El hotel estaba en una trasera de Russell Square. El doctor Weiss esperaba en una mesa situada en un rincón del salón desierto. Las sucias hojas de un ficus le rozaron en el hombro cuando se levantó a saludar a Madden.
—Inspector, es todo un placer.
—Es muy amable por su parte recibirme, doctor Weiss.
—Para mí siempre es una alegría reunirme con los amigos de Helen.
La cadena de un reloj de oro destacaba contra la sobria negrura del chaleco del doctor. Tras esbozar una sonrisa amable, lanzó una mirada inquisitiva a su interlocutor. En su último encuentro se había percatado de lo hundidos que tenía Madden los oscuros ojos y de aquel aire de cansancio acumulado. Para él, cualquier hombre que hubiera conseguido captar el interés de Helen Blackwell era afortunado, y se preguntaba cómo sería su relación.
Se sentaron a la mesa. El doctor esperó mientras Madden hizo una señal a un camarero y pidió consumiciones para ambos.
—De todas formas, me sorprendió mucho la llamada de Helen. ¿Quiere de verdad hablar conmigo acerca de los asesinatos de Melling Lodge? Inspector, yo no soy criminólogo.
—Lo sé perfectamente. Pero esta no es una reunión oficial. En realidad, le agradecería que no comentara nuestro encuentro con nadie.
—¡Ajá! —En los ojos marrones del doctor Weiss se percibió un destello de luminosidad—. Aun así, no veo en qué puedo serle de ayuda.
Madden vaciló un instante. Caminaba sobre terreno desconocido.
—De lo que dijo usted en su conferencia la otra noche, hay algo que no me quito de la cabeza. Cuando hablaba de perversiones sexuales, dijo que la mente humana puede idealizar incluso las acciones más terribles.
—Así es —corroboró Weiss, con el ceño fruncido—. Pero aún sigo perdido. Por lo que he leído de los asesinatos de Highfield, no había móvil sexual.
—No había móvil sexual evidente.
—Ya veo… Pero ¿usted tiene otra opinión? —La conversación le había picado la curiosidad.
—Lo cierto es que… no sabemos qué pensar. Sabemos que los asesinatos fueron obra de un solo hombre. Tenemos una descripción aproximada de su físico y sabemos la marca de la moto en la que se desplaza. Pero, aparte de eso, estamos en las más absolutas tinieblas. No tenemos ni idea de a quién buscamos.
Las cejas casi canas del doctor se arquearon con gesto de perplejidad.
—Y ¿cree usted que yo puedo decírselo?
—Nos puede usted dar alguna indicación.
—¿Que esté basada en pruebas?
—Sería una guía, ciertamente.
—Una guía, claro. Pero ¿para llegar adónde? —Weiss sacudió la cabeza compungido—. Inspector, no sabe usted lo que me está pidiendo. El margen de error en ese procedimiento sería inmenso. La psicología no es una ciencia exacta.
—Lo sé perfectamente.
—Podría llevarles por la dirección equivocada.
—Ese es un riesgo que asumo —insistió Madden.
Aquel hombre mayor le miró en silencio durante unos segundos. En sus labios se dibujaba una ligera sonrisa. Finalmente se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces, si insiste… —Se acomodó en la silla—. Hábleme de ese tipo. Con tantos detalles como le sea posible, por favor. La clave está en los detalles.
Madden pasó los siguientes veinte minutos hablando. Le narró el transcurso de la investigación, sin omitir nada. Le describió la emboscada a la que habían sobrevivido él y Stackpole en los bosques de las montañas de Highfield y el posterior hallazgo del refugio subterráneo.
—En ese momento creíamos que estábamos ante un incidente aislado. Hace poco, sin embargo, hemos sabido que asaltó de una manera muy similar otra casa hace algunos meses. La única persona que estaba en la casa era una mujer, y la mató de una forma muy parecida a la que mató a la señora Fletcher.
—¿De una forma muy parecida?
—Prácticamente idéntica. Le cortó la garganta y dejó el cuerpo tumbado sobre la cama. La mujer se estaba bañando, y desde allí la llevó a rastras hasta la cama, igual que llevó a la señora Fletcher desde las escaleras. Yo me acordaba de algo que me había dicho alguien antes refiriéndose a Lucy Fletcher: que estaba allí tendida como si de un sacrificio se tratara.
—¿Ve usted un componente de ritual en ambos asesinatos? —El doctor Weiss se inclinó hacia adelante. Su cara encarnaba la concentración.
Madden asintió.
—Esa es la impresión que me dio.
—¿Y no abusó en modo alguno de ninguna de las dos mujeres?
—Exacto.
—¿Buscaron restos de semen?
—Por todas partes. Al menos en el caso de la señora Fletcher.
—¿Tanto por los orificios corporales como por la superficie de su cuerpo?
—Sí, ¿por?
—¿Y en la ropa de cama?
Madden arrugó el ceño.
—No lo sé. ¿Eso es importante?
—Puede serlo. —El doctor Weiss pareció entonces caer en la cuenta por vez primera de que tenía un vaso de whisky frente a él. Dio un sorbo—. Así que estos son los hechos. —Miró a Madden directamente a los ojos—. Detengámonos un momento en su primera pregunta: ¿tienen estos asesinatos un móvil sexual? A lo que yo respondería: sí. Fuera de toda duda.
—¿Por qué? —Madden estaba asombrado por la certeza que destilaba la voz del doctor.
—En parte, por eliminación. Una vez se excluyen otros motivos como la venganza o, más aún, el robo, es difícil imaginarse otra razón que desencadenase los hechos. Pero sobre todo por las grandes similitudes entre los asesinatos de la señora Fletcher y de la señora Reynolds. El elemento de la repetición, o del ritual, como se figura usted, es uno de los indicios clásicos que apuntan a muertes con móvil sexual. Y estoy convencido de que usted lo sabe, inspector.
—Sí, pero estábamos desconcertados por la ausencia de pruebas claras. Porque, por decirlo llanamente, ¿por qué no las viola? ¿O por qué no abusa de ellas de algún otro modo?
El doctor Weiss ladeó la cabeza.
—¿Se han planteado la posibilidad de que el hombre sea impotente? ¿De que estos asesinatos sean una manifestación de ira?
Madden asintió.
—Pero en ese caso lo esperable sería que lo demostrara más a las claras, sobre los cuerpos de las víctimas. Limitarse a cortarles la cabeza parece insuficiente.
—Estoy de acuerdo con usted —reconoció Weiss asintiendo vigorosamente con la cabeza—. Pero puede haber otra explicación. Quizá sienta que no puede encontrar satisfacción de manera directa. Es decir, por penetración normal, o incluso anormal.
—¿Y a qué podría deberse eso?
—A que piense que está prohibido. Tabú. Eso no significa que no sea capaz de eyacular. Sólo que es incapaz de llevar el acto a término por las vías ortodoxas. Pero, de nuevo, quizá sea eso lo que persiga. Conseguir el coito de alguna manera. —Los dedos del doctor Weiss ensayaron una escala sobre el cristal de la mesa. A modo de respuesta, se oyeron las hondas notas de un violonchelo que procedían de una estancia próxima, donde había empezado a tocar una orquesta. Interpretaban una melodía clásica: Just a song at twilight.
—Pero ¿podemos estar seguros? —Madden se sentía obligado a interpretar el papel de abogado del diablo—. ¿Qué me dice de la relación con la experiencia en el ejército durante la guerra? ¿La bayoneta, el refugio subterráneo, la mascarilla de gas? ¿No cabe la posibilidad de que simplemente esté trastornado? ¿De que esto sea una reacción a alguna experiencia vivida en las trincheras?
Weiss lo negó con la cabeza.
—Por supuesto que debemos considerarlo. Pero la semilla de estos delitos queda plantada mucho antes en la vida. En la niñez. En la más tierna infancia, quizás.
—¿De eso se puede estar seguro? —preguntó Madden con escepticismo.
—¿Seguro? —El doctor se encogió de hombros con gesto elocuente—. En mi profesión rara vez puede uno estar seguro de nada. Hay un dicho que le encanta citar a Freud: «El alma del hombre es un país lejano, imposible de explorar». Aun así, con respecto a la sexualidad humana, en la actualidad determinadas certezas están, con toda seguridad, fuera de toda duda. En primer lugar, la de que se configura muy pronto en la niñez. En segundo lugar, la de que cualquier daño ocasionado entonces se traslada a la vida adulta y se magnifica. De esto no hay duda.
Madden le prestaba total atención.
—Pero si el daño lo sufrió de niño, como sugiere usted, ¿no habría mostrado señales antes? Si aceptamos que vivió la guerra, como poco debe de rondar la treintena.
—Eso es algo que me inquieta —admitió el doctor Weiss irónicamente—. ¿Han comprobado también los archivos policiales tanto anteriores como posteriores a la guerra?
—Sí, y no hay nada de esa índole en los expedientes.
—Entonces tenemos que seguir haciendo hipótesis. —El doctor se revolvió en la silla. Sacó el reloj de oro del bolsillo del chaleco y comenzó a balancearlo como un péndulo ante él. Tenía el ceño muy fruncido—. Supongamos que este hombre se amolda a un arquetipo clásico en la psiquiatría. En las primeras fases de su vida habría mostrado síntomas de desorientación sexual: infligir sufrimiento a animales, perros y gatos, es uno de los más frecuentes. Para esa clase de niños la primera experiencia sexual completa, es decir, el orgasmo, a menudo viene asociado a un ritual de sangre ya existente, que establece una pauta difícil de romper. Podemos suponer que pasó por esa experiencia al principio de la adolescencia. Pero, como no dejó huellas de joven, cabe deducir que o bien sus deseos sexuales eran moderados o poseía una fuerza de voluntad excepcional con la que lograba inhibirlos. Dada la brutalidad de los actos cometidos en la actualidad, yo me inclino a desechar la primera hipótesis. —Hizo una pausa—. Entonces, ¿a qué nos enfrentamos? —El doctor Weiss meditaba sobre sus propias preguntas—. A un hombre con una capacidad de autocontrol inusual que de repente rompe las cadenas que le mantienen atado para revelar su verdadera identidad sexual. Para que se dé esta circunstancia, es muy probable que haya sufrido una experiencia, o trauma, como lo denominamos en la profesión, bastante demoledora. Y ahí es donde vemos una conexión muy clara con la época vivida en el ejército. En lo que se refiere a las lesiones sufridas por la psique humana, no hay necesidad de buscar más allá de la experiencia del soldado raso en las trincheras. —Weiss calló un instante. Su mirada comprensiva se quedó posada en el inspector—. Hablo sólo en calidad de psicoanalista —dijo amablemente—. Mis conocimientos sobre el tema son meramente indirectos: los he recabado de los numerosos pacientes que trato en Viena. Los suyos, sospecho, son más inmediatos y personales.
Al principio Madden no respondió. Luego se limitó a asentir con la cabeza.
—Entonces —prosiguió el doctor—, esta base por lo menos nos permite elaborar una explicación teórica de las razones por las que el hombre que buscan ha empezado, ahora, en este momento, a cometer estos crímenes. ¡Sin embargo, le recuerdo que esto es sólo una teoría! —El doctor Weiss reforzó la advertencia levantando el dedo—. Pero, si la aceptamos, quizá se nos abra una línea de investigación. Lo que me ha contado de su comportamiento parece indicar que la conexión con el periodo vivido en la guerra es más que una mera casualidad.
—Lo siento, no…
—Los asesinatos de esas dos mujeres tienen su origen en alguna experiencia de la niñez. O por lo menos así lo creo. —El doctor frunció el ceño—. Pero los detalles que lo rodean (el refugio subterráneo, la máscara de gas, el ataque feroz y la masacre de los demás con la bayoneta)… esos no parecen sino una especie de refinamiento del acto que está en su origen. Un complemento, incluso.
—¿Un complemento? —Madden se percató de la relevancia de la palabra—. ¿Está diciendo que quizá cometió otro asesinato de esta clase durante la guerra?
—Y que ahora intenta perfeccionar el acto. Sí, cabe esa posibilidad —respondió el doctor Weiss asintiendo enérgicamente con la cabeza.
—¿Mientras estaba en las trincheras?
—¡No, no! —Weiss lo negó con idéntico vigor—. El asesinato, si es que se perpetró, habría estado separado de la matanza general. La figura de la mujer desempeña un papel crucial en este acto.
—Entonces ¿durante su época de soldado? ¿Mientras estaba en el frente, quizás? —Madden sintió una palpitación—. Podríamos preguntar al Ministerio de Defensa. Estará en los archivos del jefe de la policía militar.
—Sólo si las autoridades militares lo investigaron —matizó el doctor Weiss—. Y únicamente si llegó a producirse. Recuerde, inspector, que estas son sólo conjeturas.
Madden esbozó una sonrisa grave.
—Para un policía suena a pista.
Weiss reaccionó al comentario levantando la cabeza. Apuró el vaso. Cuando sus ojos se encontraron con los del inspector, otra vez se le había ensombrecido el gesto.
—Me encuentro en una posición insólita para mí.
—¿Por qué?
—Debo esperar equivocarme en todo lo que le he dicho. Esperar que este hombre no sea como le imagino.
—Pero ¿y si lo es?
—Entonces deben prepararse para lo peor. Mi dictamen es que es un psicópata, un caso extremo. Un hombre que ha perdido todo contacto con la realidad. No ve a sus víctimas como seres humanos, sino como objetos que le proporcionan satisfacción. Esté seguro, con todo, de que no está asesinando al azar. Esas mujeres significan algo para él. Esas mujeres en concreto. De otro modo, no se habría tomado la molestia de tanto preparativo, particularmente en el caso de Melling Lodge. Podemos presuponer que las vio antes, ya en sus casas o en el vecindario, y que le llamó la atención algún rasgo de su apariencia física. Fuera lo que fuera, le llevó al pasado. —El doctor Weiss se paró un instante. Aparentemente, ponía en orden sus ideas—. Sólo puedo ofrecerle indicaciones generales —prosiguió—. A todas luces puede tenerlas en cuenta, pero no confunda mis comentarios con hechos probados. Es posible que este hombre viva en una fantasía, y eso hace que sea difícil predecir sus acciones. Piense, por ejemplo, en su regreso a Highfield. Una decisión estúpida, aparentemente. Pero en su propio mundo las razones que le llevaron a ello le debieron parecer imperiosas. Quizá quería un recuerdo de la señora Fletcher: una de sus joyas. Un trofeo, si quiere pensarlo así. Eso no es inusual en este tipo de casos. —Lanzó una mirada intensa al inspector—. Con ello no estoy diciendo que esa fuera la razón, por supuesto. Sólo trato de poner de relieve el problema al que se enfrentan a la hora de comprender su comportamiento.
Madden estaba sorprendido por la sombría expresión que había adquirido el rostro del doctor.
—Quizá se acuerde de mis comentarios de la otra tarde sobre el instinto sexual —prosiguió—. Aquí tenemos a un hombre en el que ha estado inhibido, casi hasta el punto de desaparecer, durante años. Ese es el río de tinieblas del que hablaba. Ahora que se ha desatado, nada puede ponerle freno. La vergüenza, la repugnancia, la moralidad… Estas son barreras que normalmente actúan contra las perversiones y los actos de desesperación sexual. Pero contra el tipo de fuerza que veo operar en este hombre no tienen ningún poder. A este hombre lo empuja la obsesión.
—¿Está diciendo que no va a dejar de matar? —preguntó Madden, sacudiendo la cabeza—. Eso es lo que nos temíamos.
—No, estoy diciendo algo distinto. —Weiss asintió con gesto triste—. Estoy diciendo que es incapaz de dejar de matar.