Capítulo 17

En Highfield recordaban perfectamente el Bentley de la señora Aylward, aunque no tanto a la dama, si bien tanto Alf Birney como su hija se acordaban de haberla visto entrar en la tienda para hacer unas compras.

—Era a finales de abril —le dijo Stackpole a Madden—. May Birney recuerda que compró un ramo de narcisos y que preguntó por dónde se iba a Melling Lodge.

Al parecer, había aparcado el coche enfrente de la tienda, y ahí es cuando la señorita Birney había visto a Pike.

—Lo vio en la carretera, junto al coche, de perfil, justo como nos dijo. Llevaba puesta la gorra de chófer. Ahora le ha venido todo a la mente, dice.

Cuando llegó el inspector, casi estaba hecho todo el trabajo. Stackpole había tomado de nuevo declaración a los Birney. Llevaba la transcripción en el bolsillo del gabán, para que la leyera Madden.

—Ah, y también tengo un recado para usted de la doctora Blackwell, señor —añadió el agente, con un rostro inexpresivo poco habitual en él—. Dice que estará de vuelta en su consultorio sobre las tres.

—Gracias, Will —replicó Madden, con idéntica impasibilidad.

Cuando, la noche anterior, había telefoneado a Helen, descubrió que ya había hecho planes: acompañar ese domingo a su padre a un almuerzo en Farnham.

—Pero le dejaré en casa al volver y me reuniré contigo en el pueblo. Estáte pendiente de mi coche. Cariño, tengo muchas ganas de verte.

Madden, parco en palabras como siempre, sólo supo balbucear que la quería; al parecer con eso bastó.

Stackpole había estado esperando en el andén de la estación para saludarle. La sonrisa de aquel agente de elevada estatura iluminó aquel día gris de otoño.

—Es un placer verle otra vez por aquí, señor. El pueblo es otro desde que supimos las noticias. Hay mucha gente esperando para estrecharle la mano, se lo aseguro.

Un buen número de ellos al parecer se habían congregado en el Rose and Crown, donde Stackpole sugirió que pararan para comer algo. Tras haber saludado por lo menos a una docena de personas, Madden fue a cobijarse al refugio del reservado, que el señor Poole, el dueño del pub, cerró al público para que estuvieran solos. Mientras el agente pedía unas cervezas y unos bocadillos, Madden se acomodó a fin de leer con calma las declaraciones de los Birney.

—Me llevé una sorpresa al saber cuándo vino por aquí por primera vez —se sinceró Stackpole, quitándose el casco. En su manaza llevaba una pinta de cerveza amarga—. A finales de abril, según la señorita Birney. Seguramente debió de volver después en repetidas ocasiones. —Madden le contestó con un gruñido y siguió leyendo—. Desde mayo hasta finales de julio: eso son tres meses. ¿Qué estuvo haciendo por ahí arriba en los bosques? Sí, ya sé, construir el refugio, ¿pero después…?

El inspector guardaba silencio. Stackpole le miró de reojo.

—¿Qué ocurre, señor?

Madden señaló con el dedo índice una línea de la declaración.

—¿La doctora Blackwell…? —preguntó, y de repente se le arrugó el gesto.

El agente miró el papel echando un vistazo por encima del hombro del inspector.

—Esa es la declaración de May, ¿verdad? Sí, recuerda que la doctora fue por la tienda aquella mañana. Justo antes de que entrara la señora Aylward. Luego fue cuando se percató de la presencia de Pike en el exterior.

—«Lo vi a través del escaparate de la tienda. Aquel hombre estaba girado hacia la parte de arriba la calle, con la vista fija en algo. Estaba allí parado como si fuera una estatua…».

—¿Y bien, señor? —Stackpole no había captado lo que quería decir el inspector.

—¿Qué miraba, Will? ¿A quién miraba?

Los ojos del agente delataron que iba cayendo en la cuenta.

—¡Dios santo! —exclamó, palideciendo acto seguido.

—Se parecían, ¿no? Ella me dijo una vez que la gente creía que eran hermanas. —Madden inclinó la cabeza—. Pike la vio a ella primero, Will. Antes siquiera de haber visto a Lucy Fletcher. —Hizo una pausa. El inspector levantó la mirada—. ¿Por eso estuvo tanto tiempo en los bosques? ¿Es que no sabía por quién decidirse? Siempre nos hemos preguntado por qué volvió. Llevaba con él la bolsa, así que pensamos que era para recoger algo. Pero no era para eso. Traía consigo todo lo que necesitaba.

Su compañero se acercó y le agarró del brazo.

—No le dé más vueltas, señor —le instó Stackpole—. Apártelo de su mente. Ya ha pasado todo.

En la cara de Madden se dibujaba la congoja.

—Que esto no salga de entre nosotros, Will —dijo con voz calma, sin despegar la vista del agente—. Ni una palabra de esto a la doctora Blackwell. ¡Jamás! ¿Me has entendido?

Encontraron a Tom Cooper, el jardinero de los Fletcher, arreglando el seto de la parte delantera de su casa, situada al final de un sendero que salía de la calle principal. Cooper se quitó unos guantes de cuero ya agrietados para darle la mano al inspector.

—Me alegré al oír que el tipo ese había muerto, señor, aunque ojalá hubieran podido cazarle vivo. Yo esperaba ver en la horca a ese cabrón.

Cooper les dijo algo que no sabían: la señora Aylward había tardado dos días en terminar el retrato y había pasado la noche en un hotel de Guildford.

—Yo sólo vi al chófer el primer día, cuando llegaron. Trajo las cosas de la dama al recibidor desde el coche. La señora Fletcher le indicó dónde dejarlas. Luego aparcó el coche en el camino de entrada. La siguiente vez que vine por aquí no estaba, y ya no lo volví a ver. Pensé que a lo mejor había ido al pueblo.

—Allí es donde fue —dijo Madden después, cuando volvían sendero arriba, señalando con la cabeza hacia atrás, hacia los bosques de Upton Hanger, que resplandecían con los colores del otoño. La niebla de la mañana, que se estaba acumulando otra vez, tejía una trama de hilos plateados entre las copas de los pinos escoceses que se alineaban en la cumbre—. Por entonces ya sabía que iba a volver. Estaba reconociendo el terreno en busca de un lugar donde excavar el refugio.

Llegaron a la esquina. Al mirar a la calle principal, el inspector vio acercarse hacia ellos el pequeño biplaza rojo. Levantó el brazo. Stackpole notó una luminosidad especial en sus ojos y se sonrió sin que el inspector lo notara, oculto por el casco.

La doctora aparcó junto a ellos.

—¡Hola a los dos! —Su profunda mirada azul se quedó prendida en Madden—. Acabo de tropezarme con Jem Roker. Me estaba buscando. Su padre se ha caído de un almiar y se ha roto el brazo. Tengo que ir para allá… —explicó sonriente sin despegar la mirada del inspector—. ¡Vida de médico, ya se sabe…!

—¿Tardarás mucho? —preguntó impaciente.

—No más de una hora. Pero tengo que pasar por el consultorio antes. Venid conmigo un segundo.

Fueron tras el coche, que abandonó la carretera para adentrarse por un sendero que bordeaba la plaza. Cuando llegaron, encontraron abierta de par en par la puerta de la sala de espera del consultorio. Stackpole se quedó fuera.

—Le espero aquí, señor. —Y clavó la mirada en el cielo gris, como si encerrara algo digno de interés.

Madden entró y encontró a Helen en su escritorio. La doctora fue corriendo desde la mesa a abalanzarse en sus brazos. Él la apretó contra sí, sin decir palabra. La mera idea de que ella había estado tan cerca del peligro le hizo estremecerse de un modo que no supo controlar.

—John, ¿qué te ocurre?

—No, nada… Sólo… —Y desistió de encontrar las palabras adecuadas, para limitarse a abrazarla.

Helen le besó.

—Esa pobre gente de Stonehill… Estuve toda la noche en vela tratando de imaginarme lo que has debido de estar haciendo… Deseaba que estuvieras junto a mí, y no quiero que vuelvas a irte nunca más…

Él la estrechó aún más entre sus brazos y volvieron a besarse.

—Tengo que enseñarte una cosa —dijo Helen, y le llevó hasta el escritorio, de donde cogió un sobre—. Es de la doctora Mackay de Edimburgo. Dice que Sophy ha empezado a hablar otra vez de su madre. Todavía nada sobre aquella noche, pero no tardará mucho, en opinión de la doctora. —Helen sacó un folio doblado del sobre y se lo entregó—. Esto lo hizo Sophy. La doctora Mackay pensó que me gustaría verlo.

Madden desdobló el papel. En él había un dibujo infantil pintado con lápices de colores, donde aparecía un lago con unas montañas al fondo. Unos patos con pico amarillo flotaban sobre el agua azul y unos pájaros gigantes surcaban el cielo.

—¿Estos qué son? —preguntó Madden, señalando al papel.

Helen frunció el ceño.

—¿Las reses que hay en las tierras altas escocesas? —aventuró Helen.

Madden soltó una carcajada.

—¡Claro!

—Es un dibujo alegre, ¿no crees?

—Sí —dijo, y volvió a abrazarla.

Allí se quedaron, inmóviles, unos momentos, antes de que Helen añadiera:

—Casémonos enseguida —le susurró—. No esperemos más. ¡Queda tan poco tiempo…!

—¿Tiempo…? —John no la entendía, y se echó un poco hacia atrás para mirarle detenidamente a la cara—. Ahora tenemos todo el tiempo del mundo.

—No, se nos va; va pasando segundo a segundo. ¿No lo notas? —Riéndose, le lanzó una mirada desafiante—: Cásate conmigo ahora mismo, John Madden.

Él se quedó contemplando aquella mirada franca, sin parpadear.

—Por Dios, claro que sí.

Stackpole esperaba en la plaza, un poco más allá de donde estaba aparcado el Wolseley. Madden colocó el maletín de la doctora en el asiento del copiloto junto con las tablillas y las vendas que había cogido Helen del consultorio. Acto seguida, ella se metió en el coche.

—Cuando termines vete directamente a la casa. Papá va a pasar la tarde en Farnham, así que no encontrarás allí a nadie. Pero Molly se alegrará de verte. —Le miró fijamente durante un instante—. Volveré en cuanto pueda.

Tras saludar a Stackpole, Helen se alejó.

La última declaración que tomó Madden aquella tarde fue a la cocinera de los Fletcher, Ann Dunn, quien vivía al otro lado de la plaza. La mujer también se acordaba de la visita de la señora Aylward a Melling Lodge.

—Cuando terminamos de preparar la comida en cocina, mandé llamar al chófer, pero no estaba en el coche. Pensamos que quizá habría ido al pub. —La señorita Dunn se despejó un mechón de pelo de la frente con el brazo manchado de harina. Había encontrado un nuevo trabajo en la panadería del pueblo. El agradable olor a pan reciente invadía la casita—. Me acabo de acordar ahora: fue la pobre Sally Pepper la que salió a buscarle.

Las luces de la tarde comenzaban a palidecer cuando volvieron a atravesar la plaza. Stackpole miró al inspector y en sus ojos vio que estaba sumido en sus pensamientos, y de nuevo volvió a sonreírse. En el aire calmo flotaba el humo de las quemas propias del otoño. Cuando llegaron a la casa de Stackpole hallaron a la propia mujer del agente, con el pelo recogido con una pañoleta amarilla, atizando una hoguera con hojas secas.

—Aquí me tienes, Will Stackpole, haciendo tus tareas, como de costumbre. —Esbozó una sonrisa a modo de saludo para el inspector—. Llamaron desde Oakley mientras estabais fuera: Dick Wright, que dice que otra vez echa en falta un par de pollos. Y que también le han quitado comida de la cocina. Sigue insistiendo en que son los gitanos.

—¡Los gitanos! —bufó Stackpole, muerto de risa—. Cada vez que roban algo por aquí cerca, siempre son los gitanos.

La mención de Oakley reavivó la memoria del inspector.

—¿Qué pasó con nuestro amigo Wellings? ¿Al final le detuviste?

—No tuve oportunidad, señor. —Stackpole se quitó el casco y empezó a desabotonarse el gabán—. Se largó un día a medianoche. Hizo las maletas y se fue sin decir palabra. No me pareció que mereciera la pena intentar traerlo de vuelta aquí. El pub sigue cerrado desde entonces.

Madden divisó una cabellera rizada en una de las ventanas del piso de arriba de la casa.

—Hola, Amy —saludó.

La señora Stackpole se dio la vuelta.

—¿Qué haces ahí, señorita? ¡Vuelve enseguida a la cama! —La cabecita desapareció—. Amy está malita con el sarampión —explicó—. La doctora Blackwell dijo que pasaría por aquí al volver hacia casa.

Stackpole iba de aquí para allá con el rastrillo.

—A lo mejor quiere esperarla aquí, señor —propuso, sin inmutarse.

—No, creo que no, Will. —El inspector se colocó bien el sombrero—. Prefiero marcharme.

—¿Ya se vuelve? —preguntó el agente, perplejo.

—No en estos momentos.

—Entonces, ¿le seguiremos viendo por aquí?

—No me sorprendería.

Al volverse tras cruzar la puerta del jardín, Madden llegó a tiempo para ver a la señora Stackpole asestarle un codazo a su marido. Sonriendo, levantó el brazo en señal de despedida.