormenta. Soplaba un aire cálido, bochornoso. Harold se quitó las gafas y se limpió la cara con un pañuelo. No había traído paraguas.

Aceleró el paso entre los campos cubiertos de rastrojo sin dejar de mirar con preocupación al cielo. Se detuvo junto a una cerca, y allí se quitó la gorra y se secó la frente dándose pequeños golpecitos en cada una de las entradas. Otra vez se oyó tronar, esta vez más fuerte. Además, le mordían los zapatos nuevos.

La sensación de resentimiento que se había ido acrecentando en su interior durante toda la mañana fue dando paso a otra de ira al reconocer que le habían utilizado. ¡Y explotado, incluso! Ciertamente, no estaría tan dolido si por lo menos el señor Wolverton hubiera hablado de algún tipo de recompensa cuando le dio el encargo.

Cuanto más lo pensaba, su amargura no hacía sino intensificarse. No en vano, el mes pasado se le había denegado la petición de un aumento de sueldo. Se había sentido engañado. Y es que, después de las numerosas privaciones sufridas durante el conflicto bélico, las tiendas rebosaban con productos que merecía la pena comprar. El propio Harold había pasado meses ahorrando para comprarse una radio, pues para el próximo año iba a comenzar a retransmitir en abierto la BBC. Y, si miraba hacia el futuro, veía resplandecer el espejismo de un automóvil.

Jimmy tenía toda la razón del mundo, admitió enojado antes de ponerse otra vez en camino. Ya era hora de que se hiciera valer.

Biggs estaba desesperado. No entendía nada de la perorata que le estaba soltando aquella anciana. Empezaba por un tema, luego saltaba a otro y al final perdía el hilo de ambos.

—¿Edna Babb? ¿Es esa la chica que «venía a casa»? ¿La he entendido bien, señora Troy?

Había encontrado la casa sin problemas. Era justo como se la había descrito el señor Wolverton: aislada, separada por un manzanal y unos terrenos baldíos del resto de las que se agrupaban en torno al cruce que daba su nombre al pueblo. Pero había tenido que dar varios aldabonazos antes de oír cómo en el interior alguien se acercaba hasta la entrada arrastrando los pies y le abría la puerta.

—¿Señor Wolverton?

Desde el sombrío vestíbulo le miraba una anciana toda agachada. Tenía el pelo cano y ralo recogido en un moño despeinado. Sobre los hombros llevaba un chal grueso de punto que le caía encima de una falda larga y sucia de bombasí de color oscuro. Extrañado de que le hubiera confundido con su jefe, Biggs se presentó. Hasta que no entró en la casa, hasta que no vio a la mujer en el saloncito al que le había conducido, sentada en un sillón junto a la ventana por cuyos visillos entraba el sol iluminándole la cara, Biggs no se percató del color lechoso de aquellos ojos nublados por las cataratas.

Sentado en una silla que arrimó al sillón de la anciana, la dejó hablar. La señora Troy le mencionó a una serie de personas de las que jamás había oído una palabra (una tal «Edna», un tal «Tom Donkin» y un «señor Gray») como si él los conociera de toda la vida. Mientras hablaba movía las manos sin cesar, acariciando a un gato que se había encaramado a su regazo en cuanto se había sentado en el sillón, un gran minino atigresado que no apartaba sus ojos semicerrados de Biggs. Su grave ronroneo llenaba los silencios que de vez en cuando se alternaban con aquella voz temblorosa y entrecortada. Al escuchar de refilón los sonidos del exterior, donde retumbaban los truenos cada vez más cerca, Harold pensó con angustia en el aguacero que le esperaba. Los rayos de luz que hacía un momento se filtraban por los visillos desaparecieron para dejar paso a un tenue resplandor.

—¿Tom Donkin se encargaba del jardín?

Poco a poco se fue haciendo cargo de la situación. Donkin era un hombre del pueblo, alguien a quien había encontrado una tal señora Babb para cuidar del jardín y hacer un poco de todo en la casa. Al parecer había algo entre ellos, una relación, pero se habían peleado (habían salido tarifando, en palabras de la señora Troy) y Donkin se había marchado. Se había ido de la comarca, y Edna Babb había estado intentando averiguar su paradero.

—Ha estado buscándolo por todas partes —explicó la señora Troy volviendo hacia Harold su rostro, donde sus ojos azules lechosos centelleaban como si fueran los de alguna criatura ciega del mundo subterráneo—. ¡Pobre chica! Yo diría que está embarazada.

Todo había ocurrido hacía unos meses y desde entonces Winifred Troy ya no podía contar con Edna Babb. Todavía venía a limpiar, pero muy de cuando en cuando: un día por semana, en vez de los tres que tenían convenidos. A veces ni eso.

—¿Por qué no ha buscado a otra persona? —preguntó Biggs, cada vez más impaciente.

Al parecer, no había nadie más, por lo menos en Rudd's Cross. Edna «iba a otras dos casas» y también esas familias habían expresado su descontento. A veces la chica permanecía ilocalizable durante días.

En absoluto conmovido por la situación de la anciana, Biggs se estaba diciendo para sus adentros que no podía resolver el asunto (al menos si la pobre Babb era la única mujer que limpiaba por las casas), cuando para su sorpresa descubrió que, después de todo, aquel no era el verdadero problema. Era simplemente la situación. La señora Troy se había acostumbrado a soportar las ausencias de Edna. El hecho de que la casa no estuviera limpia como la patena (y eso era evidente, dada la capa de polvo que Biggs divisaba sobre la chimenea y la suciedad que empañaba los cristales de la vitrina donde se guardaba la plata) no parecía molestar en absoluto a la anciana. El problema era otro. Para ser más exactos, el problema era el señor Grail.

¿El señor Grail?

Harold ya se había olvidado de él. Tendría que seguir allí sentado, escuchando a la señora Troy explicarle, con aquellas pausas largas y yéndose por las ramas, que se trataba del hombre que se hacía cargo del jardín desde que Tom Donkin se marchara.

Pero ahí no acababa el tema.

Una de las obligaciones de Edna consistía en hacerle la compra en Knowlton. No obstante, como ya no se podía contar con ella, la señora Troy se había visto obligada a buscar otra alternativa.

—Le dije al señor Grail que podía utilizar el cobertizo del jardín, por el que había mostrado interés, pero que a cambio tenía que traerme la compra.

¿Por qué?, se preguntaba Biggs. ¿Por qué no se lo pedía a cualquier mujer del pueblo? ¿A qué se estaba aferrando la anciana de esa manera? ¿A su independencia? Esa mujer no debería vivir sola, pensó sin poder evitar sentir irritación. ¿Es que no tenía a nadie que la cuidara?

—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, señora Troy?

—Quiero que le ordene que se marche. —Por primera vez hablaba sin rodeos—. No quiero volver a verle por aquí.

Biggs la miró perplejo.

—Pero usted ha hablado con él, ¿no? ¿Le está dando algún problema?

La anciana lo negó con la cabeza.

—Yo no puedo hablar con él —repuso—. Quiero que lo haga usted.

Cuando por fin entendió el quid del asunto, Harold no sabía si hablar o permanecer callado. ¡Le habían hecho ir hasta allí en su tarde libre simplemente para darle la carta de despido a un hombre! Como si ratificase su furia, desde arriba se escuchó un gran trueno.

A continuación comenzó a oírse el tamborileo de las primeras gotas de lluvia al caer sobre el tejado, que pronto dieron paso a un auténtico diluvio. ¡Dios santo, se iba a calar hasta los huesos!

Intentó contener la ira en lo posible.

—¿Dónde puedo encontrarle? —preguntó secamente.

—Por lo general viene los sábados —respondió la señora Troy, volviendo hacia él sus ojos casi ciegos—. Los sábados por la tarde. Por eso quería que vinieran hoy.

Sin decir una palabra, Biggs se puso en pie y salió al estrecho vestíbulo. Allí encontró lo que buscaba (un paraguas que estaba metido en un gran jarrón de porcelana decorado con motivos florales) y recorrió la casa hasta llegar a la cocina del fondo. Enseguida sintió un olor a rancio. En el escurridero junto al fregadero se apilaba un montón de platos sucios. A través de la ventana divisó el cobertizo al fondo, situado en el lateral de un pequeño jardín jalonado por parterres con flores.

Abrió la puerta de la cocina. La lluvia caía formando una cortina ante sus ojos. Lanzando resoplidos, abrió el paraguas y salió al jardín, y salpicándose al caminar sobre el césped empapado, se dirigió hasta el cobertizo. La puerta estaba cerrada con un gran cerrojo. Llamó.

—¡Grail! —exclamó—. Grail, ¿está usted ahí?

No hubo respuesta. Aunque pegó la oreja a la puerta de madera, no oía nada más que el martilleo de la lluvia golpeando el tejado de chapa y cayendo en chorro por un lateral justo encima de su paraguas.

Volvió a llamar, también sin resultado, y deshizo el camino por el jardín encharcado. Al entrar a la cocina se dio cuenta de que la parte blanca de sus zapatos bicolores de piel se había teñido de un sucio marrón. Furibundo, los secó con un paño de cocina. Volvió al salón.

—Grail no está en el cobertizo, señora Troy. Dudo que venga con la que está cayendo. ¿Dónde vive, en cualquier caso?

La mujer desconocía la dirección. Grail no se la había dicho. Poco a poco Harold se fue enterando de que apenas sabía nada de aquel hombre. Había aparecido de manera misteriosa hacía algunos meses, a principios de la primavera. Solía venir los sábados, aunque no todos. Por lo general le traía la compra, comestibles de diversos tipos, si bien no siempre lo que le había pedido.

—Traía lo que le daba la gana —dijo la anciana dejando entrever de repente un feroz resentimiento.

¡Así que esa era la cuestión!: Grail no había cumplido con su parte del trato. Ahora que se encontraba mucho más calmado, Biggs pensó las cosas con frialdad. Por lo que veía, el jardín sí estaba cuidado. Si sólo se trataba de la comida que traía, entonces valdría con hacérselo notar.

Se sentó otra vez junto a la anciana y comenzó a explicarle su propuesta: si se llamaba a Grail aparte y…

—¡De ninguna manera! ¡Eso no es lo que quiero! —En sus pálidas mejillas aparecieron dos arreboles, como dos manchas de fiebre. El tono histérico de su voz sorprendió a Biggs—. No quiero tener que tratar con ese hombre. ¡Por favor, haga caso de lo que le digo!

Biggs, que se había puesto colorado, se incorporó en la silla. Era imposible razonar con ella, se dijo con amargura. Era mayor y terca, y probablemente no le funcionaría bien la cabeza. Debería estar en algún asilo. El oficinista no alcanzaba a ver qué era lo que aquel pobre Grail había hecho tan mal. ¡Cualquiera pensaría que era el diablo en persona! Por un instante, en cualquier caso, se paró a pensar si a lo mejor había algo que no había entendido. Algo que la anciana no había dicho explícitamente. Pero enseguida apartó ese pensamiento de su mente. Lo único que quería era zanjar aquel asunto y ponerse otra vez en camino.

—Bueno, pues me va a ser imposible decírselo si no está aquí —resolvió secamente—. No puedo quedarme eternamente.

Inmóvil en su sillón, la anciana había girado la cara en otra dirección.

—Quiero que venga el señor Wolverton —dijo en voz queda—. Con él quiero yo hablar.

La amenaza implícita en sus palabras hizo que Biggs se sonrojara otra vez.

—Una cosa sí puedo hacer —salió rápidamente al paso—. Puedo escribirle una carta. Al señor Grail. Se la dejaré en el cobertizo y, así, si viene mañana, allí se la encontrará. Le notificaré que tiene que irse, que tiene que dejar el cobertizo. ¿Le parece, señora Troy?

La anciana no contestó. Pero Biggs la vio encoger levemente los hombros por debajo del chal.

Biggs se puso en pie, sintiendo cómo se le agolpaba la sangre en las sienes. Tan mayor e indefensa como parecía la anciana, había conseguido humillarle. Le daba la impresión de que aquella mujer le había puesto una cadena al cuello y que de repente había tirado de ella. Se dirigió hasta un pequeño escritorio situado detrás de donde estaba sentada la anciana, junto a la pared, y se sentó. Le temblaba la mano al desenroscar la estilográfica y sacar un folio de uno de los casilleros del mueble.

Estimado Sr. Grail:

He sido informado por la Sra. Troy de que durante algún tiempo se le ha permitido utilizar el cobertizo del jardín como contraprestación a ciertos servicios

Mientras escribía, la habitación se llenó súbitamente de luz. Al levantar la vista, vio un rayo de sol colarse por los visillos. Hacía unos minutos se había dado cuenta de que había parado de llover. Y, con la luz del sol, desde la vitrina acristalada refulgió un destello plateado que atrajo la mirada de Harold. En el estante superior vio un juego formado por dos jarras de cerveza sobre una bandeja de plata. Al verlas le vino a la mente el recuerdo de un episodio reciente. Hacía poco había ido con el señor Wolverton a Folkestone a una subasta, a supervisar la venta de una serie de objetos que habían pertenecido a un cliente recientemente fallecido. Tenía grabada la estampa del subastador enseñando un par de jarras de plata muy parecidas a las que estaban en la vitrina.

—Georgianas —había dicho el rematador. Por el par habían pujado hasta ciento veinte libras.

En estos momentos la Sra. Troy considera necesario poner fin al acuerdo entre ambos. A tal efecto le escribo la presente. Dada la inexistencia de contrato por escrito entre usted y la Sra. Troy, entiendo que será suficiente concederle un plazo de una semana a partir del día de hoy

¡Ciento veinte libras por el par! Podría comprarse una radio con esa cantidad. En realidad, por bastante menos, pero podía guardar el importe sobrante para el coche.

Harold Biggs seguía sentado inmóvil como una estatua, con la pluma pendiendo sobre el papel, mientras la perspectiva del hurto se deslizaba en su mente como una serpiente y se aposentaba allí, toda enroscada.

Miró la silueta de la anciana sentada en el sillón. Parecía dormitar.

Con sigilo se levantó, salió de la habitación y fue hasta la cocina. Sentía el corazón latir con fuerza en el pecho. Necesitaba tiempo para pensar. Llenó un vaso de agua del grifo y se quedó junto a la ventana, observando el exterior. A la luz se veían caer todavía algunas gotas de lluvia. Al fondo de las nubes, que se estaban desplazando hacia el este, se abría un cielo azul. Al final, no iba a tener que mojarse.

Con los labios secos, se dijo a sí mismo que tenía todo el derecho del mundo a recibir un pago, una recompensa por todas las molestias que estaba tomando. Pero no era eso. Lo sabía. Era la excitación que sentía correr por sus venas. El darse cuenta de que estaba a punto de hacer algo que jamás se habría planteado hacer. Que jamás se habría atrevido a hacer. Era como meterse en la piel de otro. Ser otra persona.

Volvió al salón. La señora Troy no se había movido. Tenía el mentón apoyado contra el pecho y los ojos cerrados.

Biggs contuvo la respiración. El gato, encaramado en el regazo de la anciana, le siguió con la mirada mientras atravesaba sigilosamente la habitación en dirección a la vitrina.

¿Sería capaz de hacerlo? ¿? ¿No?

Abrió las puertas acristaladas y sacó las jarras, una con cada mano, sopesándolas, calculando su peso. Tras los cristales de las gafas, comenzaron a humedecérsele los ojos.

—¿Señor Biggs? ¿Está usted ahí?

Harold se quedó helado. Estaba de espaldas a la anciana.

¿Está usted ahí?

Despacio, volvió la cabeza, y enseguida se relajó, expulsando lentamente la respiración. La anciana miraba hacia la puerta. No veía a través de la habitación. De hecho, ese detalle era lo que le había animado a obrar así.

—¿Señor Biggs…?

Con cuidado de no hacer ningún ruido, devolvió las jarras a su sitio y cerró las puertas acristaladas de la vitrina. Los ojos le hacían chiribitas.

—Estoy aquí, señora Troy. —Sin apresurarse lo más mínimo, volvió a cruzar la sala para situarse junto al escritorio—. Enseguida termino con la carta.

Le ruego que saque todas sus pertenencias del cobertizo y no cierre con cerrojo

La pluma de Biggs rechinaba al escribir sobre el papel.

Volveré en el plazo de una semana, el próximo sábado, para comprobar que, en cumplimiento de la petición de la señora Troy, el cobertizo ha quedado libre.

Atentamente,

Harold Biggs Auxiliar del bufete

—Pensándolo mejor, señora Troy —dijo Biggs desde el escritorio mientras escribía en un sobre, en mayúsculas, el nombre del destinatario, sr. Grail, en mano—, creo que una carta no es suficiente. Me encargaré de esto personalmente. Volveré el próximo sábado para cerciorarme de que el tipo ese capta el mensaje. No se preocupe: lograré que se largue de aquí con todas sus cosas; se lo prometo.

Y es que no quería llevarse las jarras entonces. No en ese momento. Lo había pensado todo en la cocina. Primero había que echar de allí a Grail. Así, se le creería responsable de cualquier cosa que faltase en la casa. A ojos del resto sería el culpable automático, un hombre resentido. Además, para Harold, se añadía la ventaja de que no tenía por qué tener remordimientos de conciencia: aun cuando la policía interrogara a Grail, no hallarían pruebas del hurto, ningún objeto robado, con lo cual pronto olvidarían el asunto.

Siempre suponiendo, claro, que se llegara a ese punto. Siempre suponiendo que Winifred Troy se diera cuenta de que habían desaparecido las jarras.

Biggs cerró el sobre, se levantó y se acercó a donde estaba sentada la anciana.

—¿Lo ha entendido, señora Troy? —Volvió a sentarse junto a ella—. Esta carta es la notificación del desahucio. Volveré dentro de una semana para cerciorarme de que se ha marchado. Usted no tiene que tratar nada con él. Si le pone pegas, remítale a nosotros, al bufete. Dígale que somos nosotros quienes nos ocupamos del asunto.

A Biggs no le gustó que la anciana volviera la cara y le mirara de frente. Cierto, el intercambio de miradas formaba parte de cualquier conversación: uno mira a su interlocutor a los ojos para tratar de evaluar sus reacciones. Pero la mirada nebulosa de la señora Troy no dejaba entrever lo que sentía. A continuación notó el tacto de los dedos de la anciana sobre los suyos.

—Gracias, señor Biggs —dijo en un murmullo apenas audible—. Siento mucho haberle causado todas estas molestias.

Demasiado tarde, pensó Biggs con ira, retirando enseguida la mano. No quería pensar en ella, en su vida. En lo poco que le quedaba por vivir.

—Ahora tengo que irme —le anunció mientras se ponía en pie—. Volveré a verla dentro de una semana.

Sin esperar a que le contestara abandonó el salón. Salió de la casa por la puerta de la cocina. Atravesó el jardín y se paró frente al cobertizo para introducir la carta por debajo de la puerta. Los charcos que había dejado el aguacero en el camino al cruzar la verja reflejaban el azul del cielo.

Se paró un instante para saborear los extraordinarios acontecimientos de la última media hora. Había atravesado la estancia en presencia de la anciana y había sacado las jarras de la vitrina. Había hecho lo que tenía planeado. ¡Debía hacerse valer! ¡Ojalá se lo pudiera contar al señor Wolverton! ¡Hacérselo tragar, de algún modo!

En realidad, ni siquiera podría contarle a Jimmy Pullman lo que había hecho ni lo que pensaba hacer. Tendría que mantenerlo en secreto.

Hasta entonces siempre le había faltado valor, concluyó mientras buscaba una explicación a la mediocridad que dominaba su vida. Sin embargo, sentía que, si podía dar aquel paso (regresar a la semana siguiente y llevarse las jarras), su futuro daría un vuelco. A pesar de todo creía firmemente en su buena fortuna.

¡Eres un diablo con suerte!

Harold sonrió al recordar aquellas palabras. Las había pronunciado una mujer que había abordado una noche en la calle principal de Folkestone. Fue durante el segundo año de la guerra. Ya no se acordaba de cómo se llamaba.

Habían ido paseando de bracete desde el centro hasta uno de los pubs del muelle, bajando por la misma calle sinuosa que, día tras día, retumbaba con el paso militar, ese paso de marcha que aún oía Harold mientras dormía, de los miles de hombres que se dirigían hacia los ferris amarrados en el puerto, y de allí a Francia. Ella le contó que a su prometido le habían matado en Lood. Biggs se preguntó entonces si esa chica de mirada viva y aspecto chabacano no sentiría desprecio por un hombre que, gracias a sus problemas de visión y a una tos que había aprendido a exagerar, había logrado hacerse con un cómodo puesto en la sección de intendencia del campamento de Shorncliffe. Pero ella le sacó enseguida de dudas.

—Prefiero tener a mi lado a un hombre vivo cada día que a un héroe muerto —le espetó, y se lo demostró al cabo de unas horas, de pie contra la pared en un callejón oscuro situado detrás del pub. ¡Eres un diablo con suerte!

Nunca la volvió a ver, pero aquellas palabras permanecieron grabadas en su memoria. A medida que seguía su curso la guerra, se engrosaba la lista de víctimas y una mala visión y unos pulmones de poco fiar dejaron de ser excusa suficiente para librar a un hombre de las trincheras, Harold estaba resignado a que llegara el día en el que su propio nombre se sumara al de aquellos hombres que marchaban en fila hasta el borde del mar. Pero ese día nunca llegó. Siguió en su puesto en intendencia. Y, con el paso del tiempo, se dio cuenta de que lo que le había dicho la chica era cierto, aunque en un sentido que esta no imaginaba. Biggs estaba bendecido de un modo especial. Ungido, podría decirse. Era uno de esos que, gracias al destino o a la casualidad, estaban destinados a escapar de la matanza.

Todavía conservaba el simbólico chelín brillante que, como a todos los que se enrolaban en el ejército, le dieron cuando se alistó: había taladrado en él un agujero y lo había metido en el llavero. Aún entonces, en momentos de duda o indecisión, se sorprendía a sí mismo metiendo la mano en el bolsillo y pasando el pulgar por el canto serrado de la moneda.