Capítulo 2

En cuanto Billy atravesó el marco roto de la puerta y se internó en la casa, el olor de los cadáveres en descomposición le hizo sentir náuseas, y tuvo que clavarse las uñas en las palmas de las manos para evitar las arcadas.

Aunque le lloraban los ojos, intentó hacer caso omiso del hedor y concentrarse en lo que tenía ante él. Habían entrado en el salón; hasta ahí no tenía dudas. Madden se inclinaba sobre el cuerpo de una mujer joven que permanecía tumbado en el suelo en medio de la estancia. Estaba de lado con las piernas separadas, como un corredor en plena carrera, con las manos intentando agarrarse a la nada. Billy advirtió el vestido negro y los volantes de los puños. Esta debe de ser la sirvienta, Sally Pepper, se dijo.

Se fijó en la bandeja y en los utensilios para el café, un recipiente de plata y dos tacitas y platitos que yacían esparcidos sobre una alfombra de color crema rematada en el borde por unas hojas de parra. El café derramado había dibujado una flor sobre ella. Pétalos negros para una corona funeraria.

Sabía que habían apuñalado a la mujer, Madden se lo había dicho antes, pero no veía dónde. Entonces se fijó en que el inspector examinaba un pequeño desgarrón en el uniforme de la doncella, en la pechera. Daba la impresión de que el tejido negro había ocultado la sangre.

A Billy le sorprendió lo poco que habían tocado. Aparte de la puerta destrozada y la lastimosa figura sobre la alfombra, el resto de la habitación parecía relativamente intacto. Las mesas y las sillas estaban en su sitio. No había nada desordenado. Una vitrina llena de porcelana seguía cerrada, con el cristal entero. Un par de pastoras adornaban la repisa de la chimenea de piedra labrada, sobre la cual se elevaba un cuadro con el retrato de una mujer sentada en un sofá con dos niños pequeños, un niño y una niña, a cada lado. Los tres eran rubios.

Billy empezó a sudar. El olor era cada vez peor. Se dio cuenta de que Madden no le quitaba ojo.

—Si va a vomitar, agente, hágalo fuera.

—No lo haré, señor. Seguro.

Madden le miró incrédulo. Billy apretó los dientes. Siguió con la mirada al inspector, quien se alejó del cuerpo para después cambiar de opinión y volver a acercarse, esta vez para examinar la espalda. Se inclinó y escudriñó la zona entre los omóplatos. Billy se preguntó por qué. Allí no había nada que examinar. Respiró profundamente y enseguida tuvo que controlarse porque le volvían las náuseas.

No lo entendía. Durante los tres años que llevaba en el cuerpo había tenido una buena ración de cadáveres, no todos precisamente agradables. Cadáveres de una semana hallados en casas abandonadas. Cuerpos flotantes recogidos en el Támesis. A principios de ese año se había enfrentado a su primer caso de asesinato desde que pasó de la policía uniformada al Departamento de Investigación Criminal: un viejo prestamista que recibió una paliza mortal en su tienda de Mile End Road. El cráneo había quedado reducido a una pasta viscosa roja, y sin embargo el detective Styles no se había inmutado. ¿Por qué ahora?

Al intentar buscar una explicación, Billy presintió que se debía a la atrocidad de lo ocurrido en esa casa. Lo había visto en las caras de los habitantes del pueblo y de los hombres que esperaban fuera. Incluso el rostro de Madden, por lo general poco expresivo, dejaba entrever cierta incredulidad mientras le relataba con toda crudeza los detalles del caso en el taxi a Waterloo. Aquello no debería haber sucedido: esa era la conclusión a la que había llegado Billy a modo de explicación. No en la apacible campiña de Surrey, apenas a una hora en tren de Londres. ¡No en Inglaterra!

Madden se levantó. Bordeando el cuerpo, avanzó hasta una puerta interior que permanecía abierta y se paró en el umbral. Billy lo siguió. Ante ellos apareció un vestíbulo del que salía un pasillo que recorría toda la casa. A su izquierda, de una puerta sobresalía una pierna enfundada en un pantalón. Madden fue avanzando por el medio del pasillo alfombrado, con los ojos fijos en el suelo. Billy le iba pisando los talones.

Llegaron hasta el cuerpo, el de un hombre de mediana edad que yacía boca abajo con los brazos extendidos en forma de cruz. Tenía la cabeza girada hacia un lado, los labios estirados con un rictus agónico. Una puñalada en medio de la espalda le había dejado una oscura mancha en la chaqueta a cuadros que llevaba. El chorro de sangre que le salía de la boca y que caía al suelo delataba alguna herida interna de consideración. La forma circular del charco de sangre seca exhibía un entrante.

—¿Ve eso? —señaló Madden—. Alguien ha pisado ahí.

—¿Uno de los asesinos, señor? —Billy atisbo sorteando la figura de Madden.

—Lo dudo. La sangre ya estaba seca. Anótelo para el señor Sinclair.

Madden pasó con cuidado por encima del cuerpo. Billy le siguió al tiempo que buscaba su cuaderno de notas. Llegaron a un despacho forrado de roble, amueblado con un escritorio y dos sillones de piel. Las paredes estaban llenas de retratos, la mayoría de hombres con uniforme militar. En algunas aparecían sentados en sillas, con poses muy rígidas. Otras eran menos formales. También había cuadros de partidos de polo y de tiro al plato. Madden parecía más interesado en un par de escopetas colocadas sobre un estante de la pared.

—¿Estaría intentando alcanzar una de esas? —dijo pensando en alto.

—O el teléfono, señor. —Billy aprovechó la oportunidad de participar. Señaló el aparato que había sobre el escritorio.

Madden emitió un gruñido. Seguía con la vista clavada en el estante de las escopetas, frunciendo el ceño.

—Falta algo de la repisa de la chimenea, señor —aventuró una vez más Billy. Se encontraba mejor. Allí el hedor era menos intenso—. Esa marca en el papel pintado…

—Muy probablemente un reloj —contestó Madden sin darse la vuelta—. Quizás hubiera otras cosas aquí. Copas de plata. La sirvienta lo sabrá.

Madden salió de la estancia y desanduvo el pasillo, echando un vistazo al interior de cada habitación. Se paró sólo en una, el comedor, sobre cuya mesa descansaban aún los platos y cubiertos de la cena de la noche anterior.

En el extremo del pasillo había una puerta batiente. El inspector la empujó para entrar. A Billy, al seguirle, le dieron arcadas, tan fuertes que estuvo a punto de vomitar cuando un acre olor le invadió los orificios nasales. Se encontraban en la cocina. El sol de la tarde caía, a través de las ventanas desnudas, sobre una mesa en la que descansaba una fuente con restos de pollo asado junto a un refulgente jamón. Al acercarse Madden, se levantó una nube de moscas que enseguida volvió a posarse en la comida. Detrás de la mesa había una silla tirada, y justo a continuación yacía el cuerpo de una mujer sobre el suelo de piedra, medio apoyado contra la pared. Tenía el pelo gris y estaba rellenita. Llevaba puesta una blusa blanca manchada de sangre y una falda larga, hasta el tobillo, de un tejido azul marino. Su cara reflejaba una expresión de sorpresa.

—La niñera —murmuró Madden. Y volvió los ojos a Billy, que había elegido ese momento para cerrar los ojos mientras intentaba controlar sus náuseas—. Déme su pañuelo, agente.

—¿Señor? —preguntó Billy, abriendo los ojos de golpe.

—Tiene pañuelo, ¿no?

—¡Claro, señor! —Se lo dio a Madden, quien lo mojó en el fregadero y se lo devolvió a Billy.

—Póngase esto en la nariz, hijo.

—Por favor, señor, no necesito…

—Obedezca.

Sin esperar a comprobar si se cumplía la orden, el inspector cruzó la habitación hasta donde yacía el cuerpo. Espantando las moscas, se inclinó, le desabrochó la blusa y se la abrió. Desde donde estaba, Billy veía la herida, limpia como un ojal, en el valle entre los nervados pechos. Madden se quedó mirándola mucho rato. Cuando se levantó, sus ojos tenían esa mirada perdida de «otro mundo», y Billy se sintió aliviado. Con la improvisada mascarilla húmeda que se había puesto en la nariz, el apestoso olor de la cocina se hacía más soportable, pero el pañuelo era también como una banda que le hacía sentir vergüenza. En cuanto salieron al pasillo, se lo quitó de un tirón.

Volvieron al vestíbulo, y siguió a Madden escaleras arriba hasta el piso superior. Al llegar al rellano, el inspector se paró en seco.

—¿Lo ve? —preguntó, señalando hacia algún lugar.

Billy escudriñó en las sombras. Incrustados en el pelo de la alfombra de color vino de la escalera se distinguían diminutos destellos de luz.

—¿Qué son, señor? —preguntó.

—Perlitas. Procedentes de una pulsera, diría yo. Las han pisado. Tenga cuidado.

Al final de las escaleras había otro pasillo, como el de abajo, que iba de extremo a extremo de la casa.

—Espere aquí —le ordenó Madden a Billy.

Avanzó por el ala derecha del pasillo revisando las habitaciones, y después volvió a la escalera. Se paró en la primera puerta del otro lado.

—Acérquese, agente.

En la voz del inspector se adivinaba un matiz que le hizo prepararse a Billy, quien recorrió los escasos pasos que le separaban de la puerta y entró en la habitación detrás de Madden. Al principio la penumbra no le dejaba ver nada. Las cortinas, que debieron de correrse por última vez la noche anterior, apenas dejaban pasar la luz del día. Entonces, cuando se le acostumbraron los ojos a aquella semioscuridad, avistó el cuerpo. La señora Fletcker, pensó Billy; la esposa del coronel: se acordaba muy bien del cuadro de la pared. Yacía boca arriba sobre la cama, como si hubiera caído atravesada, con las piernas separadas, los brazos extendidos y los dedos apretados. Un salto de cama de seda de diseño oriental, bordado con flores rojas y atado a la altura de la cintura con una banda, se desplegaba a ambos lados de la mujer sobre la cama, como un abanico medio abierto. Tenía las piernas y la parte de abajo del vientre desnudas. La visión del vello púbico hizo a Billy sonrojarse y darse la vuelta. No le veía la cara, pues la cabeza estaba inclinada hacia el otro lado, pero cuando, siguiendo a Madden, dio la vuelta a los pies de la cama, distinguió una melena rubia cayendo en cascada.

—Tenga cuidado —le advirtió Madden bruscamente—. Seguramente haya sangre en el suelo.

Billy se estaba preguntando cómo sabía eso el inspector (¿acaso veía en la oscuridad?), pero enseguida se hizo evidente la respuesta. Cuando al bajar los ojos distinguió un amoratado y profundo corte en aquel tronco de carne blanca, sintió una tremenda sensación de ultraje, la más fuerte de las que había experimentado durante ese día.

—¿Por qué harían eso? —no pudo evitar decir Billy—. ¿Por qué tenían que cortarle la garganta?

Al regresar a la terraza, se encontraron a Boyce esperándoles. Se estaba poniendo el sol; las sombras se alargaban.

—Ha llamado el señor Sinclair desde Guildford —le anunció a Madden—. Llegará pronto.

—Puede usted ordenar ya a los hombres que rastreen los jardines. —El inspector encendió un cigarrillo—. Pero de momento no entren en los bosques.

Boyce se preguntó qué conclusiones había sacado Madden del caos de dentro de la casa. Buscó en vano alguna pista en los oscuros y hundidos ojos del inspector.

—¿De verdad cree que llegaron por ahí?

El inspector se encogió de hombros.

—Si hubieran entrado en coche por las verjas delanteras, ¿por qué dar la vuelta hasta este lado para irrumpir en la casa? Podrían haber llamado a la puerta. —Y dirigiéndose a Billy añadió—: Encuentre a ese policía del pueblo… ¿cómo se llama? ¿Stackpole?

Billy volvió poco después con un agente alto con bigote. Madden le saludó.

—¿Conoce estos bosques? —le preguntó.

—Bastante bien, señor. —Stackpole le observaba con recelo. Ya se había hablado mucho del inspector de Scotland Yard que había mandado a paseo al lord lugarteniente.

—Entonces venga conmigo. Usted también, Styles.

Un camino de grava que comenzaba tras los arbustos del fondo del jardín desembocaba en una puerta de madera. Al otro lado del muro encontraron a un agente uniformado patrullando una pequeña pradera en medio de la cual corría un arroyo poco profundo. Era un hombre joven, no mucho mayor que el propio Billy, y de tonos similares: la piel clara y el pelo rojizo. Tenía la cara colorada por haber pasado tantas horas expuesto al achicharrante sol.

—Perdone, señor. —Se acercó con premura hacia ellos.

—¿Qué pasa, agente?

Madden se había parado para quitarse el sombrero y la chaqueta, que dejó colgados en la verja. Cuando se arremangó, Billy vio una maraña de cicatrices que le cubría todo el antebrazo, del tamaño y forma de una moneda antigua de seis peniques.

—La huella de una pisada, señor. Allí abajo, junto al arroyo. La vi antes.

—Enséñemela.

El agente les fue marcando el camino por el suave desnivel de la ribera.

—Allí, señor, junto a las piedras que hay colocadas para cruzar el arroyo —dijo, señalando con el dedo—. Venga por aquí.

El riachuelo, notablemente reducido tras las semanas de sequía, llevaba la mitad de su caudal habitual. El nivel que había alcanzado el agua en otros tiempos se distinguía por la presencia de una capa lisa de fango seco. Y allí precisamente estaba la tenue huella de una pisada, junto a una de las hileras de piedras que atravesaba el arroyo. Madden asintió con aprobación.

—Muy bien visto, agente.

—Gracias, señor.

—Suba hasta la casa. Salude al señor Boyce de mi parte y pídale que mande a un par de hombres aquí abajo con yeso de París. Dígales que, aunque no demasiado marcada, la pisada está muy bien definida, y que si van con cuidado pueden hacer un buen vaciado.

—Enseguida, señor —obedeció el agente, poniéndose en marcha al instante.

Madden se puso en cuclillas. Stackpole le imitó para escudriñar el lecho del arroyo.

—A lo mejor resbaló, señor. Al cruzarlo ayer por la tarde, cuando ya estaba oscureciendo…

—Es un hombre alto. —El inspector frunció el ceño—. Un cuarenta y cinco, diría yo. Tiene pinta de ser la pisada de una bota.

Stackpole arrugó el gesto.

—Claro, que podría ser de cualquiera.

Billy sintió la punzada de la envidia. Primero, aquel agente joven. ¡Y ahora el poli del pueblo!

Madden comenzó a cruzar las piedras del arroyo hasta llegar a la otra orilla. Casi inmediatamente llegaron a los bosques: primero ascendieron por una pendiente entre una plantación de arbolillos; después por una arboleda de altas hayas. Un océano de helechos y maleza cubría el suelo a ambos lados del sendero, que estaba en buen estado y era fácil de seguir. Hacía calor, y no corría ni una pizca de aire.

—¿Suben a menudo aquí los del pueblo? —preguntó Madden, girando la cabeza.

—Pues de vez en cuando, señor —contestó Stackpole pegado a los talones del inspector, que avanzaba a grandes zancadas—. Antes toda la ladera era un coto vedado de caza, pero eso fue antes de la guerra. Ahora lord Stratton no tiene más que dos guardeses, y sólo vienen por aquí muy de vez en cuando.

Jadeando tras ellos mientras intentaba seguirles el paso, Billy debía estar al tanto de las ramas que pudieran rebotarle en la cara. Cuando se le trabó el puño de la chaqueta en un matorral de zarzas, Stackpole se detuvo para ayudarle a soltarse. Bajo el casco se distinguía una sonrisa.

—Un chico de ciudad —musitó.

Billy se puso aún más colorado. Vio que Madden les observaba desde arriba con los brazos en jarras.

La pendiente se hacía aún más inclinada a medida que se aproximaban a la cima. Madden se detuvo. Inspiró profundamente.

—¿Agente?

—Sí, señor. Lo huelo perfectamente…

Stackpole miró en rededor esforzando la vista. A Billy le llegó un tufo a algo. Estaban en medio de una ladera empinadísima cubierta de pinos. La alfombra de helechos se extendía, sin calvas ni claros a ambos lados.

—No sabría decir de qué lado sopla el viento —se lamentó el agente.

—¡Silencio! —pidió abruptamente Madden.

Se quedaron callados. Billy escuchó un leve susurro a su izquierda, un poco más allá, entre la maleza. Madden cogió un palo y lo lanzó. Un escandaloso chillido rompió la quietud reinante, seguido al momento por el revoloteo de las negras alas de un par de cuervos que se elevaron desde el suelo para huir abriéndose camino entre los majestuosos pinos.

Madden y Stackpole se miraron.

—Echemos un vistazo —ordenó el inspector.

Madden dejó el sendero y se internó en la espesura de helechos, que le llegaban hasta la cintura. Sin dejar de mirar el lugar de donde habían salido los cuervos, fue ascendiendo la pendiente en diagonal. Stackpole le seguía de cerca. Billy, que tenía tanta dificultad como antes para ir a su paso, perdió el equilibrio en el empinado terreno y tuvo que agarrarse a una raíz para evitar deslizarse pendiente abajo. Se le cayó el sombrero. Lo cogió con la otra mano. Durante un instante se quedó allí espatarrado como si fuera una estrella de mar desplegada sobre la colina. Los otros pararon y volvieron la vista atrás.

—Todo bien, señor —dijo Billy con la voz entrecortada—. Ya voy —añadió mientras veía a Stackpole reírse entre dientes.

Cuando les alcanzó, estaban parados dándole la espalda, mirando con detenimiento el suelo. Madden tendió una mano para ayudar al sofocado Billy a subir por la colina. El joven agente vio que se habían parado delante de una zona en la que estaba aplastada la maleza. Ante ellos yacía en el suelo el cuerpo de un perrillo blanco. Más allá, el cadáver de un hombre, vestido con un abrigo harapiento. Estaba tumbado boca arriba, con la cabeza apuntando hacia la falda de la colina. Las manos, apretadas en la pechera, habían desgarrado la camisa manchada de sangre. Por ojos tenía sólo agujeros. Billy se estremeció ante la visión de las cuencas vacías, inundadas de sangre coagulada.

—¿Lo conoce usted, agente? —El tono de Madden no mostraba ninguna impresión.

—Sí, señor. —También Stackpole había palidecido de repente—. Un tal Wiggins, James Wiggins. Es del pueblo.

—¿Y qué podría estar haciendo por aquí?

—Cazar furtivamente, a buen seguro. —El agente se limpió la frente—. Ese abrigo que lleva tiene los bolsillos más profundos del condado. Lo más probable es que encontremos algún pájaro en uno de ellos. Ha debido de llegar hasta aquí desde el coto vedado de lord Stratton para esquivar a los guardeses. —Con el dedo señaló al perro—. Esa es Betsy, la perra de Jimmy. Tenía un excelente olfato para los faisanes, o eso es lo que decía siempre Jimmy.

—¿Ha tenido usted trato con él?

—Más o menos —refunfuñó Stackpole—. Ha estado detenido alguna que otra vez. Pero no con tanta frecuencia como debería. Un hombre difícil de cazar. —El agente se mordió el labio—. ¡Pobre Jimmy! Yo siempre dije que iba a terminar mal.

Madden tenía la vista fija en el terreno que se extendía frente a ellos. Algo le había llamado la atención. Se agachó y deslizó la mano entre los helechos aplastados, para sacarla después sujetando una colilla de cigarro entre los dedos. Buscó la luz para observarla bien.

—Three Castles. ¿Los fumaba él?

—Lo dudo. Pipa y latas de Navy Cut: ese era más bien el estilo de Jimmy. —Stackpole fruncía con fuerza el entrecejo—. Señor, no sé cómo ha podido pasar esto.

Madden, que en ese momento guardaba la colilla en un pañuelo, lo miró con gesto interrogante.

—Simplemente no me imagino a nadie al acecho, siguiendo a Jimmy. Es imposible acercarse a menos de veinte pies de él. Y, aunque él no se hubiera dado cuenta, la perra sí lo habría notado.

Madden se metió el pañuelo con cuidado en el bolsillo del pantalón.

—Yo creo que fue al revés.

—¿Cómo, señor?

El inspector se volvió, situándose de cara a la pendiente. Los otros siguieron la dirección de su mirada. Justo a sus pies estaba Melling Lodge, perfectamente visible a través de un claro en el bosque de pinos. Billy divisó a un grupo de hombres vestidos de paisano en la terraza. Una línea de uniformes azules cruzaba lentamente la pradera iluminada por el sol.

—Creo que quienquiera que fuese el autor de los asesinatos estaba aquí sentado, esperando la puesta de sol.

Stackpole asintió moviendo la cabeza muy lentamente, como si lo hubiera entendido todo de repente.

—Betsy seguramente los olería —añadió el agente—, y vino a ver quién era. —Dio un leve puntapié al cuerpecillo de la perra con la bota. Un hilillo de sangre se había quedado reseco en sus fauces blancas—. Cuando la apuñalaron, seguro que chilló y montó un buen escándalo, así que Jimmy vino corriendo.

Madden tenía el ceño fruncido.

—No vi ningún perro en la casa —se extrañó—. ¿Tenían uno los Fletcher?

—Sí, señor, Rufus. Un viejo labrador. Pero murió hace poco.

Madden y el agente dejaron a Billy junto al cuerpo y regresaron al sendero. El inspector quería subir hasta lo alto de la colina. Sólo les llevó unos minutos; los pinos se iban haciendo más escasos a medida que ascendían por la pedregosa cumbre. Del otro lado había una buena vista de unas granjas y de kilómetros y kilómetros de bosque. En la distancia, un tanto borrosos por la luz del atardecer, lograron divisar los contornos difusos de las bellas colinas de las South Downs.

No demasiado lejos de la falda de las montañas había un conjunto de casas con un campanario cuadrado en el medio.

—Eso es Oakley, señor —dijo Stackpole sin esperar a que le preguntaran—. Ahí nací yo.

Madden señaló un estrecho sendero que, a través de los campos de trigo en ciernes, conducía desde la aldea hasta donde empezaban los bosques que se extendían a sus pies.

—¿Por ahí puede subir un coche?

El agente lo negó con la cabeza.

—Quizás un tractor. La suspensión de un coche no soportaría las rodadas de los caminos.

Volvieron por el camino y atravesaron la colina hasta donde estaba Billy junto al cuerpo de Wiggins. Madden se detuvo sólo un instante.

—Quédese fuera de la zona aplastada —le dijo al joven agente—. Hay que rastrearla. Mandaré a unos cuantos hombres aquí arriba.

Billy sintió la amargura desbordarse en su interior. El inspector por fin había encontrado una tarea adecuada para él: quedarse vigilando a un cadáver mientras otros llevaban a cabo las labores policiales.

—¿No hay nada que pueda hacer, señor?

—Sí, mantener los cuervos alejados de él —repuso Madden mientras se alejaba apresuradamente—. Van a los ojos.

Stackpole le dio una afectuosa palmada en la espalda al pasar junto a él.

—Pero no a los tuyos —le dijo, con un guiño.