Muy bajos, rozando casi las copas de las altas hayas, se veían unos nubarrones negros. A la izquierda de Madden, en la distancia, los bosques de Upton Hanger no eran sino una sombra negra que destacaba en la tarde cada vez más oscura. Entre la niebla, Madden bajó por el sendero cobijado con un manto de silencio, alborozado y lleno de una felicidad que le animaba el espíritu y que le hacía aligerar sus pasos sobre el terreno húmedo.
Se detuvo un instante frente a las puertas cerradas de Melling Lodge para escudriñar el camino de entrada jalonado por olmos, pero ya había caído demasiado la tarde como para ver la casa. A la mente le vino el día que había cruzado por primera vez esas puertas en el Rolls-Royce de lord Stratton y de todo lo que había pasado desde entonces.
Pero, a medida que siguió caminando, le fue cambiando el ánimo. La euforia empezó a mermar para dar paso a un sentimiento de ligera inquietud. Al principio lo atribuyó al aire frío y la niebla cada vez más cerrada, que le recordaron, como siempre, aquellas noches gélidas que había pasado en la tierra de nadie, al acecho para tender una emboscada a las tropas enemigas.
Al mismo tiempo oía una voz gruñona hablarle desde el fondo de su conciencia. Madden tenía una facultad especial para recordar las cosas; de hecho, esa era una de sus mejores bazas como detective: apenas olvidaba nada de lo que escuchaba. Pero esa tarde había estado distraído del trabajo. Había dejado vagar sus pensamientos, y ahora tenía la incómoda sensación de que se le había escapado algo importante. De haber estado oyendo, pero sin escuchar.
El camino se estrechó, y los setos a cada lado del sendero se iban acercando hasta casi tocarse. Llegó a donde lá carretera dibujaba una gran curva. Por delante tenía el camino que discurría desde un ramal del bosque hasta la puerta lateral del jardín de la casa de Helen: el camino que Will Stackpole le había mostrado en su primera visita.
Aunque lo dudó durante un segundo, al final decidió seguir por la carretera asfaltada, pensando que a lo mejor se encontraba con Helen a su regreso en el coche. A los cinco minutos, llegó a la puerta principal, que estaba abierta. Detrás, el camino de entrada se estrechaba como un oscuro túnel.
Comenzó a bajar por aquella avenida de tilos, sintiendo el crujido que hacían las hojas secas bajo sus pies. Los árboles que se elevaban a ambos lados eran muy frondosos, y a través de ellos divisó un débil rayo dorado filtrarse entre la oscuridad. Al final del túnel, apareció, tenue, la forma blanca de la casa, levemente desdibujada por efecto de una niebla cada vez más espesa.
Madden se paró de golpe.
Había oído un ruido entre los arbustos que flanqueaban la hilera de árboles: un crujido más fuerte que el que producían sus pisadas al aplastar las hojas secas.
—Molly, ¿eres tú? ¡Ven, acércate, pequeña! —exclamó, llamando a la perrita.
Al segundo paró el ruido. El inspector se quedó inmóvil en una oscuridad densa, tupida por la niebla plateada. A su alrededor se hizo el más absoluto silencio. A continuación sintió un roce en la mejilla, y automáticamente levantó la mano…
Una hoja, que bajaba en espiral desde una de las ramas que pendían sobre él, se le posó en el hombro.
Otra vez volvió a oír el crujido, furtivo y fugaz, y esta vez reconoció en él el correteo de un animalillo. No sabía decir si era presa o predador, pero al momento siguiente se esfumó.
Con todo, no le desapareció la ansiedad, así que empezó a rebuscar en su mente, rastreando todos los acontecimientos de la tarde, las conversaciones que había mantenido, intentando dar con alguna frase extraviada que merodeaba como un fugitivo en lo más profundo de su mente, negándose a revelarse.
¿Era algo de lo que había dicho Stackpole?
Llegó hasta el final del camino de entrada y cruzó el pequeño terreno de grava que se extendía ante la casa. La luz del pórtico estaba apagada, pero la puerta no estaba cerrada con cerrojo, tal como le habían asegurado, de forma que pudo entrar y encender las luces del recibidor de la entrada. Para llegar al salón tenía que cruzar ese recibidor y un pasillo, por el que se adentró sin detenerse ni un segundó.
El salón estaba a oscuras, pero del recibidor entraba bastante luz como para distinguir dónde estaban las diversas lámparas de mesa. A medida que fue encendiéndolas, en los grandes ventanales que daban a la terraza, que tenían descorridas las cortinas, se reflejó la sala. Madden vio su propia figura en el espejo con marco dorado que estaba encima de la chimenea, e inmediatamente frunció el ceño, recordando.
¡No fue el agente! ¡Su mujer!
¡Era algo que había dicho la señora Stackpole!
Madden abrió la puerta que daba a la terraza y salió al exterior. La niebla era aún más espesa a ese lado de la casa: cubría todo el césped y envolvía el huerto que estaba al fondo del jardín.
Por dos veces silbó y llamó a la perra:
—¡Molly! ¡Molly!
De la oscuridad plateada no vino ningún aullido de respuesta. La niebla lamía las losas de piedra de la terraza.
A Madden se le puso de punta el vello del cuello. Como otros compañeros que también habían sobrevivido a las trincheras, el inspector había desarrollado un instinto para percibir el peligro. Algunos lo identificaban con el sexto sentido, pero, en realidad, era una forma aprendida de reaccionar ante los pequeños detalles y anomalías: un pequeño destello en las profundidades de la tierra de nadie; el repiqueteo de una hebra de alambre de espino en la oscuridad…
Ante las cosas que se salían de lo normal.
Volvió a silbar, y esta vez oyó un leve quejido. El ruido procedía de cerca, del comienzo de las escaleras de la terraza, que estaban ocultas por la niebla. Por encima de ese ruido, no obstante, escuchó otro más fuerte a sus espaldas: el estruendo del motor del Wolseley que se acercaba por el camino de entrada a la casa.
—Dick Wright dice que otra vez echa en falta un par de pollos. Y que también le han quitado comida de la cocina.
Madden se giró y salió corriendo hacia la puerta, cerrándola de un portazo, y después cruzó a la carrera el salón, para llegar a toda prisa hasta el recibidor y la puerta de entrada.
A la carrera para cortarle a Helen el paso.
Antes de terminar de cruzar la sala oyó el ruido de unas pisadas en la terraza, y se giró para ver cómo su propia imagen, reflejada en los ventanales, se hacía añicos al precipitarse sobre ellos el cuerpo de un hombre, que se llevó por delante el marco de madera y el cristal para aterrizar en el suelo al pie de la ventana y salir a continuación corriendo hacia él sin parar siquiera. Antes de tenerlo encima, a Madden sólo le dio tiempo para fijarse en el rostro pálido y cubierto de sangre y en un palo largo que Pike blandía en diagonal, a modo de barrera, por delante del cuerpo.
Ya era demasiado tarde cuando el inspector distinguió el brillo de la bayoneta en la punta del palo. Trató de echarse hacia un lado, pero Pike imitó el movimiento y, cuando Madden retrocedió tambaleándose, aprovechó para revolverse como una serpiente y clavarle el arma como un dardo, hundiéndola bien en el cuerpo del inspector y sacándola a continuación con un giro salvaje de muñeca.
Madden cayó de rodillas lanzando un gemido y luego se desplomó. Allí se quedó inmóvil.
Sin siquiera apagar el motor, Helen Blackwell entró corriendo en casa. Iba corriendo por el pasillo iluminado, llamando a Madden:
—John, quieren que vuelvas a Londres. El hombre calcinado no era Pike. No está muerto…
Al entrar en el salón, paró en seco. Sus ojos volaron desde la cristalera rota hasta el cuerpo de Madden tendido en el suelo; vio ambas cosas a la vez. Durante un instante, el tiempo que tarda un latido, se quedó petrificada. Paralizada por la conmoción. Luego, mientras abría la boca con la intención de emitir un grito, sintió una mano que, desde atrás, le tapaba los labios y otros brazos que le sujetaban los suyos. En la oreja sintió el calor de una respiración; también una barba rascarle el cuello.
Helen sabía quién era, o quién debía de ser. No tardó ni un instante en caer en la cuenta y, aunque estaba aterrorizada, enseguida opuso resistencia: balanceó el cuerpo de un lado a otro, con el fin de que su atacante perdiera el equilibrio. Era una mujer fuerte, y pronto sintió que él se debilitaba. En su respiración ronca se distinguía un punto de agotamiento. Junto con los bramidos incoherentes que salían de los labios de Pike, Helen escuchaba también gemidos de dolor.
En el forcejeo, se recorrieron toda la habitación, chocándose con los muebles, lanzando al suelo los taburetes y las mesas auxiliares, antes de llegar frente al espejo sobre la chimenea, donde Helen vio a su atacante. Se percató de que tenía la frente llena de sangre y los labios tensados, con los dientes bien al descubierto en constante gruñido. También vio una mancha oscura en la parte superior de su camisa caqui. Así que, cuando logró soltar una mano del abrazo asfixiante de su atacante, con toda la fuerza que pudo reunir hundió los nudillos en aquella marca.
Pike emitió un bramido de dolor y la soltó. No obstante, antes siquiera de tener tiempo para reaccionar, Helen sintió que, desde atrás, un manotazo la enviaba contra la chimenea, donde dio con la frente en la repisa. La doctora cayó de espaldas, sin sentido, sobre la alfombra, mientras la sangre le manaba a borbotones de un corte profundo a la altura de la ceja.
Sin dejar de emitir gruñidos de dolor, Pike la cogió por las axilas y arrastró su cuerpo inanimado hasta el sofá. Pike hipaba, casi llorando, y musitaba las mismas palabras una y otra vez:
—Sadie… ¡Oh, Sadie…!
La sangre que le brotaba de la frente le caía a la doctora sobre la blusa. Pike le sacó el pelo de detrás del cuerpo, donde se le había quedado atrapado, y se lo colocó por encima de los hombros.
—Oh, Sadie…
Le desabotonó la blusa y luego se agachó para subirle la falda. Pero, cuando se la había levantado hasta las rodillas, alguien le agarró por la espalda de la camisa y, alzándole, le giró. Un puñetazo tremendo en la barbilla le hizo tambalearse y caer hacia atrás, tropezándose con uno de los taburetes caídos antes de derrumbarse en el suelo, panza arriba.
—¡Cerdo asesino!
Encima de él, Stackpole le miraba en mangas de camisa. Pike intentó incorporarse agarrándose al respaldo de una mecedora, pero el agente le asestó otro puñetazo: Pike dio con la cara en la alfombra.
—¡Cabrón!
Stackpole le agarró con una mano por la parte de atrás de la camisa y, con la otra, del cinturón de cuero, y tiró de él hasta que lo puso a cuatro patas. Mientras el hombre, aturdido, sacudía brazos y piernas intentando orientarse, Stackpole le arrastró por el suelo y le estampó contra una vitrina acristalada. Acto seguido se oyó un ruido de porcelana y cristales rotos, que se esparcieron por la alfombra. Pike sacó la cabeza, llena de sangre, de la vitrina. El agente le lanzó a un lado.
Jadeante, y con el rostro invadido por la rabia, Stackpole miró a su alrededor. La doctora Blackwell se removía en el sofá, intentando levantar la cabeza, con un ojo todo ensangrentado.
—¡Cuidado!
Al grito de Helen, se dio rápidamente la vuelta y vio a Pike, que estaba tumbado en el suelo detrás de él, agarrar un palo largo con ambas manos. El golpe llegó tan rápido que Stackpole no pudo esquivarlo. La punta de la bayoneta le rozó al agente en el muslo, y se tambaleó hacia un lado antes de caer sobre una silla, dándose un baquetazo al aterrizar de espaldas.
Aturdido, vio que Pike, con el rostro ensangrentado y retorcido de dolor, trataba de ponerse otra vez en pie. El hombre luchaba por incorporarse apoyándose en el palo, pero, de repente, le quitaron de las manos el bastón y cayó otra vez al suelo. Tras él, arrodillado, apareció la figura de Madden, con el palo en las manos. El inspector tenía la frente inundada de sangre. Su cara exhibía una palidez cadavérica.
Pike gemía, allí tumbado boca arriba. Parecía que se le habían agotado las fuerzas. Cuando Stackpole se incorporó, vio que Madden, asimismo, estaba en pie. El inspector, trémulo, se alzaba sobre el cuerpo del hombre tendido en el suelo. Madden levantó el palo rematado por la bayoneta con sus manos temblorosas.
—¡Adelante, señor! —le instó Stackpole con voz quebrada—. ¡Mátele! ¡Mande a ese cabrón al infierno!
—¡John…! —le llamó la doctora Blackwell desde el sofá. Su voz sonaba suplicante.
Madden sostenía la punta del arma a menos de un palmo del pecho de Pike, cuyos ojos marrones se encontraron con los del agente sorteando el velo de un chorretón de sangre. En ellos no se adivinaba emoción alguna.
—¡Amos Pike! —exclamó Madden con voz débil—. Está usted detenido.
A Pike se le encendieron los ojos y se le contrajo la cara ensangrentada. Antes de que el inspector pudiera detenerle, Pike se incorporó y agarró el palo con sus manos. Y, de un solo impulso, se atravesó el pecho con la punta, que le dejó clavado al suelo. Por los labios empezó a salir la sangre a borbotones. El cuerpo se agitó, convulso, antes de quedar inerte.
Madden se dejó caer sobre las rodillas y a continuación se desplomó hacia un lado.
—John… —Helen Blackwell se acercó a gatas por el suelo—. ¡Cariño! —Se arrodilló a su lado y de un tirón le desgarró la camisa llena de sangre.
Stackpole se dirigía, renqueando, hacia donde estaban cuando el suelo comenzó a retumbar. Pike tañía con los pies, en espasmódicas sacudidas, un redoble sobre la alfombra. El agente le retiró del pecho el palo rematado con la bayoneta. Vio que se trataba del tronco de un árbol joven a uno de cuyos extremos había sujetado con alambre el sable. Lo elevó hacia lo alto, dispuesto a rematarlo. El tamborileo cesó.
—¿Está muerto? —preguntó la doctora Blackwell sin levantar la vista.
—Por siempre jamás.
—Will, ve hasta el teléfono. Llama al hospital de Guildford. Tienen que mandar enseguida una ambulancia con una enfermera. ¡De inmediato! Después, tráeme del coche el maletín. ¡Corre!
El agente se puso enseguida en marcha, medio cojeando, medio corriendo. Cuando regresó al cabo de unos minutos la encontró en la misma posición, arrodillada junto al inspector, limpiándose furiosamente la sangre del ojo y tapándole a Madden la herida con un trozo de seda que seguramente procedía de su ropa interior.
—Abre el maletín. Ahí hay gasas.
Stackpole obedeció. Helen sustituyó en un segundo el vendaje provisional. Luego, cogiendo la mano del agente local entre las suyas, le hizo sostener el apósito firmemente.
—Sujétalo así. No aprietes mucho. Voy a buscar unas vendas al piso de arriba. Sólo tardaré un segundo.
La visión del torso ensangrentado y la cara lívida de Madden le impresionó tanto a Stackpole que no pudo contener las palabras que le vinieron a los labios:
—¿Se va a…?
—¡No! —respondió Helen con furia—. No va a morir, ¿me oyes? —volviéndose hacia él con la cara pálida y llena de sangre, añadió—: Le vamos a mantener con vida. Tú y yo.
Sin apenas notar el dolor en la pierna malherida, el agente se arrodilló junto al cuerpo de Madden, sin soltar en ningún momento el apósito. Escuchó el ruido de unas pisadas en el piso de arriba. Dejó que sus ojos erraran por la habitación. A pesar del caos que fueron descubriendo (el cadáver de Pike en el suelo, a pocos centímetros; los cristales y los muebles rotos desparramados por la estancia) y de la palidez atroz que exhibía el rostro del inspector, Stackpole sintió una extraña sensación de alivio.
No en vano, la conocía desde hacía muchos años, desde la infancia, y desde hacía mucho había aprendido a confiar en su palabra y en su criterio.