Capítulo 8

Madden aparcó el Humber donde lo había recogido, en Highfield, en el patio del Rose and Crown. Se estaba bajando del coche cuando se abrió la puerta del pub y salió un hombre desgarbado vestido con traje de ciudad. Llevaba la corbata suelta y el sombrero descolocado, hacia atrás.

—El señor Madden, ¿verdad? Soy Reg Ferris, del Daily Express.

Extendió la mano a modo de saludo. Madden se la estrechó. Aunque no se conocían personalmente, Madden había oído hablar de Ferris, y recordaba que no era precisamente amigo del inspector jefe.

—Muy mal asunto. —Los ojos vivos del periodista se trasladaron rápidamente desde Madden hasta el coche, para luego posarse otra vez en el inspector, como si al mirarlos conjuntamente esperara recabar algún dato—. Me han dicho que aquello parece un matadero. —Madden se inclinó hacia el interior del coche para recoger su chaqueta—. Estamos esperando al señor Sinclair. Dijo que se reuniría con nosotros.

—Entonces me atrevo a decir que así será.

Ferris se apoyó contra el coche. Se metió las manos en los bolsillos.

—Es diferente, ¿no? —Y miró a Madden para ver cómo reaccionaba.

—¿Diferente?

—No han tenido nunca un caso como este; admítanlo. Matar a una familia entera, y ¿para qué? ¿Unas cuantas piezas de plata? No tiene ningún sentido.

El inspector se puso la chaqueta.

—Adiós, señor Ferris. —Y se marchó.

El periodista repuso según se alejaba:

—Por lo que he oído no saben ni por dónde empezar.

Madden encontró al inspector jefe en los escalones del salón parroquial, mientras hablaba con Helen Blackwell. La doctora, que llevaba una chaqueta de caballero de lino blanco con los puños remangados y, debajo, un vestido de verano de fina tela, saludó a Madden con una sonrisa.

—La doctora Blackwell nos ha entregado un informe. —En los ojos grises de Sinclair, en los que se traslucía una mirada divertida, se adivinaba un toque de ironía—. También me ha explicado las razones por las que desea que Sophy Fletcher se quede en su casa en vez de ser trasladada al hospital. Sus argumentos me parecen… convincentes. Dejaremos a la niña donde está.

—Gracias otra vez, inspector jefe. —La doctora le estrechó la mano con gesto cálido. Sus ojos buscaron los de Madden—. Les deseo una buena mañana a ambos.

Sinclair asintió varias veces con gesto de aprobación mientras la veía marchar.

—Una muchacha bien parecida. —Le miró a Madden de reojo—. Sí que era un dragón. Tenías que haberme advertido, John.

—Me temo que no he encontrado nada en Oakley, señor —anunció Madden con una sonrisa en los labios—. La prensa le espera en el pub. Me he tropezado con Ferris.

—¿Está aquí esa rata? —El rostro del inspector jefe se ensombreció—. Debe de haber olido la sangre.

—Ya se ha dado cuenta de que tenemos problemas.

—No sabe ni la mitad de lo que hay. Ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa.

Dentro del salón parroquial, un murmullo de voces se elevaba desde la hilera de mesas donde tomaban declaración los detectives. Madden vio a Styles inclinado sobre un cuaderno, sentado frente a una mujer mayor que había acudido enfundada en un abrigo negro y tocada con un sombrero del mismo color. El inspector Boyce estaba en otra mesa, donde se apilaban los impresos con las declaraciones. Sinclair le hizo un gesto con la cabeza. Luego cogió un expediente y se llevó a Madden aparte, donde no les oía nadie. De la carpeta sacó dos folios grapados, escritos a máquina, y se los entregó al inspector.

—Échales un vistazo.

Era el informe de la autopsia de Lucy Fletcher. Madden dedicó unos minutos a leerlo atentamente. Sinclair esperó hasta que hubo terminado.

—Así que ni la tocó. —El inspector jefe le miraba con los brazos cruzados y los ojos levemente entrecerrados—. Ransom miró por todas partes. Hizo un frotis vaginal y anal. Hasta comprobó la boca de la pobre mujer. Pero no encontró ni rastro de semen.

—La llevó agarrada, no obstante, justo como pensábamos —añadió Madden—. «Moratones en la parte superior de los brazos» —leyó literalmente.

—La agarró y la arrastró escaleras arriba hasta el dormitorio y le cortó la garganta. Pero ¿por qué no la violaría? Nada se lo impedía. La mujer no llevaba nada debajo del salto de cama. ¿Qué haría allí el tipo? ¿Por qué entró en esa casa?

Madden guardaba silencio.

—La mató con una cuchilla, en opinión de Ransom. Pero no era la del coronel, que estaba con sus cosas de afeitar en el baño. No encontró ni rastro de sangre en ella. Se había traído la suya.

Madden colocó el informe otra vez en el expediente.

—¿Le ha enseñado esto a la doctora Blackwell? —preguntó.

—Sí, ¿por qué?

—Eran amigas desde la infancia. Necesitaba saberlo.

Sinclair lanzó un suspiro. Señaló el montón de declaraciones que se apilaban en la mesa de Boyce.

—Examina esas, John. A ver si encuentras algo. Tengo que hablar con la prensa. A mi regreso nos sentamos juntos. El comisionado adjunto del Departamento de Investigación Criminal ha convocado una reunión para mañana por la mañana. Scotland Yard ha expresado claramente su preocupación —añadió secamente—. Yo me espero que en cualquier momento me digan que quieren ver resultados pronto.

—Dudo que los obtengan esta vez. —Madden sopesó el expediente que llevaba en la mano.

—Piensa mañana en mí cuando tenga que decírselo.

Otra vez apareció por allí el termo del té; descansaba sobre una mesa al lado de la puerta. Madden se sirvió una taza y luego cogió un bocadillo de toda una bandeja repleta que había al lado. Recogió el montón de declaraciones de la mesa de Boyce y se acomodó en un rincón apartado.

Las declaraciones, por lo general muy breves, eran fundamentalmente testimonios que daban cuenta del estatismo de la vida del pueblo. La mayoría de los interrogados habían visto a los Fletcher en la iglesia el domingo por la mañana; y esa resultaba ser, trágicamente, la última vez. Algunos habían hablado después con Lucy Fletcher. «Una mujer encantadora», había dicho de ella, sin que se lo preguntaran, la esposa de Arthur Skipps, el carnicero, comentario que había consignado el detective que la había interrogado.

Una mujer encantadora.

Tom Cooper, el jardinero de los Fletcher, había sido uno de los últimos que los vio con vida. Aunque tenía el domingo libre, había pasado por Melling Lodge por la tarde para regar las rosas que tenía plantadas junto al muro del huerto. El verano había sido bastante ajetreado para él por la larga sequía, y no estaba dispuesto a ver que sus desvelos fueran en balde. El coronel Fletcher le había visto en plena faena, regadera en mano, y le había regañado en broma por estar trabajando en su día libre. El coronel se había mostrado «de buen humor, como de costumbre». Más tarde, la señora Fletcher y su hija Sophy habían pasado por allí paseando y Cooper las había saludado. Hablaban del cachorro que tenían pensado comprarles los Fletcher a Sophy y a su hermano para cuando volvieran de Escocia al final del verano.

Lord Stratton, en su declaración, dijo que había llevado al lord lugarteniente y a su esposa a cenar con los Fletcher el sábado por la tarde. Había sido una «velada muy agradable». Los Fletcher comentaron que tenían planeado atravesar Francia en coche más entrado el verano para visitar a unos amigos en Biarritz.

Helen Blackwell, que también había estado en la cena, se mostró mucho más colaboradora. Sophy Fletcher iba a pasar todo el verano con sus tíos, el hermano del coronel Fletcher y su mujer, en la casa que tenían a las afueras de Edimburgo. Sin embargo, el sarampión la había retenido en Highfield. A su hermano James lo mandaron solo primero. La niña tenía que haber viajado hasta Escocia en tren la semana siguiente en compañía de la niñera, Alice Crookes. Los Fletcher tenían pensado salir hacia Francia poco después.

La última parte de la declaración de la doctora Blackwell, donde narraba cómo la habían llamado urgentemente para que fuera a la casa el lunes por la mañana, se ceñía a un aséptico lenguaje médico. Había examinado a cada una de las víctimas para certificar su defunción. El rigor mortis estaba empezando a remitir, por lo que estimó la hora del fallecimiento algo más de unas doce horas antes. Dijo que «algo» le había empujado a mirar debajo de la cama de la habitación de los niños. Empleó la misma frase que había utilizado ante Madden para describir el estado en que había encontrado a Sophy: shock agudo.

En algunas de las declaraciones se trataba también la cuestión de los forasteros que habían pasado por el pueblo durante el fin de semana. Frederick Poole, el dueño del Rose and Crown, informó de que un autocar de la compañía Samuelson lleno de pasajeros paró en el pub a comer el sábado. La compañía le había avisado con antelación. Hasta donde él podía confirmar, todos los que se apearon del autobús habían vuelto a embarcar después. Aparte de eso, durante el sábado y el domingo habían entrado en el establecimiento más de una veintena de motoristas y ciclistas. Nadie le había llamado la atención. Todos habían seguido su ruta.

Freda Birney, la mujer del dueño de la tienda del pueblo, Alf Birney, declaró haber visto a dos excursionistas de picnic en la zona del arroyo, a medio camino entre las afueras del pueblo y Melling Lodge, el domingo, justo antes de las doce. Había salido a pasear al perro antes de preparar la comida para su familia. Madden dejó anotado que buscaran a los excursionistas y los interrogaran.

Mientras leía en diagonal la siguiente declaración del montón, se paró de repente, volvió hacia atrás y la releyó atentamente, comprobó el nombre del agente que había tomado el testimonio y la apartó a un lado.

Billy Styles deslizó el documento de la declaración por la mesa, observó cómo lo firmaba su interlocutor y, antes de recostarse y estirarse en la silla, dijo:

—Gracias, señor; por ahora eso es todo.

El décimo interrogatorio del día. Harold Toombs, el sacristán del pueblo. Billy había tenido que esforzarse para mantener el gesto impasible mientras transcribía el testimonio. Toombs había pasado el fin de semana cuidando el jardín. No había visto ni oído nada fuera de lo normal.

No dejaba de ser una sorpresa para Billy seguir en la investigación. Tras las experiencias del día anterior, se había imaginado que lo mandarían de vuelta al Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.

El sargento detective Hollingsworth, quien le había dado la noticia, parecía tanto o más sorprendido. Aquel hombre fornido y con cara redonda, que llevaba más de veinte años de servicio, hizo notar su estupefacción al distinguir la presencia de Billy en el grupo.

—No entiendo en qué está pensando el jefe. En el árbol genealógico de su familia no hay precisamente sabuesos, ¿no, agente Styles? ¿Ni talento oculto del que no nos hayamos dado cuenta? —había dicho.

Al recibir la noticia, Billy había experimentado un momento de euforia, que enseguida se transformó en preocupación en cuanto se dio cuenta de que ello significaría pasar otro día bajo la oscura mirada del inspector Madden.

Sin embargo, hasta entonces, aparte de un educado «Buenos días, señor» que le había dirigido Billy y el gesto con el que le había respondido distraídamente el inspector, no habían cruzado palabra, y Billy ya estaba ligeramente aburrido de transcribir los testimonios de los del pueblo acerca del largo y soleado fin de semana.

En ese momento vio que Madden, que estaba sentado en un rincón del salón parroquial, le hacía señas. Se levantó de la mesa y se acercó hasta allá.

—¿Señor?

Madden le mostró una de las declaraciones.

—Esta la ha tomado usted, ¿no?

Billy la observó.

—Sí, señor. May Birney. Su padre es el dueño de la tienda del pueblo.

El inspector se quedó mirándole.

—Bueno, ¿y entonces? ¿En qué quedamos, agente, en que sí o en que no?

—Señor, la muchacha no estaba segura. —Billy se revolvió inquieto—. Primero dijo que sí, pero luego cambió de opinión. Dijo que debía de haberse confundido.

—¿Y por qué hizo eso, cambiar de opinión?

—Pues, señor… no lo sé.

Madden se puso en pie tan de repente que Billy dio un paso atrás.

—Vamos a ver si lo averiguamos, ¿le parece? —Después de hacerle un gesto con la cabeza a Boyce, salió de la estancia. Billy se apresuró a seguirle.

La tienda, a la que se llegaba andando en pocos minutos desde la única calle pavimentada de Highfield, estaba situada entre el pub y la oficina de correos. Alf Birney, un hombre regordete que tenía una corona de pelo gris que recordaba una tonsura monacal, salió desde detrás del mostrador y les hizo pasar a una salita que, separada por una cortina, se encontraba en la trastienda.

—No es justo que haya pasado algo así —musitó—. No a una dama como la señora Fletcher. Ni a ninguno de ellos. —Quitó una caja de natillas de una silla para que se sentara Madden—. Me acuerdo de cuando era una niña. Solía venir a la tienda todos los sábados a comprar golosinas. La pequeña Lucy…

Les dejó un momento solos, y al minuto entró su hija. May Birney no tenía más de dieciséis años. Llevaba una bata de color parduzco y el pelo cortado a lo paje, con un flequillo que le cubría toda la frente, pálida como su tez.

—Concéntrate bien, niña —se oyó decir a su padre, desde detrás de la cortina—. Dile al inspector qué oíste exactamente.

La señorita Birney se había quedado de pie frente a ellos, y se retorcía los dedos con gesto nervioso. Madden miró a Billy y le hizo una señal. Sorprendido, pues había presupuesto que el inspector se encargaría del interrogatorio, Billy se aclaró la voz.

—Es sobre el asunto del silbato que afirmaste que habías oído. O que no habías oído —le dijo con voz fuerte. A continuación vio que la chica se sofocaba y buscaba con la mirada a Madden, quien estaba sentado a una mesa en mitad de la salita.

—Estabas paseando al perro, dijiste —le recordó Billy.

May Birney tenía la vista clavada en el suelo.

—Dinos otra vez lo que pasó.

La chica musitó algo inaudible.

—¿Qué? —se oyó a sí mismo decir Billy, casi a voz en grito—. No te he oído. ¿Qué has dicho?

—He dicho que se lo conté antes, pero que usted me dijo que serían imaginaciones mías —dijo embarulladamente, sin levantar la vista.

—Yo nunca te he dicho que… —Billy hizo por controlarse—: Te pregunté si estabas segura de que habías oído un silbato de policía y tú respondiste que no, que no estabas…

—Yo dije que era como un silbato de policía.

—De acuerdo, como un silbato de policía, pero luego dijiste que quizá te habías confundido y que no habías oído nada. ¿Recuerdas haber dicho eso?

La chica volvió a guardar silencio.

Billy se acercó a ella. Sentía la mirada de Madden posada en él.

—Ahora escúchame, May Birney. Este es un asunto muy serio. No necesito recordarte lo que pasó el domingo por la noche en Melling Lodge. No sigas diciendo que no estás segura o que no lo recuerdas. O bien oíste algo o no oíste nada. Y si te estás inventando todo esto…

La chica se había puesto toda roja, de un rojo brillante.

Madden intervino:

—¿Te apetece sentarte, May? —Y acercó una silla. Aunque lo dudó durante un instante, la chica terminó accediendo—. Veamos, estoy un poco despistado. ¿A qué hora pasó esto?

—Sobre las nueve, señor. O quizá fue un poco más tarde.

—¿Todavía había luz?

—Estaba anocheciendo.

—¿Estabas paseando al perro?

—Sí, señor, a Bessie. Ya está muy mayor, ¿sabe usted?, y hay que sacarla, pero si la dejas en la puerta de casa se limita a tumbarse ahí, así que mamá y yo la llevamos hasta el arroyo y la obligamos a moverse un poco —respondió sin apartar la vista de Madden.

—Y entonces oíste algo que sonaba como un silbato de policía.

—Sí, señor, como esos. El mismo tipo de tono.

—¿Sólo una vez?

May Birney vaciló, arrugando el ceño con gesto concentrado.

—Bueno, señor, fue como dije antes… —Lanzó una mirada a Billy y prosiguió—: Primero se oyó; luego… como que perdió intensidad y después volvió a escucharse sólo por un instante.

Madden frunció el ceño.

—¿Había brisa? —preguntó.

La cara de la muchacha se iluminó de repente.

—¡Sí, señor! ¡Eso fue! Eso es lo que pasó. Se fue y luego volvió a oírse por el viento. Lo escuché dos veces. Pero era tan débil…

—Que te preguntabas si lo habías escuchado o no, ¿verdad?

La chica asintió enérgicamente. Y, lanzándole otra mirada desafiante a Billy, añadió:

—Es que no estaba segura.

—¿Pero ahora sí lo estás? —dijo Madden, inclinándose hacia delante—. Tómate el tiempo que necesites para responder, May. Piénsalo bien.

Pero la chica sólo precisó un instante.

—Sí, señor —respondió—. Ahora estoy segura. Del todo.

De vuelta al salón parroquial, Madden se paró a la altura del Rose and Crown. Una valla baja de ladrillo cercaba el pequeño patio adoquinado que se extendía frente a la puerta del pub, y, apoyándose en ella, sacó un paquete de tabaco.

—Tengo entendido que fuma, ¿no, agente?

—Gracias, señor. —Sorprendido y complacido a la vez, Billy rebuscó las cerillas en los bolsillos. Madden aceptó que le diera fuego. Se quedó allí sentado un buen rato, en silencio. Al final se decidió a hablar:

—Este trabajo que tenemos… —dijo antes de dar una calada— nos da mucho poder a pequeña escala.

—¿Perdón, señor? —Billy no entendía lo que le quería decir.

—Es toda una tentación emplearlo, particularmente con quienes… con quienes no saben defenderse.

Billy le escuchaba en silencio.

—¿Entiende lo que le digo, agente?

Billy sacudió la cabeza.

—No opte por la vía fácil, hijo. —Madden ahora le miraba fijamente—. No vaya por ahí apabullando a la gente.

A Billy ahora le sabía el cigarrillo a hiél.

—Vaya a ver si el señor Boyce quiere que le haga algún recado.