Con paso decidido, maletín en mano, el inspector jefe Sinclair se abrió camino por un sendero entre las lápidas y se reunió con Madden en un rincón del cementerio de Highfield.
—¿Ha ocurrido algo, señor? —Madden le esperaba antes, a tiempo para asistir al funeral, pero un mensaje de Scotland Yard le había anunciado que el inspector jefe llegaría tarde.
—Luego te cuento, John.
Sinclair saludó con la cabeza a lord Stratton, que estaba con un pequeño grupo de dolientes que se dirigían hacia los sepulcros. El sacristán ya estaba manos a la obra, llenando las tumbas gemelas de Charles y Lucy Fletcher. Por la verja del cementerio desfilaba una fila silenciosa de vecinos vestidos de luto.
—Tengo que enseñarle algo —dijo, levantando con esfuerzo el maletín.
Lord Stratton guió hacia un lado a uno de los componentes del grupo, un hombre enjuto y bronceado, con las sienes canosas.
—Es Robert Fletcher, el hermano del coronel —le informó Madden al inspector jefe—. El y su mujer vinieron ayer desde Edimburgo. Por ahora van a dejar las cosas en Melling Lodge tal como están. Quieren que Sophy vuelva con su hermano cuanto antes.
Observaron a dos hombres cruzar el cementerio hasta donde se hallaba la figura de negro, a la sombra de un cedro. Madden reconoció los rubicundos rasgos de sir William Raikes, el lord lugarteniente del condado.
—Mejor voy yo también a presentar mis respetos a su señoría. —Sinclair miró a su compañero—. Tú no tienes por qué preocuparte, inspector.
Madden se alegró de que le dejaran solo. La escena del funeral le devolvió a su juventud. Cuando falleció su madre era demasiado pequeño como para guardar ningún recuerdo, pero ya tenía dieciséis años cuando murió su padre en el incendio de un granero. Todavía adolescente, mientras se encontraba en casa por vacaciones del colegio de enseñanza secundaria de Taunton, donde estudiaba con beca, ayudó a sacar el cuerpo de entre las maderas en llamas. La visión del cadáver carbonizado, tan impactante entonces, le parecía ahora un anticipo de lo que se había encontrado en los campos del norte de Francia. A su padre lo habían enterrado a finales de verano. Tal día como aquel.
La cara de Helen Blackwell, pálida como cubierta por un velo, apareció ante él.
—Inspector, he venido a despedirme. —Su voz sonaba forzada—. Mi padre y yo nos vamos a Yorkshire para quedarnos unas semanas con unos amigos. Supongo que usted ya se habrá marchado cuando regresemos.
Madden la miró. Finalmente acertó a decir:
—Sí, nos vamos este fin de semana. La policía de Surrey se quedará durante un tiempo.
—Casi no me atrevo a preguntar… ¿Han avanzado algo?
—Algo… —Madden enseguida se lo pensó dos veces. Sentía la necesidad de ser abierto con ella—. Casi nada, me temo. Es un caso en el que las respuestas no son obvias. —Quería añadir algo más, quería retenerla, pero no le salían las palabras.
Ella esbozó una sonrisa y le tendió la mano. Él se la sujetó con fuerza por última vez.
—Entonces, adiós, inspector.
La doctora se reunió con su padre. Madden la siguió con la mirada mientras salían juntos del cementerio.
—Leer ese informe es fascinante, ¿verdad?
Sinclair le observaba con las manos en las caderas mientras Madden, que estaba sentado, estudiaba las páginas mecanografiadas. Los dos hombres se habían quitado las chaquetas por el sofocante calor que hacía en el reservado.
—Está muy bien que el doctor Tanner al final nos informara. Es una pena que no nos lo dijera antes. Pero es que el analista del laboratorio nacional es un hombre muy ocupado. Lo que, por cierto, me hace pensar que algún día la policía tendrá su propio laboratorio. ¡Aunque no tengo la más mínima esperanza de vivir para verlo!
—¿Está seguro Tanner de que es ceniza de tabaco? —preguntó Madden.
—Yo le hice la misma pregunta. Dice que no tiene ninguna duda, que lo juraría.
—¿Qué le hizo a usted mirar allí? —Madden sentía curiosidad, pero no le sorprendía. La meticulosidad del inspector jefe era legendaria.
—El inodoro estaba limpio, pero parecía que había polvo en el borde. Me extrañó. El resto del baño estaba impecable. Así que tomé unas muestras y las mandé con el resto de las cosas.
—El coronel Fletcher no fumaba, ¿verdad?
—No, lo había dejado hacía tres años por consejo médico. Tampoco la señora Fletcher. —Sinclair ladeó la cabeza—. Y no me imaginaba a la sirvienta del piso de arriba fumándose un cigarro a hurtadillas en el baño del señor. No, fue nuestro hombre. Le gusta fumarse un cigarro de cuando en cuando, ya verás…
—Restos de sangre en el lavabo y en la toalla de manos… —Madden leía literalmente del informe del analista—. Sangre del grupo B…
—Ahí tenemos suerte. La señora Fletcher era la única de la casa con ese grupo sanguíneo. Es poco común. Le cortó la garganta y después se lavó y se secó las manos. —Sinclair empezó a pasearse de un lado a otro de la pequeña habitación—. Tuvo muchísima prisa en entrar, pero después se tomó tiempo para lavarse y cepillarse. Incluso para fumar.
Madden le miró.
—El robo fue una tapadera, ¿verdad?
—Al parecer, sí —corroboró Sinclair—. El joyero de la señora Fletcher estaba abierto sobre el tocador. El asesino cogió unas cuantas joyas. Lo mismo en el piso de abajo. Un par de candelabros, un reloj de la repisa de la chimenea que hay en el estudio y los trofeos de caza del coronel Fletcher. Todo lo que brillaba o parecía de valor. Debió de pensar un poco mientras lo hacía. Debió de ponerse en nuestro lugar.
—¿Qué habrá hecho con todo eso?
—¿Tirarlo? —aventuró Sinclair, encogiéndose de hombros—. Apuesto a que no llegará a manos de ningún prestamista. No a menos que sea muy descuidado o avaricioso, y tengo el desagradable presentimiento de que no es ninguna de esas dos cosas. —El inspector jefe sacó la pipa y la petaca. Señaló la documentación con el pisa-dientes de la pipa—. Y ahora viene la parte realmente interesante. Siga leyendo, querido Watson.
Madden volvió a inclinarse sobre el informe. Sinclair rellenó la pipa. El sonido de voces procedentes del bar indicaba que ya se había abierto al público.
—¡Dios mío! —Madden levantó la mirada—. ¿Estamos seguros de esta temporización?
—Bastante seguros… Son las palabras del propio Tanner. Hablé con él por teléfono. —El inspector jefe encendió la pipa—. Está calculada por el grado de humedad del tabaco. Tres de las colillas de cigarrillo encontradas junto al cuerpo de Wiggins eran recientes, no tenían más de cuarenta y ocho horas. Cuatro habían permanecido allí tiradas durante más tiempo, hasta tres semanas. De eso está seguro. Con las otras seis no se compromete, a no ser para asegurar que el estado del tabaco sugiere un periodo aún mayor. Intenté presionarle pero no quiso precisar más. Me dijo que podían llevar allí muchas semanas, hasta meses.
—¿Meses? —Madden se percató enseguida de lo que aquello implicaba—. Debía de sentarse allí a observarlos —se atrevió a decir—. Mucho antes de hacer nada. Hay una buena vista de la casa y del jardín desde donde asesinaron a Wiggins. Seguramente volvió una y otra vez al mismo lugar…
—A observarlos… como usted dice. —Sinclair se sacó la pipa de la boca—. No tengo ni idea de a qué nos enfrentamos —admitió—. Pero lo que sí sé es que tendremos que seguir dándole vueltas.