Madden vivía con fantasmas. Le rondaban en los sueños: hombres que había conocido en la guerra, algunos de ellos amigos y otros la imagen a duras penas recordada de un rostro. La mayoría eran los jóvenes con los que se había alistado, dependientes y trabajadores de las pañerías, oficinistas que trabajaban en la City y aprendices. Juntos habían marchado por las calles de Londres vestidos de civil al son de las bandas de metal, héroes por un día ante las multitudes que con vigor agitaban las banderas, llenos de orgullo y coraje, sin que ninguno de ellos se imaginara ni por asomo el destino que les esperaba: las ametralladoras alemanas. El coraje desapareció en el Somme en el transcurso de un sólo día estival. Al ser uno de los pocos supervivientes de su batallón, Madden había llorado la muerte de sus compañeros. Durante un tiempo su pérdida era como una herida abierta. Sin embargo, a medida que fue avanzando la guerra, dejó de pensar en ellos. Otros hombres morían a su alrededor y sus muertes, también, fueron teniendo menos y menos significado para él. Sin ninguna esperanza de sobrevivir él mismo, se fueron anestesiando sus emociones, y al final ya no sentía nada.
Nunca hablaba de la época pasada en las trincheras. Como muchos otros que regresaron al lograr sobrevivir milagrosamente a la matanza, había intentado apartar la guerra de su mente y había hecho todo lo posible por cerrar el paso a cualquier recuerdo. Cuando le ofrecieron volver a su trabajo, dudó antes de aceptar. Había tomado la decisión de abandonar la Policía Metropolitana antes de la guerra con la esperanza de descubrir una vida nueva en el entorno familiar del campo. Y aunque después de la guerra terminó reenganchándose al camino que en su día había tomado y, ciertamente, en las exigencias del día a día de las labores de investigación logró al menos encontrar un escudo contra el osario de recuerdos que amenazaban con atraparle, no podía librarse de la mano helada del pasado. Siempre sentía un abismo bajo los pies.
Las noches no le concedían tregua, pues lo que apartaba de su mente durante el día lo revivía en sus sueños, en los que le perseguían las caras de antiguos compañeros y otras imágenes, más terribles aún, del campo de batalla. De ellos despertaba, noche tras noche, asfixiado por el olor imaginario del sudor y la pólvora, y por el hedor nauseabundo de los cuerpos semienterrados.
Durante un tiempo albergó la esperanza de que todo aquello pasaría. De que sus recuerdos se irían haciendo cada vez más vagos y de que volvería a encontrar la paz. Pero vivía bajo la sombra alargada de la guerra, y según pasaba el tiempo y se acentuaba esa sombra empezó a verse como un herido crónico, una víctima de un conflicto que no había conseguido matarle pero que le había dejado lastimado para siempre.
Cada vez más solitario, veía su vida como lo único que le quedaba: un velero desvencijado capaz de atrapar el viento, pero que no terminaría llevándole a ningún puerto.