—Llevaba consigo en el coche el cuerpo de Biggs —explicó el inspector jefe—. De alguna forma consiguió ponerlo al volante, aunque no debió de serle fácil: él mismo estaba herido y la habitación llena de humo. Estaba a punto de irse cuando llegamos, ya saben, preparándose para escaparse. A lo mejor pensó que era buena idea llevarse el cadáver consigo y enterrarlo en algún sitio donde no lo encontrásemos. De esa manera nos despistaría: ¿Era Biggs quien había robado la plata? ¿Carver era de verdad Pike?
Por cómo le miraba fijamente, Sinclair supo que la doctora Blackwell escuchaba con atención todo lo que le decía.
—Sólo Dios sabe cómo se escapó —prosiguió—. Teníamos rodeado el sitio, pero los hombres iban corriendo de un lado al otro, y las cuadras estaban en llamas también. Todo era confusión. Yo supongo que salió por la cocina, una vez cruzó el patio de las cuadras. —Hizo una pausa—. Pero cómo pudo sobrevivir es todo un misterio. Literalmente, empotró el coche contra la pared lateral de la casa. El forense que examinó el cuerpo halló tres costillas rotas y lesiones en el cráneo. Además, presentaba una herida de bala en el brazo. Ese hombre tenía una fuerza y aguante increíbles.
—¿Cómo llegó hasta Highfield? —La doctora Blackwell miraba en esos momentos hacia la cama pintada de blanco situada al otro lado de aquella habitación de hospital. Sinclair se había dado cuenta de que no apartaba durante mucho tiempo los ojos de Madden. El inspector dormía profundamente.
—Un granjero que vivía a unos kilómetros de la casa de la señora Aylward denunció que le habían robado el coche durante la noche. Lo encontraron abandonado en un bosque cercano a Godalming hace diez días. El resto del trayecto debió de cubrirlo andando. Una fuerza increíble. Una tenacidad increíble también.
—Will Stackpole dice que estaba robando alimentos por la parte de las montañas que da a Oakley. Un granjero de la zona denunció robos de menor importancia —añadió la doctora Blackwell, que miraba otra vez al inspector jefe.
—Volvió a su antiguo refugio —afirmó Sinclair—. No podía reconstruirlo; no tenía las herramientas. Lo único que tenía era la bayoneta. Pero excavó un agujero en el terreno que estaba removido. Más bien parecía la madriguera de algún animal, en realidad. Me pregunto hasta qué punto era humano.
Sinclair se arrepintió al instante de sus palabras y la miró para calcular qué efecto tenían sobre ella. No en vano, él sólo podía imaginarse la sensación que producía saberse el objeto de una pasión tan retorcida y asesina. Con todo, si a la doctora le perturbaba aquel pensamiento, no lo mostraba en absoluto.
—Después caí en la cuenta de que seguramente volvió a por mí. Tengo el mismo aspecto que Lucy Fletcher. Debió de espiarnos a ambas desde las montañas. ¿Pero qué me dice de las otras, la señora Reynolds y la señora Merrick? —dijo, mostrando auténtica curiosidad.
—También tenían el cabello rubio, como usted. —«Y eran guapas», estuvo a punto de añadir, pero no quiso que pareciera que se tomaba excesivas familiaridades. La doctora Blackwell se había comportado con él con frialdad. Al acordarse de las veces que la había visto reír cuando habían coincidido en Highfield en anteriores ocasiones, se preguntó si también hoy sería testigo de su risa.
—Eramos todas del mismo perfil, entonces. Con un solo vistazo ya se volvía loco. La mirada fatídica. Como Tristán e Isolda —dijo Helen con amarga ironía antes de dirigir otra vez la mirada hasta la figura que yacía en el lecho.
—Su madre tenía el pelo del mismo color.
—¡La madre! —Los ojos de la doctora mostraron otra vez un renovado interés.
—Sí, ahora sabemos bastantes cosas de su pasado. Deje que le cuente primero lo del cadáver.
Sinclair empezaba a disfrutar de aquella conversación, lo que al principio le había parecido un tanto improbable. En las numerosas ocasiones que había venido a Guildford y Highfield durante las últimas dos semanas, había pasado varias veces por el hospital, pero siempre había encontrado dormido o sedado a Madden. Durante su última visita, unos días antes, había visto a la doctora Blackwell, vestida con su ropa de calle y la bata blanca de médico, tumbada sobre la otra cama de la sala, y sigilosamente se había ido de allí.
Esa tarde la había encontrado sentada en una silla junto a la cama del inspector, estrechándole la mano entre las suyas sobre el cubrecama. Madden tenía los ojos cerrados. La doctora también cabeceaba, pero se despertó al oír entrar al inspector jefe y, girándose, se puso enseguida en pie. A Sinclair le vino a la mente la imagen de una leona vigilando a su pareja herida, y se acercó a la cama con mucho cuidado.
—Duerme —le dijo la doctora—. Hay que procurar no despertarle.
Tenía la densa cabellera de pelo rubio recogida hacia atrás con un lazo, y el uniforme blanco de médico le hacía la cara muy pálida. En el corte que había recibido en la ceja le había salido una costra roja espantosa. Sinclair vio que la doctora no había intentado siquiera cubrirlo con maquillaje.
Al inspector jefe le sorprendió el aspecto de su colega. Con las mejillas hundidas y la piel blanca, los rasgos pálidos de Madden parecían los del rostro de un difunto. La doctora Blackwell notó su reacción.
—Sé que tiene un aspecto terrible —le dijo—, pero está mejorando. Ha sido sobre todo por la pérdida de sangre, por la conmoción. Al principio no las tenía todas conmigo… No sabía si podríamos salvarle. Pero es muy fuerte… —Y le acarició a Madden la mejilla para después darle un beso en la frente. Era como si necesitase asegurarse de que el inspector seguía allí físicamente—. Claro que usted no tiene ni idea de hasta qué punto —exclamó, con cierto resquemor. El inspector pensó que sí lo sabía, pero no estaba dispuesto a discutir sobre ese aspecto—. Ni usted ni yo nos imaginamos todo lo que los hombres como él sufrieron durante la guerra, todo lo que tuvieron que soportar. ¡Para verle así ahora…! —dijo, con la voz quebrada.
Entonces Sinclair entendió el porqué de su ira. Vio que le estaba acusando a él y a toda una humanidad indiferente del larguísimo calvario que había sufrido el inspector. Con humildad y sin replicar, admitió que aquella injusticia era, en el fondo, justa.
Ya a punto de marcharse, Sinclair había mostrado su desilusión por no haber encontrado despierto a Madden.
—Ahora tenemos casi todas las respuestas. A John le gustaría oírlas.
—¿Y por qué no me las cuenta a mí? —le sugirió con frialdad la doctora.
En el tren de vuelta a Londres, al inspector jefe le pareció divertido pensar que ni se le había pasado por la cabeza negarse a ello.
Habían trasladado las sillas hasta la ventana, lejos de la cama del enfermo. Fuera soplaba un fuerte viento. Las hojas doradas de la hilera de castaños que poblaban la calle golpeaban contra los cristales. La pálida luz de otoño resaltaba las ojeras que ensombrecían el rostro de Helen Blackwell. A medida que cambió la luz, fue iluminando el linóleo pulido del suelo y avanzando, haciendo formas cada vez más alargadas, hacia el hombre que yacía dormido sobre la cama.
—El forense de Folkestone, naturalmente, examinó el cuerpo que recuperamos del coche. Estaba muy desfigurado. Poco podía deducir de los restos. Pero una cosa le extrañó: los archivos de la guerra establecían la altura de Pike un poco por encima del metro ochenta y calificaban su complexión de musculosa. El cadáver parecía ser casi cinco centímetros más bajo. Y digo «parecía» porque estaba tan quemado que la carne se había consumido, alterando, por tanto, el tamaño real; además, lo encontramos sentado, una posición que dificulta una correcta medición.
—Y no había posibilidad de buscar marcas distintivas… —La doctora seguía el relato con indudable interés.
—Ninguna. Sin embargo, durante el examen, el forense había encontrado algo interesante: un llavero que debía de llevar el hombre en algún bolsillo de la ropa y que se le había adherido a la carne de la pierna. Se lo dio a la policía de Folkestone, quienes, al probar las llaves en los cerrojos que Pike había utilizado para cerrar el cobertizo donde guardaba la moto, vieron que no encajaban. Sin embargo, también era posible que fueran de las cerraduras de la casa de la señora Aylward o de las cuadras, extremo que era imposible de comprobar. —Hizo una pausa—. Entonces a uno de los detectives se le ocurrió otra cosa tras mirar bien el propio llavero. Estaba hecho con una moneda de chelín en la que habían taladrado un agujero, y recordó que eso era algo que hacían los que volvían vivos de la guerra. La moneda era el chelín de la Corona que se les daba a los hombres al alistarse y que estos guardaban como recuerdo. Ciertamente, Pike había servido en el ejército durante la guerra, pero llevaba ya varios años alistado como soldado profesional. Aun suponiendo que guardara ese chelín, al detective le pareció poco probable que un hombre como Amos Pike tuviera un gesto de sentimentalismo tal para convertirlo en un llavero. —El inspector jefe sonrió con aprobación—. A eso llamo yo buen trabajo de detective: a ver más allá de las pruebas. Es un hombre que se llama Booth. Un buen policía. Ya nos había sido de gran ayuda.
—¿El llavero pertenecía a Biggs? —preguntó la doctora Blackwell.
—Así es. Booth dio con esta explicación gracias a un amigo, pero eso no fue hasta el domingo a la hora de comer. Por entonces, yo regresaba de Stonehill en el tren. Llegué a Scotland Yard bien entrada la tarde. Allí me esperaba el recado de Booth. Intenté localizar a John en Highfield enseguida.
—Yo estaba en casa del agente cuando llamó —le confesó la doctora Blackwell. Aunque Sinclair ya lo sabía, pues lo había leído en la declaración que le había tomado a Helen la policía de Guildford, la dejó hablar—. Intentamos telefonear a John a mi casa, pero no respondía, así que decidimos acercarnos a buscarle. Pike debía de estar esperando fuera en el jardín cuando John encendió las luces. Encontramos el cadáver de nuestra perra cerca de la terraza.
—Gracias a Dios que Stackpole estaba con usted —observó Sinclair—. Pero lo que me pregunto es por qué no entró en la casa a la vez. ¿Por qué se quedó fuera?
—Estaba abriendo el asiento auxiliar del coche —le explicó—. Iba a tener que ir allí sentado cuando volviéramos para la comisaría. ¡Pobre Will, qué apretado iba a ir! —La doctora desvió la mirada—. Le debemos la vida, tanto John como yo. No se le olvidará a usted, ¿verdad?
El inspector jefe le garantizó que lo tendría muy en cuenta.
—Me habló usted de la madre de Pike… —dijo la doctora, recomponiéndose—. He leído en el periódico que su padre la asesinó y que le ahorcaron por ello.
—La prensa ha tenido acceso a ese dato —reconoció Sinclair, quien había albergado la esperanza de que la doctora olvidara el comentario—. Ahora están escarbando a ver si descubren el resto. Me atrevo a decir que al final saldrá todo a la luz. —Sinclair hizo una pausa. Sus superiores en Scotland Yard habían ordenado que se mantuvieran ocultos al público algunos de los hechos del caso. Pero en realidad no creía que debiera seguir con ella aquella prohibición—. Ebenezer Pike confesó el asesinato. Dijo que había encontrado a su mujer en la cama con otro. Lo admitió en el juicio, que no duró demasiado. En cualquier caso, al leer el expediente policial, me sorprendió que no se hiciera mención alguna del hombre al que había sorprendido con la señora Pike. Ni siquiera de su nombre. La implicación obvia era que habría salido huyendo y no le habrían encontrado.
La doctora Blackwell asintió, como si lo hubiera captado todo.
—Fue su hijo, ¿verdad? La encontró con su hijo.
El inspector jefe la miró con admiración. Él había llegado a la misma conclusión, aunque no con tanta rapidez.
—Sí, su padre lo admitió. Pero sólo con la condición de que no figurase en su confesión. Insistió mucho en ese aspecto, y al final tuvieron que pasar por ello. Hablé con el inspector que había trabajado en el caso y me contó que habían encontrado al chico en el dormitorio cubierto de sangre, de cuclillas en un rincón. Estaba desnudo, como su madre. Ella estaba tendida sobre la cama con la melena colgando del lecho y la garganta cortada. Fue uno de esos casos en los que a nadie le gusta pensar. Al chico lo mandaron a vivir con sus abuelos. A los pocos años se hizo soldado…
Sinclair interrumpió su relato y fijó la vista en el suelo. Al levantar la mirada vio que la doctora fruncía el ceño con gesto interrogante.
—Ahí no termina la historia, ¿verdad?
Sinclair se preguntó cómo lo había sabido. ¿Sería aquello acaso un ejemplo de lo que llamaban intuición femenina? Un pensamiento revolucionario le vino a la mente: ¡no le importaría demasiado tener a una Helen Blackwell o dos trabajando para él en la policía!
—Releí el expediente unas cuantas veces, pero no me quedaba satisfecho. No me pregunte por qué. —Estuvo tentado de pedir que le reconocieran también a él un atisbo de intuición—. Me pedí un día libre y bajé a Nottingham, y luego hasta el pueblo donde habían vivido los Pike. Se llama Dorton. Su casa estaba aproximadamente a un kilómetro, en una finca inmensa de la que Ebenezer Pike era el principal guardes. Hablé con el policía local. El asesinato ocurrió antes de que él llegara, pero me puso en contacto con el agente que le había precedido en el cargo, que todavía vivía allí, jubilado. —Sinclair sonrió—. George Hobbs, se llama. Tiene más de setenta años y sufre de reumas, pero está muy lúcido. Se acordaba muy bien del caso. En realidad, todavía está enfadado por ello.
—¿Enfadado?
—Él fue el primer policía en llegar a la escena del crimen. Conocía a todos los implicados. Era a quien tenían que haber recurrido para resolverlo. ¡Así pensaba entonces y nada le ha hecho cambiar de opinión! —Sinclair sonrió abiertamente—. Una maravillosa institución, la del policía del pueblo. Rezo por que no la perdamos nunca. —La rápida mirada que la doctora Blackwell le dirigió a Madden, quien murmuraba algo entre sueños, dejó entrever, sin palabras, un cierto sentimiento de impaciencia—. Hobbs me puso al tanto de los detalles. Primero, sobre la familia de los Pike. Ebenezer, el padre, era un hombre frío y duro, me dijo. Se casó con la hija de un granjero del lugar. Se llamaba Sadie Grail, y eso es interesante. Pike se hacía llamar Grail en el pueblo donde guardaba la motocicleta. Ahora bien, según Hobbs, la señorita Grail no estaba precisamente entera. La jovencita ya se había ganado cierta reputación en la zona, y al parecer su matrimonio no redujo en absoluto su desenfreno… —El inspector jefe miró a Helen Blackwell y se encogió de hombros—. En cualquier caso, tuvieron un hijo juntos, Amos Pike, pero Hobbs dice que el niño no puso fin a sus males. Pike le dio más de una paliza a su mujer. Ella se escapó varias veces de casa. En una ocasión, hasta atacó a su marido con un cuchillo de cocina. En esas iba creciendo el joven Amos… ¡Quién sabe qué influencia ejerció todo aquello sobre él! Por otra parte, el chico también empezaba a ser problemático.
—¿Problemático?
—Según Hobbs, habían encontrado cosas extrañas en los bosques: animalillos descuartizados, a veces colgados de alguna rama. También mataron a dos gatos del pueblo… de una manera muy desagradable. Todo apuntaba a Amos Pike, pero nadie le había pillado con las manos en la masa. Se estaba haciendo mayor muy deprisa, dijo Hobbs. Era ya todo un chicarrón antes de llegar a los veinte. Y por otra parte había otra cosa, algo entre él y su madre, que al parecer preocupaba al agente.
—¿El qué? —La doctora le observaba ahora con mirada distante.
—La forma en que trataba al chico, incluso en público. —Sinclair hizo un gesto de asco—. Sólo puedo contarle lo que me dijo Hobbs. Le manoseaba, según él. «Y no de buenas maneras», así me dijo. Él pensaba que en parte lo hacía para enfadar a su marido. Pero había algo más, en su opinión. Hobbs la catalogó como «una mujer peligrosa». Cada cual tiene que sacar sus propias conclusiones, creo.
Al inspector jefe le embargó un sentimiento repentino de vergüenza, hasta que descubrió que a la doctora Blackwell no le afectaba tanto.
—Por lo que me cuenta, parece que trataba de decirle que abusaba del chico.
—Eso creo. El día de autos, la primera noticia que tuvo Hobbs del crimen fue cuando una mujer del pueblo, la señora Babcock, llegó a casa del agente en un estado de histerismo diciendo que había encontrado a Sadie Pike muerta en su casa. Hobbs salió corriendo hacia allá y, de camino, se encontró con Ebenezer Pike, que llevaba una navaja y la pechera llena de sangre. Le confesó al agente que había matado a su mujer. Cuando Hobbs llegó a la casa se encontró la escena que le he descrito antes. —Hizo una pausa—. Pidió refuerzos de fuera, y vinieron un par de detectives de Nottingham. Le dejaron muy claro que no necesitaban su ayuda, pero él, en cualquier caso, siguió haciendo sus propias averiguaciones. Descubrió que Pike había estado con otro guardes cerca de la casa poco antes del asesinato. El hombre aquel no supo decir a qué hora fue aquello, pero recordaba haber oído la campana de la iglesia mientras hablaban. —Sinclair ladeó la cabeza—. Hobbs estaba intrigado. Él mismo había oído la campana y se había preguntado por qué tocaba, pues era a media tarde y no parecía haber motivo para ello. Así que decidió preguntar al párroco, quien le dijo que había mandado instalar un badajo nuevo y que lo había estado probando. Hobbs fue otra vez a buscar a la señora Babcock. Le preguntó si recordaba haber oído la campana. Al parecer sí la había escuchado. Después de encontrar el cuerpo de la señora Pike, había salido al patio trasero a devolver. Fue entonces cuando oyó repicar las campanas. Se acordaba perfectamente porque pensó que alguien estaba dando la voz de alarma. —El inspector jefe calló, meditabundo—. Ebenezer no pudo estar en dos sitios a la vez. Su mujer ya estaba muerta antes incluso de que él llegara a la casa. Hobbs intentó explicárselo a los detectives, pero ellos no le escucharon. Ya tenían un asesino; ya había confesado. No querían oír ni hablar de campanas que tocaban a media tarde ni de badajos nuevos. Dos chicos de ciudad repeinados, les llamó Hobbs. Seguramente le tomaron por un palurdo. La doctora Blackwell tenía la cabeza inclinada.
—Ella le obligó a acostarse con él y él la mató.
—Eso parece —corroboró el inspector jefe, con un suspiro.
Durante un rato guardaron silencio. Al rato, Sinclair volvió a tomar la palabra:
—Madden conoció hace poco a una persona. Quizá se lo haya contado. Un doctor vienes. Este le habló de rituales de sangre y de las primeras experiencias sexuales. De cómo esas pautas pueden marcar de por vida. Esos animalillos hallados en el bosque, los gatos… He estado pensando en todo ello —admitió el inspector jefe con una mueca—. Un hombre interesante, ese doctor. Me gustaría conocerlo en persona. Necesitamos saber más sobre estas cuestiones. —Miró a la doctora, que seguía inmóvil en su silla—. Bueno, el chico creció, pero ese tipo de cosas uno no las olvida, ¿verdad? Debió de tenerlo en la mente durante todos estos años. Y digo en la mente, y no en mente. No hay signos de que Amos Pike tuviera problema alguno de conciencia.
La doctora rompió su silencio, y en voz queda dijo:
—Pobre chico. Pobre hombre. Pobre criatura desdichada.
Sinclair la miró, asombrado.
—Sí, eso es cierto —admitió al cabo de unos instantes.
La doctora Blackwell se puso en pie y cruzó la habitación para situarse junto a Madden. Se inclinó sobre él, le colocó la ropa de cama y le alisó el pelo que le caía sobre la frente. Volvió a besarle. Sinclair percibió otra vez que la doctora tenía necesidad de tocarle, de sentirle para asegurarse de que seguía vivo. Y entendió que ya era hora de marcharse.
Cuando iban por el pasillo hasta la entrada, sintiendo el crujido que hacía el linóleo al pisarlo, se acordó de que le habían hecho un encargo.
—Hay mucha gente que pregunta por John. Pero uno en particular quiere que le mencione su nombre: el agente detective Styles. El hombre ha insistido mucho. ¿Se lo comunicará, por favor? A John le agradará oírlo.
—Se lo diré —prometió.
Cuando llegaron al recibidor de la entrada se volvió para despedirse, pero vio que la doctora quería añadir algo más. Tenía la vista apartada a un lado y fruncía el ceño; al parecer, estaba sopesando muy bien lo que quería decir antes de hablar. Finalmente se volvió hacia él:
—Prefiero decírselo ahora. Es muy probable que John no vuelva con usted.
El inspector jefe se quedó sin palabras por un instante.
—Mi intención es que se quede aquí conmigo, si puedo conseguirlo. Lord Stratton ha puesto a la venta algunas de sus tierras. La mayor parte de los terratenientes están haciendo lo mismo. Han tenido que apretarse el cinturón desde la guerra. He estado pensando que podríamos comprar una. John siempre ha querido volver a esta zona. Le agradará vivir en el campo.
Al confundido inspector le dio la impresión de que había perdido una batalla antes siquiera de saber que estaba envuelto en una.
—¿Y él qué dice? ¿Ha hablado ya con él? —replicó, buscando un argumento con el que defenderse—. ¡Es un poli de primera, le recuerdo!
—Es mucho más que eso —repuso la doctora, sin más.
El inspector jefe se paró un instante para reflexionar. Luego se resignó, aceptando la verdad.
—Sí, eso no se lo niego.
Como recompensa obtuvo la sonrisa que, en vano hasta entonces, había estado esperando ver durante toda la tarde.
—¿Son ustedes amigos? —le preguntó la doctora, con una nueva mirada.
—¡Eso diría! —respondió Sinclair, ofendido.
—Entonces espero volver a verle con frecuencia —repuso Helen, estrechándole la mano con fuerza—. ¡Adiós, señor Sinclair!
Mientras la observaba volver sobre sus pasos por el largo pasillo con paso acelerado, Sinclair desarrugó el gestó para esbozar una sonrisa. Le acababa de asaltar un pensamiento que le hizo alegrarse: a pesar de todo, y dejando de lado la situación en la que se encontraba en aquellos momentos, su amigo John Madden era un perro con suerte.