Vestida con su uniforme de sirvienta y una cofia con un lazo blanco, Ethel Bridgewater se sentó a la mesa de la cocina para leer el News of the World del día anterior. Le había llamado la atención un anuncio de media página de un artilugio llamado el «Rizador de pelo Harlene», que garantizaba a los usuarios del producto «una profusa cabellera de pelo sano y gloriosamente bello».
Hacía ya tiempo que Ethel había estado pensando en la posibilidad de cortarse el pelo a lo paje (cada vez lo estaban haciendo más amigas suyas), pero le costaba dar el paso. Aunque era una mujer poco agraciada, poseía un abundante pelo castaño, e instintivamente sentía que sería un error deshacerse de ese atractivo que la favorecía.
Estaba leyendo el anuncio por segunda vez cuando se abrió la puerta que daba al patio de las caballerizas y entró Carver. No dijo nada, ni ella tampoco. Rara vez intercambiaban palabra; cuando coincidía que se encontraban, seguían con sus obligaciones en silencio.
Al levantar la vista, Ethel se quedó impresionada. Carver lucía una nueva imagen desde su último encuentro antes del fin de semana. Se había quitado el bigote y, sin él, la boca se revelaba muy delgada, y en la comisura del labio quedaba visible una pequeña cicatriz. Dado el tipo de relación que mantenían, a la sirvienta ni se le ocurrió preguntarle sobre el cambio de apariencia.
Ethel se levantó de la mesa y empezó a preparar el té para la dueña de la casa, la señora Aylward. Carver abrió la puerta del horno y sacó un plato con comida que le habían dejado allí. Comía a deshoras, y a la cocinera, la señora Rowley, que vivía cerca y no volvía a la casa hasta más tarde para preparar la cena, se le había dicho que le dejase las comidas en el horno para mantenerlas calientes. Llevó el plato a la mesa junto con el cuchillo y el tenedor que había cogido previamente, y empezó a comer.
Ethel se dio prisa con el té. Después de llevar la bandeja al salón, había que limpiar el polvo en el piso de arriba. En realidad, no le gustaba estar a solas con Carver. Si se le preguntara por qué, le resultaría difícil dar una razón. Desde luego nunca la había ofendido en modo alguno. Pero su presencia tenía un efecto extraño, casi físico, en ella. Al cabo de estar un rato con él, el aire parecía más cargado, como si algo invisible estuviera consumiendo el oxígeno, y Ethel sentía que le faltaba la respiración. En cuanto se puso a hervir el agua, hizo el té y se llevó la bandeja.
Carver, cuyo verdadero nombre era Amos Pike, llevó el plato sucio al fregadero y lo lavó. Limpió y secó los utensilios que había utilizado y colocó cada cosa en su sitio. Con el agua caliente que quedaba se hizo una taza de té y la llevó a la mesa. Cogió el periódico y lo leyó con detenimiento, prestando especial atención a las columnas de las noticias. Satisfecho, lavó y secó la taza y salió al patio.
La casa de la señora Aylward, aunque de tamaño modesto, podía alardear de tener unas cuadras en la parte de atrás. Construidas por el propietario anterior, un entusiasta jinete, ya no se usaban para ese fin, y habían sido convertidas en un almacén y un garaje. Pike vivía en una habitación que había en la parte de arriba.
En un primer momento lo emplearon como chófer, pero después también le encargaron el mantenimiento del jardín. Sin embargo, allí tenía muy poco trabajo, dado que el interés de la señora Aylward por la horticultura se limitaba a un invernadero que había añadido a la casa al lado de su estudio.
Ese día tenía que limpiar las ventanas del invernadero, y ya había acabado la parte de dentro. Había puesto la escalera sobre el camino de gravilla que iba junto a la estructura y estaba subido en ella con un cubo y una mopa. Trabajaba de forma automática, con la frente arrugada por alguna preocupación y la mirada perdida.
Pike tenía unos ojos raros. Alicaídos y marrones, pocas veces revelaban pista alguna sobre lo que estaba pensando. A mucha gente le inquietaban.