Capítulo 15

—¡ALTO EL FUEGO!

La orden dada a voz en grito quedó ahogada por el estruendo de cristales rotos que se oyó cuando el coche arremetió de lleno contra el invernadero, cuya estructura se vino abajo después de que el vehículo lo cruzara dejando la marca de las ruedas en el suelo tras impactar contra las puertas dobles para ir a estrellarse en uno de los muros de la casa, en el que abrió un boquete.

De un salto, Madden se puso en pie (se había echado cuerpo a tierra cuando comenzó el tiroteo) y, atravesando la línea de francotiradores, se dirigió hacia el invernadero en ruinas. Billy Styles le seguía los pasos. Llegaron al mismo tiempo que un par de agentes uniformados que venían desde la dirección contraria, desde el patio de las cuadras. En un rincón se distinguía una figura humana acurrucada bajo un manto de cristales rotos.

—Esa es la señora Aylward; sáquenla de aquí —ordenó Madden a los dos policías—. Lleven cuidado; puede que tenga cortes de gravedad.

Sin dejar de correr, Madden avanzó entre los cristales rotos hasta el muro donde se había empotrado el coche. Con el impulso, el vehículo se había incrustado un buen trecho en el estudio al otro lado de la pared. Sólo sobresalía la parte de atrás. Por las ventanas rotas salía un humo negro. El techo del Bentley seguía en llamas.

—No vale la pena. Por ahí no podemos pasar.

Madden agarró a Billy del brazo y tiró de él. Pisando otra vez por el rastro de cristales que había dejado una de las ventanas, dio la vuelta corriendo hasta llegar a la parte delantera de la casa. La puerta estaba abierta. Al entrar, encontraron ya allí a un sargento con un agente. Los hombres daban vueltas por el vestíbulo sin saber muy bien hacia dónde ir.

El inspector se hizo camino entre ellos y continuó hacia donde debía de estar el estudio. Abrió una puerta. De la habitación en penumbra salió una humareda que invadió el vestíbulo. Dentro se veía el centelleo de las llamas, y Madden divisó con una sola mirada la mole negra del Bentley antes de volver sobre sus pasos, repelido por el tufo de los gases.

Los dos policías se habían arremolinado detrás de él. Tras ellos había una escalera. Madden llamó a Billy, quien se había quedado esperando en el vestíbulo.

—Vaya al piso de arriba. Compruebe si hay alguien allí y ocúpese de que bajen.

Sacó un pañuelo del bolsillo y se volvió otra vez hacia el estudio. Pero, mientras se acercaba a la puerta, distinguió el olor de la gasolina en la nube de humo.

—¡Cuidado! —exclamó, apartándose hacia un lado.

Con un rugido, una inmensa lengua de fuego salió súbitamente hasta el vestíbulo. Uno de los policías lanzó un grito y, tambaleándose, se echó hacia atrás. El fuego se apoderó de un tapiz que colgaba de la pared junto a las escaleras. El dintel de la puerta también había comenzado a arder.

—¡Fuera! —gritó Madden—. ¡Todo el mundo fuera!

A empujones echó a los dos agentes hacia la puerta de entrada, pero luego se volvió a la escalera, cuyo balaustre habían empezado a consumir las llamas. Cuando se disponía a subir las escaleras apareció delante de él una figura entre el humo. Era Billy. Llevaba un cuerpo al hombro, como si fuera un saco de patatas. Iba tambaleándose, haciendo todo lo posible por mantener el equilibrio a medida que bajaba por las escaleras alfombradas, en las que ya habían prendido las llamas.

—No se preocupe, señor —le dijo a voces—. Me las apaño solo.

Bajando de espaldas, Madden le fue guiando, sujetándole contra la pared para mantenerle alejado del balaustre en llamas. El cuerpo que llevaba al hombro era el de una joven vestida con uniforme de criada. Se le había soltado la melena, y, mientras conducía al joven agente hasta la puerta de entrada, el inspector tuvo que ir apagando algunas chispas que habían saltado a la cabellera. Cuando Billy cruzó la puerta de entrada, se oyeron los vítores de los policías allí congregados.

Sin dejar de toser, Madden divisó al inspector jefe, que en esos momentos venía hacia ellos atravesando a toda velocidad el jardín. Hollingsworth iba a su lado. Booth estaba en el camino de entrada, desde donde gritaba a un grupo de agentes que a toda prisa doblaban la esquina en dirección hacia ellos:

—¿Qué hacen aquí? ¡Vuelvan al patio! ¡Quédense en sus puestos!

Los hombres se dieron la vuelta y desaparecieron.

—¿John? —se interesó Sinclair, una vez estaba junto a Madden.

—Creo que está atrapado en el coche, señor —informó Madden antes de lanzar al suelo de grava un escupitajo ennegrecido por el humo—. No he podido entrar en la habitación. Toda la casa está ardiendo.

No había terminado de hablar cuando una de las ventanas delanteras estalló, dejando salir las llamas en la noche. Los policías que se habían congregado en el camino de entrada retrocedieron unos pasos.

—Pasarán horas antes de que podamos entrar —se lamentó Booth, quien se les había unido.

Madden divisó la figura de Billy Styles arrodillado en el suelo junto a la joven que había sacado al hombro de la casa. Ella también estaba arrodillada, echada hacia delante, vomitando. Billy la sujetaba rodeándole la cintura con el brazo.

Un sargento uniformado se presentó ante ellos.

—He mandado a un hombre carretera abajo en busca de un teléfono, señor. Llamará a la ambulancia y a los bomberos.

—Gracias, sargento —repuso Sinclair—. ¿Qué me dice de la señora Aylward?

—Los cortes que tiene no parecen muy graves, señor. Casi todos son en la espalda. De alguna manera logró escapar. Pero está en estado de shock. La tenemos tumbada y cubierta con mantas sobre el césped.

El inspector jefe miró alrededor. El resplandor de la casa en llamas iluminaba un buen trozo del jardín. Algunos policías se habían sentado. Se veía el centelleo de algún que otro cigarrillo encendido. Sinclair se encogió de hombros y sacó la pipa.

—Bueno… No podemos hacer nada sino esperar.

A medianoche se había consumido el fuego. Sin embargo, hasta bien pasado el amanecer el jefe de la brigada de bomberos que habían enviado desde Folkestone no dio permiso para entrar en las ruinas de la casa.

Mientras tanto, habían llegado dos ambulancias: una para la señora Aylward y su criada y la otra para Billy Styles, quien resultó tener quemaduras en las manos y ampollas por toda la cara y el cuello.

—Estoy bien, señor —le dijo, todo ufano, a Madden, quien, a pesar de las protestas de aquel, ordenó que se le metiera en el vehículo, del cual cerró él mismo las puertas.

Sinclair, al ver la escena desde la distancia, se reía entre dientes cuando el inspector volvió a su lado.

—¿Sabes, John? Creo que, después de todo, a lo mejor de ese joven sale un buen policía.

Durante toda la noche mantuvieron a agentes de guardia en la casa. Sinclair se había traído consigo a una docena de agentes uniformados de Folkestone, y el sargento al frente del grupo había organizado los turnos. Madden y el inspector jefe se retiraron a uno de los coches y consiguieron dormir, de manera intermitente, unas cuantas horas.

Con el primer lucero del alba se produjo otra llegada: la del inspector jefe Mulrooney, de Folkestone, un hombre grande y rubicundo de aspecto jovial que saludó calurosamente a sus colegas:

—Un buen trabajo nocturno, diría yo.

El jefe de policía de Folkestone había ordenado traer té y bocadillos de Knowlton. Congregados alrededor del furgón, los hombres se desperezaban y le hincaban el diente al desayuno.

Poco después de las ocho, una vez inspeccionó la casa, el jefe de bomberos se acercó. Él y sus hombres habían podido hacer poco. Las llamas ya llevaban un buen rato fuera de control cuando llegaron y, como la policía, habían pasado la noche vigilando y esperando. Dirigiéndose a Sinclair, dijo:

—Ya puede entrar, señor, pero sólo un minuto. La casa todavía es un horno.

El inspector jefe y Madden se pusieron las botas, los cascos y los gabanes que les prestaron otros bomberos. En el último minuto, Mulrooney decidió acompañarles:

—¿Es que se van a llevar ustedes solos toda la diversión? —les dijo afablemente.

El jefe de bomberos y un hombre de su brigada, armados con hachas, abrieron camino a través de lo que quedaba de la puerta principal. Las paredes de la casa todavía estaban en pie, pero el techo estaba completamente caído, de suerte que la luz del día entraba a raudales, ennegrecida por las cenizas. Toda la estructura de la casa humeaba. El calor era intensísimo.

Siguiendo las instrucciones de Madden, avanzaron a través del vestíbulo lleno de escombros hacia el estudio. El casco del Bentley, allí parado en medio de la habitación derruida, estaba cubierto por vigas que habían caído del techo y por restos de mampostería que despedían calor como si se de ascuas se tratara. El hedor acre del humo se mezclaba con otros olores.

Los dos bomberos hincaron sus hachas en aquel montón, y del coche fueron quitando trozos de madera y piedra carbonizados. Primero quedó al descubierto el capó partido por la mitad; luego el marco de hierro que sujetaba la luna. Trabajando como lo hacían con rapidez, consiguieron despejar enseguida la zona del conductor. La estampa que se abrió ante sus ojos les hizo retroceder.

Ante ellos se descubrió una imagen espantosa. Sentado al volante, casi soldado a él, estaba una figura humana carbonizada. Por entre la carne ennegrecida resaltaba la blancura de los huesos. Unas cuencas de los ojos vacías les miraban. Los dientes quedaban al descubierto en una sonrisa de la que habían desaparecido los labios.

—¡Dios santo! —balbuceó Sinclair, quien nunca había visto nada igual.

Madden, a quien le eran bastante familiares aquellas imágenes, miró hacia otro sitio.

Sólo Mulrooney estaba como si no pasara nada. Con evidente expresión de satisfacción, asentía.

—¡Bonita imagen!