Le dejó sentado bajo la pérgola de la terraza con una jarra de cerveza.
—Vuelvo enseguida.
Madden alzó la vista más allá del jardín bañado por el sol hacia los bosques, que se elevaban como una ola verde. Las horas de calor no habían hecho sino empezar. Dio un sorbo a la cerveza. Era un momento de paz, raro en su vida, y quería capturarlo y agarrarse a él: parar el tiempo; detenerlo en seco. Oyó un ruido y miró a su alrededor, creyendo que la vería. Pero era Mary, la sirvienta. Llevaba una cesta de mimbre y una manta de cuadros escoceses.
—Buenas tardes, señor.
—Hola, Mary.
Ella le sonrió, puso en el suelo la cesta y la manta encima; después se volvió a meter en la casa, aunque regresó enseguida con un par de cojines.
—He pensado que podíamos ir de picnic —dijo Helen Blackwell saliendo a la terraza. Se había despojado de la falda y de la blusa de por la mañana y llevaba un fresco vestido camisero de algodón blanco. El pelo, que había liberado de la cinta con la que solía atarlo atrás, le caía sobre los hombros. Madden le miró las piernas desnudas—. Gracias, Mary —le dijo a la criada—. Eso es todo.
Recogió los cojines y la manta. Madden se encargó de la cesta. Juntos, bajaron los peldaños de la terraza. Cuando empezaban a cruzar el jardín, el pointer negro que él recordaba de su primera visita se levantó de la sombra bajo el castaño y se unió en procesión tras ellos.
Llegaron al huerto del fondo del jardín y pasaron por debajo de unos ciruelos cargados de fruta madura por el sol. Una pared de piedra marcaba el límite del jardín. La doctora abrió el portón y le dejó pasar, cerrándola antes de que la perra pudiese también seguirles.
—Tú no, Molly.
El animal gruñó desilusionado.
—¡Quieta! —le ordenó sin explicaciones. A continuación, la doctora sonrió a Madden—: No se puede venir de picnic con esa ropa. Por lo menos quítese la chaqueta.
La obedeció. Después se despojó también de la corbata y dejó ambas prendas sobre el gran portón verde de madera.
Iban por la orilla del riachuelo. Al otro lado, los bosques llegaban casi hasta el agua, pero por su lado una alfombra de hierba se extendía todavía un trecho río abajo. Madden la siguió hasta que una densa maleza de acebos les bloqueó el camino.
—Esta es la zona más complicada —avisó ella antes de quitarse los zapatos y descender por la orilla hasta meterse en el riachuelo—. Cuidado, las piedras están resbaladizas. —Fue avanzando lentamente por el agua, que le llegaba al tobillo, con los cojines y la manta rebujados en un fardo sobre la cabeza. Una vez pasó la maleza, volvió a la orilla.
Madden se quitó los zapatos y los calcetines y los puso encima de la cesta. Se arremangó los pantalones y se metió en el agua fría. Ella le esperaba en la orilla tendiéndole la mano para cogerle la cesta.
—Solía venir aquí con mi hermano Peter cuando éramos niños. Era nuestro escondrijo secreto.
Habían llegado a una pequeña parcela de hierba delimitada por arbustos. Cerca de la orilla, los nenúfares sentían sobre sus tallos la suave corriente del arroyo.
—Era el piloto, ¿verdad?
—Se ha acordado… —La profunda mirada azul de la doctora se encontró por un instante con la de Madden—. Anoche fue terrible. Lo único en lo que era capaz de pensar era en que habíamos pasado la juventud todos juntos, Lucy y Peter y David y yo… y en que ahora estaban todos muertos. Y entonces, al mirarle a usted a los ojos, vi que debió de haber estado también en la guerra, y no pude evitar pensar en todos aquellos muertos… los fantasmas con los que vivimos.
Aunque Madden quería replicar, no encontraba las palabras, así que miró hacia otro lado.
Ella le escudriñó un momento la cara, y después empezó a extender la manta y los cojines sobre la hierba. Madden rescató sus zapatos y calcetines. Iba a ponérselos cuando la vio sentarse junto a él. Se había apoyado sobre una mano, con las piernas dobladas a un lado, y miraba hacia abajo, con la cara oculta por la espesa mata de pelo color miel. En la quietud que les envolvía, se oía perfectamente el batir de las alas de una paloma. Sin saber qué hacer ni qué decir, Madden se desabrochó la manga de la camisa y empezó a arremangársela.
—¡Metralla! —exclamó la doctora, y él sintió sus dedos sobre el antebrazo, donde las cicatrices se extendían como monedas desparramadas—. Trabajé en un hospital militar durante un año. Conozco todas las heridas… —dijo sin despegar los dedos de su piel. Cuando ella le tocaba sentía fuego—. Y esa herida en la frente… —Dejó de acariciarle el brazo para tocarle la cabeza: por debajo del mechón de pelo que le caía a Madden sobre la frente, Helen deslizó los dedos y los pasó con suavidad por la piel—. Eso es muy probablemente también un fragmento de proyectil.
Madden empezó a temblar. Tenían las caras muy juntas, pero se evitaban la mirada. Ella seguía con la vista clavada en la frente de él. Madden le distinguió una ligera línea de sudor sobre el labio superior y una fina capa de vello dorado cubriéndole el antebrazo. A continuación, le estrechó la cintura con el brazo, torpe, inseguro de lo que estaba haciendo. Sin embargo, cuando se inclinó para besarla, la doctora enseguida le cogió con la mano por detrás de la nuca y presionó los labios contra los de Madden, fundiendo la lengua con la suya, besándole con fuerza.
Helen le echó hacia atrás y enseguida terminaron tumbados sobre la manta, pegados el uno al otro. Él notaba que el corazón le latía a toda velocidad y que la sangre le golpeteaba en los oídos. Después, de otro movimiento, la doctora le atrajo sobre su cuerpo hasta ponerle encima de ella. Siguieron besándose. Cuando Madden fue a acariciarle la cadera con la mano, ella se la estrechó con las suyas y se la guió hasta el vientre. Él empezó a desabrocharle el vestido torpemente y ella se incorporó para quitárselo. Luego le cogió otra vez la mano y se la llevó hasta su vientre desnudo, por encima de las bragas, para después guiarle por dentro de la prenda. Madden sintió los rizos del vello y una suave humedad.
Ella se incorporó levemente, y él interrumpió el beso para desabrocharse los pantalones. Luego gimió al sentir su mano. Helen le retiró de sí suavemente para quitarse las bragas. Con la ayuda de Madden, juntos se liberaron de la prenda. Helen abrió las piernas para recibirle y dio un gemido cuando la penetró.
Madden no sabría decir cuánto tiempo estuvieron juntos. A él le pareció que pasó sólo un momento antes de sentir espasmos y los embistes del cuerpo de ella, atrayéndolo hacia sí. La doctora volvió a gritar.
Luego se quedaron descansando juntos, inmóviles. En el silencio, Madden oyó el canto de un mirlo en el bosque, sobrevolando el arroyo. Junto a su oído sentía la respiración de Helen, cada vez más calmada. Todo su peso descansaba sobre ella, aplastándola, pensó. Sin embargo, cuando intentó moverse la doctora le retuvo prisionero entre sus brazos.
—Quédate conmigo —le rogó, y allí permanecieron. Ella le agarraba con fuerza con sus muslos, que estaban resbaladizos por el sudor.
Al final ella se relajó y se hundió debajo de él, y él se movió para tumbarse a su lado. Helen giró la cabeza para sentir en la suya el tacto de su cara, y respondió a sus besos llevando la mano hasta su mejilla para acariciársela. Madden le recorrió el cuerpo con la mirada. Sus largas piernas, una doblada sobre la otra, estaban rojas por el sol. La humedad brillaba en su mata de vello rubio oscuro. Madden distinguía el olor de su propio semen mezclado con el sudor de ambos. Estaba a punto de echarse a llorar.
—¿John…? —le llamó Helen, mirándole con los ojos muy abiertos, sonriéndole—. Te llamas John, ¿no?
Al escuchar la suave risa, Madden sintió el alivio que necesitaba, y también él se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó la doctora—. No estaba segura de atreverme… y tú no hablabas.
—¿Hablar? —Al principio no la entendió. Y luego se sentía incapaz de decirle que nunca había imaginado una escena como esa. Que jamás se había imaginado en sus brazos, entre sus piernas. Que no había pensado que la vida le iba a dar esas oportunidades.
—Lo supe esa primera noche. Era horrible; de repente me encontré pensando cómo sería… hacer el amor contigo. Y después me acordé de la pobre Lucy allí tumbada con la garganta cortada y de Charles y los demás, y no me podía creer que yo estuviera pensando en eso. —Se quedó callada, mirando hacia otro lado. Entonces giró la cabeza y le sonrió—. Hablan del demonio del ron, pero creo que mejor sería hablar del demonio del sexo. —Él la rodeó con sus brazos. Ella recostó la cabeza sobre el pecho. Una ligera brisa sacudió los arbustos que había a su alrededor, aliviando un poco el calor—. Después de la guerra, después de que mataran a Guy, tuve una relación con un hombre. Necesitaba a alguien. Pero no funcionó; me di cuenta de que no le quería de verdad y de que tenía que terminar con aquello…
Madden pensó en su propia vida estéril. Pero era incapaz de hablar de ella. En vez de eso, preguntó:
—¿Y no ha habido nadie desde entonces?
Ella rió bajito sin despegarse de su pecho.
—¿Qué decía san Pablo? ¿Casarse o abrasarse? —repuso, arrugando la frente antes de mirarle—. ¡Ay, Dios mío! Ni siquiera te lo he preguntado; simplemente lo di por hecho: no estás casado, ¿verdad?
Él negó con la cabeza.
—Lo estuve, pero hace muchos años. —Necesitaba decírselo—. Tuvimos una niña. Ambas murieron, víctimas de la gripe. Fue antes de la guerra.
Ella le miró durante unos momentos.
—Lo vi en cómo mirabas a Sophy. No sabía lo que significaba. Ella sí se dio cuenta… algo notó. La forma en que se fue contigo…
Le besó y, después, se soltó de sus brazos para incorporarse a cubrirse las piernas. Se atusó el pelo con los dedos.
—Tengo que arreglarme. Mi sustituto estará aquí dentro de una hora y tengo que ayudarle a instalarse. Después lord Stratton me va a acercar hasta Londres. Me quedo esta noche en casa de mi tía y mañana por la mañana cojo el tren para Yorkshire.
Le volvió a sonreír.
—Antes te estabas riendo porque se había caído del caballo —dijo Madden—. ¿Por qué?
—Si no se hubiera caído, tú y yo no estaríamos aquí ahora.
—Pero eso fue antes de que… —Estaba impresionado.
—Sí, pero yo sabía que esto iba a ocurrir —le dijo mirándole fijamente—. ¿Te sorprende? —Él la atrajo hacia sí—. Ni siquiera te he ofrecido la comida —prosiguió—. Todavía tenemos tiempo. —Madden notó su aliento en los labios—. O podríamos volver a hacer el amor. Aunque no sé… ¿podemos? —Con una sonrisa, metió la mano en la entrepierna de Madden y con la palma de la mano lo agarró suavemente, como un pájaro—. Ay, sí…
Dejaron la cesta con la manta y los cojines junto al portón del jardín.
—Más tarde le diré a Mary que lo recoja. Ahora no tengo fuerzas.
Helen observó, sonriente, cómo se ponía la corbata y la chaqueta. Después caminaron del brazo por las sombras del huerto hasta que vieron la casa, momento en el que él empezó a soltarse. Pero ella le retuvo del brazo y le llevó a la sombra del haya péndula, cerca del portón.
—Estaré fuera dos semanas —le dijo, besándole en la mejilla—. Cuando vuelva, encontraré alguna excusa para ir a Londres.
Madden vio cómo se daba la vuelta y se iba, y ya sentía el dolor de la pérdida. Tenía miedo de que la doctora fuera a arrepentirse de lo que había hecho. De que la próxima vez que la viera sólo fuera para oír excusas y embarazosas explicaciones.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Helen se volvió y le dijo:
—Abrázame.
Él la rodeó con los brazos y así permanecieron un buen rato. Después ella se soltó y le besó en la boca.
—Dentro de dos semanas —le repitió.