Una vez apagó la lámpara de parafina, Amos Pike abrió la puerta doble que se hallaba al fondo del cobertizo del jardín y salió al frío aire de la noche. Llevaba una cazadora de cuero con cinturón, una camisa de color caqui, unos pantalones de franela grises y unas botas. Se abrigaba la cabeza rapada con una gorra plana de lana.
Miró a su alrededor. No se veían luces en ninguna de las casas. Pasaba ya de la media noche.
Volvió al cobertizo, soltó el freno de la moto y empujó la máquina hasta la puerta. Una leve rampa conectaba con el camino, y Pike dejó que la moto avanzara un trecho montado de medio lado y sin pedalear, hasta que el vehículo se paró. Luego puso el freno y volvió al cobertizo a cerrar las puertas con candado.
En el sidecar había metido a presión una gran bolsa de lona llena de diversos objetos que en tiempos había pertenecido a un pescador, quien la utilizaba para transportar sus aparejos. Pike la había comprado en un mercadillo en Brighton el mismo día en que había robado la moto de una calle en la trasera de un pub. Había encastrado uno de los extremos de la bolsa en la parte delantera del sidecar; el otro sobresalía por encima del borde del cajón. Comprobó que iba segura, y después encendió la lámpara de carburo que le hacía las veces de faro, y manipuló la llave que regulaba la salida del gas hasta que le complació el tamaño de la llama. Entonces se montó en el sillín y arrancó la moto, aunque enseguida dejó de acelerar, en cuanto el bramido del motor quebró el silencio de la noche. Una vez se acomodó en el ancho asiento de cuero, soltó el freno y se puso en marcha.
Pike viajó a ritmo regular, sin excederse en ningún momento de los cincuenta kilómetros por hora. Dadas las características de la ruta que había elegido, una tortuosa maraña de carreteras secundarias y caminos rurales, tenía que cubrir unos ciento treinta kilómetros hasta llegar a su destino. Ya allí, pensaba pasar durmiendo la primera parte del día, un sábado, y luego levantarse y cumplir su misión. El domingo seguiría la misma rutina: primero dormir, luego trabajar. Por la tarde se prepararía para el largo camino de regreso. Los lunes eran el día más difícil de la semana. Aunque con déficit de sueño, tendría que cumplir sus obligaciones normales sin ceder ante la fatiga. Afortunadamente, era algo a lo que estaba acostumbrado. Había pasado muchas noches en vela durante la guerra, tumbado durante horas bajo el fuego de la artillería, al mando de patrullas y comandos de asalto que hacían incursiones en una tierra de nadie. A pesar de todo, nunca había fallado; siempre se había presentado, fusil en mano, preparado en primera línea de fuego a repeler un ataque enemigo, y también cuando les llamaban a formar rutinariamente justo antes del amanecer.
Apenas pasadas las cuatro, por fin llegó a Ashdown Forest. Dejó la carretera para tomar un camino sin asfaltar. Aquel legendario bosque estaba lleno de senderos y veredas abandonados, algunos de ellos anteriores a la invasión romana. El que tomó Pike seguía un trayecto sinuoso entre bosques y campos, y a veces casi desaparecía para reaparecer después bajo la luz fluctuante de su peculiar faro. Conducía despacio. Sólo había ido una vez por esa ruta.
El amanecer lo sorprendió en pleno bosque. Se paró al pie de un gran roble americano, que extendía su sombrilla de densas ramas sobre un claro bordeado de arbustos y helechos. Tras dejar el sendero, metió la motocicleta por unos matorrales, separándolos, y paró en una pequeña hondonada que quedaba oculta tras las ramas de los acebos. Al apagar el motor y bajarse del sillín, sintió las piernas un poco entumecidas. De debajo de la bolsa de lona que llevaba sobre el asiento sacó una esterilla, y después de extenderla sobre la hierba se tumbó, quedando sumido casi al instante en un profundo sueño.
A las cinco de la tarde del domingo había acabado la primera fase de la tarea que se había propuesto. Con un pico de zapador —un piolet de mango corto con una cabeza de hacha en el otro extremo— había construido un refugio subterráneo similar al que había excavado en los bosques de Highfield. Presentaban algunas diferencias. Este no tenía chapa metálica —aquel había sido un hallazgo casual— pero se hizo el propósito de construir un techado de sauce y mimbre trenzados en la siguiente visita. Unas ramas cortadas a la medida harían las veces de tosco cañizo con el que proteger el suelo de la humedad.
El refugio estaba situado en una zona de densa maleza, a un kilómetro y medio de donde había aparcado la moto. Había patrullado la zona hacía unos meses para marcar el lugar donde tenía pensado excavarlo. Después se había olvidado de ese aspecto durante un tiempo; otros asuntos le habían tenido ocupado. La tarea que se había propuesto requería una dedicación considerable, pero en lugar de impacientarse se daba cuenta de que la sensación de satisfacción —o, mejor dicho, el presentimiento de una satisfacción inminente— crecía prácticamente día a día. Se sentía como un recipiente a la espera de verse lleno. Pronto se sentiría incluso desbordado…
Había descubierto las bondades de este método de trabajo más pausado y calculado después del asalto a la granja de Bentham, que se había saldado con desilusión. Había pasado poco tiempo observando la casa y a la mujer antes de bajar corriendo la pendiente en un arrebato de intranquilidad. La sensación de alivio posterior había sido efímera.
En Highfield lo había estado preparando todo durante cinco fines de semana esparcidos a lo largo de tres meses. Había observado a su presa durante horas y horas. El largo periodo de espera le había proporcionado una sensación de placer que no había experimentado hasta entonces. Un sentimiento de impaciencia que había ido madurando muy lentamente, pero que había aplazado de manera indefinida. Hasta el último minuto había estado indeciso, y aunque el alivio y la satisfacción físicos que había experimentado en el momento del climax habían sido intensos, sin embargo, cuando le venía a la mente el recuerdo de aquellos días, le embargaba un dulce pesar.
Tras haber recorrido toda la zona de sotobosque que rodeaba el refugio para cerciorarse de que no se veía desde ningún punto, emprendió la marcha hacia el noroeste, y caminó a pie durante más de tres kilómetros a través de bosques y pastizales. Su meta era un cerro de escasa altura plantado de robles y hayas, a cuya cima ascendió.
En busca de una posición estratégica, pasó un rato yendo de un lado para otro. Finalmente, se acomodó en un terraplén cubierto de hojas al lado de las raíces de un haya gigante que afloraban a la superficie. A sus pies, en la falda de la colina, se extendía una vega a lo largo de aproximadamente un kilómetro, a cuyo extremo se elevaba un muro cubierto de musgo. Al otro lado del muro se veía una casa solariega de piedra rodeada por un jardín.
Desde donde estaba sentado, Pike divisaba un sendero que cruzaba la vega y que hacía una curva para sortear un estanque, para luego seguir recto hasta que llegaba a la casa. Allí daba a otro camino que bordeaba el muro de piedra. Este segundo sendero llevaba hasta una puerta de hierro forjado que comunicaba con el jardín.
La mirada fría de Pike pronto divisó un camino oculto por los arbustos que salía de la puerta, unía con un callejón que discurría entre altos setos de tejo y desembocaba en el extenso jardín frente a la casa. Un par de ventanales de cristal, similares a los de Melling Lodge, permitían el acceso. Pike se veía corriendo por el callejón al anochecer. Mientras imaginaba una y otra vez la escena, empezó a sentir una erección.
En su anterior y única visita había visto a toda la familia sentada a la mesa durante la hora de comer del domingo, semioculta por la parra que crecía en el patio delantero empedrado situado a un lado del jardín. La comida les había llevado casi dos horas, y Pike les había estado vigilando sin moverse, fascinado por la calidad cinematográfica de una escena parpadeante: el sol y la sombra jugueteaban sobre las figuras sentadas bajo la parra. Los niños, a quienes se les permitió abandonar la mesa antes de terminar, habían salido corriendo entre gritos hacia el callejón, jugando a pillar. Pike no les había prestado atención. Sólo tenía ojos para la mujer.
Había estado allí sentado una hora, durante la cual se fumó cuatro cigarrillos sin presenciar ningún atisbo de movimiento. Entonces se abrió uno de los ventanales y apareció una doncella cargada con una bandeja repleta. Empezó a poner la mesa. Pike miró al cielo. No faltaba demasiado para el atardecer. Se preguntó qué aspecto tendría el cabello de la mujer a la luz de las velas. Por un instante, se distrajo para contemplar a dos niños en pantalones cortos que de repente aparecieron en el panorama recorriendo descalzos el camino que atravesaba la vega. Llevaban cañas de pescar y sedal, y se pararon unos minutos junto al estanque, como si estuvieran ponderando las ventajas de pararse a pescar. Finalmente siguieron la marcha y desaparecieron de la vista de Pike cuando doblaron la esquina del muro que rodeaba el jardín. Pike sabía que había un pueblo a aproximadamente un kilómetro. Una vez había pasado por allí.
Al mirar otra vez hacia la casa, percibió más signos de actividad. Se abrió la puerta y, desde el umbral, una mujer de pelo cano con falda larga salió a contemplar el jardín. Un spaniel asomó por la puerta, rozando con la cabeza la rodilla de la mujer. Pike frunció el ceño. Los perros eran un problema, una distracción engorrosa. La mujer apenas se quedó unos instantes en el umbral; enseguida volvió a refugiarse en la vivienda. El débil eco del rugido de un motor llegó a sus oídos. El garaje y la puerta principal estaban situados al otro lado de la casa, fuera de su campo de visión.
Pike apagó el cigarrillo. De las profundidades del bolsillo de su cazadora de cuero sacó unos prismáticos.
La puerta se abrió por tercera vez. Una mujer más joven que lucía un ligero vestido de algodón rematado con un ribete rojo salió al jardín. Pike contuvo la respiración. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha adornado con lazos rojos. Pike se ajustó los prismáticos en los ojos y la observó zarandear la cabeza, dejando caer el pelo que tenía pegado al cuello.
Se le secó la boca.
La mujer miró al cielo. Luego, sin volverse, giró la cabeza para hablar con alguien que estaba dentro de la casa. Tenía la tez muy clara, y Pike se imaginó que quizá estaría cubierta de suaves pecas.
Un hombre salió de la casa al jardín. Le dijo algo a la mujer, y esta sonrió y se le acercó. Él la estrechó por la cintura.
Ante aquella visión, de los labios de Pike escapó un gruñido apagado. Ahora ella le pertenecía.
Al cabo de unas horas, desanduvo el camino hasta el agujero que había cavado y recogió la bolsa de lona. Ya había sacado parte de lo que traía en ella: entre otras cosas, la comida, enlatada y un infiernillo Primus. Durante la siguiente visita tenía intención de terminar el refugio y hacerlo habitable. Luego sería cuestión de esperar hasta que llegara el momento oportuno.
Era poco probable que fueran a preguntarle alguna vez por qué había construido los refugios, y en cualquier caso le habría sido imposible dar una respuesta coherente. En un principio, en los bosques de Highfield, simplemente había decidido construir un lugar donde cobijarse. Aquello había ido tomando la forma de refugio subterráneo casi sin intención deliberada por su parte. Una vez lo terminó, sin embargo, se dio cuenta de que estaba bien. Allí sentado en una oscuridad parecida a la del vientre materno había experimentado momentos de paz y bienestar que le eran desconocidos, tanto que al principio había llegado a preguntarse si no serían síntomas de alguna enfermedad.
Después, había dejado que el instinto gobernara sus acciones, y fue precisamente un impulso irreflexivo el que le había hecho volver a Highfield sólo quince días después de haber asaltado Melling Lodge. Había sentido la imperiosa necesidad de volver. Sólo un leve rastro de duda le había hecho pasar toda la noche junto a la motocicleta y esperar hasta el alba para asegurarse de que la policía no estaba rastreando los bosques.
Cuando después descubrió que le estaban siguiendo dos hombres, el que reconoció como el agente del pueblo y otro, su reacción instintiva fue ceder a una efímera sensación de pánico. Hasta entonces se había creído invulnerable, casi invisible en sus movimientos: pensaba que había logrado pasar inadvertido, sin levantar sospechas. Ahora sabía que no era así.
Con todo, en ningún momento se planteó parar. Era incapaz de hacerlo. La necesidad que se había desatado en su interior había empezado a regir su vida, a colmar sus pensamientos y a convertirse en el único motivo de su existencia. Moriría con él, no antes que él.
Pero la experiencia vivida en los bosques le había convencido de que debía ser más cauto. Había alterado su aspecto físico afeitándose el bigote, y había pintado la carrocería del sidecar. Esos cambios le hacían sentir más seguro. También creía acertada su decisión de viajar en plena noche y por vías poco transitadas. De ahí que no sin razón se alarmara cuando, pasada la medianoche, después de cruzar la carretera de Hastings, un policía con casco le hizo una señal para que parara en un estrecho camino rural que discurría entre setos. El agente balanceó una lámpara de un lado a otro desde donde se hallaba apostado, en medio del camino. Pike, que no se había excedido de los treinta kilómetros por hora, detuvo la moto a un lado. El policía le pidió que apagara el motor. Pike obedeció. La lámpara le deslumbraba.
—¿Hacia dónde se dirige, señor? —La voz no era la de un joven. Pike no le veía la cara, cegado como estaba por la luz.
—A Folkestone —respondió.
—¿Me dice su nombre, por favor?
—Carver —replicó Pike—. George Carver.
—¿Profesión?
—Jardinero.
—¿Y qué hace un jardinero circulando a estas horas de la noche?
—He pasado el fin de semana con mi hermana en Tunbridge Wells. Se me averió la moto y no me la arreglaron hasta tarde. Tengo que estar de vuelta antes de mañana por la mañana. —Pike estaba empezando a crisparse con tanta pregunta.
—Este camino no lleva a Folkestone.
Se trataba de una verdad incontestable. Pike no dijo nada.
El agente movió la lámpara desde el rostro de Pike hasta el sidecar.
—¿Qué lleva en la bolsa? —preguntó.
—Herramientas.
—Ábrala, si es tan amable.
Pike se bajó del sillín. Sacó la bolsa de lona del sidecar y la depositó en el suelo. Estaba cerrada por dos correas de cuero. Se dispuso a descorrerlas. Cuando estaba con la segunda, la luz dejó de enfocarle las manos. Pike miró hacia arriba y vio al policía escudriñar con la lámpara el sidecar. Los ojos de Pike siguieron la luz y distinguieron unos rayones en la capa reciente de pintura roja; seguramente los había hecho al meter la moto por los matorrales. En un sitio se había levantado todo un desconchón, dejando al descubierto la capa de pintura negra original. Pike siguió enfrascado en la correa. La luz volvió a enfocarle a la cara.
—Querría ver algún documento que le identifique. —El agente recrudeció el tono de voz—. Y también alguna prueba de la titularidad de este vehículo.
—Aquí la tengo —dijo Pike, hurgando dentro de la bolsa. Se levantó y, girándose hacia el agente, con la mano apretada arremetió contra la boca del estómago. El policía soltó la lámpara y se dobló retorcido de dolor. Luego de sus labios salió un grito ahogado. Pike retiró la bayoneta mientras el agente se llevaba las manos al estómago, moviendo los labios. Pike dio un paso atrás y le apuñaló una segunda vez, en esta ocasión en el pecho. El agente cayó desplomado: emitió un gruñido y luego quedó inerte.
Pike cogió la lámpara y recorrió con el haz de luz los lados de la carretera. A pocos metros distinguió un hueco en el seto. Dejó la lámpara apoyada en el sidecar y, agarrando el cuerpo del agente, lo transportó hasta allá. No sin cierta dificultad lo introdujo por el hueco y lo dejó abandonado en la cuneta del otro lado del seto.
Volvió al sidecar en busca de la lámpara y pasó unos minutos escudriñando el suelo. Encontró dos pequeños charcos de sangre, sobre los que echó unos puñados de tierra para dejarlos tapados. Satisfecho, apagó la lámpara, la limpió con un pañuelo y luego la tiró lo más lejos que pudo, a los campos que se extendían al otro lado del seto.