Capítulo 3

Billy Styles estaba en la estación de Waterloo con más de diez minutos de antelación con respecto a la hora en que se le había ordenado presentarse; era un viaje corto en autobús desde Stockwell, donde vivía con su madre. La señora Styles había enviudado muy joven (el padre de Billy murió de tuberculosis cuando él tenía sólo cuatro años) y, para mantenerse, había tenido que trabajar primero de camarera en una cafetería de la calle mayor y después en una planta de municiones durante la guerra. El propio Billy había intentado alistarse el último año de la contienda, cuando tenía dieciocho años, pero el doctor que lo examinó lo rechazó por enfermedad pulmonar, lo cual sorprendió mucho al joven, a quien jamás se le había pasado por la cabeza que tuviera ese defecto en su constitución física. Su sospecha de que el médico había emprendido algún tipo de campaña contra las levas para realizar el servicio militar obligatorio se reforzó cuando algún tiempo después pasó sin incidentes el examen médico para entrar en la Policía Metropolitana. Billy todavía no lo había olvidado, pues sentía que le habían quitado lo que era suyo.

Se había pasado los últimos quince días trabajando con el sargento Hollingsworth. Le habían asignado un pequeño despacho junto al del inspector jefe, y habían estado muy ocupados con la lista de pacientes con trastornos mentales dados de alta, repartiéndoles por regiones y enviando listas específicas a las diversas autoridades policiales de todo el país. Ya habían interrogado a unos cuantos antiguos pacientes, y habían comparado y evaluado los resultados.

El trabajo era pesado y repetitivo, pero, tras el aburrimiento inicial, Billy había encontrado cada vez más satisfacción en el proceso de ir eliminando poco a poco a los potenciales sospechosos que les tenían ocupados al sargento y a él, bajo la supervisión de Madden. Se le había autorizado a estudiar el expediente: una carpeta con los particulares del caso, que el inspector jefe Sinclair mantenía al día.

Cuando leyó los detalles del ataque que habían sufrido Madden y Stackpole en los bosques de Highfield sintió punzadas de celos y envidia. Pensó que era él quien tenía que haber estado con el inspector, y no el policía local. En ocasiones, en su imaginación, se veía en las trincheras bajo las órdenes de Madden.

El inspector apareció tres minutos antes de la hora, y fueron juntos hasta el andén.

—¿Sabe de qué va esto, agente?

—No, señor. —Billy tuvo que acelerar el paso para poder seguir las zancadas de Madden.

—Encontremos primero un compartimento.

Habían llamado por teléfono la tarde anterior. Sinclair había mirado a Madden y había levantado el pulgar.

—Era Tom Derry —dijo cuando colgó—. Ahora es inspector jefe, la cabeza del Departamento de Investigación Criminal de Maidstone. Trabajamos juntos en el asesinato ese de Ashford. Cree que a lo mejor tiene algo para nosotros.

Derry había leído el artículo sobre los asesinatos de Melling Lodge en la Gaceta de la Policía dos días antes, pero de momento no lo relacionó con nada.

—No era él quien llevaba el caso —le explicó Madden a Billy mientras el tren salía de la estación—. Pero después recordó uno o dos detalles del expediente. Sabremos más cuando hablemos con él.

Billy escuchaba en silencio. Se sentía muy orgulloso. Era la primera vez que Madden le trataba como colega. Tenía tentaciones de intervenir, de añadir alguna observación propia, pero, pensándolo bien, decidió que sería mejor no hablar. Si el inspector quería su opinión se la pediría.

—¿Dónde vive usted, agente?

Tenían el compartimento para ellos solos. El tren se desplazaba a velocidad constante a través de los verdes campos de Kent, una campiña que todavía no había invadido la mácula blanquirrosa cada vez más extensa de los barrios residenciales.

—En Stockwell, señor.

—¿Con su familia?

—Sólo con mi madre, señor. Mi padre murió.

—¿Lo mataron en la guerra?

—No, señor. Murió antes. —Por alguna razón que no podía racionalizar, Billy sintió vergüenza. Era como si deseara que su padre hubiese perecido en el conflicto, y no de una enfermedad. También deseaba haber llevado él mismo uniforme, aunque sólo hubiera sido un día—. Mi tío Jack, el hermano de mi madre, sí murió en la batalla del Somme.

Billy vaciló. De la expresión del inspector no se desprendía nada. Y, sin embargo, sabía que había estado en la misma batalla. Todo el mundo lo sabía en Scotland Yard. Uno de los sargentos le había contado que el batallón de Madden había entrado en acción el primer día. De los setecientos hombres, dijo el sargento, menos de ochenta supervivientes dieron sus nombres cuando pasaron lista por la tarde. Billy no podía imaginarse semejante suceso ni tantas víctimas en un espacio tan corto de tiempo, y sentía ganas de preguntarle al inspector al respecto. Pero cuando observó la cara de Madden prefirió contenerse.

Desde el despacho de Derry en la Comisaría Principal de Policía de Maidstone se veía un rincón de la plaza del mercado. En el alféizar de la ventana había dos maceteros de barro repletos de geranios, y el inspector jefe estaba regándolos cuando hicieron pasar a Madden y a Styles. Dejó la regadera en la repisa y fue a darles la mano.

—¿Cómo está el señor Sinclair? ¿Va tirando? No se olvide de darle recuerdos cuando le vea. —Derry tenía la cara huesuda, gesto inteligente y mirada rápida, en la que se reflejó cierta sorpresa al comprobar la juventud de Styles.

—El señor Sinclair hubiera deseado venir en persona, señor, pero el comisionado adjunto convocó una reunión esta mañana.

—Aquí está el expediente —dijo Derry, pasándole a Madden una carpeta de piel—. Aunque deje que les cuente lo esencial y así sabrán por qué llamé a Scotland Yard. —Señaló a sus visitantes un par de sillas y él se sentó detrás del escritorio—. Ocurrió durante la primera semana de abril, y dio la casualidad de que yo estaba de permiso. Sólo estuve fuera un par de semanas, pero cuando volví ya había acabado todo. Los detectives que lo llevaban pensaban que tenían entre manos un caso clarísimo. Y aún más seguros estaban cuando el tipo se suicidó.

—Estaba detenido, ¿no? —preguntó Madden.

—Lo tenían arrestado en las celdas que hay abajo. Rompió la camisa a tiras y se las apañó para colgarse de las rejas. —Derry movió la cabeza con pesar—. Por supuesto, comprobé el expediente; sin embargo tengo que decir que en ese momento no tuve dudas. Todo parecía cuadrar. De lo que leí entonces, tendría que admitir que se había ahorcado. Madden balanceó la carpeta sobre su rodilla.

—Y ¿cambió usted de opinión cuando vio nuestro artículo en la Gaceta?

—No iría yo tan lejos. Digamos que ahora mismo me siento dividido. Simplemente tengo la terrible sensación de que quizá cogiéramos al hombre que no era.

—¿A pesar de que se colgara? —preguntó Madden perplejo.

Derry se encogió de hombros.

—Caddo, que así se llamaba, siempre admitió haber robado los artículos con los que lo encontramos. Tal vez pensó que tampoco podría evitar la condena por asesinato, aunque siempre mantuvo que la mujer estaba muerta cuando él entró en la casa, y nunca cambió esa versión. Pero, ocurriera lo que ocurriese, lo que sí era seguro es que iba a pasar una temporada en la cárcel.

—Veo que era gitano. —Madden había abierto el expediente.

—De pura raza. Dicen que no se les puede encerrar ni un día. No lo soportan. —Derry alargó la mano y metió la regadera que había dejado en la repisa de fuera—. Caddo había perdido a su mujer hacía un par de años. Estaba solo. Un hombre puede verse atrapado en un callejón sin salida, ¿no cree? —Madden no levantó la vista del expediente—. Tenía en propiedad un caballo y una caravana. —Derry se limpió las manos—. Solía venir por la zona regularmente, a las proximidades de un pueblo que se llama Bentham, a unos quince kilómetros al este de aquí. Había llegado a un acuerdo con un granjero del pueblo, un arrendatario de la finca de Bentham Court, y solía acampar en sus tierras durante unas semanas a cambio de arreglarle las ollas y cacerolas y hacerle otros trabajos.

—¿Algún antecedente policial? —Madden pasaba las páginas del expediente.

—Nada importante. Hubo una denuncia por el robo de unas ovejas hace unos años, pero al final todo quedó en nada. En mi opinión, un caso donde se quiso echar el guante al gitano que estaba más a mano. Los problemas empezaron cuando el hombre con quien trataba se fue de la zona y cogió la granja otro arrendatario. Un tipo que se llamaba Reynolds. Al parecer no le gustaban los gitanos, y cuando apareció Caddo a finales de marzo le dijo que quería que se fuese de sus tierras y que le daba una semana para encontrar otro sitio. Tuvieron una violenta pelea presenciada por testigos. A Caddo le oyeron amenazarle. Lo siguiente fue que Reynolds se presentó ante el policía de Bentham y acusó a Caddo de envenenarle a los perros.

Madden levantó la vista muy serio.

—¿Qué pasa? —preguntó Derry, levantando una de sus cejas pelirrojas.

—Eso es algo que no contamos en el artículo de la Gaceta, señor. El perro de Melling Lodge fue envenenado unas semanas antes. ¿Recuerda qué les echaron a los animales de Reynolds?

—Estricnina —contestó, asintiendo con la cabeza—. ¿Y en el otro caso?

—Lo mismo. —Madden sopesó el expediente con la mano.

Los dos hombres se miraron. Derry chasqueó la lengua en señal de disgusto.

—¡Maldita sea! —exclamó. Y desvió la mirada.

—¿Registraron la caravana? —preguntó Madden.

—Sí, pero no apareció nada. Por supuesto, pudo haberse deshecho de las cosas. De todas formas, el agente habló con él enseguida. Le dijo que Reynolds le quería fuera de sus tierras en veinticuatro horas. Era un sábado. El asesinato ocurrió esa misma tarde.

—Caddo confesó haber ido allí, a la granja de Reynolds. —Madden volvía a estar concentrado en el expediente—. Aquí dice que fue sin ninguna intención.

—Eso dijo al principio. —Derry señaló la carpeta—. Más tarde hizo otra declaración y fue más explícito. Admitió que tenía intención de hacerle daño a Reynolds. Comentó que pensaba pegarle fuego al granero.

—¿A qué hora sería eso?

—Pasadas las seis, según la declaración de Caddo. Estaba empezando a oscurecer. Lo que contó, en su segunda versión, era que se acercó a la casa y vio luces encendidas y la puerta de atrás abierta. Esperó unos minutos y se acercó más. No vio a nadie por allí. Ya no tenía valor para incendiar el granero, o al menos eso dijo; sin embargo, se le pasó por la cabeza entrar y quedarse con lo que encontrase.

Cuando llegó a la puerta notó que habían destrozado la cerradura, pero no se oía nada, así que entró. Cogió una bolsa de la cocina y empezó a meter cosas: un reloj de la repisa de la chimenea, unos tenedores y cuchillos de un juego de cubiertos. Fue al despacho de Reynolds, abrió el escritorio y se metió en el bolsillo veinte libras y un reloj de oro.

—¿Dónde estaba Reynolds durante todo ese tiempo?

—A aproximadamente un kilómetro de allí, buscando unas ovejas. Cuando se le murieron los perros, lo tenía muy difícil para cuidar del rebaño, y se le habían descarriado unas cuantas. Había un vecino con él, un tipo llamado Tompkins, que había ido a echarle una mano. Tompkins vio a la señora Reynolds antes de salir, lo cual dejaba al marido libre de toda sospecha. Ambos hombres estuvieron fuera de la casa durante una hora; eso a lo mejor influyó algo.

—En realidad, puede que eso les salvara la vida —señaló Madden.

Derry ladeó la cabeza.

—¿Cree usted que fue el hombre que buscan?

—Pudiera ser, señor. —Madden frunció el ceño con frustración—. ¿Y qué hizo Caddo a continuación?

—Subió las escaleras, sólo para echar un vistazo, dijo, por si había algo que valiera la pena llevarse. Lo que él cuenta es que encontró el cuerpo de la señora Reynolds en la cama, salió de la casa lo más aprisa que pudo y se fue corriendo hasta donde acampaba. Lo cogieron en la caravana, por la carretera de Ashford a la mañana siguiente.

A Madden le asaltaban las preguntas.

—Si no sabía usted nada del envenenamiento del perro, ¿qué le hizo pensar en que este caso tenía relación con el de Melling Lodge?

—El propio asesinato —contestó Derry—. Que le cortaran la garganta a la mujer de ese modo y que tendieran su cuerpo sobre la cama. Y, bueno, pensará usted que es extraño decir esto… pero también por el hecho de que no la violaran. Igual que la señora Fletcher.

—¿Eso le pareció extraño?

Derry asintió.

—La sacó a rastras de la bañera y la echó sobre la cama. ¿Y con qué fin? Estaba desnuda, y era una mujer guapa. Quiero decir, ¿por qué no la violó? —Parecía incómodo—. Tiene narices que nos tengamos que preguntar estas cosas —murmuró.

—Si le sirve de consuelo, el señor Sinclair tuvo la misma reacción. —Madden volvió al expediente—. ¿Y el arma del crimen? —preguntó.

—Según nuestro forense, probablemente una navaja de afeitar. Caddo tenía una. La examinamos, pero no apareció nada.

—¿Huellas?

—Ninguna. —Derry se levantó—. Me atrevería a apostar que le gustaría echar un vistazo al sitio, inspector.

—Efectivamente, señor. —Madden ordenó los papeles del expediente—. ¿Cómo se llega hasta allí?

—Yo mismo le llevaré —se ofreció Derry—. Este caso lo tengo atragantado. Necesito saber en qué para.

Resultó que Derry tenía su propio automóvil, uno de los nuevos Ford de veinte caballos y cinco plazas. Eran coches que se estaban ofreciendo en el mercado a sólo doscientas cinco libras, y Billy albergaba en secreto el deseo de comprarse uno, aunque todavía no hubiera aprendido a conducir.

Salieron de Maidstone por la carretera de Sheerness, pero pronto cogieron una desviación que les llevó por las tierras altas calizas de las North Downs. Les pegaba el fuerte sol de agosto, y la brisa que les daba en el rostro en el descapotable resultaba muy agradable. En Bentham, un pueblo enclavado al fondo de un verde valle, Derry paró ante unas verjas de hierro forjado. Señaló un largo y recto camino sin árboles pero flanqueado a lo lejos por un par de estanques ornamentales. Al fondo se veía una bonita fachada de estilo palladiano.

—Bentham Court —dijo—. Las guías turísticas dicen que es un tesoro arquitectónico. Ahora es propiedad de una familia llamada Garfield. Reynolds es uno de los arrendatarios.

Siguieron con el coche un kilómetro y medio más y después, saliéndose de la carretera, se metieron por un estrecho sendero lleno de rodadas que acababa en una parcela de tierra sin árboles junto a la cual corría un arroyo.

—Aquí era donde acampaba Caddo. La granja de Reynolds está a dos o tres kilómetros. —Aunque no había llevado el caso, el inspector jefe parecía haberse tomado la molestia de familiarizarse con los detalles—. Hay un camino que discurre paralelo al arroyo.

Volvieron a la sinuosa carretera hasta que llegaron a otro camino rural. Derry lo tomó y avanzó por una pequeña pendiente hasta el lecho del riachuelo. Lo cruzó lentamente, metiendo las ruedas en el agua, y después ascendió por el otro lado la ladera cubierta de hierba. Ante sus ojos apareció una casa de labranza con tejado de pizarra y con un granero encalado tras ella. Había ovejas por todo el verde paisaje que se extendía a ambos lados de la carretera. Al tiempo que Derry se acercaba a la casa, salió del granero un hombre con ropa de campo. Se paró a cierta distancia del coche y se quedó mirándolos. No parecía que se alegrara de verlos.

—¿Señor Reynolds? —Derry salió del coche—. No nos conocemos. Soy el inspector jefe Derry, de Maidstone. Este es el inspector Madden y el detective Styles. Son de Londres. —Al ver que el hombre no contestaba le preguntó—: ¿Quiere que le mostremos las placas?

Reynolds negó con la cabeza.

—Pensaba que ya no me marearían más. —Se acercó, pero no les tendió la mano.

—El inspector Madden quiere hacerle unas preguntas. Y nos gustaría echar un vistazo por aquí, si le parece bien.

—No lo entiendo. —Tendría unos cuarenta años, calculó Billy, pero parecía mayor. Sin afeitar y vestido con una camisa sucia y sin cuello, parecía no preocuparse en absoluto por lo que los demás pudieran pensar de su aspecto. Tenía unos ojos apagados que desprendían indiferencia—. Creía que ese bastardo se había colgado.

—¿Podemos entrar un momento? No le molestaremos mucho.

—No —contestó Reynolds rotundamente. Les lanzó una mirada iracunda.

Madden tomó la palabra:

—Entiendo cómo se siente, señor Reynolds, pero, por favor, permítame. —Billy se quedó impresionado por su tono de voz—. Estoy investigando otro caso y creo que puede tener relación con este. Me haría un gran favor si nos ayudara.

El hombre no contestó. Se quedó mirando los ojos hundidos de Madden con tal intensidad que Billy empezó a pensar que se estaba produciendo entre ellos una especie de comunicación silenciosa. De repente se dio la vuelta.

—Entren si quieren —dijo, girando la cabeza mientras se alejaba.

En cabeza, Madden cruzó la puerta principal, que daba a una entrada embaldosada donde tuvieron que abrirse paso a través de un montón de botas llenas de barro. Después llegaron a un salón donde olía a tabaco. El sol que se colaba por los sucios cristales de las ventanas iluminaba un montón de ropa que había en el suelo en medio de la sala. Un cenicero se había volcado y su contenido había quedado esparcido por la superficie de una mesa baja de madera, donde se amontonaba una pila de platos y cubiertos usados.

La casa era como el hombre, pensó Billy. Había perdido algo. Bruscamente. El agente siguió a Madden y a Derry hasta la cocina, al fondo de la casa, donde el inspector examinó la puerta de atrás: un trozo de madera nueva en la jamba, todavía sin pintar, mostraba que habían tenido que arreglar la cerradura.

Volvieron a la entrada y subieron por la escalera. La habitación, de techo bajo, mostraba los mismos signos de abandono que las estancias de abajo. La cama de matrimonio estaba sin hacer, la ropa de cama echada a un lado y el cristal que cubría el tocador no tenía brillo porque estaba cubierto de polvo. En la repisa de encima de la chimenea descansaban dos fotografías enmarcadas. Una era de una mujer joven sonriente que portaba una corona de flores sobre la melena rubia; la otra, una foto de Reynolds en uniforme de soldado raso. Billy distinguió los botones oscuros sobre la guerrera y enseguida supo lo que significaban. Reynolds había servido en la brigada de fusileros. Bastardos de botones oscuros.

El baño se encontraba al otro lado de un estrecho pasillo, y Madden recorrió todas las habitaciones. Billy vio que estaba midiendo a pasos la distancia entre una enorme bañera con pies instalada en el baño y la cama. Habría unos tres metros y medio, calculó el joven agente. Entendió lo que Derry había querido decir. ¿Por qué llevar a rastras a una mujer hasta la cama y no violarla? Si su intención era matarla, ¿por qué no hacerlo en el baño? Se dio cuenta de que las mismas preguntas eran pertinentes también en el caso del asesinato de la señora Fletcher.

Antes de abandonar la habitación le llamó la atención un libro encuadernado en piel que descansaba sobre la mesilla de noche. Miró el título. Era una colección de poemas de un autor del que Billy nunca había oído hablar. Al abrir el libro, encontró una inscripción en la guarda: Para mi queridísima y preciosa amada, con todo mi amor, Fred.

Fuera, Madden se detuvo frente a la casa y dejó vagar su mirada por la suave pendiente de la colina. No había sotobosque en aquel terreno calizo.

—¿Hablamos ahora con él? —preguntó Derry. Acababa de ver a Reynolds salir de una hondonada más abajo en la pendiente. Tenía un cachorro al lado. Cuando este se alejó, lo llamó y le palmeó en los cuartos traseros, obligando así al animal a ponerse a su lado.

—Enseguida —contestó Madden.

Fue hasta un lateral de la casa. Derry y Billy le siguieron. Le encontraron con la vista en lo alto, mirando una colina de las montañas que se elevaba detrás de la granja, a unos setecientos metros, donde había un bosquecillo de hayas.

—¡Allí! —señaló el inspector—. Primero quiero echarle un vistazo a esa zona.

Mientras subían por la suave pendiente tapizada de hierba, Madden le contó al inspector jefe lo del refugio subterráneo encontrado en los bosques de Upton Hanger.

—No lo hemos difundido porque queremos tener mucho cuidado con lo que hacemos público. En cuatro de los cinco asesinatos usó un fusil y una bayoneta. Y pensamos que llevaba puesta una máscara de gas cuando irrumpió en la casa.

Derry resopló.

—Me da la impresión de que tiene usted a un tío raro —comentó.

Billy, que caminaba respetuosamente a dos pasos de ellos, pensó que eso era la manera más fina de decirlo.

El bosquecillo tenía una extensión de apenas uno o dos acres. El suelo estaba cubierto de hojas, y no había signos de haber sido alterado. Madden se detuvo a la sombra donde comenzaba la arboleda y miró hacia abajo, a la granja. El granero de detrás se había construido a un lado de la casa, y desde donde él estaba tenía una perfecta vista de la puerta de la cocina y del patio trasero. Derry se percató de que la cara de Madden expresaba frustración.

—Es aquí… —Madden miró a derecha e izquierda a lo largo de la desnuda cima de la montaña—. Sabemos que le gusta vigilar primero a sus víctimas.

Se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo. Derry se fijó en la cicatriz que tenía en el nacimiento del pelo. Con Madden no había notado esa familiaridad que normalmente sentía cuando conocía a otro policía. Se dio cuenta de que aquel inspector de expresión adusta era diferente.

—¿Señor? —La voz de Styles les llegó desde dentro del bosque—. Aquí hay algo, señor: una lata de cigarrillos, creo…

Madden se giró y enseguida se acercó a la hondonada donde estaba el agente. Mientras, Billy se había puesto en cuclillas.

—¡No lo toque!

Los dos hombres mayores se le unieron. Él señaló, y vieron el destello del metal en el sombrío terreno. Madden se agachó.

—Tiene usted razón, agente.

Con un lápiz que sacó del bolsillo de la chaqueta levantó la lata cilíndrica de cigarrillos del suelo y la sostuvo en alto.

—No se ve la marca —se lamentó Billy. Pensaba que se había ganado el derecho a hacer algún comentario.

—El hombre que buscamos fuma Three Castles —explicó Madden.

—Si es suya, lleva aquí desde abril. Le será imposible extraer huellas —observó Derry.

—Cierto, pero nos la llevamos de todos modos. Agente… ¡un pañuelo!

Billy se llevó la mano al bolsillo acordándose, mientras lo hacía, de la vergüenza que sintió la última vez que se le había ordenado que lo sacase. Madden iba a pasarle la lata, cuando, de repente, se paró a mirarla con más detenimiento, alzándola a la luz.

—¿Ve esa marca de tizne? —le preguntó a Derry, y el inspector jefe asintió. El interior de la lata estaba negro—. Quiero rastrear esta zona. Buscamos un trozo de tela, probablemente quemada o calcinada. Cualquier cosa que sirviera de mecha. Esta lata se ha usado como infiernillo de campaña. Si uno no tiene a mano una cocina, se puede calentar sobre ella una taza de té. Las tropas solían poner una mecha en el fondo y empaparla en alcohol de quemar.

Billy, con la lata bien guardada en el bolsillo, empezó a inspeccionar el terreno que había a su alrededor. Madden y Derry se le unieron enseguida. Para disgusto de Billy, fue el inspector jefe quien encontró lo que andaban buscando.

—¿No es esto un trozo de trapo? —Derry estaba en cuclillas, quitando las hojas de en medio.

Madden cogió la bola de tela calcinada. Todavía se veía un pequeño trozo de franela no consumido por las llamas. Sacó su pañuelo y envolvió con él el fragmento quemado. Después volvió al lugar donde había encontrado la lata Billy y se arrodilló. Los otros dos observaban mientras Madden se ponía cuerpo a tierra y escudriñaba el borde del terraplén. Estaban a una docena de metros de donde comenzaba el bosquecillo. Y, sin embargo, el inspector veía perfectamente la granja de Reynolds a través de los árboles.

—Allí… ¡eso es! —exclamó Madden con satisfacción.

Cuando bajaron la colina, Reynolds no aparecía por ninguna parte. Como antes, su figura surgió de repente de una hondonada en la ladera. El perro trotaba junto a él. El animal se paró y levantó las orejas cuando se acercaron. Reynolds esperó inexpresivo, con las manos en los bolsillos. Madden fue al grano.

—Señor Reynolds, ¿recuerda qué hora era cuando salió usted de la casa y cuando volvió? Quisiera saber cuánto tiempo estuvo usted fuera.

Reynolds parpadeó perplejo. Tragó saliva.

—Salimos de la casa, Ben Tompkins y yo, justo a las cinco y media, y vinimos hasta aquí buscando a las ovejas descarriadas. Volvimos poco después de las seis y media. Digamos hacia las siete menos veinte como muy tarde.

—¿Era ya de noche?

Asintió.

—Durante todo ese tiempo ¿no se les veía desde la casa?

—No. Estábamos allá abajo. —Reynolds se dio la vuelta y señaló—. Hay una hondonada que no se aprecia desde aquí.

—Me consta que no vio usted nada —dijo Madden. Billy volvió a sorprenderse por su tono de voz. Ahora trataba a Reynolds de una manera formal, impersonal. Con todo, Reynolds contestaba inmediatamente a sus preguntas—. Pero ¿oyó usted algo? Es importante.

—No, ya se lo dije a la policía. —Por primera vez parecía dispuesto a ayudar.

—¿Nada en absoluto? Piénselo bien.

Reynolds frunció el ceño.

—¿De qué ruido me habla?

Madden negó con la cabeza.

—No se lo voy a decir; no quiero influirle.

Reynolds le miró.

—Sé que no oí nada —repitió—. Pero recuerdo que Ben me dijo algo…

—¿Qué? —El inspector se le acercó.

—Encontramos una oveja con la pata atrapada en un socavón abajo junto al arroyo. Estábamos liberándola cuando Ben levantó la vista. Ahora lo recuerdo… —Seguía mirando a Madden—. Me dijo: «¿Has oído eso? Parecía un silbato».

Eran más de las siete cuando Madden volvió a Scotland Yard. Sinclair le esperaba en su despacho.

—Tenemos suerte de que Tom Derry esté al frente en Maidstone. No muchos hubieran tenido su olfato. —Estaban de pie junto a la ventana, observando cómo un barco de vapor de recreo, iluminado por luces de colores, avanzaba lentamente río abajo—. Pero ¿es nuestro hombre?

—Creo que sí, señor. La cuchilla de afeitar, los perros, el silbato.

—¿Y qué me dice de que no la violó?

—Sobre todo, eso.

En el atardecer les llegaba el sonido de una banda de jazz.

—En esta ocasión no hay pruebas de que usase la bayoneta —observó el inspector jefe.

—Eso no significa que no la llevase. Desde el bosquecillo no se ve la puerta de entrada de la casa. No podía saber si Reynolds estaba o no.

—Bueno, si asumimos que fue nuestro hombre, seguramente estaba dispuesto a matarlo también a él, y para eso hubiera necesitado algo más que una cuchilla de afeitar. La cuchilla es para la mujer.

—Eso parece —asintió con firmeza Madden.

Sinclair se dio la vuelta dando un suspiro y se acercó a la mesa.

—Tengo que irme a casa. La señora Sinclair me amenaza con el divorcio, alegando la deserción como causa. —Miró a su colega—. Y tú también, John. Descansa un poco. —El inspector jefe observó con preocupación la palidez del rostro de Madden y sus ojos hundidos. ¿Es que ese hombre no dormía nunca?

—Sin embargo, hay diferencias. —Madden se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo—. Se dio más prisa que en Melling Lodge. Entró y salió de la casa en cuestión de minutos. No había ni rastro de él cuando llegó el gitano justo después de las seis. Y no hubo tanto preparativo. Debió de envenenar a los perros el viernes por la noche: Reynolds los encontró el sábado por la mañana. A la señora Reynolds la mató esa misma tarde.

—En Highfield se tomó su tiempo —corroboró Sinclair—. Tal vez le esté cogiendo el gusto. —Se estremeció al pensarlo.

—Pero no actuó a tontas y a locas —insistió Madden—. Conocía el terreno. Esperó a que cayera el sol en el bosque. Debió de fichar el bosquecillo en una visita anterior.

—Una visita anterior… —Sinclair repitió las palabras—. Pero, en primer lugar, ¿por qué fue allí? ¿O a Highfield, que en eso estamos? ¿Y qué le llamó la atención? ¿Qué le hizo volver?

Metió un montón de papeles en un cajón abierto.

—No dejo de pensar que son las mujeres. Tienen que ser las mujeres. Pero ni las toca. Así que ¿podría ser algo más? —Miró a Madden de manera inquisitiva.

El inspector movió la cabeza.

—No lo sé —confesó—. La verdad es que no lo sé.