A la mañana siguiente, el inspector fue vivienda por vivienda por las casas de Highfield situadas en los alrededores de Melling Lodge, para preguntar si alguien había oído un silbato el domingo por la tarde.
La tercera puerta a la que llamó la abrió Stackpole. El policía del pueblo, todavía en mangas de camisa, sostenía en un brazo a una niñita de pelo rizado a quien presentó como «nuestra Amy».
—No puedo ayudarle, señor —le dijo a Madden—. Desde luego, no fui yo quien silbó, eso seguro. El domingo por la tarde mi señora y yo estábamos cenando con sus padres. Viven al otro lado de la plaza.
Un niño con el pelo enmarañado escudriñaba desde una puerta por detrás del agente. Madden oyó los lloros de un bebé.
—Usted me perdonará, señor, pero la joven May Birney no es lo que yo llamaría un testigo fiable. Se pasa la mitad del día con la cabeza en las nubes, la joven esa. Está enamoriscada de un chico que trabaja para uno de los arrendatarios de lord Stratton, pero sus padres no lo pueden ni ver. La he visto abajo en el riachuelo, soñando despierta.
Madden sonrió. Como todos los buenos policías de pueblo, Stackpole se metía en las vidas de los demás.
—Al final parecía estar bastante segura de que lo había oído —insistió.
—Podría haber sido cualquier otra cosa —sugirió el agente—. Jimmy Wiggins silbándole a su perra. O uno de los guardas de lord Stratton.
—Tal vez.
El inspector le comentó su visita a Oakley del día anterior.
—No me gustó nada Wellings. No me pareció de fiar.
—No me sorprende —observó Stackpole—. Ese miente más que habla.
—Gates dijo que trapichea con mercancía robada.
—No estará usted pensando… —El agente arqueó una ceja.
—¿Lo robado en Melling Lodge? —Madden se encogió de hombros—. No puedo negar que se me ha pasado por la cabeza. ¿Usted qué cree?
Stackpole se cambió de brazo a la niña.
—A mí me parece que si alguien le ofreciera a Sid Wellings unos candelabros de plata o una joya, no lo dejaría escapar. Cuando usted habló con él ya debía de saber qué había pasado en la casa, y si hubiera tenido alguna relación con lo sucedido, incluso tangencial, hubiera estado sudando.
Madden asintió.
—En cualquier caso, la próxima vez que vaya usted por allí, hable con él. Formúlele las mismas preguntas. ¿Qué hizo el fin de semana? ¿A quién vio pasar por el pueblo? Déjele claro que no nos satisfacen sus respuestas.
Stackpole miró con curiosidad al inspector.
—¿Todavía piensa que ese hombre llegó desde la parte de Oakley, señor? —Y después, tras una pausa, añadió—: Porque buscamos a un hombre, ¿verdad?, y no a una banda.
—Creemos que es uno solo —confirmó Madden—. Pero de momento no se lo diga a nadie. En cuanto a lo de Oakley, no estoy seguro. Tuvo que venir en algún medio de transporte. Pensamos que traía un fusil, y que cuando se marchó debió de llevarse consigo lo que cogió de la casa. No creo que pudiera entrar en la zona a pie, ni siquiera por los bosques, sin que nadie le viera.
—¿Un fusil, señor?
—Los mató con un fusil y con una bayoneta; de eso estamos prácticamente seguros. A todos menos a la señora Fletcher.
—¿Es que es soldado? —preguntó Stackpole con el ceño fruncido.
—Lo dudo. No hay cerca ningún campamento militar. Es más posible que se trate de un antiguo soldado.
—Hay muchos por aquí.
El agente insistió en que Madden entrase a tomar una taza de té, pero él declinó la invitación. Stackpole tenía que reunirse en Melling Lodge con el grupo de hombres que rastreaba los bosques.
—Entre nosotros, señor, es una pérdida de tiempo. Incluso con la ayuda de los guardas de lord Stratton. La mayoría de estos chicos son de ciudad. Es más probable que pisen algo antes de verlo.
Una hora después Madden estaba otra vez en el salón parroquial. No había encontrado a nadie que confirmara lo que había contado May Birney del silbato. El sargento Hollingsworth estaba sentado a la mesa que había ocupado Boyce el día anterior. El inspector de Guildford estaba supervisando el informe sobre el examen de todas las botas del pueblo.
—También tiene un equipo entero de detección de huellas dactilares, señor. Van a tomar las huellas a todos los que solían ir por la casa.
—¿Algo más? —Madden empezó a hojear la pila de declaraciones que había sobre la mesa.
—Sólo la doctora, señor. Vino por aquí preguntando por usted. Algo relacionado con la niña pequeña.
—¿Qué le pasa? —Madden levantó la vista rápidamente—. ¿Ha ocurrido algo?
—No que yo sepa, señor. —Hollingsworth se rascó la cabeza—. La doctora Blackwell únicamente quiere hablar con usted. Pero dijo que era importante.
Madden rompió el precinto policial de la puerta principal de Melling Lodge y entró. La casa estaba medio a oscuras, con las cortinas echadas. En el ambiente caluroso y mohoso todavía se percibía el intenso olor acre de la sangre.
Apostado en la entrada empedrada, se imaginó la escena tal y como debió de suceder: el hombre del fusil irrumpiendo en el salón desde la terraza, el cristal haciéndose añicos y el marco astillas que saltaban por todas partes, la sirvienta dándose la vuelta con la bandeja de café antes de abrir la boca para gritar…
¡Metan! ¡Saquen! ¡En guardia!
Las órdenes que tiempo atrás le habían enseñado le volvieron, acompañadas de una imagen escalofriante.
Corriendo de habitación en habitación por el largo pasillo, el asesino había sorprendido al coronel Fletcher antes de que pudiese alcanzar las armas del despacho, y después a la niñera en la cocina.
¡Metan! ¡Saquen! ¡En guardia!
¿Por qué tanta prisa?, se preguntó Madden. ¿Qué le impulsaba?
Al subir las escaleras a la carrera se había encontrado con Lucy Fletcher. Tiró el arma y la cogió por los brazos. El asesino era grande y fuerte, a juzgar por la huella que había dejado en el cauce del arroyo, si resultaba ser suya. Madden lo vio cogiendo a la mujer por los brazos y alzándola para que no rozase el suelo (no habían encontrado marcas de tacón en la alfombra), llevándola a su habitación y echándola sobre la cama como… volvió a recordar las palabras de lord Stratton: como si de un sacrificio se tratara.
Vio la garganta blanca espantosamente cortada, la melena rubia cayendo en cascada…
La habitación de los niños, empapelada con narcisos y campanillas, estaba al final del pasillo del piso de arriba. Tenía dos camas, una de ellas sin hacer. Las muñecas y los peluches se alineaban sobre un estante de madera. Del techo colgaba una maqueta de aeroplano. Madden descolgó una bolsa de ropa sucia que estaba detrás de la puerta, la vació y la llenó de nuevo con ropa limpia del armario y dos pares de zapatos de niña rescatados del zapatero. También metió otros artículos en una bolsa de papel marrón que encontró encima del armario.
Había un agente de uniforme apostado en el patio delantero. Por indicación de Madden, hizo una lista de todo lo que había cogido de la habitación de los niños, que el inspector firmó.
—Me llevo estos artículos de la casa —le dijo al agente—. Salude al señor Boyce de mi parte y asegúrese de que se le informa.
La avenida de tilos desembocaba en una bonita casa con entramado de madera y garaje a un lado, donde estaba aparcado un Wolseley rojo de dos plazas. La doncella que Madden había visto en el piso de arriba en su visita anterior abrió la puerta y le condujo directamente hasta el jardín a través del salón. La doctora Blackwell estaba sentada bajo una pérgola en un extremo de la terraza con una niña pequeña a su lado. Sophy Fletcher tenía una melena rubia y larga hasta la cintura. Llevaba puesto un vestido de muselina azul con un fajín amarillo a modo de cinturón. Al ver al inspector saltó de la silla, se echó sobre el regazo de la doctora y hundió la cara en su hombro.
Impresionado, Madden se detuvo.
—Lo siento, no era mi intención asustarla.
Se dio la vuelta para volver a la casa, pero Helen Blackwell le llamó.
—No se vaya, por favor. —Y, dirigiéndose a la niña, añadió—: Sophy, este es el inspector Madden. Es policía.
La pequeña, con la cara aún escondida, no respondió. Madden vio que estaba temblando.
—Acérquese y siéntese aquí —le urgió la doctora—. Quiero que Sophy se vuelva a acostumbrar a estar con extraños. —En el fondo se preguntaba si no sería el aspecto tan adusto del inspector lo que había asustado a la niña. Se fijó en que Madden llevaba una bolsa en cada mano—. Tome un poco de limonada con nosotras. —Intentó alegrar el rostro sombrío de Madden con una sonrisa—. Mary, sírvale al inspector un vaso, por favor. —Había una jarra y unos vasos sobre la mesa.
Madden abrió la bolsa de ropa.
—He traído algunos de los vestidos de Sophy que había en Melling Lodge —explicó.
—Es usted muy amable —dijo la doctora, emocionada por el gesto—. Iba a pedírselo yo misma. Este se lo hizo Mary —dijo mientras alisaba con la mano la muselina azul del vestido—. Afortunadamente Sophy se dejó aquí un par de zapatos la última vez que vino.
—¿Quería usted hablar conmigo?
—Sí, por favor. ¿Más tarde…? —insinuó a la par que bajaba la mirada hasta la melena rubia de la niña—. ¿Podría quedarse un rato más? —Madden asintió—. Tengo que ver a un paciente en el pueblo, pero no tardaré mucho.
La doctora le observó sentarse y empezar a vaciar la bolsa de papel marrón que había traído. Sacó varias muñecas y un oso de peluche, y los dispuso en un círculo en el suelo, sobre las piedras cubiertas de césped que había delante de él. Mary le miraba extrañada. El inspector levantó la mirada.
—¿Tiene usted tazas de té viejas? —preguntó—. Cuanto más desportilladas mejor. Y si tiene una jarra de agua…
La doctora Blackwell hizo un gesto con la cabeza a la sirvienta, quien entró en la casa.
—Sophy… —dijo la doctora, empujando suavemente a la pequeña que tenía sobre su regazo—. Mira lo que ha traído el inspector.
La niña ni se movió. No despegó la cara del hombro de la doctora.
La doncella volvió con una bandeja cargada de unas piezas de porcelana. La puso sobre el suelo junto a Madden. Este empezó a extender la vajilla, haciendo ruido con los platos y las tazas. Helen Blackwell notó un pequeño movimiento. La niña había girado la cabeza. Estaba mirando por el rabillo del ojo.
Madden colocó un plato y una taza delante de cada juguete, y después situó la jarra de agua en el centro del círculo.
—Alguien tendrá que llenarlas —anunció.
Mary se dispuso a hacerlo, pero la doctora Blackwell la frenó con un gesto. La pequeña había reaccionado. Se bajó lentamente del regazo de la doctora. Mirando cautelosa a Madden, se acercó al círculo de figuras y se arrodilló delante de ellas. Estudió durante unos segundos el grupo. Después cogió el osito y lo puso a la cabeza del círculo, cerca de los pies de Madden. Sus ojos se encontraron con los del inspector. Fuera lo que fuera lo que vio en aquella sombría mirada, parecía tranquilizarla; cogió la jarra de agua y empezó a servir.
La doctora Blackwell se levantó.
—Tengo que irme a atender a mi paciente —dijo sin mostrar apremio ninguno—. ¿Le puedo dejar aquí un rato, inspector?
Madden asintió por toda respuesta.
—Sophy, volveré pronto.
La niña, absorta en la tarea de llenar las tazas, no respondió.
Cuando la doctora volvió media hora después no encontró a nadie bajo la pérgola. Mary estaba junto a la barandilla de la terraza con los brazos cruzados y la vista perdida en el jardín. Helen Blackwell se unió a ella y vio a Madden y a Sophy, de la mano, al fondo del prado, cerca del huerto.
—¿La llevó él allí abajo? —le preguntó a la sirvienta.
—No, le llevó ella, señora. —Mary sonrió—. Le está enseñando el jardín.
—¿Está hablando con él? —insistió la doctora Blackwell, sin apenas esperanzas.
—No, sólo señala.
En ese momento, la pequeña levantó la mano para señalar el haya péndula que se erigía al fondo del prado. Fueron juntos hasta allí y desaparecieron de la vista metiéndose debajo de las ramas colgantes. Un minuto después reaparecieron. La niña estaba junto a Madden con la cabeza agachada mientras el inspector se inclinaba sobre ella y le quitaba con cuidado unas ramitas del pelo.
—Él está hablando con ella —observó Mary.
La doctora Blackwell no dijo nada. Sintió que se le cortaba la respiración bajo el fuerte sol de mediodía.
—Entremos —ordenó, llevándose consigo a la sirvienta—. No quiero que nos vea mirando.
Desde la ventana del salón observaron cómo la pequeña traía otra vez a Madden en dirección a la terraza. Al llegar a las escaleras se paró y alzó los brazos hacia él. Él la levantó con facilidad, y enseguida la niña se agarró a él, rodeándole con los brazos el cuello y hundiendo la mejilla en su hombro. Madden se había quedado quieto, como si estuviera atónito, y después se dio la vuelta y muy despacio subió los escalones que llevaban a la terraza. Helen Blackwell vio que al inspector le corrían lágrimas por las mejillas.
—¡Ay, señora…! —dijo Mary, que estaba a su lado.
La doctora se alejó de la ventana.
—Mary, por favor, vaya a la cocina a decir que preparen la comida de Sophy —le dijo—. Enseguida la llevo para allá.
En cuanto se hubo marchado la sirvienta, Helen Blackwell se sentó en una silla y encendió un cigarrillo. Sentía que le fallaban las fuerzas. Quería quedarse sentada tranquila y pensar.
Pero había algo que debía hacer inmediatamente, un problema urgente que tenía que resolver. Al cabo de menos de un minuto apagó el cigarrillo, se pasó los dedos por el pelo y salió a la terraza para hablar con el inspector Madden.