El coche estaba aparcado en el patio adoquinado del pub del pueblo, donde Madden había dejado la maleta al dueño por la mañana. Era un Humber muy viejo que tenía una abolladura en el guardabarros trasero. El propio lord Stratton, que ahora no llevaba sombrero, estaba allí hablando con dos hombres del pueblo. Se acercó en cuanto vio a Madden.
—Inspector, debo pedirle disculpas por lo ocurrido ayer. —Su rostro delgado y arrugado mostraba los estragos de una noche en vela—. Raikes no tenía que haberme metido en esa casa y yo no tenía que haber entrado. Bueno, lo he pagado con creces.
—¿Perdone, señor?
—No me lo puedo quitar de la cabeza. La imagen de aquellos cuerpos… ¡Pobre Lucy Fletcher, allí tendida como si de un sacrificio se tratara! ¿Qué clase de hombre haría algo así? Y, además, no dejo de pensar que quizá fuera más de uno…
—No sabemos todavía si fue violada, señor.
—No, no… Por supuesto. —Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de tweed y se quedó con la mirada fija en el suelo—. Los del pueblo no hacen más que preguntarse… Hay cosas que uno prefiere no saber.
—¿Cómo se lo están tomando?
—Muy mal.
Madden preguntó cómo ir a Oakley, y le indicaron. Fue por la misma carretera por la que había venido el día anterior, pasando por Melling Lodge, donde había dos policías uniformados de guardia apostados junto a las puertas cerradas, además de un hombre cargado con una pesada cámara apoyado contra un coche aparcado en el arcén. Un kilómetro y medio más allá descubrió otras puertas, custodiadas también por un agente. Paró y salió del coche.
—¿Es aquí donde vive la doctora Blackwell? —Madden veía la casa al fondo de una avenida de tilos. Hasta ahora, únicamente había visto el otro lado.
—Sí, señor. Tenemos un hombre en el interior, pero el señor Boyce me mandó para vigilar la entrada. La prensa estuvo incordiando a la doctora esta mañana; preguntaban por la niña.
Un kilómetro y medio más allá vio el cartel del pueblo de Oakley, giró a la izquierda y tomó una carretera que bajaba por un collado del frondoso monte hasta la gran explanada que había visto el día anterior desde lo alto de Upton Hanger. Otro cartel señalaba un camino, por el que condujo a través de los trigales, que ya habían adquirido el color dorado durante el largo y seco verano.
La aldea de Oakley se componía de no más de una docena de casas agrupadas en torno a la torre de la iglesia. Madden paró el coche al pie de un edificio encalado, en cuya pared había pintada una diligencia y, en letras descoloridas, la leyenda Coachman's Arms, el nombre del pub local. Mientras ponía el freno de mano, un sargento de policía se asomó a la puerta de una casa situada al otro lado de la calle. Miró a Madden con gesto interrogante. El inspector salió del coche y le mostró la placa.
—Gates, señor. De Godalming. —El sargento hizo el saludo militar—. Es por esta historia de Highfield. Me han mandado para hablar con los del pueblo. Como es tan pequeño aquí no tienen policía.
—¿Les preguntará si han visto algún forastero? —Madden le llevó a la sombra de un castaño plantado delante de la iglesia.
—Sí, señor. Y cualquier cosa anormal que hayan notado estos últimos días.
—Sobre todo nos interesa saber si pasó algún coche por el pueblo.
—En teoría no deberían haber sido demasiados, señor. Hay que tener en cuenta que era un día festivo…
—También los coches que estuvieran aparcados en las cunetas. Quizás incluso fuera de la carretera, donde pasaran inadvertidos. —Madden se dio cuenta de que Gates se fijaba en algo situado a sus espaldas. Se le había quedado la mirada petrificada, con gesto de dureza. El inspector se giró y vio a un hombre apostado en el umbral del Coachman's Arms que les miraba con las manos metidas en los bolsillos.
Se volvió de nuevo al sargento.
—Voy a dar un paseo por el campo, pero me gustaría hablar un momento con usted antes de que se vaya. ¿Hasta cuándo estará?
—Una hora a lo sumo, señor. Luego tengo que irme a Craydon, que está a unos cuantos kilómetros, para hacer las mismas preguntas por allí.
—¿Tiene medio de transporte?
—Sólo una bici.
—Espéreme aquí. Le llevaré en coche.
Madden desanduvo el camino por el que había venido y llegó hasta otro punto desde donde salía un sendero, aún peor, que se internaba por los campos en dirección a la colina poblada de árboles. El dibujo de las ruedas de los tractores había quedado grabado en el barro, y al secarse había adquirido una apariencia marmórea. Unas hendiduras de unos treinta centímetros se iban entrecruzando, formando unas rodadas. En un punto el camino desaparecía por completo, si bien las rodadas del tractor seguían trazando unos surcos que luego se reencontraban con el camino otra vez. Stackpole tenía razón. Por allí no hubiera pasado un coche.
Madden sentía el sol como una pesada carga a su espalda, así que se quitó la chaqueta y siguió caminando en dirección a las montañas sin cejar un instante. Al pasar por un pequeño soto oyó el graznido de un arrendajo y la respuesta de otro. Tuvo la tentación de pararse a fumar un cigarrillo, pues el bosque mostraba una cautivadora frescura, pero aligeró el paso y llegó al pie de las montañas.
Madden percibió que aquella vertiente era más empinada que la que daba a Highfield, y que la vegetación era menos densa. A la sombra de un roble, observó un zigzagueante sendero que ascendía por la falda de la montaña. Se fijó bien en ambos lados de la ladera, tanto a la izquierda como a la derecha, pero no distinguió ningún otro camino en las inmediaciones.
El inspector empezó a rastrear cuidadosamente la zona, caminando en círculos cada vez más abiertos. Después extendió sus pesquisas por la base de las montañas donde comenzaban los bosques, a la busca del revelador indicio de una colilla. Encontró varias, pero ninguna de la marca Three Castles.
El sendero que ascendía por la falda también se reveló huero en pistas. En el suelo polvoriento se distinguían algunas pisadas ya prácticamente borradas —parecía tratarse de un camino muy transitado—, pero ninguna mostraba el distintivo contorno con la muesca en el tacón que habían encontrado en el lecho del arroyo. Le llevó veinte minutos ascender hasta la cumbre, y la mitad de tiempo hacer el trayecto inverso.
Fue entonces cuando se sentó a la sombra del roble y sacó los cigarrillos. Las verdes hojas que se cernían sobre su cabeza le recordaban algo: así, de súbito le vino a la mente el placentero recuerdo de Helen Blackwell con aquella blusa bordada. Encendió un cigarrillo.
Lejos, más allá de los campos dorados, una borrosa línea en el horizonte mostraba dónde comenzaba la zona montañosa. Observó a un halcón que sobrevolaba en círculos. Descollando contra el azul brillante del cielo, daba vueltas y más vueltas trazando circunferencias cada vez más pequeñas. Y esas vueltas y más vueltas las daba… ¡para caer después en picado! Las espigas de trigo se estremecieron y luego recuperaron su inmovilidad. El cazador había dado con su presa.
Madden apagó su cigarrillo. En esos momentos aquello no era más que humo.
En Oakley, la puerta del Coachman's Arms estaba abierta de par en par. El sargento Gates estaba sentado a una de las mesas del bar. Unas vigas ennegrecidas por el humo sostenían el mugriento techo. El olor a cerveza añeja y tabaco enrarecía el aire. El hombre que antes había visto Madden apostado en la puerta holgazaneaba en esos momentos en la barra, con los codos apoyados en el sucio mostrador. Tenía unos treinta años, el pelo negro y brillante peinado hacia atrás y una sonrisa cómplice.
—Este es el inspector Madden —anunció Gates con voz monótona—. Señor, este es el señor Wellings, el dueño. Ahora mismo iba a hacerle unas preguntas.
—Proceda, pues, sargento. No se preocupe por mí. —Madden se sentó.
Wellings dirigió los ojos al inspector.
—Me temo que todavía quedan treinta minutos para la hora oficial de apertura. Pero si el sargento Gates hace la vista gorda, le puedo poner una pinta.
—No, gracias, señor Wellings. —Madden no le devolvió la sonrisa.
—Nos interesa todo lo que pueda decirnos de los clientes que haya tenido este fin de semana —comenzó Gates—. Forasteros, no los de aquí.
—¿Desde cuándo?
—Desde el sábado.
—A mediodía estuvieron por aquí los del Club de Motociclismo de Farnham. Una docena. Aparcaron las motos fuera y entraron a tomar algo. Y también vino un grupo de cuatro en un coche. Dos hombres y sus mujeres, digo yo. Pidieron un plato de embutido, el menú del labriego.
—¿Nadie más?
—Sí, vino otra pareja por la tarde. Un tipo en una moto acompañado de su novia. Me llamó aparte, eso es, y me preguntó si me quedaba alguna habitación. Le dije que el mío no era un establecimiento de esos, y que a lo mejor tenía suerte en el Tup's Spinney —contestó Wellings con una sonrisilla.
Madden se quedó a la espera de una explicación, pero Gates prosiguió:
—¿Y el domingo?
—Vinieron más. Bastantes más. Cuatro coches entre mediodía y las dos. Seis hombres y cuatro mujeres, si no recuerdo mal. Dos coches viajaban juntos. Iban a la costa. Y luego por la tarde llegó otro coche con un hombre, su mujer y su hijo. Pero lo único que querían era que les indicase. Se habían perdido.
—¿Vio algún otro coche durante el día? ¿Alguno que pasara por el pueblo, aunque no parara?
—¿O alguna moto? —añadió Madden.
Wellings se mantuvo un instante en silencio, con el ceño fruncido, exagerando el gesto de estar concentrado. Lo negó con la cabeza.
—No, no puedo asegurarlo a ciencia cierta. Es que como estoy aquí metido durante las horas de apertura… no me fijo demasiado en lo que pasa fuera. —Volvió a esbozar aquella sonrisilla.
El sargento Gates miró a Madden, quien sacudió la cabeza.
—Gracias, señor Wellings. —Y cerró el cuaderno. Fuera, le preguntó a Madden—: ¿Qué piensa, señor?
—Creo que está mintiendo.
—Yo estoy de acuerdo, pero ¿sobre qué? —El sargento arrugó la nariz—. Es un cerdo en toda regla, si me perdona la expresión. Los dos últimos dueños se marcharon porque no conseguían rentabilizar el negocio. Pero de alguna manera este se las apaña, y la pregunta evidente es cómo lo hace.
—¿Sigue sirviendo después de la hora del cierre?
—Pues eso y que vende cartones de tabaco a precio inferior al del mercado; por lo menos eso me han dicho. Creemos que trafica con mercancías robadas, pero hasta la fecha no hemos sido capaces de echarle el guante.
—Disponemos de un listado de objetos que han desaparecido de Melling Lodge. Si alguno apareciera por esta zona, deténganle. Da igual que haya conexiones o no. Que pase por el trago.
—Será un placer, señor.
Madden se puso la chaqueta.
—¿Qué dijo de aquel hombre de la moto que iba con la novia?
—Que a lo mejor tenía suerte en el Tup's Spinney. —Gates señaló con el dedo—. Eso está en medio del campo. Es un sitio muy conocido entre los chicos y las chicas de aquí, si me entiende lo que le digo. —Lanzó un resoplido y luego añadió—: Wellings tiene buen ojo para las mujeres, dicen. Especialmente si se trata de la esposa de otro. ¡Menudo tipo asqueroso!
Cargaron la bicicleta del sargento en el maletero del Humber y Madden le acercó hasta Craydon. Cuando volvía por la misma carretera, al pasar por Oakley vio a Wellings en la acera a la puerta de la tienda del pueblo, hablando con una joven de pelo corto. Madden vio cómo hizo un alto en la conversación mientras observaba el coche pasar.