Pike dejó de cavar y cruzó el jardín otra vez hasta la casa. Un seto de alheña le tapaba la carretera, pero no despegó la vista de la puerta mientras cruzaba el césped salpicado de hojas. Un pequeño camino llevaba hasta la puerta principal; detrás, había otra extensión de hierba sin cuidar rodeada de arbustos y una pared de ladrillo. Pike recorrió el jardín con la vista.
Al pasar junto al invernadero vio cómo la silueta corpulenta de la señora Aylward, una mujer de mediana edad, se inclinaba sobre una jardinera de peonias de interior. Tras ella permanecían cerradas las puertas dobles que daban al estudio colindante, pero Pike vio que en el interior de la casa las luces estaban dadas. Estaba cayendo la tarde.
Necesitaba mantenerse atareado, tener las manos ocupadas y la mente concentrada en algún detalle, por pequeño o trivial que fuera. Sentía que le estallaba la cabeza. Sus pensamientos le producían dolor.
Durante los dos últimos días había tenido varias veces la impresión de haber perdido el contacto con la realidad física que le rodeaba. En una ocasión, le había parecido ver de repente que el suelo se abría bajo sus pies y que él mismo, su conciencia, caía en ese oscuro pozo, dando vueltas como si se tratara de una hoja seca. Se había mordido el labio con fuerza, hasta el punto de hacerse sangre, para obligarse a sentir el dolor del aquí y el ahora.
En cualquier momento esperaba la llegada de la policía a la casa. Se había impuesto ciertas tareas en el jardín, desde donde controlaba la puerta delantera. Pero si permanecía demasiado lejos de las cuadras, podía ver bloqueada su vía de escape.
Como un péndulo, su espíritu oscilaba entre la rabia y el miedo.
Si venían a por él, ¡se las haría pagar muy caro!
Con todo, su ira no era nada comparada con el terror que le producía la idea de que le pudieran capturar. Siempre se había jurado que no le atraparían vivo. No podría soportar la vergüenza de verse ante el tribunal, de escuchar la lista de cargos leída en público. Por otra parte, le asaltaba un miedo aún mayor que casi no lograba racionalizar.
¿Qué sabían de su pasado? ¿Tendría que responder por ello?
La primera noticia de la red que se había desplegado para darle caza le había llegado el día anterior en la estación de Folkestone, donde había ido a recoger a la señora Aylward. Allí vio su propio rostro en un cartel clavado en el tablón de avisos, junto a la taquilla.
No había pasado ni media hora cuando, al llevar en coche a su ama de vuelta a casa, se habían encontrado con un control de policía apostado en las afueras de la ciudad. En el arcén esperaba toda una hilera de motocicletas, a cuyos conductores se estaba tomando declaración.
A Pike, que iba al volante del Bentley de la señora Aylward, le hicieron una seña para que continuase, pero ya entonces había sentido muy cerca las fauces de hierro de la trampa que le tenían tendida.
Sabía que tenía que irse del distrito. Una vez descubrieran el cadáver de la señora Troy, la policía iría puerta por puerta buscando a un tal Grail. Aun cuando no le asociaran con Pike, recordarían la cara del cartel y de los retratos robot que habían salido publicados en los periódicos.
Pero su motocicleta, escondida en ese momento en un escondrijo del campo que se extendía detrás de las cuadras, no le servía ahora de nada. Incluso el autobús le parecía arriesgado. ¿Cómo saber si la policía también estaba parando a los vehículos públicos?
Había pasado en vela casi toda la noche, buscando una solución a su dilema. Y esta se le ocurrió a la mañana siguiente, pero para entonces ya estaba a medio camino rumbo a Dover.
¡La solución estaba en el coche que conducía! Con su uniforme de chófer, podía ir donde quisiera sin que lo parasen. No en vano, iban buscando a los motociclistas.
La idea le vino a la mente con tanta fuerza que se sintió tentado a salir de la carretera en ese mismo momento para resolver el problema menor que le causaba la presencia de la señora Aylward, que iba sentada en el asiento de atrás. Pero se controló a tiempo. Necesitaba sacar una ventaja de varias horas antes de que dieran la voz de alarma, y eso sólo podía conseguirlo si viajaba por la noche. Saldría mientas durmieran el resto de habitantes de la casa, de forma que no se le echaría de menos hasta por la mañana. Una vez se hubiera alejado lo suficiente, podría abandonar el coche, y luego… ¿Y luego?
En su mente revoloteaba la pregunta, pero para eso no tenía respuesta.
El futuro era sombrío.
De ahí en adelante debía vivir como un forajido: su rostro se exhibiría en las comisarías de policía y en los edificios públicos del país, mientras la bestia que dormía en su interior se iba creciendo y haciendo más exigente.
El futuro era un caos.
Pike cruzó las dos columnas de piedra que flanqueaban la entrada a las cuadras. Había luz en la cocina, donde se veía a la criada preparar la cena de la señora Aylward. Sabía, por ciertos comentarios que había oído, que la señora Rowley, la cocinera, iba a faltar al trabajo aquella tarde. Había llamado por teléfono para decir que no se encontraba bien. Eso le daba igual. Había tomado la decisión de abandonar la casa, y por ende el empleo con la señora Aylward, en las horas siguientes.
El Bentley estaba aparcado al otro lado del patio adoquinado, en las antiguas cuadras. Pike cerró las puertas tras de sí y encendió la luz. Había barrido bien la habitación donde dormía en el piso de arriba. Ya tenía casi todo lo que quería llevarse metido en el coche. En el maletero había guardado la ropa, el antiguo uniforme militar y el fusil. Unas horas antes de ese mismo día, mientras la señora Aylward almorzaba en Dover, había comprado un bidón de cinco galones de gasolina, para tenerlo como reserva. Lo había colocado sobre el asiento trasero y lo había inmovilizado rellenando el hueco con un trozo de loneta impermeabilizada rebujada en un fardo.
Ya estaba listo para salir. Sólo necesitaba encontrar su bolsa de lona, que todavía no había descargado del sidecar de la motocicleta.
El domingo por la noche había tenido que hacer dos viajes desde Rudd's Cross para desalojar el cobertizo sin dejar ni rastro de su presencia en la casa. Esperaba que la policía aún se estuviera preguntando por lo sucedido. Y ¿cómo interpretarían la desaparición de Biggs? En la bolsa había guardado todos los objetos de plata que había sustraído de la vitrina de la señora Troy. Su intención era alejarse de Knowlton antes de deshacerse de ella. Sólo había una posibilidad, muy remota, de que la policía no asociara a Carver, el chófer, con Pike o con Grail; sólo una posibilidad de que catalogaran de mero robo su fuga con el Bentley de la señora Aylward. Quería dejar las menos pistas posibles sobre su identidad. Cuanto más tiempo les tuviera entretenidos conjeturando qué había pasado, mejor.
Salió tras descorrer el cerrojo de la puerta trasera de las cuadras. Estaba cayendo la tarde. Un alto muro de ladrillo que se elevaba a sólo unos pasos delimitaba la finca. Detrás había un campo, también propiedad de la señora Aylward, que en su momento había adquirido junto con la casa y que había usado el anterior propietario a modo de prado para los caballos. Ahora no se le daba ninguna utilidad y estaba lleno de maleza. Pike había aparcado la motocicleta al otro extremo y la había escondido tras unos arbustos de considerable altura.
En el muro había una puerta de hierro que permitía el acceso al campo, pero Pike pasó de largo y prefirió utilizar una puertecilla más pequeña, de madera, que daba a un sendero que discurría, semioculto por un seto salvaje, por la linde del campo. Con la misma naturalidad con que buscó el cobijo del seto, fue avanzando sin apenas hacer ruido en la oscuridad.
No había recorrido ni veinte metros cuando escuchó una tos. Pike se paró en seco.
El sonido procedía de su izquierda, donde se extendía el campo. Automáticamente, se agachó y se llevó la mano a la bayoneta que llevaba colgada del cinturón, y allí permaneció sin moverse entre las impenetrables sombras. Al cabo de un minuto, oyó la voz de un hombre. Hablaba en voz baja; Pike no conseguía entender lo que decía. Con la mirada buscó el lugar de donde había procedido el sonido. Más allá de donde se acababa el campo, lindando con el horizonte, el cielo había adquirido la tonalidad de las perlas, con el suave brillo de los últimos rayos del sol. Contra ese tenue telón de fondo, y durante sólo un instante, el tiempo que tardó el hombre en cambiar de posición a ras de suelo, Pike divisó una silueta que le era familiar: el inconfundible contorno de un casco de policía.
Pike se lanzó cuerpo a tierra y, sin detenerse un instante, empezó a desandar el camino por el que había venido. No le faltaba práctica, pues había tenido que ir de esa guisa en incontables ocasiones. Sin embargo, la amenaza que se cernía sobre él en esos momentos parecía mucho mayor que los peligros que le habían acechado en medio de los socavones embarrados que dejaban los morteros y el alambre de espino que cubría la tierra de nadie. En menos de un minuto había alcanzado de nuevo la puertecilla de madera. Reptó por debajo de ella, y sólo cuando se vio de nuevo protegido por el muro de ladrillo se volvió a poner en pie, para después correr hasta la puerta de las cuadras.
Tenía muy clara cuál era la situación. Lo entendió todo en un instante. No se trataba de los típicos agentes que hacían la ronda casa por casa formulando las preguntas rutinarias. La presencia del policía en el campo significaba que había más por los alrededores. Con toda probabilidad ya habían cercado la casa. Sabían quién era y habían venido a detenerle.
Mentalmente gritó un «no» silencioso.
Nunca le capturarían.
Su primer impulso fue coger el fusil y la bayoneta, y lanzarse al ataque contra los agentes agazapados entre la hierba. ¡Matarles de un tiro! ¡Acabar con ellos a golpe de bayoneta! Romper el precario cordón policial y huir en medio de la noche.
La locura brotó en su mente como una flor encarnada. Pero, gracias al atisbo de cordura que aún le quedaba, se paró, jadeante, junto al Bentley.
¿Dónde irían primero? ¿A la casa o a las cuadras?
La respuesta era obvia. Sabían dónde encontrarle. La señora Rowley se habría encargado de informarles: la cocinera que no se encontraba bien, que no iría a trabajar aquella tarde.
Rápidamente se dirigió hacia las puertas delanteras y descorrió el cerrojo. El patio de las cuadras estaba vacío. Tampoco había nadie en la cocina iluminada. O bien la criada había subido al primer piso para hacer alguna tarea en la habitación de la señora Aylward, o bien la policía ya había llegado a la casa para evacuar a sus habitantes. Apagó la luz del establo y abrió las puertas de par en par. Necesitaba distraerles. Afortunadamente, tenía a mano todos los medios.
Corriendo, regresó al coche, sacó el bidón de gasolina del asiento trasero y comenzó a rociarlo todo: salpicó las paredes del inmueble y los tabiques de madera que separaban cada uno de los establos. La mitad del bidón lo empleó de esa manera; el resto lo guardó de nuevo en el coche.
Sólo se detuvo para comprobar si el patio seguía aún vacío antes de correr hasta el otro extremo de las cuadras, encender una cerilla y prender fuego a un montón de cachivaches y muebles viejos que allí se almacenaban. Las llamas se extendieron en un santiamén. De la pila rescató un marco de fotos que empezaba a arder y lo lanzó al establo más cercano antes de volver hasta el coche.
Sólo necesitó unos segundos para arrancar el motor. Pike se acomodó al volante. No tenía ningún plan definido, sólo la imperiosa necesidad de librarse del cerco que se iba estrechando en torno a él, un deseo desesperado que ardía en su mente con la misma ferocidad con la que, por entonces, consumía ya el fuego todas las cuadras, por las que se había ido extendiendo pasando de establo en establo. Esperó hasta que las llamas llegaron prácticamente hasta él para poner el coche en marcha.
En el momento en que el vehículo salía despacio por la puerta, un trozo de una viga de madera en llamas cayó sobre el techo del coche, que enseguida comenzó a arder.
Pike cruzó las dos columnas de piedra de la entrada y salió del patio. Un camino en curva conducía desde el invernadero hasta la puerta principal, pero, como al salir de la curva distinguió los faros de un coche en la entrada principal, de un volantazo el Bentley dejó aquel sendero de grava para adentrarse de nuevo en el jardín.
Intentó dar la vuelta en el césped y volver otra vez hasta el patio de las cuadras, desde donde podía salir por la puerta trasera que daba al campo. Sus propios faros sorprendieron a unos cuantos hombres con casco persiguiéndole por el jardín. Al sentir una súbita ráfaga de calor en el cuello se volvió y se dio cuenta de que el coche estaba ardiendo. Las llamas del techo prácticamente le rozaban la cabeza.
Los hombres que tenía delante echaron una rodilla a tierra, como si hubieran recibido una orden. Al instante siguiente, la luna del coche saltó en pedazos, y mientras Pike daba otro volantazo para hacer un trombo escuchó el sonido de los disparos y sintió un dolor punzante en la parte superior del brazo.
Pike emitió un gruñido tensando los labios. El dolor no tenía significado para él. Lo aceptaba como un peaje que tenía que pagar. No obstante, tuvo que agachar la cabeza para no sentir el calor de las llamas. Cuando el capó del Bentley giró del todo, vio otras figuras vestidas de azul salir del patio de las cuadras. Al oír el silbido de una bala rozarle la oreja, se agazapó contra la tapicería.
Justo delante de él se erigía el invernadero iluminado, en una de cuyas cristaleras se veía a la señora Aylward como si fuera una polilla gigante, con el rostro lívido mirando fijamente lo que ocurría en el jardín. En aquellos momentos le disparaban desde ambos lados. Se oía el martilleo de las balas golpear el chasis del coche. Un fragmento de cristal de la luna rota le cayó en la frente. Por los ojos comenzó a resbalarle la sangre.
Pike no quitó las manos del volante. Sin soltar el pie del acelerador, vio a la señora Aylward dar un paso atrás detrás de la cristalera y luego echarse a un lado, con movimientos pesados, tratando de esquivar a la enorme mole de metal que, como un rayo, se le echaba encima.
Con bramidos de rabia, Pike enfiló hacia el invernadero.
¡Pasara lo que pasara, no le cogerían vivo!