A las diez en punto de la mañana del lunes, a Sinclair y a Madden se les hizo pasar al despacho del ayudante del comisionado adjunto Wilfred Bennett, en Scotland Yard. Allí los despachos se asignaban en función de la antigüedad, jerárquicamente. Los rangos inferiores trabajaban en la parte superior del edificio, donde más escaleras tenían que subir para llegar. Bennett ocupaba una cómoda sala en un chaflán del primer piso, con vistas al Támesis y a un terraplén bordeado de árboles.
Cuando entraron estaba hablando por teléfono, y les señaló una mesa de roble rodeada de sillas que se encontraba junto a la ventana, abierta de par en par. Londres todavía estaba en plena ola de calor, y ni la más ligera brisa movía los visillos blancos. Para ir al trabajo esa mañana, Madden se había sentado en el piso superior de un ómnibus, pero incluso allí el aire era húmedo y agobiante. Se acordó con pesar de la tranquila habitación del primer piso del Rose and Crown que había ocupado durante la pasada semana. Al despertar de sus atormentados sueños, había sentido la silenciosa respiración de la campiña a su alrededor, donde los bosques y los campos se extendían como un gigante dormido bajo el cielo estrellado.
Cuando Bennett colgó, se abrió la puerta y entró Sampson. El superintendente jefe rondaba los cincuenta y cinco; era un hombre muy corpulento, peinado con brillantina y de tez oscura. Saludó a Sinclair y a Madden afectuosamente.
—¡Otro día abrasador! Y dicen que va a empeorar.
Madden le había tratado bastante, pero sabía que la aparente cordialidad era sólo fachada. La fama de Sampson en Scotland Yard era la de un hombre con quien lo mejor era no cruzarse.
Bennett se sentó a la mesa de espaldas a la ventana. Miró un momento a Madden, y enseguida notó que tenía un aspecto muy sombrío y los ojos hundidos. Sampson se sentó a su lado.
—Hasta que se resuelva este caso, nos deberíamos reunir cada lunes por la mañana a esta hora para ver qué tal van las investigaciones y debatir qué medidas tomar. —Bennett era menudo, no tenía más de cuarenta años; tenía el pelo oscuro y escaso, y aire decidido, y se sabía que era uno de los hombres más prometedores de Scotland Yard—. Usted me dirá, inspector jefe.
—Desde la última vez que hablamos, señor, ha habido novedades. Se las detallaré. —Sinclair abrió el carpatacio. Iba muy elegante con un traje gris perla, y tenía la especial habilidad de parecer fresco el día más caluroso—. Primero, la huella junto al arroyo. Gracias al inspector Boyce y a la policía de Surrey, hemos llegado a la conclusión de que la bota de la que procede no pertenece a ningún vecino de Highfield. Aunque no podemos dar por sentado que la llevara el hombre que buscamos, esto es muy probable, y, si se prueba que era suya, es casi tan fiable como una huella dactilar. ¿Recuerda usted el molde que le enseñé, al que le faltaba una muesca en el tacón?
Bennett asintió.
Sampson tomó la palabra.
—¿Habla usted del «hombre»? —Sus ojos pequeños, negros como el carbón, estaban atónitos—. Pensé que en la última reunión quedó claro que es probable que estuviera involucrada más de una persona.
—Sí, señor, pero como he dicho, ha habido novedades. —Sinclair le miró de manera insulsa.
—Prosiga —le instó Bennett.
—Hemos identificado todas las huellas dactilares recogidas en Melling Lodge aparte de tres series. Una es la de un niño, y presuponemos que pertenece al hijo de los Fletcher, James, que no estaba en la casa en el momento del asalto. Las otras dos las hemos enviado al Departamento de Archivos Criminales. Las están analizando. —Hizo una pausa—. El viernes recibí del analista del laboratorio nacional, con algo de retraso, los resultados de las pruebas realizadas a varios objetos que se le mandaron para analizar. De los resultados, el inspector Madden y yo hemos hecho algunas deducciones. Con reservas, por supuesto. Pero, a pesar de todo, inquietantes. —A continuación hizo un pequeño resumen del informe del analista relativo a la ceniza, a los restos de sangre del baño y a las colillas encontradas en los bosques—. Señor, este hombre, y hablo en singular —recalcó mirando a Sampson— porque no concibo que este crimen lo llevase a cabo una banda o un grupo, estuvo en los alrededores de Melling Lodge semanas antes. Parece haber visitado el lugar con frecuencia para observar la residencia de los Fletcher. Cada vez estoy más convencido de que el robo es una tapadera, un intento de despistarnos. Creo que su única intención era asesinar a los miembros de la casa.
Sampson volvió a intervenir.
—Puras suposiciones —dijo con voz cordial.
Bennett parecía preocupado.
—Hay mucha especulación en lo que dice, inspector jefe…
—Y muy pocas pruebas que lo respalden —añadió Sampson. El tono que utilizó era amistoso, casi jocoso—. Venga, Angus, no sabemos quién se fumó esos cigarrillos. No sabemos si fueron uno o más hombres quienes irrumpieron en la casa, y tampoco si acaso no cayeron presa del pánico en mitad de lo que empezó siendo uno robo corriente.
—En rigor, eso es cierto, señor —admitió Sinclair. Parecía sereno—. Y tiene usted razón. No tenemos pruebas. Un testigo, por ejemplo. Hasta ahora no hemos encontrado a nadie que notase ese día nada fuera de lo normal. Me parece difícil creer que una banda de hombres se moviera por la zona sin que nadie los viera. Pero un hombre… eso sí es posible.
Sampson frunció la boca, en absoluto convencido.
—Y, si fue una banda, ¿no nos debería haber llegado algún rumor ya? —continuó Sinclair.
—No necesariamente. No si son profesionales.
La tez oscura del superintendente en jefe se ensombreció todavía más.
—¿Ha terminado? —preguntó.
—No del todo. —Sinclair se giró hacia Madden—. Inspector, por favor…
Madden consultó su cuaderno de notas.
—Los Fletcher tenían un perro —informó—. Un labrador. Murió hace aproximadamente tres semanas, aparentemente de viejo. Al ver lo que el doctor Tanner había dicho sobre los cigarrillos, intenté ponerme en contacto con el veterinario local, pero está de vacaciones, en las islas Hébridas. Sin embargo hablé con el jardinero de los Fletcher, Cooper, quien me indicó dónde habían enterrado el coronel y él al animal. Desenterramos los restos el sábado por la mañana y mandé que los trajeran a Londres para que los examinara el doctor Ransom.
—Eso le debe de haber mantenido ocupado el fin de semana —observó Bennett.
Madden esbozó una sonrisa.
—Me llamó esta mañana, señor. Ha encontrado una fuerte dosis de estricnina en el estómago del perro. No hay duda de que lo envenenaron.
—No hay duda de que tomó veneno —interrumpió Sampson con la voz cansada—. Vuelve usted a hacer suposiciones, inspector.
—Posiblemente, señor. —Siguiendo el ejemplo de Sinclair, Madden adoptó un tono conciliador—. Pero fui a hablar con lord Stratton y él me aseguró que sus guardeses tienen terminantemente prohibido poner veneno de cualquier tipo en la finca.
Bennett se aclaró la garganta.
—Muy bien, con eso me basta. De ahora en adelante, a no ser que descubramos algo que indique lo contrario, asumiremos que es obra de un solo hombre.
—Como usted diga, señor.
Sampson se pasó la mano por su pelo lacio y brillante. Tenía la cara inexpresiva.
—Bueno, me he puesto en contacto con el Ministerio de Defensa —continuó Bennett—. Han mandado a uno de los suyos, un tal coronel Jenkins. Ya había leído con atención la hoja de servicios del coronel Fletcher, y de ella se desprende que era uno de los oficiales más queridos de su regimiento. Entre todos los rangos, me resaltó Jenkins. En cuanto a la otra pregunta que le formulamos, hacia finales de esta semana nos proporcionará una lista de nombres de pacientes ingresados en psiquiátricos que hayan recibido el alta. —Puso los codos encima de la mesa—. Estoy seguro de que han leído ustedes los periódicos del domingo. La opinión más generalizada es que estamos en las más absolutas tinieblas, y por el momento me temo que nos lo tendremos que tragar. No podemos decir públicamente que anda deambulando por la campiña un loco armado con un fusil y una bayoneta. Más tarde haré pública una declaración sobre las distintas líneas de investigación que estamos siguiendo. ¿Está usted de acuerdo, inspector jefe?
—Sí, señor. —Sinclair se inclinó hacia delante—. Pero me gustaría añadir algo a lo que acaba de decir. Debemos tener cuidado en todo momento con la información que filtramos. No tenemos razón alguna para asumir que el hombre que estamos buscando no lee los periódicos. Le gustará saber qué sabemos nosotros sobre él. Mantengámoslo también en la tiniebla en la medida de lo posible. Cuando sea necesario podemos hablar con la prensa o usted o yo. Pero deberíamos decirles a los demás agentes que no hablen del caso.
—Muy bien. Así lo ordenaré. —Bennett reprimió una sonrisa. Se levantó—. Eso es todo por ahora. Nos reuniremos de nuevo la semana que viene. Inspector jefe, antes de que se vaya, quisiera hablar con usted…
Bennett se dirigió a su escritorio. Los demás se levantaron. Sampson y Madden abandonaron la sala. El ayudante del comisionado adjunto esperó hasta que se hubo cerrado la puerta.
—Entiendo que esa última observación iba dirigida al señor Sampson.
—¿Perdón, señor? —Sinclair fingió perplejidad.
—Me han dicho que el superintendente jefe tiene muchos amigos entre los de la prensa. —Bennett se sentó a su escritorio—. Sampson, el de Scotland Yard… ¿No es así como lo llaman?
Sinclair pensó que lo mejor era no contestar.
—Daré la orden, como usted ha sugerido. Pero no espere que él la cumpla. Es el superintendente con más antigüedad en el cuerpo y puede que ni siquiera considere que le atañe. Además, tiene… contactos importantes en este edificio. Haría usted bien en recordar eso. Ambos deberíamos recordarlo. —Bennett torció el gesto—. En cualquier caso, no es sobre eso sobre lo que quería hablar con usted. —Se recostó en la silla—. ¿Está usted seguro de haber elegido al hombre adecuado para que le ayude en este caso? —preguntó sin rodeos.
Esta vez la sorpresa del inspector jefe era auténtica.
—Madden es un buen agente, señor.
—Eso no lo niego. O lo fue… —Bennett hizo un rápido ademán con la mano—. Conozco su historia, inspector jefe. Lo que le pasó antes de la guerra. Su mujer y su hija… Evidentemente, eso no significa que pueda meterme en su piel y saber lo que sufrió en las trincheras, lo que cualquiera de ellos padeció, aunque es fácil vérselo en la cara. Pero no tiene sentido andarse con rodeos: mucha gente piensa que tuvo mucha suerte al ser readmitido en el cuerpo con su antiguo rango. —Miró a Sinclair—. Dicho sea de paso, yo no soy uno de esos. Pero cuando le miro parece agotado. Exhausto. Así que se lo volveré a preguntar: ¿es el hombre adecuado?
Sinclair se tomó su tiempo para responder.
—Conozco a John Madden desde que era un joven agente —terminó diciendo—. Entonces le escogí porque pensé que tenía talento para ser un buen detective, y no me confundí. Es un viejo oficio el nuestro. El trabajo sólo vale hasta un cierto punto. Llega un momento en el que hay que ver más allá de los hechos, los muchos que se recogen, para averiguar qué es lo importante, lo significativo. Madden tiene ese don. Me disgusté mucho cuando decidió dejar el cuerpo. —El inspector jefe hizo una pausa—. Durante los días festivos de agosto no había muchos nombres para escoger entre los que estaban de servicio, y Madden era la elección obvia. Y desde entonces me he preguntado muchas veces: ¿hubiera elegido a otra persona de haber tenido la oportunidad? La respuesta es: no, señor. —Miró directamente a Bennett—. Tengo al hombre que quiero.
El ayudante del comisionado adjunto asintió enérgicamente.
—Ha sido usted muy claro —reconoció—. Esperemos que no se equivoque.