Capítulo 4

En el patio delantero había cada vez más gente. Detrás del primero había estacionado un segundo furgón policial, y al otro lado de la fuente, junto a la pared cubierta de hiedra, estaba aparcado un coche, un gran Vauxhall. No había tantos agentes uniformados, pero varios hombres vestidos de paisano formaban un corro cerca de las escaleras centrales. Madden estaba buscando a Stackpole, y lo encontró al lado de una mesa montada sobre caballetes, encima de la cual descansaban unas fuentes con bocadillos y un gran termo de té.

—Cortesía de las mujeres del pueblo, señor. ¿Le apetece una taza?

—Ahora no, gracias. Tengo que ver a la doctora Blackwell. ¿Me podría indicar por dónde queda su casa?

—Haré algo mejor, señor. —Stackpole apuró el tazón de cobre y se limpió el bigote—. Yo mismo voy para allá. El señor Boyce mandó allí a un hombre esta mañana, pero hay que relevarle.

—Usted sí que podría hacer un descanso, agente.

—Ah, yo estoy bien, señor —le tranquilizó Stackpole, a quien se le pasó por la cabeza que bien se podía aplicar Madden lo que acababa de decir. Daba la impresión de que los ojos oscuros del inspector estaban aún más hundidos que de costumbre en su rostro demacrado—. Y al menos yo me iré a cenar después, que es más de lo que se puede decir de estos.

Seguido por Madden, Stackpole salió del patio y atravesó un huerto. Una puerta en el alto muro de ladrillo daba a un sendero que desembocaba en la carretera un poco más allá de la entrada de Melling Lodge. Madden se volvió y comprobó que ya se había disuelto el tumulto de gente del pueblo, si bien había varios coches aparcados a las puertas de la casa.

—Será la prensa londinense —aventuró.

El sendero serpenteaba entre setos. Los dos hombres caminaban el uno junto al otro. Al cabo de un rato, dijo Madden:

—Sin que esto salga de aquí, agente, le diré que no pensamos que se trate de un atraco. Más bien parece que los asesinatos fueron intencionados, incluso planificados con antelación.

A Stackpole se le cortó la respiración.

—Resulta difícil creerlo, señor. Si hubiera conocido usted a la familia…

—Era gente querida, ¿verdad?

—Más que eso. La señorita Lucy, la señora Fletcher, nació aquí, en Melling Lodge. La mansión tenía que haberla heredado su hermano, pero lo mataron en la guerra. Cuando vino a instalarse con el coronel, para ella debió de ser como volver a casa. Y por lo que respecta al pueblo… Bueno, no encontrará ni a una sola persona que no estuviera encantada de su regreso.

Habían llegado a una zona arbolada, un ramal de bosque que bajaba desde las colinas de Upton Hanger. La carretera giraba hacia la derecha, pero Stackpole le indicó una estrecha vereda que se internaba en el bosque.

—Esto es un atajo para ir a la casa de la doctora, señor. Nos ahorraremos diez minutos.

La vereda, oscura como un túnel, discurría bajo una densa bóveda de hayas y castaños. Faltaba poco para la puesta de sol. Cuando llegaron a la puerta de un jardín, Madden se detuvo. Sacó los cigarrillos.

—Agente…

—Gracias, señor.

—Me dijeron que usted acompañaba a la doctora Blackwell cuando encontró a la niña. —Encendió una cerilla.

—Pues sí. —Stackpole tragó una bocanada de humo—. Ya había empezado a buscarla cuando llegó la doctora Helen… la doctora Blackwell, y nos pusimos otra vez a buscar. Fue ella quien la encontró, metida debajo de la cama en la habitación de los niños. ¡Pobre criatura! Estaba apretujada contra la pared, tumbadita con los ojos cerrados. Debió de oírnos llamarla, pero no hizo nada de ruido. Cuando la doctora Helen la sacó de allí, estaba toda rígida y tenía pelusas pegadas al pelo. No decía ni pío. La doctora la envolvió en una sábana, la metió en su coche y la trajo aquí inmediatamente.

—¿Conoce usted a la doctora Blackwell desde hace mucho?

—Desde que éramos niños, señor. —El agente esbozó una sonrisa—. La señorita Helen es del pueblo. Una buena médica, dicen.

—¿Es que no es la suya?

—Pues… no, señor. —Stackpole parecía avergonzado—. O sea, mi mujer y los niños van a su consulta, pero, como es una mujer, no está bien visto… Además está su padre, el viejo doctor Collingwood. Todavía sigue viendo a algunos pacientes.

Apagaron los cigarrillos. Madden descorrió el cerrojo de la puerta. Cerca, un haya péndula extendía sus ramas sobre un rincón del césped. Se fijó en el perfil de la casa contra el cielo del crepúsculo. Como Melling Lodge, estaba frente a los bosques de Upton Hanger, que mostraban toda su profundidad y misterio a esa hora. El mismo arroyo que habían cruzado en un momento anterior del día separaba los montes de un huerto situado al fondo del jardín, que estaba cercado por una pared baja de piedra.

Avanzaron por la suave pendiente de hierba que conducía a la casa, donde seguían abiertas las cortinas de un amplio mirador. La luz del interior se extendía sobre una gran terraza rodeada de macetas. Las rosas trepaban por un enrejado. Un profundo aroma a jazmín flotaba en el ambiente.

A medida que se iban acercando a la casa, se oyeron unos ladridos y se abrió una puerta. Stackpole se llevó la mano al casco para saludar.

—Buenas tardes, señorita Helen.

—Hola, Will. —La alargada silueta de la doctora se dibujaba contra la luz—. ¡Échate, Molly! —ordenó en cuanto un pointer negro salió disparado por la puerta para acercarse dando brincos hasta los hombres.

—Este es el inspector Madden, de Londres. Señor… la doctora Blackwell.

Se estrecharon la mano. Helen Blackwell la apretó con firmeza.

—Pasen, por favor. —Los condujo hasta el salón—. Les estaba esperando. Únicamente desearía que las circunstancias no fueran tan atroces.

Madden se quitó el sombrero.

—Siento que la tuvieran que avisar esta mañana, señora —se disculpó—. Supongo que eran amigos.

—Así es. Aquello fue espantoso. —Helen Blackwell tenía el pelo fuerte y claro, peinado hacia atrás, con una coleta adornada por un lazo. Sus ojos eran de un azul insólito, notó Madden: oscuros, casi de un tono violáceo. También se fijó en su belleza, aunque lo que más le impresionó fueron los rasgos de carácter que traslucía su cara. Tenía una mirada muy directa—. Conocía a Lucy Fletcher desde siempre. Crecimos juntas; la gente nos tomaba por hermanas.

Y guardó silencio, pero Madden intuyó que tenía algo más que añadir y esperó.

—No me detuve a examinar con detenimiento los cuerpos esta mañana. No habría estado bien. ¿Me puede decir si Lucy, o sea, la señora Fletcher fue…?

—¿Forzada? —Instintivamente evitó el término más explícito—. No lo sabemos. El forense realizará las autopsias en Guildford, probablemente esta misma noche.

Stackpole tosió. La doctora Blackwell se giró hacia él.

—Tengo entendido que hay un agente aquí, señorita Helen.

—En la cocina, Will. Allí encontrarás a Edith. Le pides que prepare una fuente de bocadillos, si no te importa. Y por favor sírvete tú mismo.

Madden hizo ademán de empezar a hablar en cuanto les dejó el agente, pero ella le interrumpió con un gesto.

—Siéntese, inspector. Debe de estar usted agotado.

Madden la obedeció agradecido. La doctora Blackwell se acercó a una bandeja con bebidas. De una licorera sirvió un vaso de whisky y se lo llevó al inspector.

—Tómeselo. Es prescripción facultativa.

Su sonrisa, franca y amable, le cogió por sorpresa. La doctora se sentó junto a una mesa llena de fotografías en marcos de plata de jóvenes con uniforme militar. Aunque Madden apartó enseguida los ojos de allí, la doctora se había percatado de la dirección de su mirada.

—Los dos de la izquierda son mis hermanos. A David lo mataron en la batalla del Somme. Era el más pequeño. Peter era piloto. Sólo duró tres semanas. Mi madre falleció de un problema cardiaco el año antes de que estallara la guerra, y ahora me parece una bendición. —Se quedó callada un instante. Luego con un gesto señaló otra de las fotografías—: Y ese es mi marido, Guy. También lo mataron. Una bala perdida, me dijeron. —Su mirada se cruzó con la de Madden—. Escenas de un salón inglés en torno a 1921. —Madden no tenía palabras—. Hoy pensaba en ellos cuando fui a la mansión. En que lo que más detestaba de la guerra era cómo se cebaba con ciertas personas seleccionadas al azar y las destruía. Y en que yo creía que, al menos eso, ya había terminado.

Llamaron a la puerta y entró una sirvienta con una bandeja de bocadillos. La puso en una mesa auxiliar que estaba junto a Madden. La doctora Blackwell se recompuso. Después dijo:

—¿En qué puedo ayudarle, inspector? ¿Quiere que redacte un informe?

—Estamos preocupados por la hija de los Fletcher. Quisiéramos trasladarla al hospital de Guildford cuanto antes.

—Me temo que eso es totalmente imposible.

La respuesta fue tan rápida que Madden tuvo que pensar dos veces si la había oído correctamente. Dejó el vaso sobre la mesa.

—Doctora Blackwell, se trata de un asunto policial.

—Lo entiendo perfectamente. Aun así, no cambia nada. —Hablaba con voz pausada, pero su expresión denotaba inflexibilidad—. Sophy estaba en un estado de shock agudo cuando la encontré esta mañana. No podía moverse ni hablar. La rigidez, síntoma de una modalidad de parálisis histérica, ha remitido ligeramente, pero aún no ha pronunciado ni una palabra, y no sé cuándo lo hará. Lo peor ahora sería llevarla con extraños. Me conoce a mí y a todos los de esta casa, y confía en nosotros. No hay nada que vayan a hacer en el hospital que no pueda hacerse aquí.

—Es una testigo potencial…

—Soy perfectamente consciente de ello. Por supuesto, tiene mi beneplácito para destacar un policía aquí. O varios, si lo desea. Pero no consentiré que la trasladen.

La firme mirada de la doctora parecía sellar con lacre sus palabras. A pesar de la sorpresa, Madden había escuchado atentamente lo que le había dicho y, mientras tanto, se había dado cuenta de que la blusa de seda pálida de la doctora llevaba bordadas unas hojas verdes. Tomó rápidamente una decisión.

—Creo que tiene usted razón —admitió—. Se lo comunicaré a mi inspector jefe.

La dureza del semblante de la doctora se transmutó inmediatamente en la misma sonrisa franca que lucía anteriormente.

—Gracias, inspector.

—Pero debo ver a la niña.

—Por supuesto. Está en la cama. Venga conmigo.

Lo condujo a través de un vestíbulo y luego escaleras arriba. Tras ella, Madden captó los efluvios de un perfume de jazmín, una especie de resonancia del aroma de la terraza exterior. Se pararon ante una puerta que estaba cerrada en el pasillo de la planta de arriba.

—Un momento, por favor. —Abrió la puerta y echó un vistazo al interior—. Pase. Intente no despertarla.

—¿No está sedada?

—Le di algo antes, pero ya se le habrá pasado el efecto. Está durmiendo con total normalidad. Y me gustaría que siguiera así.

Madden la siguió al interior de un dormitorio en el que estaba encendida una lamparita de noche. Una joven de pelo oscuro con uniforme de servicio se levantó de una silla en cuanto entraron. La doctora Blackwell le hizo un gesto para que volviera a sentarse.

—Esta es Mary —le susurró—. Sophy la conoce bien. Salen juntas a pasear por el bosque cuando viene de visita.

Madden se acercó a la cama. Al ver la cabecita rubia hundida en la almohada, sintió resucitar un antiguo pesar, y allí permaneció durante un buen rato, inclinado sobre ella, escuchando el ritmo apenas audible de la respiración de la niña, a su modo de ver precioso.

La doctora Blackwell le observaba y se admiró de la mueca de dolor que se le había quedado congelada en la cara. Antes había sentido curiosidad. Le habían asaltado multitud de preguntas sobre aquel hombre de aspecto rudo que llevaba la huella de las trincheras en sus ojos oscuros y ojerosos. Un año de experiencia en un hospital militar le había enseñado a reconocer los signos, pero se había sorprendido al hallarlos en el rostro del inspector. La policía había sido una de las profesiones menos afectadas por la guerra.

Entonces, también de repente, le vino a la mente otra imagen, cruda y desconcertante, que le hizo ruborizarse y morderse el labio. Y pensó en lo cruel que podía ser la vida. Tan descorazonadora e indiferente.