Antes siquiera de salir de la estación de Folkestone al día siguiente, Madden y Styles ya sabían que Alfred Dawkins no era el hombre que buscaban.
—Así es, señor: sólo una pierna. ¿No se lo habían dicho? —El sargento detective Booth del Departamento de Investigación Criminal de Folkestone había venido a buscarles a la estación. Era un hombre fornido con los ojos de color marrón oscuro y aparentemente muy observador—. La perdió un mes antes de que terminara la guerra, o eso me han dicho.
Billy miró detenidamente al sargento y se percató de que tenía los dedos amarillos, propios de un fumador empedernido. Llevaba los pantalones un poco caídos a la altura de la cintura; probablemente estaría siguiendo alguna dieta, conjeturó Billy. Este había tomado la resolución de fijarse más. De caer en la cuenta de las cosas. Sabía que tenía un carácter ingenuo, una inocencia que le llevaba a hacer comentarios desafortunados y a preguntar estupideces, como aquella con la que había pasado tanta vergüenza la víspera en el despacho del inspector jefe. Y es que era evidente por qué había cerrado el caso el capitán Miller, si uno se paraba a pensarlo. El problema estribaba en que no pensaba las cosas lo suficiente. O, mejor dicho, en que solía abrir la boca antes de pensar.
Durante el viaje en tren desde Londres, se había ratificado en esta determinación gracias a la conversación que mantuvo con Madden. El inspector parecía de mejor humor. No se le notaba tanto ese aire un tanto angustiado al que ya se había acostumbrado Billy. Incluso se había tomado la molestia de explicarle al joven agente por qué estaba resultando tan difícil de resolver el caso que les ocupaba.
—Casi todos los asesinatos se producen entre conocidos, así que desde el principio la conexión se hace evidente. Pero este hombre asesina a gente que no conoce. Al menos, eso es lo que creemos, aunque no podemos asegurarlo con certeza. ¿Cómo elige, entonces, a sus víctimas? ¿Qué le llevó a Highfield y a Bentham en un principio? ¿Es un vendedor ambulante? ¿Dispone de una furgoneta u otro vehículo? En cualquier caso, sea cual fuere su trabajo, parece que le permite viajar por el país. Sin pistas como estamos, tenemos que hacer acopio de toda la información que esté a nuestro alcance, de todos los detalles, por triviales que parezcan, porque en uno de ellos puede estar la clave del caso.
Eso coincidía con lo que se había estado diciendo Billy. Estate alerta.
Durante el trayecto en coche fueron pasando por unos trigales de tonalidades doradas y por campos llenos de fruta. Sin embargo, en un momento dado, ese paisaje de fincas cercadas por setos cesó de repente para mostrarles el brillo plateado del mar en un plano inferior. Madden señaló una tanda de edificaciones bajas situada a las afueras de la ciudad.
—Es el campamento militar de Shorncliffe —explicó—. Llegó a ser cinco o quizá diez veces mayor. Había kilómetros y kilómetros de tiendas de campaña. Por aquí pasaron prácticamente todos los soldados británicos que estuvieron en Francia. ¿Lo sabía, Styles?
Billy lo negó con la cabeza. Era la primera vez que oía al inspector hablar de la guerra.
—Al final llegaron a alojar hasta a nueve mil al día. Les hacían desfilar por la ciudad antes de que embarcaran en los ferris, rumbo a Francia. Por la noche, toda una hilera de barcos pesqueros iluminados indicaba el camino hasta la costa francesa.
En el andén de la estación de Folkestone, el sargento detective Booth les había puesto en antecedentes sobre Dawkins. (Para satisfacción de Billy, esta vez lo captó todo a la primera).
—No tenemos su dirección actual, señor. Cambia de domicilio con frecuencia, por problemas con las caseras. Pero a estas horas suele estar por el puerto. Estoy convencido de que lo encontraremos allí.
—No es el perfil que esperaba —admitió Madden—. Pero, en cualquier caso, me gustaría hablar con él.
Booth tenía esperando a la salida de la estación un taxi que les llevó a través de la ciudad por una sinuosa calle. Cuando hubieron bajado hasta el muelle le indicó al taxista que parara. Frente a ellos, Billy distinguió el puerto en una cala esculpida en la roca calcárea de los acantilados. En primer plano vio un pequeño barco de vapor amarrado al embarcadero. Una multitud, compuesta en su mayoría por mujeres, se apiñaba frente a la pasarela. De la chimenea rojiblanca del barco salía humo. El sargento Booth señaló hacia allí con el dedo.
—Allí está, señor, al pie de la pasarela. —Billy distinguió entre el gentío la silueta de un hombre con muletas—. Todas esas mujeres son una expedición de viudas de combatientes que sale hacia los cementerios de Francia y Bélgica. Pusieron la idea en marcha el año pasado. Quizás hayan leído algo en los periódicos…
Madden lo negó con la cabeza.
—Alf Dawkins viene por aquí cada vez que sale un barco, o sea, casi todos los días en tiempo de verano —prosiguió—. Se planta ahí con las muletas y con las medallas prendidas en la pechera. Se asombrarían de cuántas mujeres le dan media corona. Seguramente se saque un par de libras. Luego va hasta el pub. —Booth les indicó una hilera de edificios un poco más allá en el malecón— y se pide algo de beber. Un par de vasos o tres, para ser más exactos. Por eso le conocemos. Ha estado detenido, por embriaguez y desorden público.
—No quiero hablar con él aquí. Le esperaremos en el pub —determinó Madden secamente.
Veinte minutos más tarde, cuando ya estaban sentados en aquel bar que olía a pescado y a tabaco rancio, oyeron la sirena que anunciaba la salida del barco. En ese preciso momento se abrieron las puertas del pub, y entró Dawkins con sus muletas. El pálido rostro de aquel hombre bajo y corpulento estaba salpicado de marcas rojas. Billy se percató de que tenía un tic nervioso que le hacía temblar el párpado.
Madden se puso en pie.
—Si no les importa, prefiero hablar a solas con él.
Mientras observaba cómo se alejaba Madden, Booth comentó arqueando una ceja:
—No habla mucho, ¿verdad?
Billy sintió el deseo de defender al inspector, pero no se le ocurrió ninguna contestación apropiada.
—¿Sabe? A mí no me gustaría estar en su piel —insinuó Booth.
—¿A qué se refiere?
—Por ese asunto de Melling Lodge —aclaró Booth meneando la cabeza—. Es el peor caso que le puede tocar a un poli.
—¿Y eso?
—Porque uno tiene que lidiar con algo que no entiende. —El sargento bebió un sorbo de cerveza—. La mayoría de la gente hace las cosas por algún motivo, y los criminales no son una excepción. Pero el tipo ese… —Volvió a sacudir la cabeza—. En un caso como ese, es difícil saber por dónde empezar.
Billy observó cómo Madden conducía a Dawkins desde la barra a una mesa situada en un rincón. El inspector llevaba los vasos de ambos. Luego sacó una silla para Dawkins y se aseguró de que se encontrara cómodo.
—Me acuerdo de un caso en el que estuve una vez —prosiguió Booth—. Habían asesinado a una mujer; la estrangularon. Encontraron el cadáver en un paraje justo a las afueras de la ciudad. Pillamos al tipo. Escribía un diario, y lo presentamos como prueba.
—¿Hacía mención del crimen? —preguntó Billy, anonadado.
Booth asintió.
—Pero sobre todo es lo que escribió… aún no lo he olvidado: «Hace buen tiempo. Llovió por la tarde. Hoy he matado a una chica».
—¿Así, sin más? —preguntó Billy con voz incrédula.
El sargento se encogió de hombros.
—Era la primera, gracias a Dios. Pero me acuerdo de que entonces pensé que debe de haber por ahí gente que vive otra vida diferente de la nuestra. Es como si fueran de otro mundo. Para entenderles uno tendría que meterse en su cabeza, y ¿hasta qué punto es posible?
Madden fue hasta la barra con el vaso de Dawkins y regresó a la mesa con otra consumición. Sonreía y asentía ante lo que le contaba el hombre. Dawkins acompañaba sus palabras de numerosos movimientos con las manos. De vez en cuando se tocaba el muñón cubierto por un pantalón. Sonreía al inspector, que estaba frente a él.
—¿Cómo le cogieron? —quiso saber Billy.
—Por un pequeño detalle. —Booth apuró el vaso—. Se llevó consigo un recuerdo de la chica, un broche con forma de hebilla, con una piedrecita de ámbar en el medio. No era nada de gran valor, pero hicimos circular una descripción precisa del objeto. Un par de semanas más tarde, un agente que estaba de servicio vio a una chica por la calle con uno similar. Cuando le preguntó de dónde lo había sacado, le dijo que se lo había regalado un joven. Y resultó que era el tipo.
—¡Menuda suerte!
El inspector se puso en pie y se despidió de Dawkins. Billy vio un billete cambiar de manos.
—Sobre todo para la chica —replicó Booth—. Para mí que hubiera sido la siguiente. Pero así son las cosas en un caso como aquel… o en la historia esa de Melling Lodge. No se resuelven de la manera habitual. Hay que esperar a que aparezca algo. Algún detalle nimio… —añadió, reincidiendo sin saberlo en la idea que antes había expresado el inspector—. Hay que estar con los ojos bien abiertos.
En el viaje de vuelta a Londres apenas hablaron. Madden iba mirando por la ventana, aparentemente enfrascado en sus pensamientos. Billy, consciente de que se había desvanecido otra línea de investigación, pensó que seguramente esa idea era la que ocupaba la mente del inspector.
¿O estaría quizá pensando en todos aquellos hombres que desfilaban por la ciudad hasta el puerto y que luego embarcaban en los ferris?, se preguntó el joven agente. El sargento Booth les había dicho en el taxi que después de la guerra habían cambiado el nombre de aquella calle. Ahora se llamaba la Calle del Recuerdo. Con todo, al acordarse de la estampa de Alf Dawkins con sus muletas y su tic nervioso mendigando unas coronas, a Billy le parecía que, más bien, lo que ponía de manifiesto era lo rápido que sobrevenía el olvido.
—El señor Hardy tiene tres hijos y canta en el coro de la iglesia. Es bajito y rechoncho y si sube unas escaleras le cuesta respirar. Espero que tuvierais más suerte con Dawkins, John.
La respuesta de Madden hizo que Sinclair levantara las cejas hacia el cielo.
—¡Sólo una pierna! ¡Pobre diablo! Pero ¿es que no podían habérnoslo dicho antes?
Hacía una hora que el inspector jefe había regresado de Hove. Estaba sentado a su mesa, fumando en pipa. A sus espaldas, el sol crepuscular se fundía con el río como si de lava se tratase.
—Se acuerda perfectamente de aquel episodio. El sargento mayor les hizo alinearse y pasar uno a uno a prestar declaración. Dawkins dijo que estaban muy asustados, pero jura que ninguno de ellos era culpable. Esa misma noche regresaron en grupo a la granja.
Madden se acomodó a la mesa. Encendió un cigarrillo.
—Dice que Miller fue muy duro con ellos; que se comportó como si creyera que ocultaban algo. No obstante, una vez regresaron del frente al cabo de unos días, no volvieron a oír ni una sola palabra del caso.
—Lo mismo me dijo Hardy —explicó Sinclair, antes de dar una calada a la pipa—. ¿Qué opinas de eso?
El inspector se encogió de hombros.
—Me pregunto por qué Miller no volvió a hablar con ellos. Aun cuando creyese que el culpable había fallecido en combate, supongo que habría querido interrogar al resto para obtener de ellos toda la historia.
—Yo pienso lo mismo —corroboró Sinclair, asintiendo—. Es obvio que Miller ya no los consideraba sospechosos. Debía de tener a otra persona en mente. ¡Maldita sea, hemos estado siguiendo una pista equivocada!
—Aun así, se trataría de alguien que él creyó que había muerto —se apresuró a apuntar Madden—. Acuérdese de que cerró el caso.
El inspector jefe lanzó un gruñido y sacudió la cabeza con aire pesimista.
—He estado pensando cuál es el siguiente paso. Se me ha ocurrido que a lo mejor la policía belga puede ayudarnos, así que he mandado un telegrama a la Süreté de Bruselas hace una hora para pedirles que comprueben sus archivos. No en vano, las víctimas de los asesinatos eran ciudadanos belgas. —Lanzó un suspiro—. El problema estriba en que Bruselas se encontraba ocupada por los alemanes en esa época, y no estoy seguro de que hicieran partícipe de la investigación a la policía civil. Tengo la horrible sensación de que simplemente nos remitirán a las autoridades militares británicas y de que nos encontraremos de nuevo en el punto en el que empezamos: con esa nota de Miller que se perdió Dios sabe dónde.