Le esperaba en la estación. El Wolseley rojo biplaza estaba estacionado en el mismo sitio donde lo recordaba Madden, a la sombra bajo el plátano. Los bronceados brazos que descansaban sobre el volante le recordaron el momento en el que se besaron junto al arroyo.
—Mi padre está fuera, en una cacería de faisanes —dijo Helen, cogiéndole de la mano y llevándosela a la mejilla—. Tenemos todo el día para nosotros.
Las mesas del patio del Rose and Crown estaban llenas de gente que había ido a comer. Al pasar con el coche algunos volvieron la cabeza para observarles. Helen rió.
—Las habladurías están aseguradas.
Pero le desapareció la sonrisa del rostro cuando pasaban por delante de las puertas cerradas de Melling Lodge.
—Me da tanto coraje cuando pienso en ello… No había razón para que sucediera. Al párroco no se le ocurrió otra cosa el domingo pasado que hablarnos durante el sermón de los misterios de la Divina Providencia. Luego fui a preguntarle si también pensaba que los asesinatos eran un designio del Señor. Desde entonces no me habla.
Madden posó la mano sobre la de la doctora.
—Quizá no hubiera razón. Pero puede que haya una explicación. ¿Has vuelto a ver al doctor Weiss? —Se le hacía extraño estar allí consolándola.
—Franz vino a comer el día antes de volver a su casa. Me contó que os habíais reunido, pero no me dijo de qué hablasteis.
—Le pedí discreción. En mi caso, estaba infringiendo el reglamento al ponerme en contacto con él de aquella manera.
Más tarde, cuando ya estaban en casa, Madden le contó la conversación que había mantenido con el psiquiatra, sin inhibirse en absoluto, como siempre hacía cuando hablaban de su trabajo, dejando a un lado las reservas que habría tenido con cualquier otra persona ajena a él. Nunca había sentido la necesidad de ocultarle nada; no veía nada que pudiera acobardar a Helen.
—No es lo que me imaginaba —admitió la doctora—. Pensé que fue la casualidad lo que le trajo a esa casa. Franz tiene razón; seguramente había visto a Lucy antes. ¿Eso significa que estuvo en Highfield?
—Es muy probable. Pero no sabemos cuándo. Ni por qué.
Comieron bajo la pérgola de la terraza, que daba al césped del jardín maltratado por el sol. Las hojas verdes del haya péndula estaban adquiriendo un color rojizo, y detrás del huerto la ladera de Upton Hanger mostraba unas tonalidades encarnadas y ocres.
Luego Helen propuso ir a dar un paseo.
—Quiero ver dónde os disparó a ti y a Will. Le pedí que me lo enseñara, pero se negó. Aunque no se atrevió a decirme que no era asunto de mujeres, vi que se quedaba con las ganas. —Esperó hasta que la doncella terminó de limpiar la mesa y de llevarse la bandeja al interior de la casa—. Le he dado el día libre a Mary. Así tendremos la casa para nosotros cuando volvamos.
Su mirada era inequívocamente tentadora, y Madden sintió bullir la sangre en su interior. No había conocido a ninguna mujer como ella. Nadie tan franca a la hora de expresar sus deseos, ni tan exenta de vergüenza o necesidad de fingir. Cuando se pusieron en marcha por la hierba, llamó al perro.
—Está bien, Molly. Esta vez puedes venir —dijo Helen, y se echó a reír cuando su mirada se cruzó con la de Madden.
Atravesaron el huerto hasta llegar a la puerta que estaba al fondo del jardín. Madden se detuvo, al cruzar el arroyo, para aspirar profundamente.
—Va a llover.
—¡Vaya, John Madden! No sabía yo que eras un hombre de campo. —Le cogió de la mano y le dejó ayudarla a subir el terraplén.
—Crecí en una granja. No nos trasladamos a Londres hasta después de que falleciera mi padre. —Se dio cuenta de lo poco que le había contado sobre su vida. De cuánto había confiado Helen en él—. Después que murieran Alice y la niña, dejé el cuerpo. Me veía incapaz de seguir con la misma vida. Tenía intención de volver a mi tierra.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque se declaró la guerra.
—¿Y después…?
—Después ya no tenía sentido.
En realidad, podría haber dicho de todo corazón que nada había tenido sentido hasta que la conoció.
Cuando llegaron a la plantación de hayas en aquella hondonada cubierta por una capa de hojas secas, notablemente espesa por la reciente caída de la hoja otoñal, se acordó de la imagen que le había venido a la mente uno de esos días, en la que se veía caminando sobre un colchón de cadáveres. La última vez que se habían visto, Helen le había dicho que dejara fluir sus recuerdos de la guerra.
—Por eso son tan intensos tus sueños. Tienes que intentar sacar todo eso a flote, a la conciencia.
Madden pensó que ella no le entendía y había tratado de explicárselo mejor. Lo único que quería era dejar atrás el pasado.
—Sé cómo te sientes. Es justo lo que le ocurre a Sophy, que se niega a hablar de aquella noche. Pero nuestra mente no nos deja hacer eso. Tenemos que recordar antes de poder olvidar.
Le debía ya tantas cosas a Helen… Sentía que estaba remitiendo la angustia del pasado; ya no tenía esa sensación constante de que se le abría un abismo bajo los pies. No sabía cómo se había obrado el milagro; sólo que lo había encontrado mientras se hallaba recostado entre sus brazos y protegido por la seguridad de la mirada serena de Helen. Quería decirle todas esas cosas, pero no encontraba palabras que no le impusieran a Helen un compromiso; un compromiso que, sentía Madden, no tenía ningún derecho a pedir. Aún se consideraba un hombre herido. No un hombre entero.
Madden le indicó el lugar del camino donde estaban Stackpole y él cuando sonaron los primeros tiros y le indicó la zona de maleza en plena pendiente.
—Creo que reconoció a Will y que sabía que era policía. Yo estaba agachado examinando la pisada cuando oí cómo soltaba el seguro del fusil.
—¿Qué hacía allí arriba? —preguntó Helen mientras se cubría los ojos del sol con la mano, con la mirada fija en el oscuro horizonte que formaban las encinas.
—No estamos seguros. Puede que volviera a recoger lo que había robado en la casa. Ya había empezado a excavar.
—¡Menuda locura volver! Le podrían haber cazado tan fácilmente…
—Según el doctor Weiss, esa circunstancia no le habría frenado en absoluto. Dice que actúa movido por la obsesión.
Helen miró al haya a cuyo abrigo se había situado Madden, e introdujo sus dedos en un agujero irregular que se había abierto en el tronco. Cuando Madden le preguntó si quería subir hasta donde estaba el refugio, ella se lo negó enseguida con la cabeza.
—No, vámonos de aquí.
El pronóstico de lluvia que había lanzado Madden se materializó en un golpe de agua, y decidieron volver hacia la casa. Para cuando llegaban a la falda de la montaña y cruzaron el arroyo, llovía a cántaros. En el huerto no había dónde cobijarse, y corrieron de la mano hasta situarse al abrigo del haya péndula. Madden vio que en la casa las luces estaban encendidas. Helen también las había visto.
—¡Vaya! Mi padre ya ha vuelto.
Riéndose a carcajadas, se abrazó a él bajo las ramas encorvadas del árbol. Estaban ambos empapados. Cuando Madden la besó, ella le respondió al instante, abrazándose a su cuello, internándole aún más en la penumbra.
—¿Estás así bien? Dime qué debo hacer…
El sonido entrecortado de su respiración se perdía entre el tamborileo de la lluvia al caer sobre las hojas. Cuando terminaron, Helen estaba contenta, y no dejó de reírse mientras, fuera aún de la vista que se obtenía desde la casa, trataban de recomponerse la ropa. Había parado de llover.
—No sé qué pensará mi padre.
Madden le pidió que se estuviera quieta mientras le retiraba del pelo unas hojas y unas ramitas que se le habían quedado enzarzadas. Helen permaneció inmóvil frente a él, con la cabeza agachada.
—¿Recuerdas cuando le hiciste esto a Sophy? —le preguntó de pronto—. Yo te observaba desde la terraza. Tenías un aspecto tan solemne, tan decidido. Creo que fue entonces cuando supe que seríamos amantes.
Él le regaló una sonrisa por respuesta, pero aquellas palabras le hirieron en el corazón. El lazo que les unía le parecía muy frágil. Quizás era verdad que en esos momentos eran amantes, pero no podrían serlo durante toda la vida. La casualidad les había hecho encontrarse, pero temía que llegara un momento en que fuera a perderla.
Durante la guerra, Madden se había hecho a la idea de que su vida era algo efímero. Había aprendido a vivir un día, incluso una hora, como si fueran los últimos.
Ahora, otra vez, tenía miedo de mirar al futuro: No podía imaginárselo sin Helen.