Levantando con esfuerzo su bolsón de piel, Amos Pike saltó la cerca, mirando hacia atrás mientras lo hacía para asegurarse de que no le seguía nadie. Como siempre, estaba dando un rodeo para llegar a su destino. Había crecido junto a un bosque poblado por animales salvajes (zorros, tejones y depredadores similares), y muy pronto su padre le había enseñado cuan hábiles eran para hacer desaparecer sus huellas.
Se internó en una zanja que separaba dos propiedades y continuó su camino sin ser visto, avanzando a grandes zancadas a la sombra de un seto de espino. Era martes, un día que normalmente no tenía libre, pero la señora Aylward había cogido un tren para ir a quedarse una semana con su hermana, que vivía en Stevenage, así que, aparte de las tareas del jardín, tenía todo el tiempo para él hasta el viernes por la tarde. Por regla general libraba un fin de semana de cada dos, aunque a veces la señora Aylward cambiaba de planes en el último minuto y en esos casos esperaba de él que se adaptase y alterase sus propios compromisos. Pike obedecía sin protestar. Su trabajo tenía extrañas ventajas. Se le presentaban oportunidades que él no había buscado.
Se estaba acercando a una pequeña aldea formada por un grupo de casas apiñadas en torno a un cruce, rodeadas de campos y huertos. Se paró a la sombra del seto unos minutos mientras oteaba el panorama. Era casi la una. Quienes estuvieran en casa seguramente estarían comiendo. No quería que le viera nadie. Tranquilo, siguió andando, y llegó a un estrecho camino rural que desembocaba en la puerta de la verja trasera de una casita con el tejado de paja, separada del resto del pueblo por un huerto de manzanos y campos sin arar.
Descorrió el cerrojo de la puerta y entró en el jardín. Se paró para observar la pequeña extensión de hierba y las malvarrosas y los guisantes que crecían junto a la pared de la casa, y decidió dedicar la siguiente hora a cortar el césped y desherbar el terreno. Tenía como norma mantener el sitio bien cuidado, porque pensaba que de este modo disuadiría a otros de ofrecer el mismo servicio a la ocupante de la casa. A Pike no le preocupaba ni el jardín ni su propietaria. Lo que le interesaba era el amplio cobertizo de madera situado junto al jardín, y pretendía, por medios indirectos, mantener a otros alejados de él.
Dejó el bolsón en el suelo junto a la puerta del cobertizo, soltó las correas y extrajo una bolsa de papel marrón. Con ella en la mano volvió a cruzar el césped y llegó hasta la puerta de la cocina. Entró en la casa sin llamar.
—¿Quién anda ahí? —La voz ronca y temblorosa provenía de una de las salas interiores.
Pike no contestó, sino que, desde la cocina, fue a través del vestíbulo hasta un pequeño salón situado en la parte delantera de la casa, donde una mujer mayor sentada junto a la ventana con los visillos corridos cuidaba de un gordo gato atigresado.
—¿Es usted, señor Grail? —Una película grisácea cubría los ojos que se volvieron hacia él. A pesar del calor, tenía echado un chal de lana sobre una desteñida bata acolchada—. Le esperaba la semana pasada.
—No pude venir, señora Troy —dijo Pike con su habitual voz fría—. Tuve que trabajar.
—Me he quedado sin té —replicó la anciana con voz tímida, como si se disculpara—. He tenido que pedirle prestado a la señora Church.
Pike frunció el ceño.
—Debería haberme dicho que le quedaba poco —apuntó. Como la vio estremecerse ante sus palabras, intentó controlar la natural dureza de su tono de voz—. Le he traído un paquete. Y también unas galletas de mantequilla. Usted me las pidió.
—¿Me ha traído pescado? —preguntó casi en susurros, volviendo la cara hacia otro lado, como si temiera su respuesta.
—No. —Estaba perdiendo la paciencia. Aquella mujer no le preocupaba en absoluto, aunque sí sabía que tenía que seguir viva—. Donde yo vivo no venden pescado —mintió cruelmente—. Le he traído huevos, beicon y jamón. Y pan y arroz. Lo pondré en la alacena.
Poco después volvió a salir y atravesó el jardín en dirección al cobertizo. Si Winifred Troy todavía conservara la vista, apenas hubiera reconocido la construcción. Pike había cambiado el tejado primitivo por uno de chapa metálica, había tapiado la única ventana que tenía la edificación y había instalado una puerta nueva con un enorme candado, que se abría con una llave que él llevaba consigo en todo momento.
El cobertizo había sido construido unos años atrás, cuando la señora Troy y su marido, que falleció al poco, le habían dejado la casa a un artista de la ciudad. Con su consentimiento, había construido un estudio en el pequeño jardín y había usado la casa como refugio de fin de semana y residencia estival. Con mucho, la modificación más notable realizada por Pike había sido la de derribar la pared del fondo e instalar un par de sólidas puertas en su lugar. Estas daban a un camino rural que discurría unos setecientos metros entre los campos y huertos antes de unirse a la carretera.
Pike arrugó la nariz al notar un fuerte olor a humedad y a falta de ventilación, y echó el cerrojo de la puerta tras de sí. En el cobertizo estaba oscuro; por eso encendió enseguida una lámpara de queroseno. Mientras lo había ocupado el artista, la iluminación había sido excelente gracias a un par de claraboyas abiertas en el tejado, pero ahora ya no estaban. A Amos Pike no le gustaba la idea de ser observado.
Prácticamente todo el interior del cobertizo estaba ocupado por un gran objeto que se hallaba cubierto con una tela de franela en medio del suelo de cemento. Pike la retiró de un tirón: debajo apareció la moto con el sidecar.
El cobertizo se calentaba enseguida: a la radiación de la lámpara se unía el calor del sol sobre la chapa metálica del tejado; la estancia era un horno. Pike se quitó la camisa. Su musculoso cuerpo estaba marcado por las cicatrices, grandes y pequeñas. Dejó la bolsa sobre una mesa y sacó de ella una lata de pintura roja y un par de brochas. Había comprado la pintura esa mañana en una ferretería, tras asegurarle el vendedor que se adhería al metal. Con un escoplo levantó la tapa de la lata, extendió una hoja de periódico sobre el suelo y, sentado con las piernas cruzadas, empezó a dar una capa de pintura sobre la carrocería negra.
Como todas sus acciones físicas, los movimientos que hacía eran precisos, gobernados por un sentido del orden y de la economía. Había adquirido este modelo de comportamiento a una edad temprana, a raíz de un acontecimiento catastrófico en su vida. Si había conseguido salir hacia delante, sin duda se debía a la férrea disciplina con la que mantenía el control de todo lo que hacía en las horas de vigilia.
Si bien durante años había estado atormentado por el terror y la angustia que le causaban sus sueños, últimamente había notado una disminución en su frecuencia e intensidad. Aunque no era capaz de racionalizarlo de ese modo, se diría que su subconsciente había claudicado ante su voluntad de hierro.
Tras vivir un tiempo con sus abuelos, se había alistado como soldado a los dieciséis años. Así había encontrado un modo de vida que se ajustaba perfectamente a sus necesidades: las estrictas exigencias de la práctica militar encajaban con su propio código, aún más riguroso. Había ido ascendiendo en virtud de sus propios méritos, y cuando estalló la guerra ya tenía el rango de sargento. Durante un tiempo se le había empleado como instructor en un campo de entrenamiento, pero cuando destinaron a su batallón al frente asumió su anterior posición como sargento de una compañía.
Herido en varias ocasiones, se las apañó sin embargo para sobrevivir en la lotería de la guerra de trincheras, y el verano de 1917 le había encontrado, en aquella ocasión como sargento mayor de una compañía, con su batallón en la ofensiva británica al sur de Ypres, en el inicio de una agonía que duraría meses y que pasaría a la historia con el nombre de la batalla de Passendale.
Durante la amarga lucha por el control del camino de Menin, la compañía de Pike se había encontrado con el intenso fuego de la artillería alemana. Agachado detrás de un tocón, vio que a un hombre le volaban la cabeza tan limpiamente como si se la hubieran cortado con un hacha, y que el tronco se tambaleaba unos pasos antes de desplomarse. Al minuto siguiente Pike salía disparado por los aires por efecto de la explosión de un proyectil que se había quedado enterrado en el suelo a pocos metros.
Se despertó y se encontró tumbado en un cráter del terreno mientras el fragor de la batalla rugía a su alrededor. Conmocionado y apenas consciente, escuchaba el sonido de los proyectiles que le sobrevolaban la cabeza. Una enorme nube de humo y polvo se cernía sobre el campo de batalla. Vio pasar a su lado a unos hombres que volvían a filas, pero cuando abrió la boca para llamarlos sus labios no fueron capaces de emitir sonido alguno.
Durmió unas horas pero se despertó hacia la tarde, y se dio cuenta por primera vez de que tenía una pequeña herida en la muñeca. Aunque no tenía lesiones en las extremidades, no sentía deseo alguno de moverse de donde estaba, tumbado en la suave pendiente de aquel cráter del terreno, absorto en la visión del cielo violeta. Por pura costumbre, quitó el botiquín de campaña que llevaba cosido a la solapa de su guerrera y se echó yodo en el corte de la muñeca. Se dio cuenta de que aún tenía con él la cantimplora y bebió un poco.
En ese momento se percató de que no estaba solo. Un hombre de su propia compañía llamado Hallett yacía en la otra vertiente del cráter, acurrucado de lado, con los brazos pegados a la guerrera ensangrentada. Llamaba en un tono de voz apenas audible, suplicando agua. Pero la lástima nunca había hecho mella en el gélido corazón de Amos Pike, que se quedó observando en silencio cómo moría el hombre.
Durante la noche empezó a llover. Un aguacero torrencial e incesante convirtió el seco y polvoriento campo de batalla en un lodazal. La batalla se reanudó antes del amanecer. Los proyectiles de los morteros alemanes le pasaban silbando por encima. Sobre el cráter caían humeantes terrones de tierra. Iluminado por el blanquecino destello de un misil, Pike vio avanzar a las tropas cargadas de rollos de alambre y cestas con palomas mensajeras, picos y palas, pero no hizo intento alguno por llamar su atención.
Llegó la mañana. El cuerpo de Hallett había desaparecido. Pike no veía nada más que barro a su alrededor. Barro y trozos de árboles; cuerpos enteros o miembros sueltos: cerca descubrió una mano sosteniendo una taza, nada más. El cráter se convirtió en un lago de barro licuado. Al quedarse dormido se había ido deslizando ladera abajo, y tuvo que volver a subir a zarpazos, embarrándose de lodo arcilloso. Había dejado de llover y en ese momento lucía el sol. Pike volvió a dormirse. Cuando se despertó descubrió que el barro se había endurecido formando una dura costra alrededor de su cuerpo. No hubiera tenido más que romperla, pero se encontraba bien allí tendido, inmóvil, con las extremidades atrapadas en el abrazo del barro.
Empezó a revisar su vida, y entonces se le formó en la mente una extraña imagen. Se vio envuelto en una mortaja, como las momias egipcias, incapaz de moverse y prisionero de un rígido e implacable régimen que estaba machacándole la vida y convirtiéndola en polvo. Sintió una feroz necesidad de liberarse, de romper las ataduras. Sin embargo, la mortaja le traía la muerte a la mente, y supo que si decidía quedarse allí tumbado, sin moverse, moriría. Y eso también sería una solución.
Hizo el esfuerzo de hacerse una idea de la situación, de intentar tomar alguna decisión. Mientras el barro seguía aprisionándolo, oyó un ruido similar al de una ventosa y de repente emergió en la superficie del cráter el cuerpo abotargado de Hallett, que fue a parar más abajo, a la superficie de la ladera. Uno de los ojos se le había quedado abierto, y le observaba con una mirada acusadora. Pike sintió la necesidad de darse la vuelta, pero no podía moverse sin quebrar la capa de barro que le cubría el cuello y la mandíbula. Una parte de él quería quedarse como estaba, rígido e inmóvil; otra parte deseaba liberarse.
Al romper el alba al día siguiente le encontró una pareja de camilleros que lo devolvieron a las filas británicas, aún revestido con su traje de barro. Lo dejaron en manos de un enfermero que le liberó golpeteando aquella armadura de lodo con un cucharón de cocinero, igual que si estuviera pelando un huevo duro, quitando la cascara trozo a trozo.
—¡Ya está! —exclamó—. Como un polluelo recién salido del cascarón.
Aquellas palabras tuvieron un gran efecto en Pike. De repente se sintió libre. ¡Resucitado! Un oscuro impulso, como el despertar de un dragón, se agitó en sus entrañas.
El médico principal del batallón le diagnosticó conmoción cerebral y se le envió, después de pasar por un centro de evacuación de heridos, al hospital de la base de Boulogne, donde le tuvieron en observación una semana antes de devolverle a su compañía.
El batallón de Pike, retirado de la línea de fuego, descansaba en las proximidades de un pueblo en medio de una región agrícola, en parte de la cual todavía se dedicaban a la labranza algunas familias de campesinos.
En cuanto volvió, comenzó a escudriñar la zona.