Madden se despertó aterrorizado, creyéndose víctima de un bombardeo, y después se quedó tumbado sudando en la oscuridad mientras el ruido de los truenos era cada vez mayor y más próximo.
Había pasado la noche atormentado por una pesadilla que le resultaba familiar, una imagen tempestuosa que databa de la primera vez que le hirieron: tumbado en un puesto de socorro, había visto cómo un cirujano militar, con la bata llena de sangre, le cortaba la pierna a un soldado anestesiado. Ya despierto, Madden recordaba al cirujano acabando la operación y tirando la extremidad amputada a un rincón de la tienda junto a otros restos humanos. En su sueño, la figura manchada de sangre no hacía más que amputar y amputar, mientras el soldado abría la boca para emitir un grito silencioso.
Se calmó al recordar los besos de Helen Blackwell y la sensación de su cuerpo junto al suyo. Al dolor punzante del deseo, se unía ahora el anhelo del ancla en que se había convertido la mirada serena y tranquila de la doctora.
La habitación en la que se despertó era la misma en la que había pernoctado otras veces en el Rose and Crown. Había vuelto al pueblo con la idea de coger un tren para Londres. Pero, bien por capricho bien porque no soportaba la idea de alejarse, habló con el dueño, el señor Poole, y reservó un cuarto donde pasar la noche.
Durante las horas de insomnio le había rondado la cabeza una imagen recurrente: estuvo pensando en su niñez y en los días que había pasado en los bosques con sus amigos. Después del desayuno se fue desde el pub hasta la tienda del pueblo, donde Alf Birney, con su tonsura y su delantal, le saludó desde detrás del mostrador.
—Creíamos que todos ustedes se habían ido ya a Londres, señor. —En su voz se notaba un cierto tono de reproche.
—Supongo que estaremos yendo y viniendo.
—No han cogido a ninguno de ellos, ¿verdad, señor?
—Todavía no, señor Birney.
Madden compró media barra de pan, una lata de sardinas y un paquete de galletas. Al salir de la tienda le paró Stackpole, que estaba paseando por allí.
—No sabía que se había quedado a dormir, señor.
—Lo decidí de improviso. El señor Sinclair me dio el fin de semana libre. Quería zanjar unas cosas. —Miró al agente, bronceado y sonriente bajo su casco. Sentía afecto por ese hombre que también había besado a Helen Blackwell—. ¿Tiene algo que hacer hoy?
Stackpole negó con la cabeza.
—Los sábados suelen ser tranquilos. Viene a comer la hermana de la parienta y su prole. Y si tuviera una buena excusa para largarme… —Sonrió nervioso.
—Demos un paseo —sugirió Madden—. Le contaré lo que me ronda la cabeza.
Stackpole escuchó atentamente mientras se lo explicaba.
—Entiendo lo que quiere decir, señor: si no le importó dejar tiradas las colillas, si comió algo allí deberíamos encontrar restos. Tal vez una lata, migas o algún envase vacío.
—Más que eso —señaló Madden—. No hemos dicho nada de esto, pero estamos bastante seguros de que vino asiduamente a los bosques durante un largo periodo de tiempo para observar a los Fletcher.
—¡Y yo sin enterarme! —El agente parecía deprimido.
—No es culpa suya —se apresuró Madden a decirle—. Debió de poner mucho cuidado en que nadie le viera. Creo que Wiggins le descubrió simplemente por casualidad.
—De todos modos, entiendo lo quiere usted decir, señor. Puede que tuviera algún otro agujero allí arriba. Un escondite o una guarida.
—¿Hasta qué punto rastreó la policía el bosque?
—¿Rastrear? —espetó Stackpole con desprecio—. Se limitaron a andar por ahí pisándolo todo. Lo dejaron a los cuatro días, y tardaron demasiado, si quiere saber mi opinión. —Levantó la mano para saludar a un par de hombres que estaban sentados en un banco del patio delantero del pub—. Mire, señor. Si no le importa, primero me gustaría ir a quitarme la chaqueta. Usted si quiere puede hacer lo mismo. Después iremos allí arriba a echar un vistazo.
Fueron caminando hasta la casa de Stackpole, al final del pueblo. Mientras el agente se preparaba, su esposa se sentó con Madden en el pequeño salón. Era una mujer joven, regordeta, con el pelo rizado, con un profundo hoyuelo. No parecía intimidada por estar en presencia de un inspector de Scotland Yard.
—Más te vale llegar a casa a buena hora, Will Stackpole —le gritó—. Hay que cortar el césped y la silla del bebé se ha vuelto a romper. —Luego, dirigiéndose a Madden, añadió—: Hay que estar siempre encima de ellos.
El agente entró en mangas de camisa portando una bolsa de papel marrón.
—Veo que ha comprado usted algunas cosas en la tienda, señor. Yo también llevo algo. Tendremos suficiente para picar.
—¿Qué significa esto? —preguntó su mujer alzando la mirada hacia el techo—. ¿Un picnic en el bosque?
La mujer no vio el enorme sonrojo del inspector.
En Melling Lodge se encontraba de servicio un agente uniformado que habían enviado desde Guildford, pero Stackpole dijo que no mandarían más después del fin de semana.
—Simplemente cerraremos con llave las verjas y echaré un vistazo de vez en cuando al sitio. El señor Fletcher vendrá desde Escocia para ver qué hay que hacer. La casa será para el joven James, me han dicho, pero dentro de muchos años. No creo que nadie quiera vivir aquí. Al menos durante un tiempo.
Todavía salía agua de la fuente del patio central. La figura de Cupido, con el arco tensado, dibujaba una sombra sobre la gravilla blanca del suelo. Madden se dio cuenta de que la hiedra que cubría las paredes de la casa había sido cortada recientemente.
—Le han encargado a Tom Cooper que cuide el jardín —le informó Stackpole—. Pobre Tom, ahora detesta tener que venir por aquí. Esta era una casa feliz. Cualquiera del pueblo se lo confirmaría.
Fueron por los bancales del prado hasta el portón que se abría al fondo del jardín y cruzaron el riachuelo por las piedras. Un trueno quebró la quietud de la mañana. Las nubes, cual mármol tallado, eclipsaban el sol.
Madden se paró al pie del camino.
—A ver, lo que yo creo es que, si se tumbaba en el suelo, no se pondría de este lado, hacia la finca de lord Stratton y sus guardas, sino en algún lugar en la otra dirección. —Señaló hacia el oeste, hacia las montañas, lejos del pueblo—. Escalemos un poco y después busquemos un sendero por donde cruzar.
A lo largo de todo el camino encontraron que los helechos y el monte bajo de ambos lados estaban pisoteados.
—Esa pandilla de Guildford se limitó a ir en fila colina arriba —dijo Stackpole, indignado—. Y al llegar arriba echaron un vistazo y volvieron a bajar.
—¿Qué superficie de bosque rastrearon? —Madden estaba muy sudado debido al sofocante calor.
—No más de un kilómetro y medio. Los guardas exploraron por ahí un poco, pero no encontraron nada.
Cuando llevaban recorridos dos tercios de la pendiente, el camino se bifurcaba a la derecha, y Madden cogió esa senda. Durante un trecho más el monte bajo seguía pisoteado, pero después los helechos estaban vírgenes y el bosque parecía más cerrado. El inspector iba mirando atentamente al suelo, aunque el sendero no presentaba signos de haber sido utilizado recientemente. La estrecha vereda estaba llena de ramitas y hojas.
Se oyó un trueno más fuerte que el anterior. La atmósfera estaba cargada. Stackpole le dio un manotazo a un mosquito.
—No se alcanza a ver más que un trecho —se quejó mientras se fijaba bien en los arbustos que había a cada lado.
—Busque las ramas rotas —le aconsejó Madden—. Cualquier cosa con apariencia de que la hayan movido.
El sendero empezó a descender y llegaron a una hondonada natural en la ladera de la colina rodeada por un anillo de majestuosas hayas. El sendero la bordeaba, retomando su curso recto al otro lado. Cogiendo un atajo, los dos hombres cruzaron la pequeña depresión. Las sucesivas generaciones de hojas secas habían dado a la superficie una apariencia suave y blanda, y mientras cruzaban a Madden le asaltó el repentino recuerdo de una trinchera que, con los cuerpos, parecía mullida como un colchón, y de los ojos de los muertos fijos en él. Estos fragmentos del pasado que había intentado olvidar volvían sin avisar, a menudo acompañados de una sensación de mareo y de vértigo, así que se apresuró a retomar el sendero.
—¿Hemos caminado mucho? —Se dio cuenta de que Stackpole le miraba preocupado, y pensó que seguramente se había puesto pálido durante los pocos segundos que habían tardado en cruzar la hondonada.
—Yo diría que más de un kilómetro y medio, señor. La casa de la doctora Blackwell está ahí abajo —dijo, señalando con el dedo—. La puede ver desde un poco más allá.
En el cielo cada vez más oscuro crepitó un relámpago, al que casi al instante acompañó un trueno. Una repentina ráfaga de viento trajo una lluvia de hojas y ramas.
—Encontremos un lugar donde cobijarnos —sugirió Madden.
Algo más allá llegaron a otro claro, donde había un enorme castaño. Sus amplias ramas, engalanadas con hermosas hojas que parecían puntas de lanza, les protegían de las gruesas gotas que estaban empezando a caer.
—Un buen sitio para tomar un bocado, señor. —El agente todavía estaba preocupado por el inspector.
—¿Por qué no?
Se acomodaron debajo del árbol. Madden abrió la lata de sardinas. Stackpole cortó el pan con la navaja. El agente había traído dos botellines de cerveza. Comieron y bebieron sentados, cómodamente apoyados contra el tronco del árbol, que estaba lleno de marcas. Mientras, primero se oscureció el cielo, aunque después aclaró. Cuando acabaron de comer había vuelto a salir el sol, pero entonces empezó a llover a conciencia; allí sentados, cobijados bajo el gran árbol, observaron caer las gotas, que a la luz del sol parecían monedas de oro.
—No durará mucho —predijo Stackpole con la seguridad de un hombre de campo. Un minuto después se vio que tenía razón. Cesó la lluvia. Sin embargo, contra toda lógica, enseguida volvió a oscurecerse el cielo y siguió atronando.
Madden había estado meditabundo.
—No creo que eligiera un sitio demasiado alejado de Melling Lodge. ¿Hay alguna forma de llegar hasta la cima de la colina? Me gustaría echar un vistazo allá arriba.
—Pasamos uno un poco antes, a unos cuatrocientos metros.
Recogieron los restos de la comida y se pusieron de nuevo en marcha, volviendo sobre sus pasos. A un relámpago siguió un trueno. Madden aceleró el paso, y recorrió el camino a grandes zancadas. Habían llegado al anillo de hayas donde se doblaba el sendero como un arco, y esta vez el inspector lo siguió, evitando la hondonada cubierta de hojas. La polvorienta vereda se había vuelto de un color más oscuro debido a la reciente lluvia. Los ojos de Madden permanecían fijos en el suelo. De repente se detuvo.
—¿Qué pasa, señor? —Stackpole aceleró el paso para reunirse con él.
—¡Quédese donde está!
El agente se paró en seco. Se quedó plantado.
Madden se agachó. Enfrente de él, sobre la tierra mojada, había aparecido, fresca como una moneda recién acuñada, una huella. Al tacón le faltaba un trozo. Rápidamente se fijó en que un poco más allá había más. Seguían la dirección contraria a la suya. Girando la cabeza, miró el camino que había dejado atrás: se veían sus propias huellas sobre el polvo húmedo, pero no otras.
—Señor, ¿qué pasa?
—¡Silencio!
Madden miró a su izquierda: sólo estaba el anillo de hayas con la hondonada en el centro. A su derecha, la pendiente se empinaba abruptamente hasta una hilera de encinas cuyas hojas verdes y plateadas se movían con las ráfagas de viento. Entre los troncos, el abundante acebo formaba una impenetrable pantalla. Cuando miró hacia la maleza, la brisa le trajo al oído un sonido familiar: el clic del seguro de un fusil al soltarse.
—¡Agáchese! —bramó—. ¡Agáchese!
Madden se tiró hacia la izquierda, donde estaba el haya más cercana, y en ese momento explotó el silencio.
¡Tra! ¡Tra! ¡Tra!
Los disparos se sucedieron rápidamente y la tierra salía expulsada hacia arriba, en erupción, mientras Madden se acercaba rodando hacia el árbol. Se oyó otro tiro y un pedazo de corteza del tamaño de un puño le dio en la cara. Después se puso a salvo detrás del enorme tronco.
Miró hacia atrás y vio al agente tirado en el camino, con la cara blanca y aterrorizado.
—¡Muévase! —le gritó—. ¡Hacia los árboles!
Impulsado por la orden, Stackpole empezó a rodar. Coincidiendo con un fuerte trueno, otros dos tiros hicieron saltar por los aires la tierra donde se había echado. El agente, avanzando a cuatro patas, se escondió tras el tronco de un árbol.
Madden contó mentalmente: seis.
Miró a su alrededor. Se encontraba cerca de la hondonada, pero el terreno apenas estaba hundido allí. Stackpole había tenido más suerte. A pocos pasos de donde estaba agazapado detrás del árbol, se hundía el terreno casi unos sesenta centímetros. El experimentado ojo de Madden saltó de la hilera de encinas hasta el borde de la hondonada, calculando ángulos de tiro. El terror que le había embargado unos momentos antes se había transformado en un familiar aturdimiento.
—¡Will! —Llamó al agente por su nombre, en voz baja—. ¿Me oyes?
—Sí, señor —replicó en un ronco susurro apenas audible.
—No pases de ese árbol, pero retrocede hasta la hondonada que tienes detrás. Cuando llegues allí, túmbate boca abajo y arrástrate por el borde. Asegúrate de no separarte del suelo. No te preocupes, no podrá verte desde donde está. Cuando llegues a donde se endereza el camino, ¡ponte de pie y corre como alma que lleva el diablo!
Stackpole no contestó.
—¿Will?
—No voy a dejarle aquí, señor.
—¡No seas idiota! —La voz del agente le llegaba nítida—. Haz lo que te digo. ¡Ya!
El agente empezó a retroceder y a alejarse del tronco. Cuando llegó a donde se hundía el terreno, se deslizó dentro de la hondonada y empezó a arrastrarse tumbado boca abajo, alejándose de Madden para regresar por donde habían venido. Sonó otro disparo que hizo saltar la corteza del árbol tras el que se había agazapado.
Siete. Un fusil Lee-Enfield tenía diez balas en la recámara.
Con frialdad, Madden esperó lo inevitable. El hombre pronto descendería de la cortina de acebos para darles caza abajo. Para entonces, tenía pensado levantarse de un brinco y correr por el camino en dirección contraria a Stackpole, dividiendo así los blancos. Sabía que su atacante era experto con la bayoneta. En los próximos minutos descubriría si tenía también puntería. Todavía en ese estado de aturdimiento que le había invadido tras los primeros disparos, Madden consideró lo que iba a ocurrir con un fatalismo cercano a la indiferencia.
Se oyó un trueno, esta vez más lejos. Después oyó otro ruido: alguien estaba aplastando el sotobosque. No procedía de la hilera de encinas, sino de más arriba de la ladera. Arriesgándose, Madden cruzó a la carrera los tres metros y medio de campo abierto que le separaban de la siguiente haya del anillo. Presionando su cuerpo contra el tronco, esperó otro disparo. Pero no llegó.
Volvió a oír un ruido, más distante esta vez. Asomando ligeramente la cabeza vio una figura arriba, cerca de la cima de la montaña.
—¡Está avanzando! —gritó—. Voy a seguirle.
Madden se lanzó ladera arriba, rompiendo a su paso los helechos que le llegaban a la cintura, abriéndose camino a través del denso sotobosque. Bordeó la barrera de acebos y siguió el sendero que le había abierto su presa, una vereda entre ramas partidas y helechos aplastados que llevaba a la parte más alta de la montaña. El grito de Stackpole se oyó detrás de él.
A medida que Madden se acercaba a la cima, el sotobosque se hacía menos denso y el terreno más resbaladizo por la capa de las acículas de los pinos. Al salir de los abetos que crecían desordenadamente, vio la figura de un hombre que corría por la cima desnuda de la montaña, a unos ochocientos metros. Llevaba un objeto voluminoso echado por encima del hombro.
—Voy, señor… —La voz de Stackpole sonaba cercana, y poco después se unió al inspector con la cara enrojecida, jadeando.
Incapaz de articular palabra, Madden señaló hacia un punto. Iniciaron la persecución.
La línea de la cima era irregular, rota por baches y pequeños tesos, y, aunque en dos ocasiones perdieron de vista a su presa cuando el terreno se hundía, lo volvían a ver al subir penosamente la siguiente cuesta. De repente cambió de dirección y viró hacia la derecha. Cuando llegaron al lugar se encontraron con que estaban en la parte más alta del camino que ascendía la montaña desde los campos que se extendían en los alrededores de Oakley. El pueblo yacía a sus pies rodeado por una gran extensión de tierras de labranza.
Se oyeron débilmente las explosiones del motor de una moto que alguien estaba intentando poner en marcha.
—¡Maldita sea! —Madden se puso en cuclillas, desalentado.
—¡Va por ahí! —Stackpole se lanzó por el camino, pero el inspector le llamó.
—No sirve de nada. No le cogerás.
Se quedaron mirando una moto y un sidecar que salió de entre los árboles por debajo de donde estaban para avanzar lentamente por un camino lleno de rodadas entre los maizales. El conductor, encorvado sobre el manillar, no miró hacia atrás. Madden ahuecó las manos en forma de prismáticos.
—Mira a ver si ves algo. Nada.
El agente le imitó. Se agacharon en silencio.
—Lleva una gorra de tela —dijo Stackpole jadeando—. Justo lo que dijo Wellings.
—Un sidecar de carrocería negra. ¿De qué marca es la moto?
—Harley-Davidson… creo. Es difícil decirlo con seguridad desde aquí. Hay algo en el sidecar, señor. Podría ser una bolsa.
Madden se puso de pie.
—Tengo que bajar a Melling Lodge y llamar a Guildford. Quiero que te quedes aquí. Tenemos que saber qué carretera coge al llegar a Oakley. En cuanto lo averigües, baja a la mansión.
—Sí, señor. —Stackpole tenía los ojos clavados en la parte baja del valle.
Madden se dio la vuelta para zambullirse en la empinada ladera.
Los uniformes azules pululaban por el patio delantero de Melling Lodge. Mientras se bajaba del coche, al inspector jefe le dio la impresión de que se reconstruía la escena que había ocurrido dos semanas antes. El conocido perfil del inspector Boyce emergió de las pálidas sombras proyectadas por la límpida luz de la tarde.
—Señor. —Le dio la mano a Sinclair—. Nos hemos puesto en contacto con la policía de Kent y de Sussex. Habrá agentes buscándolo por todo el sureste.
Sinclair descubrió la alta figura de Madden, que se acercaba hasta ellos.
—¿John? —Se notaba en su voz cierto tono de preocupación.
—Estoy bien, señor. —Se dieron la mano—. Ni un rasguño. No nos dio a ninguno de los dos.
Sinclair miró a los dos hombres.
—¿Hay alguna posibilidad de que se fuera hacia el norte o hacia el oeste?
—No parece probable —contestó Madden—. Stackpole le vio coger la carretera de Craydon. Eso descarta Godalming y Farnham hacia el oeste. Si pasó por Craydon habrá llegado a la carretera principal entre Guildford y Horsham. Podría haber torcido hacia el norte allí, pero en Guildford le están vigilando. Así que o bien giró hacía el sur, hacia Horsham, o siguió hacia el este, hacia Dorking u otro punto más lejano.
—Eso si sólo va por las carreteras principales —apuntó Sinclair.
—Efectivamente, señor. Si conoce las carreteras secundarias… —Madden se encogió de hombros.
—Y podía atajar hacia Londres, si quisiera.
—Lo dudo. —El inspector sacudió la cabeza—. Es un hombre de campo. —Entonces se encogió de hombros por segunda vez—. Pero son sólo suposiciones —admitió. Boyce se aclaró la garganta.
—Ya tenemos algo, señor. Tres testigos le vieron cruzar Oakley en la moto esta tarde, dos mujeres y un hombre. —Sacó un cuaderno de notas—. La descripción coincide: un tipo grande con una chaqueta marrón y una gorra de tela. Una de las mujeres cree que tenía bigote. Y pelo castaño, dijo. Respecto a la moto, las mujeres sólo vieron una moto y un sidecar, pero el hombre, un tío joven que se llama Maberley, asegura que era una Harley, sin ninguna duda. Había una bolsa de piel marrón en el sidecar, del cual sobresalía la parte de arriba. Maberley la vio perfectamente… Le interesaba la moto, así que se fijó bien. Se parecía a las de criquet. —Volvió a consultar su cuaderno de notas—. Ah, y el sidecar está pintado de negro o azul oscuro.
—¿Y qué tenemos allí arriba? —le preguntó Sinclair a Madden. Señaló con la cabeza los bosques de Upton Hanger.
—Un gran agujero que alguien ha rellenado, por lo que dice Stackpole. Volvió a subir y lo encontró en una zona de maleza por encima del camino, bien escondido.
Madden explicó que se había parado a escudriñar las pisadas.
—Debió de vernos desde arriba y darse cuenta de que le seguíamos el rastro. Es posible que al ver a Stackpole reconociera al policía.
—¿Y eso? —preguntó el inspector jefe.
—Sabemos que ha pasado tiempo en los bosques, pero puede que también haya estado en Highfield. De ser así, conocería de vista al policía del pueblo.
El agente, aún en mangas de camisa como Madden, apareció ante ellos.
—He cogido un par de palas del cobertizo, señor —le dijo a Sinclair—. Si usted esta listo, nosotros también.
Boyce miró el reloj.
—Casi las siete. —Llamó a uno de los agentes uniformados—. Traiga unas linternas del furgón. Vamos a necesitarlas.
Tardaron cuarenta minutos en llegar al anillo de hayas. Desde allí Stackpole guió al grupo ladera arriba. Dejaron atrás la hilera de encinas y llegaron a una espesa zona de acebos y maleza. Antes el agente había descubierto un camino que se abría paso entre los matorrales, una estrecha entrada hecha de forma que imitaba la vereda de un animal y que estaba oculta por unas ramas. Para entrar, los hombres tuvieron que arrastrarse uno detrás de otro.
Sinclair y Madden fueron los últimos en entrar. El inspector jefe se entretuvo al pie de la ladera para examinar el haya en la que Madden se había puesto a cubierto.
—Por poco —señaló mientras pasaba los dedos por el tronco hendido por una bala—. Has debido de pasar un rato difícil, John.
Madden recordó la extraña calma que le invadió. Había sido una vuelta a su época de las trincheras, y al pensarlo sintió un escalofrío.
Entre los matorrales descubrieron un montículo de tierra de unos tres metros de largo y forma triangular. Del montículo habían quitado algo de tierra que estaba amontonada al lado.
—Parece que estaba cavándolo cuando vinieron ustedes a molestarle —observó Boyce sacudiéndose los pantalones por las rodillas—. Me pregunto qué tiene ahí abajo. ¡Espero que no sea otro cuerpo!
La respuesta no tardó en llegar. El primer agente al que habían ordenado cavar tropezó con un objeto metálico a la primera palada. Se inclinó y sacó un candelabro de plata oculto en la tierra removida. Poco después descubrían otro. A continuación tres copas de plata, todas con la inscripción «Capitán C. S. G. Fletcher», ganadas en concursos de tiro al blanco. Junto a ellos se encontró un paño enrollado con joyas: un collar granate, dos anillos de oro, varios pendientes (sólo cuatro emparejados) y un relicario con su correspondiente cadena de oro.
Finalmente se sacó un reloj de chimenea engastado en porcelana de Sévres. La porcelana estaba rota y faltaba una pieza.
—Es todo lo que había en la lista —comentó Boyce. Bajo la bóveda de árboles la noche era cada vez más cerrada, y Sinclair dio orden de que encendieran las linternas de nafta. Al proyectarlas sobre el suelo, las llamas desnudas daban cierto aire ceremonial a las lúgubres tareas que se estaban llevando a cabo, como si se estuviera ofreciendo a las deidades del bosque un sacrificio sangriento.
Siguieron excavando. Los agentes, que para entonces se habían quitado las chaquetas y subido las mangas, trabajaban por turnos en pareja. A casi dos metros de profundidad las palas dieron con otro objeto. Esta vez resultó más difícil sacarlo, pero al final dejaron al descubierto una amplia chapa metálica. La limpiaron y la pusieron en el suelo, y sobre ella fueron recogiendo una serie de artículos que recuperaron de la tierra removida, ya casi al fondo del agujero primitivo: una pastilla de jabón a la brea de dos por cuatro, varias tablillas de madera cortadas a la medida, muchas colillas, un trozo de corteza de beicon, un frasco de jarabe para la tos, un bote de mermelada de cereza a medias, unas latas vacías de estofado.
Uno de los agentes destapó una jarra de barro cocido.
—¿Para qué es eso? —se preguntó Boyce en voz alta.
—Para el ron —replicó Madden desde las sombras—. Medio galón. De tamaño estándar.
Sinclair le miró. El inspector estaba un poco más allá en la oscuridad, alejado de la luz parpadeante. Su cara era totalmente inexpresiva.
Los dos hombres que estaban trabajando en el hoyo les pasaron las palas a otros y empezaron a escalar para salir.
—Creo que no hay nada más, señor —le dijo uno de ellos a Boyce.
—¡Espere! —Madden se acercó y miró dentro del agujero—. Quiero que levanten toda esa tierra removida, agente. Enseguida.
Boyce hizo ademán de decir algo, pero el inspector jefe levantó la mano para que se callara.
Los dos agentes volvieron al tajo. Madden les vigilaba mientras sacaban la tierra a paladas. Poco después dijo:
—Muy bien, con eso vale.
Los ayudó a salir del agujero y después saltó él dentro.
—Acérquenme una de esas linternas —ordenó.
Fue el propio Sinclair quien se la llevó. Los otros se reunieron alrededor. El hoyo excavado tenía forma de T: del tronco central, donde estaba ahora Madden, sobresalían dos brazos. Señaló a lo que tenía a la espalda, hacia la cabeza de la T, donde se había labrado un ancho escalón en la pared de atrás.
—Ahí es donde dormía —explicó—. Esas tablillas de madera son para hacer un entarimado, para que no suba la humedad, y esa chapa metálica es para el tejado. —Avanzó unos pasos—. Y esto es para hacer una hoguera. —Se subió a un pequeño saliente al pie de la T, de suerte que asomó la cabeza y los hombros por encima del agujero—. Esto es un refugio subterráneo.
—¿Como los de la guerra, señor? —preguntó Stackpole.
—Como los de la guerra. —La voz de Madden estaba llena de amargura—. Esa porquería de ahí (el jabón y el estofado y el ron) es lo que se tenía en las trincheras. Hasta el jarabe para la tos… sobrevivíamos con eso.
Miró a Sinclair.
—Le voy a decir cómo actuó, señor. Se tomó un trago de ron, igual que hacíamos nosotros antes de un ataque, y después enfiló ladera abajo, sopló su maldito silbato, asaltó esa casa y los mató a todos. Y eso no es todo… —Madden se sacó la cartera del bolsillo de atrás y extrajo una hoja de papel doblada que pasó al inspector jefe—. ¿Recuerda aquellos dibujos de Sophy Fletcher? Aquí hay otro.
Sinclair acercó el papel a la luz. Los hombres cerraron aún más el círculo, mirando por encima de su hombro.
—Es una máscara de gas —dijo Madden—. Cuando entró llevaba una puesta, y eso es lo que vio la niña: un monstruo de ojos saltones que llevaba a rastras a su madre por el pasillo. Eso explica que no haya dicho una palabra desde entonces.