Madden salió de Scotland Yard a primera hora de la tarde y fue paseando por la orilla del Támesis hasta Westminster. Como el verano tocaba a su fin, la ciudad se estaba volviendo a poblar. Sentado en el piso superior de un ómnibus con destino a Bloomsbury, bajó la vista al asfalto lleno de mujeres jóvenes, secretarias de oficinas del gobierno que volvían a casa a la carrera al final de la jornada. Se acordó de una época anterior a la guerra en la que, en esos mismos lugares, sólo hubiera encontrado empleados con bombín y cuellos almidonados. Le gustaba el cambio que se había operado.
Al final de esa mañana, uno de los conserjes le había dejado sobre la mesa un telegrama. Era de Helen Blackwell. Podemos quedar en londres esta tarde signo de interrogación. Le daba una dirección en Bloomsbury Square y una hora: las seis.
Las dos semanas acababan de concluir, y Madden no había osado albergar la esperanza de tener noticias suyas tan pronto.
Antes, en la reunión de todos los lunes en el despacho de Bennett, había explicado su viaje a Maidstone y las conclusiones a las que habían llegado él y Sinclair.
—Creemos que es el mismo hombre.
El superintendente jefe Sampson había respondido con incredulidad.
—A ver, Madden, tiene usted a un gitano que se colgó estando detenido. A mí eso me suena a una clara admisión de la culpabilidad. ¿Y dónde está la relación con los asesinatos de Highfield? Es verdad que en ambos casos se le cortó la garganta a una mujer. Pero el hombre que mató a los de Melling Lodge también robó en la casa. Eso lo sabemos. Lo que se llevaron de la granja lo hurtó el gitano. Las dos cosas a la vez no cuadran.
—El caso de Bentham salió en los periódicos —terció Sinclair—. Creo que nuestro hombre pudo haber leído algo sobre el robo y decidió hacer lo mismo en Melling Lodge. Sigo pensando que intentó engañarnos.
—Usted piensa, cree… —Sampson se rascó la cabeza—. El problema con esta investigación es que no hay más que conjeturas.
—Sin embargo, debemos considerar la posibilidad de que estos dos casos estén relacionados —insistió el inspector jefe—. Y, si así se demuestra, lo que ello implica es muy grave. Hasta espeluznante. Significa que tenemos a un hombre cometiendo asesinatos, aparentemente al azar, por motivos que son un misterio para nosotros. Repito, quizá sea necesario buscar nuevas formas de encauzar esta investigación.
Madden miraba a Bennett, pero era incapaz de saber lo que pensaba. El ayudante del comisionado adjunto escuchaba sin hacer ningún comentario.
La dirección que tenía Madden era la de una bonita casa victoriana situada en Bloomsbury Square. Al lado de la puerta había una placa de latón en la que figuraba la inscripción: «Sociedad Británica del Psicoanálisis». En la entrada no había más que una recepcionista sentada a una mesa.
—Me temo que llega usted tarde a la conferencia del doctor Weiss —le dijo—. Debe de estar a punto de terminar.
El inspector le explicó por qué estaba allí.
—¿La doctora Blackwell? ¿Es la señora rubia? Si quiere, la puede esperar aquí abajo, o bien puede usted subir. —Le señaló una escalera que estaba detrás de él—. Entre sin hacer ruido; nadie le dirá nada.
Madden subió por una escalera alfombrada decorada con retratos solemnes de hombres en atuendo formal. Cuando llegó al primer piso, oyó una voz que emergía tras una puerta cerrada. La abrió con sumo cuidado y ante sus ojos apareció una gran sala en la que había sentadas unas cuarenta personas en unas cuantas hileras de sillas. Frente a ellas, un hombre bajo de pelo negro estaba de pie detrás de una mesa revestida de cuero verde, sobre la que descansaba una jarra de agua, un vaso y unos folios. Se estaba dirigiendo a la gente.
—… pero puesto que se ha planteado la cuestión de la anormalidad, déjenme decirles que creo (y aquí vuelvo a citar al profesor Freud) que los impulsos de la vida sexual forman parte de los que, incluso normalmente, están controlados por las funciones más elevadas de la mente. Hablando en términos generales, sabemos que cualquiera que es anormal desde un punto de vista psíquico es anormal en su vida sexual. Lo que quizá sea más interesante es que, bajo la tiranía del instinto sexual, ciertas personas cuyo comportamiento se corresponde en otros aspectos con la norma pueden perder la capacidad de dirigir o controlar sus vidas.
Madden vio la melena rubia de Helen en la segunda fila de sillas. Quedaban sitios vacíos al fondo de la sala y se sentó en uno.
—… algo que dijo usted antes. ¿Significa eso que sancionaría usted las perversiones? —Un hombre de mediana edad de la primera fila se había levantado para hacer una pregunta. Madden se había perdido la primera parte de la cuestión—. En líneas más generales, a quienes no pertenecemos a esta profesión nos parece que en el mundo de la psiquiatría todo gira en torno al sexo. ¿O tal vez le he entendido mal, doctor Weiss?
—Es más probable que yo le haya inducido a error… —El conferenciante esbozó una sonrisa—. No hablo su lengua tan bien como quisiera. —A Madden le parecía que se expresaba perfectamente, aunque con mucho acento—. Pero deje que le diga primero que, como psiquiatra, yo no usaría normalmente la palabra «perversión» como un término de reproche en la esfera sexual. Para decirlo sin rodeos, la mayoría de nosotros se regocija con cierto grado de «perversión» frente a la norma.
El público soltó unas risas embarazosas. En ese momento, Helen Blackwell giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Madden. A él se le aceleró el corazón. Por un instante la cara de la doctora pareció expresar sorpresa. Después sonrió.
—Sin embargo —prosiguió el doctor Weiss, inclinándose hacia delante mientras ponía las manos sobre la mesa—, en cuanto a la cuestión más general, si bien yo no llegaría a afirmar que «todo» en nuestro trabajo tiene que ver con el sexo, no puedo negar la importancia que tiene el más poderoso de los instintos. Hablando claro, considero que la sexualidad humana es la fuerza motriz más importante de nuestras vidas, como individuos pero también como miembros de la sociedad. Tenga simplemente en cuenta que está en la raíz de nuestra capacidad para amar a otros seres humanos aparte de a nosotros mismos. Sin duda, es la semilla de nuestra felicidad. —Hizo una pausa—. Pero la cosa no acaba ahí; es triste decirlo, pero esto es indudable a partir de muchos estudios que se están haciendo en mi profesión. El instinto sexual fluye como un río por nuestras vidas y si, para muchos, es un río soleado, para otros puede ser fuente de dolor y de angustia. Un río de tinieblas. Afrodita se nos aparece de formas diversas, algunas extrañas y terribles. Deberíamos sentir respeto por ella. En este sentido —prosiguió—, y para contestar con más precisión a su pregunta anterior, lo mejor que puedo hacer es volver a remitirle a los escritos del profesor Freud, cuya obra ha sido citada tantas veces esta tarde. Como ha señalado mi antiguo profesor, la mente humana es capaz de transformar incluso los actos sexuales más repulsivos, hasta el punto de convertirlos en creaciones idealizadas. Acabo con un fragmento de Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, en traducción libre: «La omnipotencia del amor nunca queda tan patente como en aberraciones como estas. Lo más elevado y lo más abyecto están siempre próximos».
El conferenciante sonrió a su público e hizo una reverencia. El público prorrumpió en un cortés aplauso mientras empezaba a recoger sus notas de la mesa. A continuación se oyó un barullo de pasos y sillas. Madden fue hasta el fondo de la sala. Helen le esperaba. Sus ojos se cruzaron cuando el inspector estaba todavía a cierta distancia, pero la doctora le mantuvo la mirada mientras él se aproximaba.
—John, querido… —Le estrechó la mano—. Temía que no pudieses venir por notificártelo con tan poca antelación. —Mientras la gente pululaba a su alrededor, Helen se le acercó—. Volví ayer por la tarde y me encontré con una invitación para esta conferencia, así que decidí arriesgarme y venir.
Llevaba un vestido oscuro de talle alto con una toca de terciopelo a juego. Le caía por los hombros un mantón con flecos de seda roja. Helen desvió la mirada, y él se percató de que alguien había ido a reunirse con ellos.
—Franz, es estupendo volver a verte.
—Helen, querida… —El doctor Weiss le cogió las manos entre las suyas y las besó; primero una, después la otra. La doctora le sacaba aproximadamente una cabeza, y le sonreía desde arriba.
—Este es mi amigo John Madden.
—Señor Madden. —El doctor Weiss juntó los pies e hizo una pequeña reverencia. Su oscuro pelo ondulado empezaba a canear en la sien. Sus límpidos ojos marrones, arrugados en los extremos al sonreír, lanzaban una mirada de atribulada inteligencia.
—Inspector Madden. John trabaja en Scotland Yard. Debes de haber leído algo sobre esos horribles crímenes de Highfield…
—Desde luego. Nuestros periódicos publicaron varios artículos. —Miró a Madden con curiosidad.
—Yo viví con Franz y su familia en Viena antes de la guerra —le explicó Helen a Madden—. Él y papá son viejos amigos, y fui allí a estudiar alemán.
—Todavía te echamos de menos. —El doctor Weiss la tenía en gran estima—. Mina se moría de envidia al pensar que tal vez te vería en este viaje. Mina es mi mujer —le explicó a Madden—. No es la única. Jakob dice que te recuerda muy bien y quiere saber cuándo volverás.
Helen soltó una carcajada.
—Puesto que Jakob tenía sólo tres años en aquella época, me parece un poco difícil de creer.
—Algunos recuerdos los llevamos en el corazón. —El doctor Weiss se tocó el pecho.
—Querido Franz… Por favor dales muchos besos de mi parte y diles que sí volveré a veros.
—¡Pero todavía no, por favor! —El doctor Weiss levantó la mano con gesto disuasorio—. Viena no es un sitio para hacer turismo en estos momentos.
—¿Tan mal están aún las cosas?
—Muy mal. Al cambio, los modestos ingresos que recibo por estas conferencias parecerán una fortuna. —El doctor sonrió irónicamente—. Una fortuna ilusoria. Dicen que pronto se necesitará una maleta de billetes para comprar una barra de pan.
—¡Ay, Franz!
—No obstante, aprendemos del sufrimiento. ¿No es eso lo que nos enseñaron los griegos? —Se animó—. El invierno pasado tuvimos que quemar parte de los muebles para caldear la casa. A los pacientes que venían a la consulta los arropaba con mantas cuando se echaban sobre el diván. Como probablemente sabe, el profesor Freud ha desarrollado una técnica de libre asociación en el psicoanálisis —dijo, dirigiéndose de nuevo a Madden—, pero es difícil que un paciente se concentre en recuperar recuerdos del pasado cuando lo único en que puede pensar es ¡si llegará al final de la sesión sin convertirse en un carámbano!
La risa de Helen Blackwell le recordó a Madden a una ribera tapizada de hierba y a la llamada de un mirlo.
—Así que aquí estoy, ganándome el pan, como se suele decir. —Miró a su alrededor—. La Sociedad cree que sería beneficioso difundir en Gran Bretaña el psicoanálisis entre un público más amplio. Muy bien, digo yo. Desgraciadamente, para la mayoría de personas ajenas al tema la psiquiatría es sinónimo de Freud y de sexo. —Parecía divertido con la situación—. Basta con mencionar su nombre ante un auditorio lleno de ingleses y al punto media docena se pondrán rojos de vergüenza.
Alguien rondaba detrás de él. El doctor Weiss se giró.
—Sí, por supuesto, perdóneme. Sólo un minuto más. —Dirigiéndose a Helen, añadió—: Me voy a Manchester mañana. Después a Edimburgo. Pero volveré a Londres dentro de una semana y me pondré en contacto contigo. ¿Podríamos comer juntos? ¿Sí?
—Claro, Franz. Pero tienes que ir a Highfield para volver a ver a papá.
Él le cogió las manos y se las besó como antes. Hizo una reverencia a Madden.
—Inspector… —Con una sonrisa dirigida a ambos, se dio la vuelta y se reunió a un grupo de hombres que le estaban esperando.
Helen cogió a Madden por el brazo y se alejaron por el pasillo que discurría entre las sillas.
—¿Eres tú uno de esa media docena, John Madden?
—Por supuesto que no.
—Sí, creo que te estás sonrojando.
Bajaron las escaleras y salieron a la suave luz de la tarde. Los plataneros de la plaza estaban inclinados por el peso del follaje de verano. Corría un aire caliente cargado con el polvo de la ciudad.
—¿Quieres que te dé noticias de Sophy? Hace una semana que empezó a hablar de nuevo. Hablé con la doctora Mackay en Edimburgo. Hasta ahora no ha dicho ni una palabra sobre esa noche, y, de hecho, cuando la doctora Mackay le preguntó a ese respecto estuvo sin hablar otros dos días. Fue un aviso: «¡Eso está prohibido!». Pero no ha preguntado por su madre, y la doctora cree que la niña sabe y tiene asumido que no la volverá a ver.
Madden le contó lo de los dibujos.
—Creemos que el hombre que entró llevaba una máscara de gas. No sé si has visto una alguna vez. Son bastante horrorosas. A un niño le daría mucho miedo.
Siguieron paseando despacio por la plaza. Ella seguía cogida de su brazo, caminando junto a él, rozándole el cuerpo con el suyo.
—¿Te apetecería ir a cenar? —preguntó Madden, poco seguro de cómo proceder. No quería que Helen pensase que daba nada por sentado en aquella relación.
—Sí, por favor. No he probado bocado en todo el día —repuso con la mirada fija en él—. Y, luego, ¿podríamos ir a tu casa? Me estoy quedando en Kensington con una amiga. Me gustaría llevarte allí, pero es muy puritana y no me atrevo.
Helen le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Él se animó. Le resultaba difícil creer que pudiera haber algo en el mundo a lo que ella no se atreviera.
En el restaurante se sentaron uno enfrente del otro. A la luz de la vela, el cabello de Helen desprendía destellos de oro. Le habló de su matrimonio:
—Conocí a Guy cuando éramos estudiantes, pero él dejó medicina y decidió cambiarse a la facultad de derecho. Todavía estaba en eso cuando empezó la guerra. Cada vez que venía a casa de permiso se hacía más duro. Yo tenía que intentar recordar por qué me había casado con él, por qué le había amado. Cuando le mataron, sólo pensé que le había fallado, y que ahora nunca tendré la oportunidad de enmendarlo.
La mujer de Madden había sido maestra de escuela. No habían perdido el pudor entre ellos; tras dos años de matrimonio seguían siendo casi unos extraños. Ahora le resultaba difícil acordarse de sus rasgos, y también de los de la niña que había muerto cuando tenía seis meses, pocos días después que la madre. Durante la guerra casi llegó a olvidarlas, como si sus muertes hubiesen perdido importancia en comparación con la tremenda matanza que estaba ocurriendo a su alrededor. Más tarde intentó recuperar sus sentimientos, llorarlas, pero su recuerdo seguía borroso en la memoria. Ahora nunca hablaba de ellas. Por eso prefirió hablarle del caso. Le contó lo del asesinato de la mujer del granjero en Bentham.
—No lo hemos hecho público, pero creemos que lo hizo el mismo hombre. No entendemos el móvil del asesinato. No encontramos un motivo que tenga sentido.
Helen quería saber qué les había pasado a él y a Will Stackpole en los bosques de Highfield. Lord Stratton simplemente les había mencionado que habían sufrido una emboscada, por lo que se quedó muy impresionada cuando oyó los detalles.
—Os podrían haber matado a los dos. ¿Pasasteis mucho miedo, allí atrapados? Debió de ser terrible…
—En realidad no… No lo suficiente… —Paró, consciente de lo que había dicho.
Como no añadía nada más, Helen preguntó:
—¿Fue así como te sentías en la guerra?
Asintió. Le resultaba difícil hablar.
—Hacia el final, sí. Para entonces ya no tenía sentido tener miedo. O sobrevivías o no. Pero cuando sentí lo mismo en los bosques, era como si nunca hubiera escapado de esa sensación de que ya nada importaba.
Ella le cogió las manos entre las suyas.
Las dos últimas semanas no habían sido fáciles para Helen Blackwell. Le había dado muchas vueltas a cómo cuadrar un romance en su ajetreada y estructurada vida. Pero también se había descubierto reflexionando sobre si era inteligente por su parte empezar una relación con un hombre con tan atormentada vida interior.
Su trabajo durante la guerra le había enseñado mucho sobre las consecuencias de haber pasado mucho tiempo en la guerra de trincheras. Por doquier abundaban los hombres que se levantaban cada mañana incapaces de controlar los temblores de las extremidades y los párpados; hombres que se sobresaltaban al oír un portazo y que se ponían a cubierto al notar el petardeo del motor de un coche. Era consciente del enorme esfuerzo mental que tenían que hacer quienes lograban permanecer activos y con el control de sus vidas.
Al volver a Londres y encontrarse con Madden de nuevo, no le había sorprendido sentir renacer el deseo físico. Los misteriosos lazos de la atracción sexual la llevaban hacia ese hombre silencioso. Era algo que no deseaba evitar. Pero para lo que no estaba preparada era para sentir un repentino torrente de ternura como el que la había invadido cuando, al girarse, se había topado con los ojos ansiosos y preocupados del inspector buscando los suyos.
Más tarde, la llevó a sus aposentos cerca de Bayswater Road, y sintió vergüenza de la pintura descascarillada y el papel pintado manchado y el agrio olor de los muebles alquilados. Estaba ante una verdad que no podía ocultarle: que le había dejado de importar cómo vivía. Una fotografía de sus difuntas esposa e hija que descansaba sobre una mesa auxiliar era lo único que había salvado de su pasado. Helen le preguntó sus nombres, y se los dijo: Alice y Margaret; Margaret por su madre, que había muerto cuando él era un niño.
Cuando hizo ademán de hablar para disculparse por el lugar al que la había traído, ella le paró los labios con los suyos.
—Ven. —Le cogió la mano y le llevó a la habitación.
Al ver su cuerpo desnudo, de tonalidades albas, sonrosadas y ocres, Madden empezó a temblar, y cuando se tumbaron juntos siguió tiritando sin poder hacer nada por evitarlo. Helen le estrechó entre sus fuertes brazos, sin decir nada, apretando su cuerpo contra el suyo, acercando su mejilla a la suya. Después empezó a besarle, primero en la cara y el cuello, después en el pecho, dejando su aliento cálido sobre su piel. Madden tenía el cuerpo marcado por las heridas: una con forma de estrella debajo del esternón, el legado de una bala que le había atravesado limpiamente, sin tocarle el corazón; la otra una protuberancia irregular de tejido sobre la cadera procedente de la misma metralla que le había desgarrado el brazo. Los labios de Helen se desplazaban libremente por aquel cuerpo lleno de cicatrices, hasta que él no lo pudo soportar más. Cuando se echó sobre ella, ya estaba preparada.
—He estado pensando en este momento todos los días.
Aunque la penetró enseguida, esta vez ella le fue frenando. Le hizo ir más despacio.
—Es tan maravilloso… Hagamos que dure.
Aun así, para él acabó demasiado pronto. Demasiado pronto. Pero Helen le besó y le apretó contra su cuerpo, y él volvió a oír su suave risa.
—¿Qué era lo que decía Franz? —preguntó la doctora, casi sin aliento, bajo el peso de Madden.
Él se quedó dormido y soñó con un joven llamado Jamie Wallace, que en tiempos había sido alumno del conservatorio en Londres. Era uno de los jóvenes con quien Madden se había alistado y recibido instrucción, y poseía una dulce voz de tenor con la que solía entretener a los demás. La primera mañana de la batalla del Somme él y Madden se encontraban uno junto a otro en la trinchera de primera línea de batalla. Se había oído durante toda la noche fuego de artillería. Al amanecer cesó, y había ocurrido un pequeño milagro. Las alondras levantaron el vuelo desde los campos malditos y los canales de alrededor, y el cielo se llenó con su canto.
—¿Oyes eso? —había preguntado Jamie Wallace, mientras se le iluminaba la cara.
En el sueño de Madden, sus labios dibujaban la misma pregunta silenciosa. ¿Oyes eso? Poco después había sonado el silbato que marcaba el inicio del ataque, y los hombres habían subido por las escaleras hacia la mañana inundada de cantos.
Cuando Madden se despertó llorando, la encontró dormida junto a él, con el pelo desparramado sobre la almohada. Antes de desvestirse había colocado el chal de seda rojo sobre la lamparilla de noche, y, al ver su cuerpo, desnudo y brillante bajo la luz sonrosada, Madden sintió alivio. Al ir a coger la sábana para arroparse, Helen extendió la mano entre sueños. Él aprovechó para hundirse entre sus brazos, con cuidado de no despertarla.