Capítulo 1

El pueblo estaba vacío. Billy Styles no lo entendía. No habían visto ni un alma en la carretera durante el trayecto desde la estación. Tampoco había nadie en la plaza, y eso que el tiempo invitaba a salir al exterior.

¡El mejor verano desde la guerra!

Los periódicos habían repetido la frase durante semanas, mientras se sucedían los días radiantes sin que se vislumbrara el final de la ola de calor.

Pero allí, en Highfield, el sol era una especie de maldición que caía sobre los jardines vacíos de las casas. Sólo las lápidas del cementerio, que se amontonaban a lo largo de aquella pared de piedra cubierta de musgo que flanqueaba la carretera, eran el testimonio mudo de una presencia humana.

—Están todos en la casa —dijo Boyce, como intentando explicarlo. Era inspector de la policía de Surrey, un hombre delgado y gris con la mirada nerviosa—. Se ha corrido la voz esta mañana.

Boyce había ido a la estación a recoger al inspector Madden y a Billy. ¡Nada menos que en un Rolls-Royce con chófer! A Billy le hubiera gustado preguntar quién lo había enviado, pero no se atrevió. Llevaba menos de tres meses en el Departamento de Investigación Criminal, así que sabía muy bien lo afortunado que era de estar allí, asignado a un caso de tamaña magnitud. La oportunidad no se habría presentado de no haber coincidido con los días festivos de agosto, eso unido al hecho de que en verano había mucha gente de vacaciones. Había pocos agentes en Scotland Yard ese lunes por la mañana cuando llamaron desde Guildford. Minutos después se encontró metido en un taxi con Madden, camino de la estación de Waterloo.

Echó un vistazo al inspector, que estaba sentado junto a él mirando por la ventanilla del coche. Los de menor graduación de Scotland Yard consideraban a Madden un tipo raro. Se habían conocido hoy, pero Billy le había visto antes por los pasillos, andando siempre a zancadas. Era un hombre alto y adusto que tenía una cicatriz en la frente. Parecía más un monje que un policía, pensó el joven detective, una impresión que se consolidaba cada vez que le miraba el inspector. Los ojos hundidos de Madden parecían observarle a uno desde otro mundo.

Tenía una historia extraña; Billy se la había oído a uno de los sargentos. Madden había abandonado la policía unos años antes, tras perder a su mujer y a su hija de muy corta edad, la misma semana, por causa de la gripe. Como era hijo de un granjero, quiso retornar al campo. Pero entonces estalló la guerra. A su término, volvió a su antiguo trabajo en la Policía Metropolitana. Aunque cambiado, decían. Era un hombre diferente. De eso se habían encargado los dos años que pasó en las trincheras.

Ya estaban fuera del pueblo; habían dejado atrás la última casa. Al salir de una curva el chófer frenó en seco. Ante ellos, bloqueando el estrecho sendero solariego y enfrente de unas verjas de hierro, se había congregado una multitud. Había allí, al parecer, familias enteras: los hombres en mangas de camisa y tirantes, las mujeres con el delantal puesto y pañuelos cubriéndoles el cabello. Los niños andaban por allí cogidos de la mano o jugando en las polvorientas cunetas. Un poco más allá había dos niñas con batas de colores lanzándose un aro.

—Mírenlos —dijo Boyce cansado—. Les hemos pedido que se vayan, pero ¿qué cabe esperar?

El chófer hizo sonar el claxon a medida que se acercaban, y la multitud se apartó para dejar paso al coche. Billy sintió el peso de sus miradas acusadoras.

—No saben qué pensar —murmuró Boyce—. Y nosotros no sabemos qué decirles.

El camino que se abría tras las verjas estaba flanqueado por olmos que unían sus copas como si de arcos góticos se tratara. Al final, Billy divisó una casa construida con sólida piedra y revestida de hiedra trepadora. Madden le había dicho que se la conocía por el nombre de Melling Lodge. Allí vivía una familia apellidada Fletcher. Mejor dicho, había vivido allí. Billy sintió una sensación de reseco en la boca a medida que se fueron acercando al patio delantero cubierto de grava, donde una fuente coronada por un Cupido que se elevaba con el arco estirado rociaba de agua plateada la soleada tarde. Unos uniformes azules se movían en la parte protegida por la sombra.

—Hemos traído de Guildford una docena de hombres. —Boyce señaló con la cabeza un furgón policial aparcado al lado del patio delantero—. Puede que necesitemos más.

Madden habló por primera vez:

—Tendremos que rastrear el terreno que rodea la casa.

—Espere a ver el otro lado —se quejó Boyce—. Bosques y más bosques. Kilómetros y kilómetros de bosques.

Madden se fijó en un grupo de tres hombres que estaban de pie en un sombrío rincón del patio. Dos de ellos iban vestidos con pantalones de montería. El tercero estaba sudando, embutido en un traje cruzado de sarga.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—El mayor es lord Stratton. Un potentado local. Es el dueño de casi todas las tierras de por aquí. El que está con él es el lord lugarteniente del condado, el general mayor sir William Raikes.

—¿Y qué hace aquí? —preguntó Madden con cara de pocos amigos.

—Estaba invitado a pasar el fin de semana en la mansión de Lord Stratton, una malísima suerte. —Boyce puso mala cara—. Ha montado una buena, se lo aseguro. El otro es el inspector jefe Norris, de Guildford.

Madden estaba abriendo la puerta del coche cuando Raikes, que tenía la cara roja y se estaba quedando calvo, se acercó a paso ligero por la grava.

—Ya era hora —exclamó enfadado—. Sinclair, ¿verdad?

—No, sir William. Me llamo Madden, inspector Madden. Este es el detective Styles. El inspector jefe Sinclair está de camino. Llegará pronto.

La mirada de Madden recorrió el patio delantero.

—¡Pero cómo es posible! —se quejó Raikes, que estaba echando chispas—. ¿Qué le ha retrasado?

—Está reuniendo un equipo. Un forense, una brigada especializada en huellas dactilares, un fotógrafo… —El inspector no intentó disimular su impaciencia—. Todo eso lleva tiempo, especialmente en un día festivo.

—¡Claro! —dijo Raikes fulminándolo con la mirada, pero Madden ya se había dado la vuelta para saludar al hombre mayor, que se había acercado hasta donde estaban.

—¿Lord Stratton? Gracias por mandarnos su coche, señor.

—No tiene importancia. ¿De qué otro modo puedo ayudarle, inspector? —Le tendió la mano a Madden, quien hizo lo propio. La expresión de su cara delataba aún la conmoción: tenía los ojos muy abiertos y parpadeaba perplejo—. ¿Necesita algún medio de transporte? Tengo un coche ahí en la casa. Puede usted utilizarlo cuando quiera.

—¿Hará el favor de decírselo al señor Sinclair? Estoy seguro de que aceptará el ofrecimiento encantado.

—¡Venga a ver esto, Madden! —le espetó Raikes, intentando meterse de nuevo en la conversación. El inspector lo ignoró y siguió hablando con lord Stratton.

—Necesito que me aclare un detalle. ¿Los bosques de detrás de la casa son de su propiedad?

—¿Se refiere a Upton Hanger? Sí, el monte se extiende varios kilómetros. —Parecía ansioso por ayudar—. Tengo al lado un coto de caza de faisanes —añadió mientras señalaba en dirección al pueblo—, pero a este lado es bosque virgen, lleno de maleza.

—¿Cómo actúa usted si entran en su propiedad sin autorización?

—Bueno, estrictamente hablando es propiedad privada. Pero los del pueblo siempre han tenido acceso a los bosques. Al menos por este lado.

—¿Estaría usted dispuesto a cambiar eso, señor? A dejar claro que no se permitirá el acceso y que se pedirá a la policía que lo haga cumplir.

—Ya entiendo. —Stratton frunció el ceño—. Mejor mantener alejada a la gente.

—Estaba pensando en la prensa londinense. Aparecerán muy pronto.

—¡Boyce! —llamó entretanto el inspector jefe Norris.

—Yo me encargo, señor —se ofreció a lord Stratton.

—Otra cosa. —Madden retiró a lord Stratton del grupo—. Hay mucha gente del pueblo en la verja. ¿Podría hablar con ellos? Dígales lo que ha ocurrido aquí. No tiene sentido mantenerlo en secreto. Después pídales que vuelvan a casa. Ya les interrogaremos más tarde. Pero no nos ayudan quedándose ahí bloqueando la carretera.

—Por supuesto. Me encargo de eso ahora mismo. —Y enfiló el camino.

Al observarlo, Billy no podía sino maravillarse. ¿Cómo lo hacía Madden? No era de alta alcurnia, eso seguro. El inspector tenía un aire basto y rudo que lo distanciaba bastante de la gente con la que se codeaba el lord. Pero cuando hablaba, ¡le escuchaban! Hasta sir William-como-se-llamase, quien no hacía más que rondar por allí con el ceño fruncido.

—Inspector jefe —ignorando todavía a Raikes, Madden se dio la vuelta hacia Norris—, ¿podríamos hablar un momento?

Madden se alejó unos pasos. Tras dudar un momento, Norris se unió a él. El jefe de la policía de Guildford tenía la cara roja y estaba sudando la gota gorda con su grueso traje de sarga.

—Voy a necesitar unos detalles, señor.

—Hable con Boyce —le dijo Norris, mirándole con perplejidad—. ¡Por Dios, hombre! No puede usted tratar así al lord lugarteniente.

Madden le devolvió una mirada inexpresiva. Norris hizo ademán de querer añadir algo más, pero cambió de opinión. Se dio la vuelta y caminó hasta donde estaba Raikes, quien, dándoles la espalda ostentosamente, tenía la mirada puesta en el camino, por donde se retiraba lord Stratton.

Madden le hizo una señal con la cabeza a Boyce y fue el primero en salir del patio delantero hacia uno de los lados de la casa. En un rincón donde daba la sombra se paró y sacó un paquete de cigarrillos. Billy, al verlo, se animó a encenderse uno.

—Me dijeron que en la casa había cuatro —le dijo el inspector a Boyce.

—Y así es —confirmó el inspector de Surrey mientras sacaba un pañuelo—: el coronel y la señora Fletcher, una de las sirvientas, Sally Pepper, y la niñera, Alice Crookes.

—¿Quién encontró los cuerpos?

—La otra sirvienta, Ellen Brown. Todavía no hemos hablado con ella. Está en Guildford, en el hospital. Sedada. —Se secó la cara—. Brown volvió esta mañana. La señora Fletcher le había dado el fin de semana libre, el sábado y el domingo, pero debería haber vuelto anoche; la otra sirvienta, Pepper, tenía que haber disfrutado hoy de su día libre. Brown, que tiene un novio en Birmingham, perdió el tren, así que llegó esta mañana. La vieron pasar por el pueblo a todo correr desde la estación, temiendo que la señora le echara una buena reprimenda, me atrevería a decir. Media hora después estaba otra vez de vuelta, no diciendo más que locuras, según cuentan.

—¿Media hora? —Madden dio una calada.

Boyce se encogió de hombros.

—Desconozco qué hizo cuando los encontró. Se desmayó, supongo. Pero tuvo la cabeza lo suficientemente fría como para buscar al policía local. Vive a este lado del pueblo. El agente Stackpole. El hombre no sabía muy bien qué pensar, ni siquiera si creerla. Por lo que cuenta, la chica deliraba. Así que se montó en la bicicleta y se plantó aquí como una bala. Llamó a Guildford desde la casa. Yo estaba de servicio e informé al inspector jefe Norris y él telefoneó al jefe de policía del condado, quien decidió llamar enseguida a Scotland Yard.

—¿Cuándo llegó usted aquí?

—Justo antes de mediodía. Con el señor Norris.

—¿Entraron en la casa?

Boyce asintió.

—No tocamos nada. Después llegó sir William con lord Stratton.

—¿Entraron en la casa?

—Me temo que sí.

—¿Los dos?

Boyce le miró avergonzado.

—El señor Norris intentó detenerlos, pero… Bueno, de todas formas no estuvieron mucho rato. Ahí dentro empezaba a oler mal. Ya sabe, el calor…

—¿Alguien más?

—Sólo el médico.

—¿El forense de la policía?

—No, Stackpole no consiguió que viniera (vive en Godalming), así que telefoneó al consultorio del pueblo.

—¿A qué hora llegó el médico?

—La médica. —Boyce levantó la vista de su cuaderno de notas—. Es la doctora Blackwell, Helen Blackwell.

Madden frunció el ceño.

—Sí, ya lo sé… —prosiguió Boyce, encogiéndose de hombros—. Pero no hubo más remedio. No había otro disponible.

—¿Se las apañó bien?

—Por lo que sé, sí. Stackpole dice que hizo todo lo necesario: confirmar que estaban todos muertos. Fue ella quien encontró a la niña pequeña. —Boyce consultó el cuaderno—. Sophy Fletcher, cinco años. Al parecer es paciente de la doctora.

—¿La niña estaba en la casa?

—Escondida debajo de su cama, por lo que dijo Stackpole. Debe de haber estado allí toda la noche… —Boyce desvió la mirada y se mordió el labio.

Madden esperó un momento.

—Antes me ha hablado usted de una niñera que se encarga de «los niños».

—Tienen un hijo, James, de diez años. Está pasando unas semanas de vacaciones en Escocia con su tío. Ha tenido suerte, supongo, si es que se puede llamar así.

—¿Sabemos si la niña presenció los asesinatos?

Boyce negó con la cabeza.

—No ha dicho una palabra desde que la encontró la doctora Blackwell. Por la impresión, imagino.

—¿Dónde está ahora?

—En casa de la doctora. No queda lejos. Mandé allí a un agente.

—Hay que ingresarla en el hospital de Guildford. —Madden apagó el cigarrillo con la suela del zapato y se metió la colilla en el bolsillo. Billy, que le observaba, hizo lo propio—. ¿Tenemos idea de a qué hora se produjeron las muertes?

—La doctora Blackwell dice que entre las ocho y las diez de la pasada noche, por la rigidez de los cuerpos. No pudo ser antes de las siete. Es la hora a la que se fue la cocinera, Ann Dunn. Vive en el pueblo. He hablado con ella, pero no me ha podido decir mucho. No notó nada anormal. Ni vio a nadie merodeando. —Boyce volvió a dirigir la mirada hacia el camino—. Las puertas estaban abiertas. Pudieron haber entrado con el coche.

—¿Pudieron?

—Tiene que haber sido más de una persona. —Boyce le miró—. Espere a ver lo que hay dentro. Lo más seguro es que haya sido una banda. Se han llevado cosas. Plata. Joyas. Pero ¿por qué tuvieron que…? —Se paró un segundo mientras negaba con la cabeza.

—¿Cómo entraron en la casa?

—Por el lado del jardín. Venga, se lo enseñaré.

Boyce le guió hasta la parte delantera de la casa. Dejaron la sombra para adentrarse en una terraza exterior bañada por el sol. Era por la tarde, pasadas las cuatro, pero el cielo veraniego y sin nubes todavía hacía presagiar muchas horas de luz. Unos escalones bajos conducían desde esa terraza hasta un prado, que estaba bordeado por parterres de flores y tenía un estanque de peces en el medio. Un poco más allá otros escalones llevaban a un nivel más bajo bordeado por unos arbustos. Donde terminaba el jardín, empezaban los bosques de Upton Hanger, que se elevaban como una ola verde que llenaba el horizonte.

—¡Mire! Destrozaron el ventanal —señaló Boyce—. No son atracadores. Por lo menos, no son profesionales.

Habían sacado de sus goznes una de las dos puertas acristaladas de la parte delantera de la casa. El cerco vacío estaba caído en medio de la entrada. Los cristales rotos reflejaban la luz del sol. Madden se agachó para examinar todo aquello. Rompiendo el silencio, Billy oyó el zumbido de las moscas. Procedía del interior de la casa. Arrugó la nariz ante el olor a podrido.

—No los podemos dejar ahí mucho más —señaló Boyce. Con los ojos entornados, miró a Madden—: No con este calor. Hay un furgón mortuorio aparcado en el pueblo. ¿Lo traigo a la casa?

—Mejor espere hasta que llegue el señor Sinclair. —Madden se levantó—. Pero puede ir tomando huellas. Empiece con las personas que han estado en la casa.

Boyce relajó el ceño para esbozar una sonrisa nerviosa.

—¿Eso incluye al lord lugarteniente y a lord Stratton?

—Por supuesto.

—Sir William le dijo al señor Norris que no habían tocado nada.

—Yo aseguraría lo contrario. Tómeles las huellas a ambos.

Madden miró a Billy.

—¡Agente!

—¿Señor? —Billy se puso firme como un resorte.

—Vamos a entrar.