Capítulo 6

A las nueve en punto del día siguiente, el inspector jefe Sinclair se dirigió al equipo de detectives que estaba congregado en el salón parroquial.

—Aquellos de ustedes que tienen experiencia en la investigación criminológica quizá ya se hayan percatado de los problemas a los que nos enfrentamos en este caso en concreto. La mayoría de los asesinatos, como sabemos, bien tienen un origen doméstico, bien son perpetrados como consecuencia de algún otro delito. Posiblemente podemos descartar el primer tipo en este en particular. Y, si bien el atraco se configura ciertamente como un posible factor en Melling Lodge, también hay razones para creer que este no fue el móvil principal. De hecho, parece probable que quienquiera que irrumpiese en la casa lo hiciera con la intención de asesinar a todos los que estaban en su interior.

Sus palabras concitaron los murmullos de los allí congregados. Entre la docena de detectives reunidos se encontraban hombres de paisano del Departamento de Investigación Criminal de Guildford y un grupo de Scotland Yard, incluidos Madden, Styles y un sargento detective llamado Hollingsworth. Estaban sentados en sillas de respaldo recto dispuestas de cara a un estrado con una mesa, a la que estaba sentado Sinclair en el centro, flanqueado por el inspector jefe Norris a un lado y un agente uniformado de alta graduación al otro. También en el estrado, pero sentados aparte, estaban lord Stratton y un hombre de mediana edad que Boyce había identificado como sir Clifford Warner, el jefe de policía de Surrey. Al lado había una bolsa de lona cerrada con un cordón corredero.

—En un caso de esta naturaleza es de esperar que surjan las especulaciones. Ya habrán visto algo de eso en los periódicos de esta mañana. Aparentemente estamos buscando a una banda armada. —El inspector jefe se detuvo—. Eso puede ser cierto o no. Ojalá lo sea. Seguro que uno de ellos pronto abre la boca. Veo también que ciertos medios señalan como responsable al Sinn Fein. Quizá sea de utilidad que les proporcione ciertas informaciones sobre el coronel Fletcher. Nació en la India y fue nombrado oficial del Ejército indio antes de regresar a Inglaterra, donde le destinaron al ejército profesional. En la guerra sirvió en el Signal Corps y luego se estableció con su familia aquí en Surrey. Ni él ni su mujer han estado jamás en Irlanda, por lo menos por lo que sabemos.

Sinclair se alisó sus cabellos grises, perfectamente arreglados. Su mirada se detuvo un instante en Madden, que estaba sentado en la primera fila de sillas al lado de Boyce. El inspector tenía un aspecto pálido y demacrado.

—Esta investigación en un primer momento se llevará a cabo en Highfield —prosiguió Sinclair—. El párroco ha puesto a nuestra disposición este salón, y mi intención es usarlo como la principal sede de los interrogatorios y también como punto central de recogida de información. El señor Boyce estará al cargo, junto con el inspector Madden, a quien muchos de ustedes ya conocen. Los ayudará el sargento detective Hollingsworth, de Scotland Yard. La policía uniformada trabajará con nosotros en estas primeras fases bajo la dirección del inspector jefe Carlyle, de Guildford. —Sinclair señaló al policía uniformado que estaba a su lado—. Sus hombres llevan una hora rastreando los bosques que hay detrás de Melling Lodge. Esa tarea proseguirá durante todo el día… y durante el tiempo que sea necesario. —Hizo una pausa—. Unas palabras sobre los interrogatorios. Los del pueblo han sido informados, e irán viniendo por tandas que comenzarán a llegar dentro de unos quince minutos. Quiero saber cómo pasaron el fin de semana, y en particular dónde estaba cada cual entre las ocho y las diez de la noche del domingo. —Calló un instante para imprimir énfasis en lo que iba a decir a continuación—: Hay que hablar con todos los habitantes del pueblo. Necesitamos saber si vieron u oyeron algo fuera de lo normal, por trivial que parezca en un principio. Por otro lado —prosiguió—, en el interrogatorio habrá que preguntarles de manera más general por los forasteros. En una pequeña comunidad rural como esta, enseguida se fija uno en los que no son del lugar. ¿Vieron a alguien el domingo o los días anteriores? Con la ayuda de la policía de Surrey vamos a hacer la misma pregunta por los pueblos de alrededor. Desgraciadamente, sea por casualidad o por desgracia, esto no se había podido producir en peor momento. —El inspector jefe frunció el ceño—. Me refiero, por supuesto, a la acumulación de días festivos el pasado fin de semana. Parece que la mitad del país se desplazó de sus lugares de residencia, y me temo que nos encontraremos con que incluso Highfield ha tenido su ración de turistas y gente de paso. —Abrió un cartapacio y sacó un folio—. Aquí hay una lista parcial de objetos desaparecidos de Melling Lodge. Ha sido proporcionada por la cocinera, la señora Dunn. No está segura de lo del piso de arriba; tendremos que comprobar ese particular con la sirvienta Brown cuando la traigan de Guildford. Se trata fundamentalmente de objetos de plata y de joyas de la señora Fletcher. —Alzó la vista—. Y, por cierto, no son las mejores piezas. Se está haciendo circular entre el gremio de joyeros y prestamistas por el procedimiento habitual. Consúltenla si es preciso. —Sacó otro folio del cartapacio—. Están cotejando las huellas que se han tomado en la casa con las de sus habitantes y otras personas que se sabe que venían a menudo a la casa. Eso llevará un tiempo. También tenemos una pisada. —Levantó el folio—. Este es un dibujo del vaciado de la huella que tomaron en el lecho del arroyo que hay al fondo del jardín. Una bota de tipo militar, del cuarenta y cinco. Fíjense en el tacón. —Sinclair mostró el dibujo, en el que se veía cómo del borde del tacón faltaba un trozo con forma de flecha—. Habrá que cotejarlo con las botas de todos los hombres del pueblo, y también con el calzado del coronel Fletcher. El señor Boyce se encargará de organizar esto. —Hizo otra pausa—. Se han encontrado varias colillas de cigarro junto al cuerpo de James Wiggins en los bosques que se extienden por encima de la casa. Se han mandado al laboratorio nacional para analizarlas. Son todas de la misma marca: Three Castles. Wiggins no fumaba esos. Averigüen quién fuma cigarrillos en el pueblo y su marca habitual. —El inspector jefe extrajo otro folio del cartapacio. Se quedó mirándolo durante unos segundos—. Tengo un informe preliminar del doctor Ransom, el forense —prosiguió—. Una descripción de las lesiones sufridas por las tres víctimas que estaban en la planta baja de Melling Lodge y por Wiggins. Estoy a la espera de recibir a lo largo del día, por correo desde Guildford, un informe más detallado sobre las lesiones sufridas por la señora Fletcher. Las cuatro víctimas a las que me he referido fueron asesinadas con la misma arma, o por armas idénticas. El doctor Ransom la describe como una hoja relativamente estrecha, de no más de dos centímetros de ancho, de sección transversal triangular, con una vertiente afilada y la otra roma. La profundidad de las heridas oscila entre diez centímetros, en el caso de Alice Crookes, la niñera, cuyo cuerpo fue encontrado en la cocina, y quince centímetros, en el caso del coronel Fletcher. No se han encontrado heridas de salida. El doctor Ransom no puede determinar si el autor de las heridas era un hombre diestro o zurdo. La razón es que fueron realizadas con «un notable grado de uniformidad» y, sigo citando, «siendo tanto perpendiculares a la piel como horizontales en su trayectoria». El doctor añade otra observación: «en todos los casos se produjo algún daño colateral al tejido cuando se retiró el arma». —Sinclair volvió a meter el folio con cuidado en el cartapacio. Sus ojos se encontraron con los de Madden—. El doctor Ransom está de acuerdo con el inspector Madden y conmigo mismo en que estas heridas son típicas de las inflingidas por el sable-bayoneta que utiliza habitualmente el Ejército británico. Aquí tengo uno. —Sinclair aflojó el cordón de la bolsa de lona y sacó una bayoneta enfundada. Extrajo el reluciente acero de la vaina y lo alzó—. Fíjense en las similitudes con el arma del delito descrita por el doctor Ransom: una vertiente roma —explicó mientras pasaba el dedo por la parte superior de la bayoneta— y la otra afilada. Quizás les llame la atención que un arma de esta longitud, cincuenta y tres centímetros, fuese la utilizada para ocasionar unas heridas tan poco profundas. El inspector Madden se lo explicará.

Madden se puso en pie y se giró hacia los detectives. Habló con voz monótona:

—Lo que tengo que decirles le resultará familiar a cualquiera que haya combatido en el campo de batalla. Para el resto, describiré brevemente el entrenamiento que recibieron los soldados de infantería durante la última guerra. Un soldado cualquiera, armado con fusil y bayoneta, tendería automáticamente a clavar el arma tan profundamente como pudiera; hasta atravesar el cuerpo, en realidad. Pero tiene que aprender a no hacerlo —prosiguió—. La piel y el tejido muscular se adhieren a la hoja dificultando su extracción. El método correcto, tal y como se enseña en el Ejército, es una incisión corta, una punzada, seguido de un giro de noventa grados para romper la fricción cuando se saca el arma. Todas las heridas de las que se ha hablado presentan estas características.

Uno de los detectives de Guildford levantó la mano.

—Señor, ¿está usted diciendo que en estos asesinatos se usó una bayoneta sujeta a un fusil?

—Efectivamente.

—¿Los mató a todos el mismo hombre?

—Eso creo. —Madden hizo una pausa—. Han oído ustedes lo que ha dicho el forense: «un notable grado de uniformidad». Yo iré un paso más allá y diré que quienquiera que fuese el autor de los asesinatos era un experto en el uso del arma. Sólo necesitó una punzada para cada persona. O se trata de un hombre con mucha experiencia o, lo que es aún más probable, que era él mismo un instructor. Posiblemente un sargento del Ejército.

De nuevo se alzó una ola de murmullos desde donde estaban los detectives. Madden miró a Sinclair y se sentó.

—En fin —dijo el inspector jefe consultando la hora—, si no hay más preguntas, sugiero que nos pongamos manos a la obra.

—Gracias, inspector jefe. Un buen resumen, si me permite decirlo. —Sir Clifford Warner se detuvo en lo alto de las escaleras del salón parroquial para estrecharle la mano a Sinclair. Lord Stratton estaba detrás de él—. ¿Me tendrá informado?

—Por supuesto, señor.

El jefe de policía de Surrey lanzó una mirada inquisitiva a Madden mientras se alejaba.

—Hace un momento estaban hablando de ti, John. —Sinclair rellenaba la pipa con tabaco guardado en una bolsita de cuero—. Warner quería enterarse de tu encontronazo con el lord lugarteniente.

—¿Se ha quejado Raikes? —preguntó Madden.

La palidez de Madden llamaba más la atención a la luz de la mañana. Sinclair se preguntaba si le habría perturbado la evocación de los cuerpos acuchillados con la bayoneta. Eran colegas desde hacía mucho tiempo: se conocían desde antes de la guerra, cuando Sinclair ya había reparado en aquel joven detective alto que descollaba entre todos los uniformados. Había llovido mucho desde entonces…

—Ni lo sé ni me importa. Deja que Raikes vuelva a lo que mejor se le da: acribillar pájaros y animales inocentes y estar al margen de los asuntos policiales. —El inspector jefe encendió una cerilla—. ¿A Oakley, decías?

—Sí, señor. —Madden dio una calada al cigarrillo que acababa de encender—. Está al otro lado de las montañas. Me gustaría ir. Creo que es posible que nuestro hombre viniera de aquella dirección.

—Entonces necesitarás un coche.

—Lord Stratton se ofreció a prestarnos uno.

—Pues sí. Y yo lo he aceptado. ¡Dios sabe que no sacaremos nada de Scotland Yard!

La actitud de Scotland Yard hacia el transporte motorizado (el cuerpo no veía justificado proporcionar vehículos a los policías si tenían dos pies en perfectas condiciones) era un motivo recurrente de descontento por parte del inspector jefe, queja sólo superada por su obstinada y hasta entonces fallida campaña en favor de la instalación de un laboratorio policial centralizado.

—Por cierto, Stratton se puso de tu parte —prosiguió—. Admitió que Raikes había hecho mal en entrar en la casa y peor en invitarle a entrar. Le llamó bruto. Me ha alegrado bastante el día su señoría…

Madden pisó el cigarrillo.

—¿Qué me dice de la prensa, señor? ¿Ha hablado usted con ellos?

—Tengo una reunión convocada para el mediodía. Por el momento, y que esto quede entre nosotros, no voy a negar la hipótesis de la banda, si es que alguien la plantea. Un hombre solo por ahí suelto… en estos momentos resulta inquietante.

Se alejaron al ver congregado al pie de la escalera al primer grupo de gente del pueblo que venía a ser interrogada. Vestidos con ropa de ir a misa, observó Sinclair: los hombres de traje y corbata, y las mujeres tocadas con sombrero. Sinclair rezó en silencio su propia oración: Que alguien recuerde algo, lo que sea, una cara, una descripción

Una joven se arrodilló para atarle el gorrito a un bebé. El rostro de Sinclair se endureció al verlo.

—Luego iré a ver a la doctora Blackwell —añadió—. No me agrada que esa niñita se quede en su casa. Debería estar en el hospital. La doctora tendría que entenderlo. ¿No se la puede convencer para que se avenga a razones?

—No es una mujer a la que se convenza fácilmente, señor. —La cara de Madden era una máscara.

—Ah, ¿no? —La mirada del inspector se iluminó—. Ya lo veremos. Cuento con tener unas palabras con ese dragón.